«Quantus tremor est futurus, quando judex est venturas.»
[(«¡Cuan enorme temor sobrevendrá cuando el juez aparezca!»)]
Dies trae
Después del rezo de vísperas, un fraile nos vino a buscar. Yo tenía los ojos hinchados por el llanto y el cuerpo molido por la furia de Guillermo. Cuando dejó de azotarme, me quedé acurrucada sobre uno de los camastros, sin mirarle, llorando por mis penas y las de Occitania. Él se sentó en el suelo con los codos en las rodillas y cubriéndose el rostro con sus manos. No habló más; parecía compungido. Quizá reconsiderara todo lo que el comendador y yo le dijimos, y su papel en la masacre. Quizá tuviera conciencia.
El fraile nos condujo a un patio que hacía las veces de claustro, limitado por la iglesia y varias edificaciones conventuales.
Sólo ver a Aymeric de Canet, supe que ocurriría una tragedia.
Una luna cuarto creciente brillaba en la tibia noche y allí estaba el viejo templario, en el centro del patio; arrodillado frente a su espada clavada en el suelo. Vestía su equipo de combate y parecía orar. En los cuatro extremos del recinto, de pie, sendos frailes, también vestidos de combate, espada al cinto, iluminaban la escena sosteniendo hachones encendidos. Sólo el comendador vestía túnica blanca sobre la cota de malla y pensé que sería el único caballero templario del lugar; la vestimenta gris, de sargento, de los demás delataba su origen plebeyo.
Mi amo entreabrió su boca sorprendido; no esperaba tal recibimiento.
– Guillermo de Montmorency -dijo el comendador incorporándose al reparar en nosotros-, ya me informaron de vos antes de que llegarais a esta casa. Un libertino, bebedor, jugador y fornicador que cursa carrera eclesiástica porque quiere las rentas y las prebendas de un obispado al que accederá gracias a la nobleza y al poder de su familia, y al que el abad del Císter ha alistado en su gloriosa cruzada de saqueo, violaciones, exterminio de inocentes e infamia en nombre de Dios.
El comendador cruzó los brazos y guardó silencio por unos momentos. Los grillos cantaban en la noche y nadie en el patio se atrevió a hablar.
– Y osáis venir a darme órdenes en nombre del legado y del Papa. Pues bien, yo obedezco al Sumo Pontífice, pero antes a mi conciencia y a Dios. Y mi conciencia me dice que Dios no está con vos ni con esos falsos cruzados. Dios está con los que luchan para proteger a los peregrinos de los Santos Lugares, con los que en las Españas pelean contra el moro, con los que dan todo lo material en aras de lo espiritual, como mis hermanos del Temple, que ofrecen todos sus bienes al entrar al servicio de Dios, o los que siguen a ese Francisco de Asís, que anda descalzo como también lo hace Domingo de Guzmán. Son pobres por Dios, siguen las enseñanzas de Cristo, mendigan para poder subsistir y predicar la santa palabra. Dios no está con esos gordos y ricos obispos que, cargando sus dedos de anillos, montan sus caballos y lucen cotas de malla para exterminar a cristianos en lo que, para escarnio de la palabra, llaman cruzada.
– ¿No creeréis en un Dios bueno y uno malo como los cátaros? -Guillermo parecía haberse repuesto de su sorpresa y contraatacó con cierta malicia.
El templario tardó en contestar y en su respuesta reflejaba su indignación.
– No, no estoy con los herejes, si eso pretendéis insinuar. Creo en un solo Dios, pero sé que hay hombres buenos y malos, y que éstos reflejan en su dios, predicando falsamente en su nombre, sus propias miserias. Así, algunos catequistas describen al Señor como un enano de espíritu, cruel y perverso, porque ellos, los que pretenden representarlo, son enanos crueles y perversos.
– ¿Os referís al Papa?
– Me refiero al abad Arnaldo y a vos, que venís en su nombre.
– Os vuelvo a recordar, comendador -Guillermo alzó la voz solemne, seguramente para que le oyeran bien los sargentos que continuaban inmóviles en los extremos del patio-, que debéis obedecerme con respecto a la misión que aquí me trae. Debéis sumisión al legado Arnaldo, cuya autoridad proviene del Papa, porque vos y el Temple dependéis directamente del Sumo Pontífice. Dadme los documentos robados al legado Peyre o decidme qué sabéis de ellos. Esta mañana me prometisteis que ahora me los ibais a dar. ¡Cumplid vuestra promesa!
– Prometí que os daría lo que ibais buscando.
– Hacedlo, pues.
– Vos, Guillermo, representáis al clero corrupto, ladrón, asesino, fornicador, a esos que hacen un dios mísero, un mal dios. Representáis todo lo que yo odio…
– ¡Habláis como un hereje cátaro! -interrumpió Guillermo.
– … y lo que venís a buscar es que Dios, el verdadero, os juzgue.
– ¿Qué queréis decir? -de repente Guillermo pareció entender lo que yo ya había intuido al ver a Aymeric de Canet con sus armas.
– Que os reto a un combate a muerte -dijo el comendador con voz tranquila-. Será una ordalía sin cuartel.
– ¿Os habéis vuelto loco? -repuso el muchacho alzando de nuevo la voz-. Limitaos a cumplir lo que debéis.
– Cumpliré sólo en el caso de que Dios os considere digno. Si me matáis, mis frailes os darán todo lo que queréis. Es la única forma de obtenerlo.
– ¿Pero no os dais cuenta de que sois demasiado viejo para luchar conmigo? -Guillermo denotaba en sus palabras la admiración que sentía por el viejo guerrero-. No levantaré mi espada contra vos, sería un crimen miserable.
– Sí lo haréis -el comendador sonreía siniestro-, sólo así saldréis vivo. Defendeos porque si no os mataré igualmente, y si tratáis de huir, lo harán mis sargentos. Y ahora armaos.
El fraile que nos había conducido allí apareció con la cota de malla, casco y el escudo que habíamos dejado en la celda. Guillermo llevaba su espada en el cinto. Yo estaba segura de que aquello acabaría en una matanza sangrienta y, horrorizada, intentaba pensar qué podía hacer para evitar que ocurriera. Me di cuenta de que temía por el comendador, pero tampoco deseaba que mi amo resultara herido.
– No, no lucharé -insistió Guillermo, y se negó a tomar las protecciones que el hermano le ofrecía.
– Sí lo haréis -dijo de nuevo Aymeric acercándose al muchacho blandiendo su espada-. Esto es un juicio de Dios y nadie escapa a su justicia; no luchar es declararse culpable y la pena es la muerte.
– No he venido a luchar contra vos, señor. Ahora Guillermo hablaba sin arrogancia, con respeto, y me di cuenta de que no lo hacía por cobardía, sino que admiraba al viejo y consideraba la lucha desigual. Esto me hizo sentir, a pesar de la paliza que acababa de propinarme, temor por lo que le pudiera pasar, por su vida. Me di cuenta de que le apreciaba mucho más de lo que creía.
– Si no queréis darme lo que os he pedido, me iré sin ello -añadió después de una pausa.
– Demasiado tarde. El juicio ha empezado.
El comendador avanzó unos pasos más y de una súbita estocada hirió a Guillermo en el pecho. A duras penas contuve un grito. El muchacho no se movió y pude ver que el corte le había rasgado la ropa, pero era sólo superficial; el viejo conservaba una gran habilidad con la espada.
– Defendeos o moriréis como un perro.
Guillermo se le quedó mirando a los ojos por unos instantes y leyó en ellos la sentencia. Sin pronunciar palabra, tendió sus manos al fraile recogiendo las armas y pausadamente se vistió con escasa ayuda mía. Las manos me temblaban. Vi que las de mi amo también.
El comendador enfundó su espada y, retirándose unos pasos, juntó sus manos para orar. Lo hizo en silencio hasta que vio a Guillermo preparado. Entonces, le dijo si quería rezar con él. El joven caballero aceptó y todos nos unimos a la plegaria en voz alta. Yo sentía mi corazón encogido de angustia, no quería que le ocurriera nada a ninguno y oré por un milagro. Que no se produjo.
Cuando el comendador decidió terminar, dijo:
– Que Dios juez se apiade de nuestras almas.
– Amén -repuso mi amo.