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«Des ore cumencet le cunseill que mal prist.»

[(«Comienza entonces la discusión que acarrearía tanto infortunio.»)]

La Chanson de Roland, XII


El arzobispo Berenguer recibió a Guillermo en un salón abovedado con esbeltos arcos ojivales y que se abría en airosos ventanales orientados al patio, mientras que se cerraba en lucernas defensivas hacia la plaza de La Caularia. Pasaba de los sesenta años, era grueso y estaba apoltronado en una silla colocada sobre un dosel a modo de trono. En realidad, nada en la estancia desmerecía al salón de audiencias de un gran noble y tanto las paredes como los techos estaban lujosamente decorados por pinturas multicolores de árboles, cazadores y fieras.

Hombres de armas guardaban la puerta y protegían los flancos del prelado. Un chambelán anunció a Guillermo como caballero de Montmorency, sobrino de Montfort y enviado del legado papal, después de que en la sala de espera fuéramos requeridos a mostrar la carta credencial del abad del Císter.

Guillermo avanzó con paso audaz recorriendo tres cuartos de la sala en dirección al arzobispo y allí hizo una reverencia:

– Dios os guarde, arzobispo Berenguer.

– Sed bienvenido y que Dios os bendiga -repuso el arzobispo haciéndole gesto para que se acercara, al tiempo que tendía su grueso anillo, en el que brillaba un rubí.

Guillermo se inclinó, obligado por la cortesía, para besar el anillo, a pesar del disgusto que le causaba ese segundo gesto de sumisión frente al que intuía su contrincante.

– Sentaos, por favor -dijo el prelado.

Un pajecillo apareció con un escabel y el caballero se sentó comprobando que quedaba muy por debajo de Berenguer, con lo que tenía que alzar la cabeza para mirarle.

– Decidme, caballero de Montmorency, ¿a qué debo el honor de vuestra visita?

Guillermo examinó la mirada de ojos entornados y escrutadores del arzobispo y decidió que sobraban ya las reverencias, que sería difícil obtener algo de aquel hombre por las buenas y que era el momento de usar la autoridad del legado.

– Ha llegado a los oídos del abad Arnaldo que los fardos que cargaba la séptima mula robada, cuando el legado Peyre de Castelnou fue asesinado, están en vuestro poder.

Y calló para observar al viejo. Éste abrió sus ojos por unos instantes, en desconcierto y alarma, pero los entornó de inmediato. Guillermo supo que había conseguido sorprenderlo.

– Le informaron mal al abad del Císter -forzó una sonrisa que mostraba una boca de escasos dientes-. Yo no tengo nada de eso.

– Haced memoria, señor -insistió el caballero-. Existe en Cabaret una carta con firma y sellos auténticos vuestros y falsos del rey de Aragón.

El arzobispo descubrió otra vez los huecos faltos de dientes de su boca al abrirla estupefacto. Sus manos se aferraban tensas a los brazos de su silla y los cuatro cortesanos que observaban sentados en los laterales del salón se movieron inquietos. Guillermo, que no se había perdido detalle, se dijo que su dardo acababa de acertar el centro de la diana.

Un silencio sepulcral se hizo en la sala y el caballero esperó a que su rival hablara.

– Y… ¿qué dice la carta? -preguntó el arzobispo al fin.

– Bien lo sabéis, ya que la firmasteis. El rey de Aragón le pide a Peyre Roger de Cabaret que os entregue los legajos a través de vuestro mayordomo. Peyre Roger le conoce y por eso, engañado y confiando en vos, le entregó lo que el abad Arnaldo llama «la herencia del diablo».

– Imposible, sois víctima de un engaño.

– He visto la carta con mis propios ojos -mintió Guillermo.

– ¿Vos? -se sorprendió el arzobispo-. ¿La visteis en Cabaret? Es imposible, el castillo continúa inexpugnable.

– No os diré de qué medios me he valido -dijo Guillermo levantándose del escabel con tal energía que hizo poner a los soldados que custodiaban al prelado en guardia-, pero os diré que el legado Arnaldo lo sabe y que, de ocurrirme algo a mí, tiene ya preparada la excomunión papal para vos y la destitución inmediata del arzobispado. También tiene tropas cruzadas listas para hacer cumplir su voluntad en Narbona. Quiero pensar que la memoria os falla por vuestra edad y os daré un día para que recordéis. Mañana a estas horas os visitaré de nuevo y por la tarde saldré rumbo a Carcasona con la carga de la séptima mula y una escolta vuestra que me protegerá hasta el lugar del camino que yo decida. O ateneos a lo dicho. Quedad con Dios, arzobispo.

Sin esperar respuesta, Guillermo, altanero y gallardo, se dirigió a la puerta sin que nadie le impidiera el paso.

Bruna, perpleja al ver a Sara, quiso disimular actuando igual a como lo haría un paje y acompañó a los palafreneros con los caballos. Al no ver a la judía a su regreso, se dijo que ésta no la habría reconocido y que la mujer estaría ya fuera del palacio. Después, refugiándose del sol de mediodía en los porches, a la espera de Guillermo, se preguntó por qué se había asustado tanto al verla si precisamente Sara, con su extraña predicción, propició que salvara la vida de forma tan milagrosa en Béziers.

Pero ese pensamiento no pudo impedir que se sobresaltara, hasta casi gritar, cuando alguien que salía de detrás de una columna la sujetó del brazo. Era Sara.

– ¿Sois vos, señora? -dijo la mujer en un susurro.

Bruna, con el corazón latiendo alocado, tardó en responder, sintiendo la mirada de la vieja clavada en sus ojos.

– ¿Yo?

– Sí, vos, Bruna de Béziers.

– No, yo…

– Sí, sí, lo sois. Tal como os había visto en mi vaticinio: con cabello de paje y vestido de malla.

– Por favor, no me delatéis.

– ¿No es ésa la insignia de Simón de Montfort? -insistió la mujer-. ¿No es ésa la cruz de cruzado?

– Tengo unos sueldos en mi bolsa. Os los daré a cambio de vuestro silencio.

– Será a cambio de un consejo para vuestro bien.

Y la mujer desató un hatillo que llevaba en la cintura y aprovechando la sombra de la columna, como hizo en Béziers, extendió el pañuelo negro con la estrella de seis puntas y lanzó los huesecillos.

– Salid de Narbona -le dijo la mujer-. Vuestra vida corre peligro.

– ¿Pero cómo…?

Sara ya había recogido los huesos dentro de su pañuelo, que pendían de nuevo de su cinto. Extendió su mano huesuda. Como un autómata, Bruna depositó una moneda en la mano. La mujer la cerró de inmediato y se apresuró a salir del palacio.

Cuando Guillermo, ufano por su actuación, fue a pedir los caballos, se encontró a Bruna lívida.

– ¿Qué os ocurre, señora? -quiso saber, sorprendido.

Sólo entonces, el escudero pareció reaccionar y se puso a correr hacia las caballerizas.

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