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«Bien salieron den ciento que non parecen mal, en buenos cavallos a cuberturas de cendales e en las manos lancas que pendones traen.»

[(«Cien caballeros partieron que no lucían mal,

portando lanzas que ondeaban sus pendones

en buenos caballos con gualdrapas de cendal.»)]

Poema de Mío Cid


La cabalgata de los cien caballeros engalanados con gallardetes y oriflamas regresó tan triste como el Rey al que escoltaba. La ruta hacia Cataluña se hizo por el camino de Narbona, entre largos silencios.

Pedro lo había intentado todo, traspasando incluso el límite de su propia honra, para salvar a su vasallo, el vizconde, y había fracasado. Su corazón le pidió incluso suplicar: casi lo hizo, pero la convicción de la inutilidad del intento se lo prohibió. Sentía una profunda frustración por no haber podido hacer más por su gentil vasallo, el vizconde Trencavel.

Si bien reprochó en público al vizconde no haber complacido a los legados papales, sabía que la actitud despreocupada y generosa de éste con sus vasallos, incluida la permisividad religiosa, era la propia de su ideal caballeresco. Además, la dureza del legado papal había sido excesiva y desproporcionada en opinión del Rey. Rayaba en el insulto personal. Aunque no debiera haber esperado mucho más de Arnaldo, al que bien conocía del tiempo en que fue abad de Poblet.

Hugo de Mataplana se sentía mucho peor. En las noches, tendido mirando las estrellas, en las nubes del cielo diurno, en el agua del río, en todos los lugares veía los ojos verdes y la melena negra de aquella damita que le enamoró. Recordaba su risa, el tañer de su vihuela, la voz con la que cantaba, su mirada picara, su determinación en hacerle a él su caballero y la audacia con la que lo consiguió.

Si al principio sólo era desdén lo que le producían aquellas gentes altaneras venidas del norte que, luciendo cruces en el pecho, destrozaban la civilización occitana, ese sentimiento se había convertido en algo sólido que le oprimía la boca del estómago, como si se hubiera tragado una piedra y la tuviera clavada justo allí.

Su corazón estaba en duelo por su dama y aquella pena se transmutaba en un odio feroz hacia los cruzados que crecía por momentos. Apretaba los puños con rabia al pensar en ellos, y sus ojos se humedecían al hacerlo en ella. Aquéllos eran motivos más que suficientes para que Hugo consagrara su vida a luchar contra los invasores, pero había más…

La forma en que el abad del Císter trató a su señor, el Rey, la certeza de la ruina de Carcasona y la muerte inevitable de su amigo el vizconde exasperaban hasta el límite ese sentimiento desesperado que le hacía enloquecer de rencor. E impotencia.

Al segundo día de camino, por la mañana, no pudo resistir más. Puso, entonces, su montura junto a la de Pedro II y le abordó sin ningún protocolo, con la confianza de un compañero de armas.

– Formemos un ejército, mi señor -le dijo-. Vayamos al socorro de vuestros vasallos. Entremos en guerra contra los cruzados. Pongo a vuestra disposición mi herencia de Mataplana.

El Rey, que contra su natural expansivo se había mantenido extrañamente callado desde la salida de Carcasona mostrando disgusto y rencor, le miró con sonrisa triste.

– Bien quisiera poder hacer lo que decís, Huget. -Pedro usaba el diminutivo cariñoso que se aplicaba al heredero de los Mataplana-, pero como rey de Aragón y conde soberano de Barcelona, debo responder a razones de Estado y no a lo que dictan mis sentimientos.

– Los señores franceses y ese maldito Arnaldo han despreciado vuestro rango y valor -Hugo dejó que su emoción se desbordara. Deseaba que el Rey sintiera como él-. Hemos hecho el ridículo.

– No, Huget. Los grandes señores franceses mostraron su cortesía y respeto hacia mi persona; detuvieron los ataques contra Carcasona cuando yo lo requerí. Fue el abad del Císter, el legado papal, quien, en nombre de mi señor, Inocencio III, impuso su voluntad. Y yo no puedo hacer nada contra eso.

– ¡Usad vuestras armas!

– ¿Contra el Papa? Soy su vasallo, le juré fidelidad en Roma.

– ¡Sí! -repuso Hugo con pasión-. Deponed vuestro vasallaje, independizaros. Vuestros nobles os apoyaremos.

El silencio pensativo con que acogió el Rey la soflama de Hugo le hizo pensar a éste que la idea no le era nueva a su señor y que esa posibilidad frecuentaba sus silencios desde la salida de Carcasona.

– No, Huget. Tengo una obligación mayor aún que la que debo a mis vasallos de Occitania.

– ¿Cuál?

– Con el rey Alfonso de Castilla.

– ¿Vuestro primo?

– Desde que solventamos nuestras disputas, siempre hemos cabalgado juntos y tenemos un pacto de sangre. Hay noticias de que los almohades están reuniendo en el norte de África fuerzas ingentes para invadir Al-Ándalus y después los reinos cristianos. El pacto y la convivencia han sido posibles con los sarracenos, pero los almohades, aunque también musulmanes, son fanáticos e intransigentes y no quieren más que imponer su religión por la fuerza de sus armas. Tardarán un año, quizá dos, pero caerán sobre Castilla y, si el reino se hunde, continuarán hacia León, Navarra, Aragón y Cataluña. Le he prometido a mi primo que cuando eso ocurra acudiré con mis ejércitos y nos enfrentaremos a ellos, los dos juntos y en territorio musulmán, sin dejarles penetrar en Castilla. Entonces precisaremos que el Papa declare nuestra lucha cruzada y que vengan a ayudarnos gentes del norte. ¿Os dais cuenta? Si entro en conflicto abierto contra los cruzados del Papa, los guerreros de Cristo, como ellos se hacen llamar, seré excomulgado, como lo fue el conde de Tolosa, y nos atacarán. La guerra durará años, Aragón y Cataluña se debilitarán y no tendré fuerzas para detener a los almohades. Si lucho contra los del norte, haré que los del sur nos arrasen.

– ¿Preferís a vuestro primo de Castilla antes que a vuestros vasallos de Occitania?

– Prefiero que la cristiandad derrote a la media luna.

Ambos continuaron el camino, uno al lado del otro, en un silencio pensativo por unos momentos. Después, el Rey añadió:

– Vos, Huget, sabéis mejor que nadie que hoy, y en especial a causa de los últimos sucesos, no me puedo enfrentar al Papa.

Hugo apretó sus mandíbulas con rabia. Lo sabía, pero él no era Rey y sí podía buscar venganza contra los que tanto daño le causaban.

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