«"Per fe" ditz Peyr Rotgiers aisel de Cabaretz, "per cosselh qu'ieu vos do, la fors non issiratz".»
[(«"Por mi fe", dice Peyre Roger de Cabaret, "que un consejo os daré, sed prudente".»)]
Cantar de la cruzada, II-24
A la madrugada del día siguiente un grupo de treinta caballeros partieron de Cabaret. Los dos señores del castillo encabezaban la marcha. Más atrás, junto a Guillermo y Hugo, cabalgaba Raimon de Miraval. El trovador era uno de los llamados caballeros faidits, igual que Isarn, un desheredado, ya que pocos días antes el castillo de Miraval había caído en manos cruzadas, perdiendo así sus ya menguadas posesiones. La expedición la cerraban los escuderos, que lucharían al igual que sus señores. El grupo marchaba silencioso, la mayoría rumiaba rencores; todos tenían algo que vengar.
A Guillermo, aquello le recordaba una cacería de lobos. Las señales de los vigías en las rocas y puestos a través del valle hablaban un lenguaje que él no comprendía, pero sin duda significaba algo para los locales. Al rato, una vez salieron de la zona de desfiladeros y el campo se hizo abierto, trotaron en dirección a Carcasona, pero antes de llegar a la altura de la posada de El Gallo Cantarín, se desviaron hacia el este, siguiendo indicaciones de exploradores semiocultos. Llevaban ya varias millas fuera de las posesiones de los señores de Cabaret, pero el sistema de señales parecía seguir funcionando. Guillermo calculaba que ya habrían dejado Carcasona atrás a su derecha cuando cruzaron el río Orbiel por un vado y se adentraron en una zona boscosa.
– Es un grupo de refuerzo a los cruzados de Carcasona -les dijo Peyre Roger de Cabaret-. La mayoría de los señores cruzados ha cumplido su cuarentena y han regresado a sus tierras. Decidimos no atacar a los que marchan, sólo a los que llegan o se quedan.
Los demás escuchaban en silencio.
– Son unos veinte a caballo y treinta a pie -continuó-. Nos superan en número, pero no esperan un ataque. Hay que eliminar a los caballeros al primer envite; aquí el camino presenta un recodo y es tan ancho que podemos cargar con cinco jinetes por línea. Caeremos sobre ellos de frente y por atrás. Seguramente los infantes se esconderán en la espesura cuando nos vean sobre ellos.
Guillermo tragó saliva. Era bueno con las armas y aquélla era su oportunidad de conseguir el respeto de aquellos nobles occitanos que le veían como un extraño que se expresaba torpemente. Y también de recuperar su propia estima, deteriorada después de su humillante captura por parte de Hugo y sus faidits y menoscabada por su inseguridad al moverse en la corte de Cabaret. En su escudo y corazón llevaba a su dama y estaba dispuesto a que el ruiseñor grana que lucía fuera temido por los cruzados; superar con creces la prueba a la que Bruna le sometía sería la mejor forma de declararle su amor.
Se calaron las celadas dividiéndose en dos grupos; el primero esperó a que la comitiva hubiera pasado para colocarse a su retaguardia y cargar por la espalda. Lo hicieron justo cuando, al girar el recodo, los cruzados se encontraron de frente al segundo grupo que venía hacia ellos al galope. Hugo se colocó en la línea justo detrás de Guillermo, de forma que, con sólo girar un pequeño ángulo su pica, ésta se hundiera en la espalda del franco.
Cargaron, clavando espuelas, riendas en la mano del escudo, pero sueltas, y lanza al ristre, desde ambos extremos, gritando a todo pulmón. Guillermo, colocado en la línea de vanguardia, vio, por las expresiones de los rostros, como su acometida sorprendía por completo a los cruzados, que por su aspecto e insignias parecían borgoñeses. La mayoría no tuvo apenas tiempo de hacerse con sus escudos cuando ya habían sido ensartados y descabalgados. Hugo, siguiendo a Guillermo como su sombra, vio cómo éste atravesaba con su lanza al que parecía mandar la expedición. El hombre cayó al suelo con el asta clavada en su pecho mientras el franco desenvainaba rápido su espada y empezaba a golpear a uno de los pocos cruzados que resistían sobre su montura. El choque se resolvió con una hábil estocada en el cuello y el caballero contrario se desplomó. Hugo se admiró de que su rival consiguiera herir de muerte a dos de sus contrincantes tan rápidamente y no tuvo ánimo para matarle a traición, ni oportunidad de entrar en combate con los caballeros enemigos.
Los infantes corrieron a refugiarse en el bosque, a través del cual uno de los caballeros cruzados consiguió huir, mientras los que se mantenían sobre sus monturas eran acosados por varios atacantes a la vez y de nada les sirvió su intento de defensa. Los de Cabaret no tuvieron reparo en rematar a todos los caídos y rápidamente los escuderos empezaron a quitarles sus armas, mallas y todo lo que pudiera servir para cargarlo en los caballos capturados, mientras los jinetes peinaban la parte menos espesa del bosque cercano al camino, acabando con todos los infantes enemigos que pudieron encontrar. La emboscada había sido un completo éxito y celebraron que, fuera de pequeñas heridas, todos estaban ilesos.
– Buen trabajo, Guillermo -le felicitó Peyre Roger de Cabaret-. Sois el único que derribasteis a dos.
– Continuemos por el camino hasta Carcasona -propuso Hugo, que, vigilando a su contrincante, apenas había participado y deseaba mostrar también su valía.
– Eso representa mucho riesgo -repuso el de Cabaret-. Lo que acabamos de hacer es como sorprender y derribar a un jabalí. Lo que vos queréis ahora es mucho más peligroso; sería acorralar a uno herido. Si nos topamos con una fuerza importante, tendremos bajas.
– ¡Por el vizconde Trencavel! -gritó Hugo levantando su espada.
Todos le imitaron mientras vitoreaban al joven señor encarcelado en las mazmorras de la ciudad. Enardecidos por la victoria fácil, la mayoría apoyó la propuesta de Hugo y se dirigieron al trote hacia Carcasona. Los escuderos, atrás, se encargaban de conducir los caballos con las pertenencias arrebatadas a los cruzados.
En el camino se encontraron con un carro con suministros, pero sin caballeros ni peones enemigos, y lo requisaron. Sin duda, el huido estaba alertando a todos. Pero cuando tuvieron la villa a la vista, Peyre Roger se negó a ir más allá con sus hombres.
– Lleguemos hasta los muros de la ciudad -dijo Hugo-. Mostrémosles que aún podemos hacerlo, que nos teman.
– Un jinete enemigo escapó. Simón de Montfort estará preparando a sus caballeros para salir en nuestra búsqueda -dijo el señor de Cabaret-. Eso es una locura.
– Bien. Os propongo que los escuderos regresen con lo ganado y vos esperéis con vuestros hombres emboscados aquí -insistió Hugo-. Yo les iré a provocar. Si salen a por nosotros en un grupo reducido, les atacáis. Si son demasiados, emprended el camino a Cabaret y yo ya llegaré por mis medios.
Jourdan y Peyre Roger consultaron con los otros. Parecía un buen plan, pero destacaron a un par de sus jinetes en previsión de que pudieran llegar cruzados por la retaguardia. Le darían una oportunidad a Hugo.
– Hacéis honor a los Mataplana con vuestro valor -le dijo Peyre Roger-, pero no os entretengáis. Llegad cerca de los muros, gritad lo que os plazca y volved de inmediato. Sed prudente.
– Gracias, Peyre Roger -repuso dispuesto a cumplir lo dicho.
– ¡Esperad! -dijo Guillermo-. Yo os acompaño.
Hugo le miró a los ojos y el franco le mantuvo la mirada.
– De acuerdo, venid -dijo con sentimientos contrapuestos.
Le alegraba tener un compañero, pero le disgustaba que fuera Guillermo. El francés sumaba demasiados méritos.
Y así, ambos, encontrándose el camino despejado, llegaron a un tiro de ballesta de las murallas, siempre atentos a una posible salida de la guarnición. Guillermo mantenía la visera del casco calada para no ser reconocido, aunque mostraba orgulloso su ruiseñor grana en el escudo para que todos lo vieran. Hugo levantó su celada y se puso a gritar:
– ¡Viva el vizconde Trencavel, señor de Carcasona! ¡Mueran los cruzados!
Guillermo, al contemplar la ciudad con los gallardetes del león rampante de los Montfort, las puertas cerradas y la guarnición observándoles, se arrepintió de encontrarse allí. Mientras soportaba las fanfarronadas que su compañero gritaba a los francos, pensaba en qué ocurriría si salía su primo Amaury. Él había dejado claro que no se enfrentaría a nadie del clan Montfort, pero eso sólo lo sabían Hugo y Bruna. ¿Y si por su culpa sus parientes caían en una emboscada?
Pero los cruzados se limitaron a observarles sin que nadie saliera y al final le dijo al catalán:
– Vamos ya.
Éste giró su montura y ambos, sin volver la vista atrás y a paso tranquilo, se encaminaron hacia el grupo de Cabaret.