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«Mas si sa dopna l'enanssa

tant qe.l prenda, estre deu estacatz

d'un certan homenatge

que ja nuill temp non seg'autre viatge.»

[(«Pero si su dama le eleva tanto,

aceptándole, ha de quedar ligado

con tal compromiso de honor

que nunca más emprenderá otro cortejo.»)]

Respuesta de Raimon de Miraval a Hugo de Mataplana


Béziers


Cuando Hugo de Mataplana se despidió, poco después del incidente de mi secuestro, para emprender uno de sus viajes, no dijo adonde iba ni yo creí que tenía derecho a preguntar, pero la idea de su ausencia me llenó de angustia. En los últimos días, el trovador había frecuentado mi casa, aunque siempre en presencia de mi padre, y ésta se había llenado de música de vihuelas, guitarra y arpa. Fue un tiempo tan hermoso como efímero. Mi padre y el propio Hugo sabían ya del peligro que se avecinaba, pero, como gentiles caballeros practicantes del Joy, evitaban que sus preocupaciones nublaran el mundo de sonrisas galantes de aquella civilización nuestra. Cantábamos el uno para el otro, aunque pareciera que lo hiciéramos para todos y si bien él no volvió a llamarme «mi dama» como hizo al rescatarme, yo me sentía como tal. Cualquier recién llegado a la ciudad de cierta importancia pasaba por casa de mi padre y, a pesar de ello, jamás juglar ni caballero me impresionó como Hugo. Veía reunidos en él tantos méritos que se me antojaba la perfección hecha hombre, aunque quizá mi enamoramiento me deslumbraba. Sin duda, estaba enamorada, muy enamorada, locamente enamorada. Pero no correspondía a una dama expresarlo; más bien, debía mostrarme altanera, algo desdeñosa, pero siempre con risa cantarina. La dama debe estar riente y el caballero, sonriente, decían esas reglas no escritas, pero severas y complicadas, que regían la Fin'Amor.

Cuando al fin regresó de aquel viaje a finales de junio, volvieron las canciones. Yo era muy feliz, quería que aquello durara siempre, estaba convencida de que me amaba y por eso, cuando sin aviso previo vino otra vez a despedirse apenas dos días después de su llegada, casi perdí el habla.

– ¿Cuándo os veré de nuevo? -inquirí angustiada.

– En unas semanas, mi señora.

– ¿Tan pronto os vais y tan tarde volveréis? ¿Es que ya no os soy grata?

– Todo lo contrario, mi señora -la sonrisa desapareció de su faz-. ¡Qué no daría yo por permanecer a vuestro lado!

Nos encontrábamos en el gran salón del primer piso de mi casa. Me acompañaba doña Bernarda y varias damas que nos visitaban. Mi padre estaba fuera, últimamente lo veía muy ocupado, demasiado para mi tranquilidad. Presentía, sin querer saber, que tiempos difíciles estaban por llegar, que aquellos días postreros de primavera eran los últimos de un tiempo maravilloso, de toda una época, quizá de una civilización.

No tenía tiempo. Sentía que fingir indiferencia y esperar a que Hugo me cortejara como marcaban los cánones era absurdo y decidí tomar yo la iniciativa. No era fácil, las damas nos observábamos unas a otras, sin aceptar conductas indecorosas de nuestras vecinas, ya que, si una se deshonraba, era deshonra para todas.

– Seguidme -le dije.

– ¿Qué, mi señora? -respondió con cara de estúpido.

– Que me sigáis -le insistí en voz más baja e irritada, ya que las otras damas escuchaban.

Pareció entender y sin apresurarme me levanté y me dirigí a la ventana más alejada del grupo de mujeres. A cada lado del ventanal, dentro del ancho muro, había unos asientos de piedra. Me acomodé en uno y él, que me había seguido, se colocó en el del frente.

– ¿Me amáis, Hugo? -le pregunté sin más preámbulos tan pronto nos sentamos.

Por unos instantes, él me miró sorprendido; aquella pregunta era poco pertinente. Las damas esperaban que fuera el trovador quien tomara la iniciativa en el cortejo, nunca ponían a éste en semejante aprieto.

– Sí -dijo al cabo de un tiempo que me pareció eterno-, con todas mis fuerzas.

Yo sentí un alivio infinito. El sí era respuesta galante casi obligada, pero su entusiasmo parecía sincero.

– Pues pedidme que sea vuestra dama.

Su faz mostró un asombro mayor aún. No sonreía y me miraba con los ojos muy abiertos. Su nuez de Adán se movió tragando saliva. Intentaba reaccionar a mi sorprendente petición y, por unos instantes, pareció dudar. Mientras, yo noté sudor en las palmas de mis manos. ¿Y si dijo que me amaba por no desairar a una dama? ¿Le estaría forzando a hacer y decir lo que no pensaba?

– ¿Queréis ser mi dama? -dijo al fin.

– Pedidlo según la costumbre.

Hugo vaciló de nuevo, pero al cabo, levantándose, me hizo una reverencia, hincó una rodilla y juntó sus manos en súplica, de la misma forma que juraría fidelidad a su señor.

– Señora Bruna, concededme el honor de ser mi dama.

Solté una risa cantarina para que todas las demás se fijaran y respondí:

– Me sentiré honrada en que os convirtáis en mi trovador. Sentaos.

Y cuando lo hizo, le dije:

– El beso ya os lo di el día que me rescatasteis.

Era costumbre de las damas besar por primera y última vez al trovador que aceptaban como su amante en la Fin'Amor y no lo hice no por falta de ganas, sino por timidez al sentirme observada por las otras señoras.

– Y no os impondré prueba ni servicio otro sino que cuidéis vuestra vida y regreséis pronto a mi lado.

Hugo sonrió gentil y supe que, aunque forzado, hacía aquello que deseaba y esa certeza me llenó de un gran alivio.

– Así lo haré, mi dama.

Y yo, tontamente, como tocaba hacerlo, pero con mi corazón lleno de gozo, le correspondí con una risa feliz.

Al día siguiente ya se había ido.

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