«El rossinyol a l'apuntá el día, canta a l'aurora i es riu d'aixó.»
[(«El ruiseñor al amanecer canta a la aurora y se ríe de esto.»)]
Canción popular
En un remanso del río, al borde de una pradera mustia rodeada de sauces verdes, dos hombres jóvenes, metidos hasta la cintura en el agua, se lavaban con movimientos cansinos.
– Debierais avergonzaros -les increpaba un muchacho con voz femenina desde la orilla-. ¡Abusasteis de unas pobres damas, expulsadas de Carcasona por los cruzados y que viven en necesidad!
– Que no eran damas -repuso Hugo con fatiga-. Ésas han estado en el molino desde siempre. Aprovechan que vienen los hombres con grano y ellas se llevan su parte.
– ¡Es igual! -repuso el chico-. Es igual de indecente.
Ninguno respondió y continuaron con su aseo, pero al rato empezó de nuevo.
– ¿No sois mis caballeros? -les reprochaba-. ¿Y me dejáis cuidando los caballos para ir a hacer eso con unas barraganas?
Guillermo le lanzó una mirada a Hugo y éste se encogió de hombros callándose, aunque ella no parecía tener intención de hacerlo.
– ¡Me habéis humillado!
– Pero, Bruna -dijo Guillermo-, si habéis cuidado mi caballo muchas veces, como escudero, ¿cómo os humilláis ahora?
– ¡Porque me habíais prometido amor! -repuso ella con un sollozo, y se fue corriendo en llanto.
Guillermo la miró asombrado y al rato, pensativo, se giró hacia Hugo.
– ¿Y qué tendrán que ver los caballos con el amor? -dijo en voz alta como hablándose a sí mismo.
– Yo creo que no se refiere a los caballos, sino a las mujeres del molino.
– Pues no lo entiendo.
– Yo tampoco mucho -repuso Hugo, y, saliendo del río, fue a recoger su camisa para lavarla-. Es que las damas occitanas son así de caprichosas.
Una vez limpios, ya en el claro, comprobaron que las heridas, aunque abundantes en brazos, piernas, torso y cara, no eran serias, pero las contusiones, considerables. En pocas horas los caballeros pasarían de púrpura a morado.
Bruna había comprado en el molino ungüento de belladona para aliviar el dolor y mejor sanar las magulladuras. Al terminar la trifulca, se había mostrado preocupada y les ayudó a encontrar sus cosas y a montar a caballo. Se avituallaron en el molino y dieron por hecho que tendrían que pasar unos días de descanso y recuperación.
Pero eso fue antes de que empezara a enfadarse, lo cual ocurrió casi de inmediato. Les espetaba que su comportamiento insensato había humillado a los tres frente a la chusma del molino, poniendo además la seguridad de ella, a la que habían prometido proteger por todos los medios, en peligro. Y dejó de hablarles durante el tiempo en que Hugo, que conocía la zona, les condujo hasta aquel bello paraje donde acampar. Allí les volvió a increpar cuando se lavaban en el río. Luego, se encerró de nuevo en su fiero mutismo, apartándose de ellos. Después, se puso a limpiar los caballos.
– Bruna -le pidió elevando la voz Hugo para que le oyera pese a la distancia en que ella se había instalado-, me duele mucho la espalda y no puedo aplicarme el ungüento. ¿Quisierais ayudarme vos?
– Ni hablar de ello -repuso ella en tono airado-. ¿No os lo hizo Guillermo? Pues pedídselo a él.
Hugo se quedó tumbado boca abajo en la hierba rala como si ya le hubieran abandonado todas sus fuerzas. Guillermo le miró, vio a Bruna, que frotaba con exceso de energía los flancos de los caballos y que les lanzaba intermitentemente miradas incendiarias. Sin decir nada, se levantó penosamente para aplicar el ungüento en la espalda de su rival. Éste le miró sorprendido. Se dejó hacer y se mantuvo callado por un rato.
– Gracias, Guillermo -dijo después de un largo silencio-. Pero aún pienso que lo que tenéis entre piernas no vale nada.
El francés se detuvo un momento considerando la situación. Su enemigo le ofrecía la espalda. ¿Qué mejor ocasión para acogotarle? Pero no lo hizo, continuó frotándole, aunque respondió:
– Ya que también pude ver la vuestra, debo decir que es bastante peor que la mía.
Hubo un segundo de silencio y, de pronto, Hugo estalló en carcajadas. El otro se unió estrepitosamente a las risas.
Ella les miró con recelo; no podía entender cómo aquel par de energúmenos se reían juntos y bromeaban sobre sus penes cuando unas horas antes se estaban matando exactamente por el mismo asunto. Pero aquella inesperada camaradería la aliviaba y, sacudiendo la cabeza incrédula, masculló algo sobre la pareja de cretinos que el destino le obligaba a soportar.
Después, al pensar en que se tenían bien merecido el vapuleo, miró hacia otro lado para que no la vieran, se tapó la boca y no pudo evitar una risita al recordar su travesura.