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«Tú, apodado "boca que profiere grandes cosas", tú, que has luchado contra los santos del cielo.»

Yehuda Ha-Levi, 86


Bruna desfalleció en la cruz mientras Berenguer y Salomón levantaban, rezando a coro, los cálices con la sangre de la muchacha; primero hacia la dama, y después, en dirección a la sala. Sara intentó cerrar las heridas sangrantes con unos vendajes impregnados con una pasta cicatrizante de su preparación. Si no se detenían las hemorragias, la Dama Grial moriría.

Mientras, los oficiantes continuaban su rito. Tomaron en recipientes de plata y oro los destilados finales de las retortas y los derramaron dentro de un gran cuenco dorado, mientras recitaban conjuros ininteligibles. Los hombres barbudos dejaron de cantar. Cuando Berenguer estuvo satisfecho con el preparado, vertió en su interior la sangre de la dama, cuidando de enjuagar las copas para aprovecharla al máximo, y lo mezcló todo con su hisopo, sin detener su murmullo nigromante.

Berenguer se giró de espaldas al altar, miró a la mayor de las salas, donde formaba el ejército, puso sus brazos en cruz y se mostró imponente dentro de su casulla bordada en oro y pedrerías.

– Ésta es la noche primigenia de la nueva era -declamó-. La noche en que al fin la semilla, crecida hasta dar fruto, se prepara para salir a la luz. Éste es el momento del parto. Hoy un ejército invencible volverá a la vida, en pocos días crearemos otro ejército y así hasta que yo lo crea necesario. Mañana se nos unirán miles de hombres. Narbona y su región serán nuestras y renacerá el reino judío de Septimania. Pronto marcharemos sobre Carcasona, y después sobre Roma, París y el mundo.

Hizo una pausa majestuosa y sin moverse de su postura, continuó.

– Los que tenéis conciencia y vivís este momento, recordaréis la noche en la que el Mesías Berenguer dio vida a los cuerpos de barro, como hizo Dios con Adán, y resucitó a los muertos, tal como su antecesor, Cristo, hizo con Lázaro.

Se santiguó y girándose al altar, llenó con un cacillo dorado los cálices, con sumo cuidado para no derramar la mezcla, tomando él uno y otro Salomón. Entonces, ambos declamaron su conjuro a coro, levantándolos hacia Bruna y después hacia la sala.

Ambos bajaron a la vez los escalones y empezaron a escribir «verdad», en las frentes de las figuras, al tiempo que introducían en las bocas un pequeño trozo de pergamino con el nombre secreto de Adonai. Después hisoparon la mezcla del cáliz en la cabeza, cuello, corazón, estómago, vísceras y sexo de cada uno de aquellos seres inmóviles, hilera tras hilera.

Había muchos de aquellos muñecos de barro y tenían que regresar a rellenar el copón. En esa operación estaban cuando Bruna recuperó la conciencia en su cruz. Se notaba débil, con la mente turbia, sedienta, pero al ver a Salomón y al arzobispo en su quehacer, sintió pavor al imaginar a cientos de guerreros como Adán.

De regreso al altar, los oficiantes levantaron sus cálices hacia ella pronunciando frases incomprensibles y al girarse hacia la sala, empezaron su recitación de rítmica cadencia a coro. Acto seguido, los hombres barbados se les unieron y aquella vibración de la mañana volvió a sacudir el aire, el suelo y las paredes. Extrañada, la dama se preguntaba cómo el verbo podía tener tal poder y con alarma observó que el ejército, impregnándose de aquella fuerza, empezaba a estremecerse mientras caían con estrépito al suelo algunas de las armas. Bruna supo lo que iba a ocurrir y que nadie podría impedirlo. Se dijo que en aquellos días aciagos había presenciado atrocidades que jamás pensó se pudieran dar, pero sabía que lo que le quedaba por ver iba a superar el horror. Cerró los ojos para dedicar sus menguadas fuerzas al rezo.

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