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«La Loba ditz que seus so et a.n ben drech e razo, que, per ma fe, rnielhs sui sieus que no sui d'autrui ni mieus.»

[(«La Loba dice que suyo soy y lo hace con derecho y con razón, pues, a fe mía, más soy suyo que de otro o que mío.»)]

Peyre Vidal


El caballero faidit Isarn, su escudero Pelet y Renard, como criado, llegaron a Cabaret a la mañana siguiente. Isarn había coincidido alguna vez con Peyre Roger, pero su feudo estaba lejano y era un caballero menor. Los tres fueron interceptados unas millas antes de las fortificaciones y, aunque se les permitió continuar, no por ello se les franqueó la entrada. El faidit tuvo que responder a un largo interrogatorio antes de que le permitieran el acceso y sólo lo logró cuando dos de los caballeros que estaban en la fortaleza y que sabían de él dieron fe de su origen.

Isarn fue recibido por el señor de Cabaret, que le ofreció su hospitalidad a la espera de que participara en la lucha contra los cruzados. Sin embargo, alegando que la parte alta del castillo estaba demasiado llena, ubicó a los recién llegados en las defensas más cercanas al fondo del valle y próximas a las caballerizas. No era un lugar demasiado honorable, pero Isarn era un caballero desposeído y tuvo que aceptar. Para Peyre Roger la ubicación no era sólo un asunto de rango, sino de seguridad. Los tiempos eran difíciles y había que cuidarse de la traición.

– Ahora hay que encontrar a la dama Bruna -dijo Renard-. Viaja con Guillermo de Montmorency y ambos se ocultan bajo algún disfraz. El cruzado es un atrevido viniendo aquí, seguramente espía para su tío Montfort. Tenemos que afanarnos; nos jugamos mucho en este envite.

Decidieron que cada uno investigaría según su rango. Isarn entre los caballeros, Renard con los criados y Pellet con los escuderos.

Ignorantes del peligro que les acechaba, Guillermo y Bruna sentían fascinación por aquel lugar único, deslumbrante. Así, cuando aquella mañana Hugo les comunicó que la Dama Loba, reina indiscutible de la corte de Cabaret, les vería en su aposento, el caballero franco se emocionó.

La alcoba de Orbia de Pennautier estaba situada en la torre principal del castillo y aquél era, sin duda, el proverbial gineceo de la Fin'Amor, el nido del amor galante. La encontraron tocando en su vihuela con arco un aire melancólico, sentada en unos almohadones sobre una gran cama. Vestía aún su camisa de dormir y aparentaba haberse despertado sólo momentos antes, pero Bruna percibió en el color de sus mejillas y el rojo de sus labios que no era así, que la Loba sabía usar los afeites y que cuidaba su apariencia con esmero.

La dama continuó tocando como si no se hubiera percatado de la presencia de sus invitados y, al terminar, agradeció los aplausos del grupo con una risita cascabelera.

– Buenos días, mis jóvenes amigos -les saludó.

– Buenos días -repusieron haciendo una reverencia.

– Permitidme que me vista para recibiros como merecéis.

Y al levantarse, su fina camisa bordada insinuó con sus transparencias un hermoso cuerpo y, sin perder un segundo su sonrisa, complacida por la expectación que causaba en sus visitantes, se dirigió a un lado de la sala donde colgaba un pequeño tapiz con un espléndido unicornio. Allí y ayudada por una de sus damas, con la visión de la mayor parte de su cuerpo impedida por el mítico corcel, la Loba se despojó con parsimonia de su camisa. Bruna observó con cierto resentimiento a sus caballeros, que contemplaban embobados el espectáculo que descubría la cabeza de la dama, con la cabellera suelta, también parte de sus piernas y pies, mostrando de cuando en cuando de forma medida y estudiada los brazos y un pequeño vislumbre de cadera desnuda. Presenciar el vestir y desvestir era uno de los múltiples premios posibles, de distinta significación y naturaleza, que una dama podía ofrecer a su trovador o caballero. Sin duda, era en honor a Hugo, pero también honraba a sus amigos, ya que Guillermo y Bruna jamás hubieran merecido tal premio al ser unos recién llegados que aún no habían probado su saber trovadoresco, paratje y devoción.

Al fin, se mostró ante ellos con un hermoso vestido de seda rojo bordado y les hizo un gesto para que se acomodaran sobre unos cojines mientras ella lo hizo en un escabel desde donde se mantenía más alta.

– La música, el canto, el amor… ¿Qué puede haber más sublime? -les interrogó-. ¿Qué nos puede acercar más a Dios?

– El rezo -repuso Bruna, que no podía evitar, aun en su disfraz de muchacho, sentirse rival de la Loba y resentir su despliegue de seducciones.

Ésta respondió con su risa bulliciosa y luego dijo: -Es lo mismo, mi joven doncel. Las oraciones son un conjuro, un canto con su propia musicalidad y estructura. Las que más arriba llegan son las que mayor armonía contienen.

– Y también el amor a Dios, a nuestros semejantes, la caridad… -insistió Bruna recordando a Domingo de Guzmán.

– Todo ello está contenido en la Fin'Amor amplia, cuando, generado en la dama y su amante, trasciende a quienes les rodean, y después al mundo. Y ésa es la misión de los que practicamos el Joy -contestó Orbia-. Llegamos a Dios a través de los conjuros de amor contenidos en nuestro canto. Amor a nosotros mismos, a nuestra pareja, a los otros y a Él.

– ¿Y qué me decís de los juegos picaros, a veces procaces y obscenos, que se practican en nombre de la cortesía? -insistió Bruna.

La Loba volvió a reír y los caballeros le hicieron eco deseando diluir la crítica encubierta, con sabor vengativo, que Bruna mostraba al despliegue de seducciones de Orbia.

– Sirven para potenciar esa gran energía -repuso ella divertida por la actitud inquisitiva de aquel muchachito llamado Peyre-. Incitan la emoción de nuestros cuerpos, de nuestros corazones, de nuestros sexos… y así contactamos con esa mayor fuerza que lo mueve todo, la que Dios creó. ¿No seréis, joven amigo, uno de esos insensatos cátaros que creen que existen dos dioses y que el malvado, cuyo siervo es el demonio, rige nuestro cuerpo y que por lo tanto éste es aborrecible? ¿O un seguidor de esos frailes católicos chiflados que lo desprecian y se hieren a propósito, que pasan hambre y miseria? Nosotros, a través de ritos y juegos, sublimamos esa energía que Dios creó y mantiene en nuestros cuerpos para transformarla en puro amor y con él nos acercamos a lo divino, al Señor y eso nos produce Joy, que es a la vez catalizador y resultado.

– ¿Y por qué os llaman también Dama Grial? -quiso saber Guillermo.

– Porque el Joy es el verdadero Grial, el que Perceval, en la obra de Chrétien de Troyes, encontró fugazmente en el castillo del Rey Pescador -la dama mantenía su sonrisa seductora y sus ojos azules brillaban con alegría-. El Joy es el portador de la plenitud, del júbilo, del gozo, del amor y la risa. Y la risa es el antídoto del miedo y éste, la patria de lo oscuro, del demonio. Yo soy el Grial porque soy la sacerdotisa del Joy. Lo cultivo, enaltezco, alimento y sublimo.

Se hizo el silencio cuando la dama terminó de hablar. Bruna, conocedora de la cultura del Fin'Amor, entendía, aunque los cuestionara, los argumentos de la dama. Pero Guillermo trataba de asimilar aquella filosofía, quizá religión, que en mucho le era completamente nueva.

Y así continuaron conversando hasta que, al rato, Hugo, de repente, inquirió:

– Entiendo que guardáis en el castillo esos documentos que cargaba la séptima mula cuando asesinaron a Peyre de Castelnou.

Por un momento la sorpresa borró la sonrisa de la faz de Orbia.

– Muy de fiar serán vuestros compañeros cuando vos, un caballero de Sión, se atreve a mencionar eso frente a ellos -repuso la dama recuperando su semblante alegre.

Esta vez los sorprendidos fueron Guillermo y Bruna. ¿Era Hugo un caballero de la sociedad secreta de Sión? ¿Igual que Aymeric de Canet, el comendador templario?

– Son mis compañeros en la búsqueda -repuso Hugo, incómodo y extrañado de que la dama no sólo conociera su secreto, sino que lo revelara tan alegremente.

– Pues llegáis tarde, puesto que el rey de Aragón, temiendo por la seguridad de Cabaret, buscó otro custodio.

– ¿Mi señor el rey de Aragón?

– Sí -repuso Loba-, nuestro señor el rey de Aragón.

– ¡No puede ser! -exclamó Hugo-. ¿Quién es ese nuevo custodio?

– El secreto no me pertenece -repuso la dama-. Deberéis hablar con Peyre Roger, a quien el comendador Aymeric de Canet se lo confió.

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