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«Sabed bien que si ellos le vidiessen non escapara de muort.»

[(«Sabed que si ellos le vieran, no saldría vivo.»)]

Poema de Mío Cid


Sumidos en la oscuridad, Guillermo, Renard y Pelet intentaban cubrirse de los golpes que los incansables «hombres oscuros» asestaban. El de Montmorency comprendió que era inútil devolver los tajos, puesto que nunca les alcanzarían donde eran vulnerables, mientras que ellos les podían herir o matar en cualquier envite. Reparó entonces en que ninguno de aquellos engendros había hablado y supuso, por el desacierto de sus golpes, que tampoco veían en la oscuridad. Serían mudos y quizá también sordos. Y si oían, no tenían por qué entender una lengua extranjera como lo era la de oíl.

Así que Guillermo decidió correr el riesgo: -Enfundemos las espadas, que de nada nos sirven, y salgamos de aquí a gatas, con el escudo en la espalda, rápidos para confundirlos, evitando que nos hieran.

– ¿En qué dirección? -preguntó Pelet-. Estoy desorientado.

– En la mía -repuso Renard-. Era la que llevábamos. Encontrémonos a cuarenta pasos de aquí.

Guillermo supo de inmediato que los entes sí oían, puesto que un chorro de chispas muy cercano a su cabeza confirmó que la espada, que había chocado contra un pedernal del muro contra el que se protegía, le buscaba.

El tenue destello le dejo ver que otro de aquellos seres, a la derecha, levantaba su arma para herirle. Rápido, protegido de nuevo por las tinieblas, se lanzó al suelo y esquivó el golpe que, a juzgar por el sonido, debió de impactar en su atacante de la izquierda. Gateando en la dirección en que había oído a Renard e intentando protegerse la espalda con el escudo, dedujo por el estruendo que sus dos agresores se habían enzarzado en una muda, pero estrepitosa batalla entre ellos, creyendo que era a él a quien atacaban. En su carrera a gatas, dio con lo que le parecieron unos pies y rápidamente se hizo a un lado continuando su huida. El sonido casi inmediato del metal contra la piedra del pavimento le indicó que había chocado con otro de los «hombres oscuros». Su carrera se truncó al golpearse contra un muro con tanto vigor que casi, a pesar del casco robado al carcelero, estuvo a punto de perder el conocimiento. Juzgando que el peligro más inmediato había pasado, se levantó consciente de que aquélla era la dirección en la que había oído a Renard. Tanteando la pared, reconoció la orientación del pasadizo y la siguió cauteloso por treinta pasos. Por el barullo que oía atrás, pensó que aquellos seres continuaban con su trifulca y, cubriéndose con su escudo y con su brazo derecho extendido, fue palpando el muro en silencio hasta que topó con algo que se movía. Dando un salto hacia atrás y protegiéndose con su defensa, susurró:

– ¿Quién sois?

– Pelet -repuso éste en un cuchicheo.

– ¿Y Renard?

– Aquí -oyó a distancia de unos pasos.

– Creo que les hemos despistado -musitó Guillermo, y callando unos momentos para escuchar los ruidos distantes en el túnel, continuó-, pero estamos perdidos.

– Yo no -dijo el ribaldo-. Venid a mi lado y después seguidme. A unos treinta pasos a la derecha tiene que haber un pasadizo.

– ¿Cómo podéis estar tan seguro? -inquirió Guillermo.

– Tengo buen sentido de la orientación y siempre me han fascinado los planos. Lo guardo en mi memoria, señor.

En hilera de ciegos, apoyando la mano en el hombro del de delante, se dejaron guiar por el ribaldo, que tanteaba unas paredes que parecían vivas por un tenue temblor creciente que las sacudía, haciendo que todo el pasadizo retumbara.

– ¿Qué será eso? -se preguntaba Renard.

– No lo sé, pero sospecho que es obra de Berenguer -le contestó Guillermo.

Pero la vibración iba en aumento y, en un recodo, el ribaldo se detuvo vacilante.

– ¿Qué ocurre?

– Estoy intentando recordar. Ese giro del pasadizo no me consta. Esperadme aquí.

Y se puso a palpar las paredes mientras Guillermo se debatía entre la impaciencia de encontrar a Bruna, sus oraciones para que estuviera bien y la inquietud de perderse en aquel lugar tenebroso y nunca más ver la luz del día.

– Probemos a la derecha -dijo Renard.

Y la fila de invidentes se puso de nuevo en marcha. Poco a poco, el aire rancio con olor a moho de las galerías empezó a mostrar un aumento de energía que se transmitía por las paredes y crecía en forma de temblor. Guillermo se dijo que iban en la dirección correcta. Aquello debía de proceder del centro del laberinto. Allí estarían Bruna y el arzobispo. ¿La encontraría con vida?

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