59

«Cant le coms de Montfort fo en l'onor assis, que l'an dat Carcassona e trastot lo país.»

[(«Una vez el conde de Montfort aceptó el honor, le dieron Carcasona y el país entero.»)]

Cantar de la cruzada, IV-36


El encuentro de los primos fue ruidoso y alegre. Las cosas habían cambiado mucho en pocos días. Ahora Amaury era el heredero del vizcondado de Carcasona, Beziers y Albí.

– Y pronto mi padre también será el conde de Tolosa -le confió a su primo.

– ¿Cómo es eso? Raimon VI, conde de Tolosa, es uno de los cruzados -repuso Guillermo.

– Está a punto de terminar su cuarentena, se irá a sus tierras y entonces el legado le excomulgará.

– ¿Con qué motivo?

– Por no cumplir con las promesas que hizo en Saint Gilles.

– ¿Lo de perseguir herejes, expulsar judíos, no contratar mercenarios…?

– Eso es.

– ¡Pero si no le ha dado tiempo! -se extrañó Guillermo.

– Da igual. -Amaury se reía-. Eso ya estaba escrito.

– Así que el legado fingió perdonarle para dividir a los occitanos, para que no ayudara a su sobrino el vizconde Trencavel…

– Así es. Y nosotros unificaremos Occitania bajo un dominio católico y franco.

Guillermo quedó en silencio. Se alegraba por los suyos y por él mismo. Su obispado estaba asegurado si su tío conseguía sus propósitos. Tendría Tolosa o Béziers y quizá después el arzobispado de Narbona. Pero los escrúpulos que sintió en Béziers y su inquietud al conocer la trama del asesinato de Peyre de Castelnou se habían transformado en angustia con la muerte de Aymeric y ésta fue creciendo al ver a los refugiados desesperados, moribundos por los caminos. No se contuvo y expresó sus reparos a su primo.

– Pero se hará a costa de mucha sangre inocente.

– ¿Inocente? -preguntó Amaury.

– Los degollados en Béziers, los habitantes de esta ciudad vagando por los caminos, muriéndose de hambre. Mujeres, niños, ancianos…

– Son herejes. Lo merecen.

– No, no son herejes -repuso Guillermo-. La mayoría son católicos como nosotros. Recordad que la lista de Reginald de Montpeyroux, el obispo de Béziers, contenía poco más de doscientos nombres. ¡Y matamos a veinte mil!

– El legado Arnaldo dice que lo son. Él sabe.

– Aunque diga eso, ¿realmente crees que todos lo son?

Amaury consideró la pregunta por unos momentos y al final contestó sonriente:

– El problema es que tú, primo, eres un eclesiástico brillante. Sabes demasiados latines, piensas demasiado. Y si matamos a buenos católicos, ¿qué? El Papa nos perdona todos nuestros pecados. Y ésta es la gran oportunidad para que los Montfort consigamos posesiones que hace meses ni hubiéramos podido imaginar. Y tú, tu obispado.

Se puso a reír a carcajadas y Guillermo, contagiándose de su primo, tardó poco en acompañarle, aunque eso no le hizo olvidar sus resquemores.

– He encontrado unas barricas de vino excelente, primo -le dijo cuando terminó de reír-. Seguro que nos topamos con algún germano, flamenco, borgoñés o paisano francés con un buen botín para perder a los dados. ¿Te place?

– ¡Naturalmente!

Amaury le había reservado a su primo un hermoso palacio, cercano al suyo propio, dentro de la ciudad de Carcasona. Fue entrar y vivir en él, estaba completamente equipado, ropas en los arcones, sábanas en la cama, platos en la cocina; hasta había caballos en las cuadras. Guillermo andaba ocupado instalando a sus soldados y, aunque Jean se encargaba de todo, a él le tocaba tomar algunas de las decisiones, pero todas las tardes las pasaba de celebraciones con su primo y colegas de armas.

A mí me dejó descansar en su nuevo palacio, que, fuera de Jean y una de las ribaldas con la que el escudero tenía amistad y que éste había contratado como criada, se encontraba desierto. Yo estaba aún agobiada por lo visto en los caminos y sola. Aquella hermosa mansión guardaba demasiado de sus anteriores habitantes. Me sentía incómoda, notaba la ausencia de los moradores y me los imaginaba con sus camisas blancas, fantasmas en la noche, perdidos por los caminos, bajo aquella luna tan llena que se había adueñado del negro cielo, desesperados, quizá muriendo de hambre. Los detalles de su cotidianidad lo impregnaban todo, desde la bacinilla al lado de la cama hasta aquella muñeca de trapo desamparada en un rincón. Era un palacio parecido al mío en Béziers, donde vivió una familia como la mía, y no dejaba de preguntarme qué se habría hecho de la niña que tuvo que abandonar a su muñeca para salir andando descalza y desnuda a un mundo terrible. ¿Viviría aún?

No me gustaba estar allí, pero temía más reemprender el camino y encontrármelos a ellos, a los espectros de aquel lugar, más hambrientos, más desesperados, más muertos.

Mientras, Guillermo frecuentaba la corte de su tío y a su primo Amaury. Nadie le ocultaba que el vizconde Trencavel moriría pronto y que ya sólo quedaría, como posible problema, su hijo de pocos años, desposeído por la cruzada, que con Agnes de Montpellier, su madre, se había refugiado en Foix, otro condado infectado por los cátaros.

Mi caballero iba sacando toda la información que podía a unos y a otros sobre nuestra próxima etapa. No era muy precisa, ya que quienes realmente conocían Cabaret habían sido expulsados de la ciudad.

– El mesón de El Gallo Cantarín es la siguiente parada -me dijo-. Está a medio día de distancia, a orillas del río Orbiel y de camino a Cabaret. Nos presentaremos como juglares. Cabaret es famoso por dar buena acogida a los trovadores y el mesón es lugar de paso de todos ellos. Allí haremos nuestra primera actuación en público.

Así que empezamos a ensayar con una vihuela cada uno. Adaptamos un par de sus canciones goliardas al occitano y aprendió algunas de las que yo conocía. En general, hacíamos dos voces y sonábamos bastante bien.

Guillermo avanzaba muy rápido con el occitano, tenía facilidad para las lenguas, pero su acento era aún foráneo. Quedamos en que hablaría yo y que él sería un trovador aquitano; nadie debía sospechar que era cruzado.

Загрузка...