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«E li un e li autre an entre lor empris

que a calque castel en que la ost venguis

que no's volguessan rendre, tro que l'ost les prezis

qu'aneson a la espaza e qu'om les aucezis.»

[(«Entre unos y otros acordaron (los nobles y los clérigos)

que a cada fortaleza que la hueste sitiara

que no se hubiera rendido y que la hueste tomara

pasar a todos los habitantes por la espada.»)]

Cantar de la cruzada, II-21


Apenas recuerdo cómo caí en poder de aquel caballero franco. Me había resignado a morir, pero algo en mí deseaba aún la vida. Vi que todos creían que yo era un varón adolescente y pensé que como hombre tendría más oportunidades de sobrevivir o de morir con dignidad. Dije llamarme Peyre por mi hermano fallecido y que mi padre era Bota de Maureilhan, porque suya era la casa donde el caballero franco me rescató de los ribaldos, pero mi intuición me decía que mi salvador no buscaba a Bruna de Béziers con buenas intenciones.

Cuando salimos del palacio, me preguntó que adonde habrían ido las damas nobles y comprendí que me quería viva o muerta. Repuse que se habrían refugiado en la catedral de San Nazario o en alguna otra iglesia. Quiso ir a la catedral y allí le conduje. Al llegar las puertas, estaban abiertas de par en par y la soldadesca cruzada aún merodeaba en el exterior. Por mucho que viva, jamás veré algo tan espantoso.

La sangre manaba del pórtico corriendo escaleras abajo y formando un gran charco en la plaza. Intenté irme, huir, pero a empellones el caballero me obligó a entrar.

No habían respetado la inviolabilidad del templo, ni la tregua de Dios que en las iglesias regía; ni siquiera a los sacerdotes católicos y sus hábitos sagrados.

El padre Jacques, el diácono del obispo, que no había querido abandonar a sus fieles cuando su superior lo hizo, yacía en la puerta de la iglesia vestido con casulla de misa solemne. Estaba boca arriba, con los brazos extendidos, igual que Cristo en la cruz, sólo que a él le habían abierto el cráneo de un hachazo. Sin duda, quiso detener a los asaltantes, proteger a su rebaño de la matanza; intento inútil de imitar al Salvador. Dos de sus curas le acompañaban en la muerte, también tendidos en la entrada y con sus cuerpos acuchillados. Miré horrorizada adentro. Los cadáveres de los fieles se amontonaban unos encima de otros. Llenaban la iglesia, se apilaban contra las paredes.

– Busca a la Dama Ruiseñor -ordenó mi captor.

Casi ni le oí; aquello era una pesadilla, algo tan horrible y espeluznante que me hacía incapaz de reaccionar. Estaba inmovilizada.

– Búscala -insistió elevando la voz.

Como no me movía, me empujó; entonces tropecé en uno de los cadáveres y caí en aquel mar de sangre. Estaba aún caliente y tenía un sabor salobre, férrico. Quedé tendida allí, sin fuerzas, mientras las náuseas revolvían mi estómago. Eso pareció encolerizar al hombre, que empezó a propinarme puntapiés hasta que me hizo levantar.

– Busca -dijo azuzándome como si yo fuera un perro. Y tuve que fingir la búsqueda de mi propio cadáver moviendo los cuerpos de las muchachas tendidas boca abajo para verles la cara. Era terrible; fuera de algún anciano, todos eran mujeres y niños. A muchos les reconocía y no podía evitar imaginármelos tal como eran la última vez que les vi vivos.

– ¿Por qué? -sollozaba-. ¿Por qué los mataron si todos eran buenos católicos? Aquí no hay ningún hereje.

La única respuesta que obtenía del caballero era que buscara a la Dama Ruiseñor. No podía dejar de llorar y cuando encontré a Guillemma y a mi ama, mis piernas se negaron a sostenerme y me desplomé sobre ellas desconsolada. Estaban abrazadas; se refugiaron una en la otra cuando les llegó la muerte y sus cuerpos aún conservaban calor. Hacía sólo unos instantes nos despedimos con un abrazo; estaban llenas de vida y creyeron que sus rezos, que aquel lugar sagrado las salvaría.

– ¿Es ésa Bruna? -oí que interrogaba el caballero.

– Mátame a mí también -le grité entre lágrimas-. No puedo más, prefiero morir.

– ¿Es la Dama Ruiseñor? -insistió.

– ¡Dejadme en paz! -le chillé.

Me miró desconcertado. Le sorprendía que no le temiera y desenvainó su espada amenazante. Yo la vi con esperanza. Me arrodillé, junté mis manos en oración y le ofrecí el cuello. Mi cuerpo caería sobre el de mis queridas muertas y así iríamos juntas a la eternidad.

– Por última vez, obedeced -su tono mostraba que se enfurecía.

– No lo haré. Matadme.

Y levantó su espada para castigar mi insolente desobediencia.

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