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«No se regocijen diciendo "asolada está Sión", pues allí están mis ojos, allí mi corazón.»

Yehuda Ha-Levi. Poemas, 100


Isarn levantó su espada sobre el cuello desnudo de Bruna, pero, cuando iba a descargar el golpe, una gruesa azcona proveniente de la puerta, que había quedado abierta, se clavó en su pecho y le hizo caer de espaldas. Renard y los suyos empuñaron sus armas, pero los dos mercenarios fueron ensartados por lanzas y un tropel de soldados armados hasta los dientes penetró en la habitación.

Renard, comprendiendo al instante que era imposible resistir, saltó por la ventana abierta hacia la noche y Pelet le siguió de inmediato.

– Coged al muchacho -dijo el que parecía mandar.

Y sin preocuparse por Guillermo, testigo maniatado e impotente en un rincón, ni por los huidos, los soldados, después de recoger sus azconas, salieron a la calle llevándose a Bruna.

La dama había recuperado sus sentidos lo suficiente para observar, cuando la arrastraban hacia afuera, que el líder del grupo tenía tatuado en su brazo una estrella de seis puntas encerrada en un círculo. Aquel hombre era el mismo que unos meses antes intentó secuestrarla en Béziers.

Hugo se maldijo por haber dejado el caballo en la posada en su intento de pasar desapercibido en el barrio judío. Ni siquiera llevaba su espada, sólo una daga. Así que emprendió su carrera, casi a ciegas, a veces perdido, por un entramado de callejuelas oscuras por las que al final logró llegar a la plaza del mercado.

Jadeante, pudo ver que algo había ocurrido y rezó por llegar a tiempo. Un grupo de gentes se perdía en la oscuridad por una de las calles laterales y la posada estaba en silencio, puertas abiertas, con luz en su interior. Se precipitó dentro, encontrando al posadero, las criadas y algunos parroquianos en las mesas, pasmados a la luz de las lámparas de aceite, sin atreverse a ningún movimiento. La muerte había visitado el piso de arriba. Sólo cuando Hugo, cogiendo uno de los candiles, se lanzó a las escaleras salieron de su letargo para seguirle.

Había cuatro cuerpos en el suelo, tres inmóviles y uno retorciéndose. Hugo usó su daga para liberar a Guillermo y, mientras al posadero impartía instrucciones sobre los cadáveres, ellos salieron a la oscuridad de la calle. Allí, entre lágrimas de impotencia y culpa, el de Montmorency relató al de Mataplana lo ocurrido en el asalto.

– Mi confidente judío me dio la clave de lo que iba a pasar -se lamentó Hugo-. Corrí lo que pude, pero llegué tarde. No tenía ni idea de ese Renard que mencionáis, pero comprendí que el arzobispo iba a secuestrar a Bruna.

– Pues tuvimos suerte dentro de la desgracia -dijo Guillermo-. Fue horrible. Querían decapitar a la Dama. La espada estaba a punto de caer sobre su cuello cuando los del arzobispo, si lo son, llegaron salvándole la vida.

– Sí que son los del arzobispo -insistió Hugo-. Hace tiempo ya quiso secuestrarla en Béziers, pero yo pensaba que estaba segura en su disfraz de escudero. Por eso me callé. Cuando nos dijo ayer que vio a Sara, esa hechicera judía, no fui capaz de establecer la relación, pero ahora sé que esa mujer trabaja para el arzobispo y estoy seguro de que ella la delató.

– Pero al menos está viva.

– Quizá -repuso dubitativo Hugo-, pero en manos del arzobispo no está a salvo. Puede ocurrirle algo peor.

– ¿Por qué? ¿Qué tiene el arzobispo contra ella? ¿Qué puede ser peor?

– Volvamos a la posada -propuso el de Mataplana-, hay mucho que contar.

Sentados en una mesa, rodeados de tinieblas, frente a unos cuencos de vino y un candil de aceite que iluminaba sus caras, Hugo inició su relato:

– Os mentí al deciros que desconocía el contenido de la carga de la séptima mula.

– No os creí. Si pertenecéis a esa hermandad secreta cuyo objetivo era su protección, debéis conocer lo que guardabais.

– Era mi obligación mantener el secreto -repuso Hugo-, pero ahora que sólo cuento con vos para ayudarme, os lo he de confiar para proteger un bien mayor: a nuestra dama.

– Hablad, pues.

– Es una larga historia que intentaré acortar. Empieza incluso antes de la conquista cristiana de Jerusalén. Sabéis que Godofredo de Buillón fue proclamado defensor de los Santos Lugares al no querer el título de rey, pero que su hermano no tuvo reparos en proclamarse como tal cuando el primero murió.

Guillermo afirmó con la cabeza.

– Godofredo no fue el único líder de la cruzada, pero sí el elegido por el papado por su supuesta ascendencia merovingia. La leyenda supone a los merovingios emparentados por sangre a lo divino y esa oscura conexión aparece precisamente gracias a un contacto mítico con la divinidad en tierras provenzales y narbonenses. De aquí habría salido esa supuesta sangre merovingia relacionada con Jesucristo.

– ¡Jesucristo! -exclamó Guillermo-. ¡Eso es herético!

– Precisamente. La mejor forma de exterminar una herejía es acomodarla al dogma y tratarla como una curiosa leyenda. Parece que el papado tuvo un pacto con los merovingios al tomar éstos el poder en las Galias y posteriormente les traicionaron al apoyar a los carolingios cuando arrebataron el trono a los primeros. Al conceder a Godofredo, heredero de los merovingios, Tierra Santa, su legítimo patrimonio como descendientes míticos de Cristo, esa deuda moral quedaba condonada. Pero no a todo el mundo satisfizo el arreglo. Previo a la llegada de los cruzados, ya existía un grupo secreto denominado de Sión, que quiere decir hermandad judaica, buscando en Tierra Santa la genealogía de Cristo. Al llegar los cruzados, un grupo de siete caballeros, protegidos por los líderes civiles y religiosos de Jerusalén, se dedicaron a ello y posteriormente fundaron la llamada Orden del Temple, que, apoyada desde Francia por Raimon de Claraval, se convirtió de hecho en la cobertura oficial de esa búsqueda. Las órdenes militares se pusieron de moda y en particular la del Temple, que creció mucho más rápido de lo que sus fundadores esperaban. Sólo unos pocos sabían de su objetivo secreto y ésos vieron como el propio tamaño, poder y vinculación al papado que adquiría el Temple les iba distanciando de su misión. Así a raíz de la derrota de los cristianos en Tierra Santa en la batalla de Hattin y al tremendo descalabro que sufrieron los templarios en ella, conducidos por un líder incompetente impuesto por presiones nobiliarias y papales, el grupo de Sión, que siempre había mantenido miembros fuera de la Orden, decidió escindirse de ésta. Pero los que ya llevaban muchos años, como Aymeric de Canet, continuaron en el Temple de forma encubierta. Por entonces, los de Sión habían recogido gran cantidad de información gracias a manuscritos antiguos, a traductores y a sabios, tanto en Tierra Santa como en Egipto y Occitania. Precisamente fue el conde de Tolosa, líder junto a Godofredo de la primera cruzada, quien empujó esa búsqueda con más ansia.

– ¿Despechado porque no se le concediera a él el reino de Jerusalén? -inquirió Guillermo.

– Quizá. Seguramente quiso probar que su ascendencia era más digna de tal honor que la de Godofredo -repuso Hugo.

– Pero la búsqueda de la estirpe de Cristo es herética en sí misma.

– Lo es para la Iglesia romana tal y como la conocemos hoy -continuó el de Mataplana-. Pero los primeros cristianos no parece que dudaran de la naturaleza humana de su líder. Y siendo hombre, podía tener descendencia y ésta representaría el linaje más alto de la humanidad y una amenaza para el obispo de Roma. Los llamados descendientes de Pedro, los obispos romanos, asumieron el liderazgo de la Iglesia católica gracias al poder imperial que les apoyaba y que, prácticamente, les nombraba. El proceso de divinización de Cristo fue político. En los tiempos de la Roma antigua, donde los emperadores eran divinizados y adorados, ¿cómo podía tener Cristo un rango inferior, sólo humano?

Guillermo quedó pensativo y al rato respondió:

– La Iglesia lleva siglos de debate contra las herejías que buscan la humanidad de Cristo, los arrianos, los adopcionistas…, de nada sirve que lo discutamos nosotros. Al fin, es un asunto de fe.

– Precisamente -repuso Hugo-, la clave está en lo que la gente crea o pueda llegar a creer. Y en esta tierra de Occitania, sembrada de arrianismo y adopcionismo, si se cultiva la creencia de forma adecuada, brotará otra vez con fuerza y el resultado será

contrario al poder espiritual de Roma y al temporal de los reyes franceses, sus aliados naturales, ya que descienden de Carlomagno, protector de papas.

– Entonces la carga de la séptima mula…

– Contiene la genealogía de los descendientes de Cristo, llegando hasta nuestra generación -explicó el de Mataplana-. Y los caballeros de Sión somos los protectores de este linaje y también de los documentos que lo demuestran. Por eso, el legado Arnaldo llama a esos documentos «la herencia del diablo», porque pueden destruir la Iglesia católica.

– Entonces, Bruna…

– Bruna es, sin saberlo ella, la descendiente de Cristo. No sólo eso, sino que en los cien últimos años los caballeros de Sión nos aseguramos que las distintas líneas genealógicas se unieran en matrimonios de forma que en Bruna se concentraran los distintos linajes. Por sus venas corre la sangre más pura del Redentor que murió en la cruz para salvarnos de nuestros pecados.

Guillermo de Montmorency se quedó boquiabierto mirando a la faz, pobremente iluminada por el candil, del de Mataplana.

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