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«Lo reís Peyr' d'Arago i es vengutz mot tost, Ab lui cent cavaliers qu'amena a son cost.»

[(«El rey Pedro de Aragón muy presto ha llegado con cien caballeros a su costa bien pertrechados.»)]

Cantar de la cruzada, III-26


¡Es el rey de Aragón! -gritó alguien.

Y la soldadesca se apresuró al camino para verle. Aquél no era un espectáculo corriente. Yo también corrí, porque nunca antes había visto a un rey y, como el vizconde Trencavel era vasallo de Pedro II de Aragón, ése también era mi Rey.

Y lo vi acercarse, las barras rojas sobre gualda bordadas en púrpura y oro en su túnica, sin casco, luciendo su pelo rubio al sol y su gran altura sobre un hermoso palafrén. Era un hombre bello, impresionante. Pero más impresionada quedé al reconocer quién le acompañaba. Junto a él, seguidos por un par de jinetes, cabalgaba Hugo de Mataplana. Por un momento vacilé y creí que el deseo de verle me había jugado una mala pasada, pero enseguida, al girarse para comentar algo al Rey, le vi un movimiento tan suyo que era inconfundible. Aun así costaba creerlo; no vestía de juglar, sino de caballero; cota de malla y en su túnica un escudo bordado con un águila negra bicéfala sobre fondo amarillo, que luego supe que era el de los Mataplana. A la guisa de su señor, llevaba la cabeza descubierta y no vi en su boca la sonrisa que yo tanto amaba, ya que su gesto, al igual que el del Rey, era serio y preocupado. Me costó reaccionar y cuando a media voz exclamé: «¡Hugo!», ya sólo veía la grupa de los caballos y la polvareda que levantaban. Era imposible que me oyera.

Aquello me perturbó; mi corazón latía alocado. ¡Tenerle tan cerca y no poder hablarle! Quería que supiera que estaba viva, que me rescatara de mi cautiverio. De repente, cuando ya empezaba a habituarme a mi nueva condición, aparecía él y mis deseos de amarle, de ser libre, de conocer la felicidad rebrotaban y me hacían odiar la cota de malla, que había sido mi refugio durante los últimos días, y las insignias de los Montfort sobre mi cuerpo. Me parecían insoportables.

Me inquietaba que él me viera con el pelo corto, la piel curtida por la intemperie y aquel indumento tan impropio de mi condición. Pero aun así, decidí esperar a que saliera de la ciudad sitiada.

Pronto me di cuenta de que no podría permanecer horas y horas bajo el sol y que para un desconocido abordar a un caballero que trotaba junto al Rey, desde el camino, sería casi imposible. Tampoco la idea de quedar allí expuesta a los ribaldos me seducía, así que decidí regresar a la base de los Montfort en busca de información para, una vez supiera dónde acampaban, reunirme allí con mi trovador. ¡Deseaba tanto que nos encontráramos, que tomara mis manos en la suyas, ver su sonrisa!

Me enteré de que aquel día no se luchaba debido a la presencia del Rey y que eso había disgustado al abad del Císter. Pedro de Aragón había llegado con cien caballeros engalanados con sus divisas rojigualdas y los grandes nobles interrumpieron su comida para saludarle con respeto. Invocó la ley feudal exigiendo que se detuviera la ofensiva, ya que el vizconde Trencavel era su vasallo y que agredirle era atacar los derechos reales. Esos argumentos fueron aceptados por los nobles franceses, pero el legado papal Arnaldo recordó que el propio Pedro II era vasallo del Papa y como tal debía someterse a su voluntad. Se trataba de una cruzada y Trencavel era protector de herejes. Aun así, el rey de Aragón exigió que se suspendiera el ataque mientras él hablaba con su vasallo, y así se hizo. Fue entonces cuando los vi. También supe que sus acompañantes se habían instalado en un bosquecillo lejano, cercano al río Aude, donde el conde de Tolosa, cuñado del rey de Aragón, tenía su campamento y su mirador para contemplar los asaltos, ya que, a pesar de unirse a la cruzada, aún no había luchado. Allí el Rey, después de tratar la situación con el conde, había cambiado su destrer de combate por un caballo de paseo y con sólo tres de sus caballeros, desarmado, había partido hacia la ciudad. Me dijeron que ese campamento estaba muy lejos, imposible ir andando. Pero yo tenía que llegar, tenía que encontrar a Hugo. Empecé a planear cómo robar un caballo e ir en su busca.

A mi llegada me esperaba Guillermo, que estaba de buen humor y, después de reprocharme la tardanza, me dio un coscorrón. Yo me puse a llorar no por el golpe, sino por la angustia, por la tensión de tener a Hugo tan cerca, pero a la vez tan lejos. Eso le enfureció y yo me escondí en la tienda.

No cené ni deseaba hacerlo. ¿Cómo podría llegar hasta Hugo? ¿Continuaría queriéndome como a su dama en mi miserable condición actual?

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