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«Consiros cant e plañe e plor

peí dol qe.m a sasit e pres

al cor per la mort…»

[(«Triste canto, me lamento y lloro,

por el dolor que arrebata y llena

mi corazón por la muerte…»)]

Plany de Guillem de Bergadá a la muerte de Pons de Mataplana


Septiembre terminaba. Las noches eran ya frescas, pero pernoctamos en el camino para evitar la posada de El Gallo Cantarín, no queríamos un mal encuentro con algún retén cruzado.

Hugo tuvo calentura y deliró sobre los golems, me llamaba por mi nombre, como Dama Ruiseñor y Dama Grial. A pesar de los posibles peligros, encendí un fuego en un lugar que pensaba no era visible desde el camino y le daba calor con mi cuerpo cuando tiritaba. Apenas dormí, y cuando en la mañana su temperatura bajó, pudimos, maltrechos, emprender el camino.

Me sentía insegura. Éramos muy vulnerables; cualquier salteador podría atacarnos y llevarse el caballo que cargaba la «herencia del diablo». Por eso andábamos por senderos que Hugo conocía de sus incursiones guerreras. Al mediodía, nos acercamos a las estribaciones de la Montaña Negra, tomamos la vía principal y pronto reconocimos las señales de los vigías que desde distintos lugares en los montes avisaban de nuestra presencia. Antes de haber recorrido la mitad del camino, vimos acercarse un tropel de jinetes; era Peyre Roger de Cabaret y algunos de sus caballeros, que, al saber de nuestra llegada, salieron a recibirnos y escoltarnos. Nada más vernos, aclamaron a Hugo. En sus caras y sonrisas se leía que estaban necesitados de buenas noticias y que aquélla era excelente.

– Loado sea el Señor -repetía Peyre Roger-. Por mi fe que os daba por muerto. Era imposible salir con vida del enjambre de enemigos sobre el que os lanzasteis.

Hugo, fatigado, casi sin poder hablar, musitó:

– Ha sido la misericordia del Altísimo.

– Tenéis un valiente escudero -dijo después-. Os esperó sin esperanza, a riesgo de su vida y gracias a él habéis salvado la vuestra.

– Lo sé, lo sé -repuso el de Mataplana.

Llegamos a Cabaret cuando el valle estaba ya en sombras, mientras que sobre los castillos, allí en lo alto, aún brillaba la luz dorada del sol de la tarde. Los imponentes edificios lucían los coloridos gallardetes y los pendones tremolaban alegres con la brisa. Era la hermosa imagen que yo guardaba en mis recuerdos. Parecía un lugar fuera del mundo, de leyenda, y me sorprendió no ver señales de luto. Interrogué a su señor y éste repuso:

– Llorar a nuestros muertos es un deber y todos lo hacemos. Pero la renuncia al Joy, a lo bello de la vida, es traición en Cabaret.

Gracias a los buenos cuidados y el cariño de todos los del lugar, y en especial el mío, Hugo inició una rápida recuperación. Hasta el punto de que, al día siguiente de nuestra llegada, me pidió su guitarra. Yo acudí también con mi vihuela, pero él no buscaba

reconfortar los sentidos, sino el alma. Empezó a componer un plany en memoria de Guillermo de Montmorency, el Caballero del Ruiseñor.

Días después, al terminar la cena, aún al aire libre, pero con ropa de abrigo, Hugo presentó su composición:

«Triste canto, me lamento y lloro,

con dolor que desborda, derramándose

de mi corazón, por la muerte de

Guillermo de Montmorency, mi amigo.

Que era franco, liberal y cortés,

que con todos era justo, que obraba bien,

y era reputado como el mejor

de los que en la íle de France ha habido,

y de sus tierras llanas rodeadas de ríos». [4]

En ninguna de las veladas anteriores había presenciado tal silencio. No se oía ni siquiera el golpe de una copa en un plato y sólo los lejanos grillos ponían contrapunto a las melancólicas notas que Hugo arrancaba de su guitarra antes de lanzarse al siguiente grupo de versos.

«Qué gran angustia, dolor insufrible y vacío

ha dejado entre nosotros sus amigos.

Y tampoco queda consuelo entre los de su clan,

puesto que ya no existe, ha muerto

Guillermo, el Caballero del Ruiseñor.

Sin saber, Amaury el de Montfort, su primo,

le mató cuando él la vida le salvaba,

demostrando en combate valiente y audaz

que fue generoso hasta el último extremo».

Vi que en las mejillas de la Dama Loba se escurrían lágrimas cual perlas de cristal y me di cuenta de que yo también lloraba, conteniendo a duras penas los sollozos.

«Camarada, si un día os odié y quise mal,

y mala muerte os buscaba por ser rival,

Dios quiso que el rencor en amistad trocara.

Que juntos fuéramos por los campos,

Que juntos cantáramos al amor, a lo bello,

y que juntos venciéramos mil peligros.

Siempre daré gracias al Señor por hacer

de mi noble enemigo, mi más grande amigo

Siempre estaréis en mi corazón y en el de nuestra dama.»

Ya en la mitad de aquellos versos alguien no pudo contener un hipo de llanto y fue como si de repente se permitiera manifestar el dolor. Las damas empezaron a sollozar y muchos de los hombres también.

Hugo, con la voz tomada, se esforzó en continuar. La emoción le embargaba.

«Vos, caballero estudioso de religión,

a tantos enseñasteis cuando supisteis escoger,

optando por la verdad, la compasión, el amor.

Y contra las órdenes del abad del Císter,

buscasteis el corazón antes que el poder.

Dios Nuestro Señor, que os tomó a su lado,

sabrá perdonaros grandes y pequeños todos

vuestros pecados, porque los ángeles

fueron testigos de que nunca traicionasteis vuestra fe.»

Al terminar Hugo, Peyre Roger de Cabaret dejó un tiempo para el llanto y, al fin, se levantó y dijo:

– Guillermo, el Caballero del Ruiseñor ha muerto, pero vivirá siempre como héroe en las canciones de los trovadores. ¡Viva el Caballero del Ruiseñor!

Todos gritaron vivas y el señor del castillo invitó a un sacerdote para que dirigiera una oración por el alma de Guillermo.

Otra vez Cabaret me sorprendía al ver como se arrodillaban, aún con la mesa del festín puesta, para rezar con fervor todo lo que el cura les hizo rezar.

Cuando las plegarias terminaron, fue Orbia, la Dama Loba, quién habló:

– Guillermo, el del Ruiseñor era un hermoso y gentil caballero, amante del Joy-y levantando los brazos, dijo-: ¡Que haya Joy en su honor!

Y al punto sonaron vihuelas, salterios, flautas y tamboriles. Un grupo de músicos surgió del castillo mientras un muchacho y una chica ataviados de comediantes se pusieron a bailar al son. Los asistentes empezaron a dar palmas siguiendo la música y alguna sonrisa afloró mientras los ojos aún lloraban.

La Dama Loba había conseguido hacer brillar, otra vez, su Grial. El Joy había regresado.

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