Capítulo 9

Atlanta,

sábado, 3 de febrero, 6:00 horas

– ¿Señora? Hemos llegado. ¿Señora? Estamos en el aeropuerto. ¡Señora!

Susannah se despertó momentáneamente desorientada. Se había quedado dormida, por fin. Lástima que hubiera sido en el asiento de un taxi y no en la cama de su habitación del hotel.

– Lo siento. Ha sido una noche dura. -Pagó y salió del taxi-. Gracias.

– ¿No lleva equipaje?

– No. De hecho quería alquilar un coche.

– Tendrá que tomar un autobús hasta los puestos de alquiler de vehículos.

– No lo había pensado. -Cuando abandonó el hotel solo tenía en mente una cosa: olvidarse de las caras de las cientos de adolescentes desaparecidas que había estado examinando durante casi tres horas. Sin embargo, no había escapatoria. Seguía viendo sus rostros; algunos alegres, otros desconsolados.

Todas habían desaparecido. Qué lástima. Qué pérdida de potencial; de esperanza; de vida.

Había empezado por comparar todas las caras con la de la chica desconocida cuyo nombre empezaba por «M», pero en algún momento de la búsqueda se había dado cuenta de que el rostro que veía en las fotos era el de Darcy Williams.

Alterada, se apartó del ordenador. Necesitaba tomarse un respiro, y también necesitaba un coche si pensaba ir a Dutton para asistir al funeral de Sheila Cunningham. Por eso se había dirigido allí.

– Yo la acompañaré -se ofreció el taxista-. Vuelva a subir.

Ella subió. Estaba temblando.

– Gracias.

– No hay de qué. -En el taxi reinó el silencio durante el corto trayecto hasta los puestos de alquiler de coches. Pero cuando se detuvo, el taxista exhaló un sonoro suspiro.

– Señora, ya sé que no es de mi incumbencia, pero creo que debe saberlo. Nos han estado siguiendo desde que hemos salido del hotel.

Susannah frunció el entrecejo, enojada. Otro periodista.

– ¿Qué clase de coche es?

– Un sedán negro con cristales tintados.

– Qué original -soltó con tirantez, y miró por el retrovisor.

– He pensado que… tal vez huya de alguien.

«Sí; de mí misma.»

– No creo que haya peligro. Es posible que sea un periodista.

El hombre miró a Susannah con los ojos entornados mientras ella le pagaba.

– ¿Es famosa?

– No, pero gracias por avisarme. Ha sido muy amable.

– Tengo una hija de su edad. Siempre está viajando por motivos de trabajo y me preocupa.

Susannah le sonrió.

– Es una chica muy afortunada. Cuídese.

Cuando el taxista se alejó, Susannah miró atrás. Como era de esperar, el sedán negro retrocedió, pero estaba lo bastante cerca para que ella pudiera verlo. Se volvió para entrar en el puesto de alquiler de vehículos y entonces el sedán empezó a avanzar, despacio. Susannah retrocedió un paso, dos, y se detuvo. El sedán no hizo lo propio. Al contrario, siguió avanzando con lentitud y un escalofrío recorrió la espalda de Susannah.

Llevaba matrícula de Georgia, la DRC119. Decidió memorizarla, y se disponía a entrar en el puesto de alquiler de coches cuando cayó en la cuenta. Se dio media vuelta con el corazón aporreándole el pecho, pero el sedán había desaparecido.

DRC. Darcy. Tal vez fuera una simple coincidencia. Pero el número no lo era. Uno diecinueve. El 19 de enero de hacía seis años había encontrado a Darcy muerta y bien muerta. Le habían dado una paliza y estaba cubierta de sangre. Y el 19 de enero de hacía trece años se había despertado en un escondite bañada en whisky, violada y aterrada.


Charles sonrió. Por fin había captado su atención. Susannah siempre se había mostrado circunspecta, distinguida. Al menos eso era lo que creía todo el mundo. Pero él sabía más cosas.

Siempre había sabido que Susannah Vartanian tenía un lado oscuro. Lo notó desde el principio. Lo percibía en su mirada, en su olor, en su aura. Durante todos aquellos años había intentado atraerla, pero ella siempre se apartaba. Se alejaba de él. Al menos eso era lo que se creía. Pero él sabía más cosas.

Lo sabía todo de Susannah Vartanian. Todo.

¿Acaso lo que sabía no conmocionaría al mundo entero? «Oh, oh.» Mala chica. Se echó a reír. Pronto sería suya, de una u otra forma. Pero antes jugaría un poco con ella.

Esperó a que abandonara el aparcamiento con su coche de alquiler, un discreto sedán. Nada de coches llamativos para la buena de Susannah Vartanian. Se situó detrás de ella y se aseguró de que lo viera. La siguió hasta el centro comercial Wal-Mart. Bueno, la mañana anterior había salido de Nueva York sólo con lo puesto, o sea que era normal que fuese de compras.

Se mantuvo alejado lo justo y necesario y esperó a que aparcara el coche y se dirigiera a la tienda para aparecer ante ella una vez más. Soltó una carcajada. La cara de Susannah era para morirse de risa.

Charles tenía pensado aguardar un año más para provocarla con la matrícula, de modo que hiciera siete años de la muerte de Darcy. Pero Susannah se encontraba allí y estaba indefensa, y habría sido una tontería dejar pasar la ocasión. Mientras ella compraba, él aparcó. No temía lo más mínimo que llamara a la policía. No había denunciado lo ocurrido el 19 de enero, ninguna de las dos veces. Abrió su estuche de marfil y de él sacó uno de sus mayores tesoros. Era una simple fotografía pero representaba mucho más. Representaba un momento perpetuado.

En ella se veía a sí mismo en blanco y negro, sonriente, al lado de Pham. Él entonces ya era mayor y sabía que el momento de su muerte se acercaba. «Pero yo estaba tan tranquilo, no tenía ni idea de que estuviera tan enfermo. Solo disfrutaba del momento.» Pham era muy aficionado a disfrutar del momento pero al mismo tiempo predicaba la paciencia. «El pájaro paciente siempre se deleita con el gusano más jugoso.»

Charles, sin embargo, creía en el ideal americano de forjar el metal en caliente, y con el tiempo Pham también reparó en la utilidad de esa práctica. Formaban un equipo increíble. El venerado monje budista y su guardaespaldas occidental recibían invitaciones para entrar en las casas allá por donde iban. Tanto si Pham leía la buenaventura como si ofrecía prácticas curativas o se entregaba al sutil arte del chantaje, las casas en las que se alojaban siempre eran mucho más pobres después de su estancia.

«Te sigo echando de menos, mi amigo. Mi mentor.» Se preguntó qué habría hecho Pham si Charles hubiera muerto antes que él, tal como había sucedido con Toby. Luego se echó a reír. Pham habría adoptado la personalidad y la actividad que más dinero le proporcionaran según el día, como si no se diferenciaran en nada del resto. En Pham todo era frío, puramente calculador.

Charles ya no necesitaba más dinero. Lo de Susannah Vartanian lo hacía por puro placer. A Pham le habría encantado.


Atlanta,

sábado, 3 de febrero, 6:15 horas

La doctora Felicity Berg dirigió una breve mirada a Luke cuando este entró. Luego volvió a centrarse en el cadáver que había sobre la mesa.

– Me preguntaba cuándo llegarías. Estaba a punto de llamarte.

– He estado algo ocupado -respondió Luke sin ofenderse por la brusquedad de su tono. Felicity le caía bien, aunque muchos la consideraban fría. Luke imaginó que mucha gente consideraría también fría a Susannah, pero se preguntaba cuántos la conocían de veras-. ¿Qué has averiguado hasta el momento?

– Mucha mierda -soltó, y exhaló un suspiro-. Lo siento, estoy cansada. Y sé que tú también lo estás.

– Sí, pero no he tenido que pasarme la noche entre cadáveres -repuso él con suavidad-. ¿Estás bien, Felicity?

En el silencio le oyó tragar saliva.

– No. -Luego recuperó el tono formal-. Tenéis a cinco mujeres, todas de entre quince y veinte años. Dos sufren desnutrición extrema: las víctimas número dos y la número cinco de la mesa.

– Creemos saber quién es la número cinco -anunció Luke-. Kasey Knight. Sus padres están de camino para identificar el cadáver. Llegarán sobre las dos.

Felicity levantó la cabeza de golpe, horrorizada.

– ¿Quieren verla? No, Luke.

– Sí. -Luke cobró ánimo y se acercó. Tragó la bilis que se le había subido a la garganta-. ¿No podrías…? ¿No podrías hacer que tenga… mejor aspecto?

– ¿Podrías convencerlos tú de que no la vean? Puedo tener listo un análisis de ADN en veinticuatro horas.

– Felicity, llevan dos años esperando. Necesitan verla.

Ella se puso en pie sin dejar de mirarlo. Entonces un sollozo rompió el silencio.

– Joder, Luke. -Retrocedió, llorando y extendiendo hacia delante con rigidez sus manos enguantadas y manchadas de sangre-. Joder.

Luke se puso unos guantes, le retiró las gafas de los ojos y se los enjugó con un pañuelo de papel.

– Ha sido una noche muy larga -dijo con suavidad-. ¿Por qué no te marchas a casa y descansas hasta que lleguen los padres de la chica? Es la última, ¿verdad?

– Sí, y casi he terminado. Vuelve a ponerme las gafas, ¿quieres?

Luke hizo lo que le pedía y se apartó.

– No se lo contaré a nadie -dijo con complicidad, y ella rió con una mezcla de pena y cohibimiento.

– No suelo dejar que me afecte, pero…

– Yo me siento igual. ¿Qué más puedes decirme, aparte de que están desnutridas?

Ella irguió la espalda y cuando habló su tono volvía a ser formal.

– La víctima número cinco, Kasey Knight, tenía gonorrea y sífilis.

– ¿Y el resto no?

– Exacto. La víctima número uno tiene drepanocitosis. Puede que eso nos ayude a identificarla. La víctima número dos se ha roto un brazo en los últimos seis meses y no se ha soldado muy bien. El otro brazo presenta fracturas radiales, y parecen hechas en el mismo período de tiempo. Supongo que se deben a malos tratos. -Volvió a levantar la cabeza y frunció el entrecejo-. Es muy raro. Las dos chicas más flacas presentan niveles altos de electrolitos en sangre. Y he descubierto marcas de pinchazos en el brazo. Es como si les hubieran estado administrando sustancias por vía intravenosa.

– En la nave encontramos bolsas de solución intravenosa, y también jeringuillas y agujas.

– O sea que el médico que ha muerto, Granville, las estaba tratando.

– Me pregunto si lo que les hacía no eran simples apaños para que siguieran trabajando. ¿Algo más?

– Sí. Me he guardado lo mejor para el final. Ven aquí.

Se acercó mientras ella colocaba el cadáver de Kasey Knight de lado con suavidad. Él entornó los ojos y se agachó más para ver la pequeña marca de la cadera derecha. Apretó la mandíbula.

– Una cruz gamada. -Levantó la cabeza-. ¿Es un estigma?

– Todas la tienen en el mismo sitio; en la cadera derecha. Todas son del tamaño de una moneda de diez centavos.

Luke se irguió.

– ¿Neonazis?

– Encima del mostrador hay una bolsa que puede ayudarte.

Luke la sostuvo a contraluz. En ella había un anillo con el símbolo de la Asociación Americana de Medicina, una serpiente.

– ¿Y qué?

– Lo llevaba Granville.

– Muy bien. Era médico, y este es el símbolo de la Asociación Americana de Medicina. No me parece nada raro. ¿Por qué?

Ella arqueó las cejas.

– Tiene una doble plancha. Trey lo ha descubierto por casualidad cuando lo retiraba del dedo del buen doctor. En un lado hay un botoncito.

Luke lo accionó y vio que, dentro de la bolsa, la parte delantera del anillo se abría y dejaba al descubierto la misma cruz gamada.

– Joder. ¿Con eso les hacía las marcas?

– No lo creo. El dibujo queda demasiado hundido y no parece que presente restos de células. De todos modos en el laboratorio nos lo dirán con seguridad.

– Veré si puedo averiguar algo más del símbolo. Felicity, podrías pedirle a otro de los forenses que se encargue de la identificación.

– Lo haré yo. -Levantó con cuidado la sábana hasta cubrir con ella a Kasey Knight-. Te veré a las dos.


Atlanta,

sábado, 3 de febrero, 7:45 horas

Susannah se detuvo en la puerta del despacho de Luke. Ojalá no le temblaran las manos. Cuando el sedán negro desapareció, tomó su coche alquilado y se dirigió al centro comercial Wal-Mart para comprar unos cuantos artículos de higiene personal. Luego regresó al hotel, cada vez más alterada porque el vehículo con matrícula DRC119 había aparecido en el aparcamiento del centro comercial, en la autopista e incluso frente al hotel, cuando le entregaba las llaves de su coche al mozo.

Durante una fracción de segundo se preguntó si Al Landers se lo habría dicho a alguien, pero descartó la idea al instante. Además, si Al sabía que todos los años visitaba la tumba de Darcy era posible que también lo supiera alguien más. Tenía que averiguar a quién pertenecía aquella matrícula.

Luke. Confiaba en él. Por eso había interrumpido al mozo, había tomado de nuevo el coche y se había dirigido allí.

Llamó a la puerta y él levantó la cabeza del ordenador. Sus ojos negros llenos de sorpresa pronto pasaron a denotar interés. Por un momento sus miradas se cruzaron, y a Susannah se le secó la boca de golpe. Luego la mirada de él se tornó más distante y formal y la magia del momento se rompió.

– ¿Susannah?

Daba igual que no estuviera segura de cómo reaccionar ante su interés, pensó, porque este desaparecería en cuanto supiera la verdad. «Dejará de desearme. Le pasaría a cualquier hombre decente.»

– Leigh entraba al mismo tiempo que yo y me ha acompañado hasta aquí.

– Pase. -Tomó la pila de carpetas que había sobre una silla y la depositó en el otro extremo de su escritorio-. Tenía un poco de tiempo antes de la reunión de esta mañana y lo estaba dedicando al papeleo que me quedó pendiente ayer. Siéntese. Quería llamarla anoche pero las cosas se complicaron. Llegamos a la cabaña de Borenson pero él no estaba. Parece que hubo una pelea.

Ella levantó la barbilla al tiempo que se sentaba.

– ¿Cree que está muerto?

Él se dejó caer en la silla.

– La pelea tuvo lugar hace unos días como mínimo. Si está herido, la cosa no pinta bien. A estas horas debe de haber perdido mucha sangre.

– Hace unos días aún no se sabía lo de Granville. Entonces aún estaban persiguiendo a O'Brien.

– Ya lo sé, pero no podemos ignorarlo. El hombre guarda relación con lo ocurrido hace trece años; bien podría guardarla con lo que sucede ahora. -Frunció el ceño-. Hablando de relaciones, ¿se ha fijado si la chica desconocida tiene alguna marca o cicatriz?

– ¿Cómo qué?

Él vaciló.

– Una cruz gamada.

Por segunda vez en las últimas dos horas a Susannah se le heló la sangre en las venas.

– No. Cuando la vi en cuidados intensivos llevaba un camisón y estaba tapada con una sábana. -«Bien; sigue así de tranquila»-. Supongo que en el hospital lo habrían comentado.

– Yo también lo creo, pero estuvieron bastante ocupados tratando de salvarle la vida.

– Imagino que sí. ¿Por qué no lo preguntamos?

– Porque… -Vaciló de nuevo-. Porque anoche alguien trató de matar a Beardsley.

– Dios mío. ¿Está seguro?

– Aquí tengo los resultados de los análisis del laboratorio forense. Alguien le inyectó algo en la bolsa intravenosa.

– ¿Está bien?

– Va tirando. Lo ha pasado un poco mal, pero se recupera.

– ¿Qué hay de la chica? ¿Y de Bailey? -«¿Y de Daniel?»

– ¿Y de Daniel? -preguntó él en voz baja, con solo un ligero tono de reproche.

«Me lo merezco.»

– Y de Daniel. ¿Están todos bien?

– Sí, pero no estoy seguro de en quién podemos confiar. Esperaba que hubiera observado la marca en la desconocida.

El corazón le aporreaba el pecho, pero Susannah mantuvo la voz serena.

– ¿Qué significa?

– En el depósito de cadáveres hemos visto que todas las chicas muertas tienen una marca en la cadera.

Ella tragó saliva y se esforzó por apaciguar su corazón. «No es posible. Esto no está sucediendo.» Sin embargo, sí que era posible; sí que estaba sucediendo. «Díselo. Díselo ya.»

«Enseguida. Antes cuéntale lo de la matrícula.»

– O sea que la marca se la hizo Granville.

– Eso parece. Pero es usted quien ha venido a verme. ¿En qué puedo ayudarla?

«Tranquilízate, Susannah.»

– Detesto tener que molestarlo por una cosa así, pero esta mañana me ha seguido un coche.

Él frunció sus cejas morenas.

– ¿Qué quiere decir?

– He ido al aeropuerto a alquilar un coche. Hoy viajaré a Dutton para asistir al funeral de Sheila Cunningham.

– Sheila Cunningham. Me había olvidado del funeral -musitó. Luego volvió a mirarla-. ¿Y qué ha pasado con el coche que la seguía?

– He tomado un taxi para ir del hotel al aeropuerto y un sedán negro nos ha seguido. Después he ido al centro comercial y también me ha seguido hasta allí. Tengo que reconocer… que me ha puesto un poco nerviosa. -«Histérica, más bien»-. ¿Podría comprobar la matrícula?

– ¿Cuál es?

– DRC119. No era como las normales; ya sabe, con el dibujo en el centro. Estaban todos los caracteres juntos.

– Quiere decir que es una matrícula personalizada.

– Supongo que sí. -Susannah contuvo la respiración y aguardó a que él tecleara la matrícula en el portátil.

Siguió aguardando mientras él observaba la pantalla con expresión indescifrable. Al final no pudo resistirlo más.

– ¿Y bien?

Él levantó la cabeza. Su mirada era reservada.

– Susannah, ¿conoce a una tal Darcy Williams?

«Esta vez no te atreverás a huir.»

– Era mi amiga. Está muerta.

– Susannah, el vehículo está registrado a nombre de Darcy Williams, pero en la fotografía del departamento de vehículos motorizados… aparece usted.

A ella se le cerró la garganta. No entraba el aire. No salían palabras.

– ¿Susannah? -Luke se puso en pie y rodeó el escritorio para posarle las manos en los hombros con firmeza-. Respire.

Ella tomó aire y sintió náuseas.

– Tengo que contarle una cosa. -Su voz ya no era serena-. Es sobre la cruz gamada. Yo también la tengo, en la cadera. Es un estigma.

Él exhaló un suspiro cauteloso. Seguía posando las manos en los hombros de ella y empezó a masajearlos.

– Tiene que ver con la agresión de hace trece años. -No era una pregunta y debería haberlo sido.

Ella se apartó con suavidad y se dirigió a la ventana.

– No. Eso ocurrió siete años después. El 19 de enero.

– Uno diecinueve -reconoció él-. Igual que el número de la matrícula. DRC119.

– También fue un 19 de enero el día en que Simon y sus amigos me agredieron.

Vio por el reflejo del cristal que él se relajaba.

– Susannah, ¿quién era Darcy Williams?

Ella apoyó la frente en el frío cristal. La cabeza le ardía pero el resto de su ser estaba más helado que un témpano.

– Tal como le he dicho, era mi amiga. Ahora está muerta.

– ¿Cómo murió? -preguntó él en tono amable.

A través del cristal, ella mantuvo la mirada fija en el aparcamiento.

– Nunca he hablado de esto. Con nadie.

– Pero alguien lo sabe.

– Tres personas por lo menos. Y ahora usted. -Se volvió y lo miró a los ojos-. Quien me ha seguido hoy lo sabe. Anoche descubrí que mi jefe lo ha sabido siempre; al menos en parte. La otra persona es el detective que llevó la investigación.

– ¿La investigación de qué?

– A Darcy la asesinaron en la habitación de un hotel barato, en Hell's Kitchen. Yo estaba en la habitación contigua. -Clavó sus ojos en los de él, se aferró a ellos-. Yo estudiaba derecho en Nueva York. Darcy era un año más joven que yo y trabajaba de camarera en West Village. Nos habíamos conocido en un bar. Esa noche quedamos con unos chicos.

– ¿En Hell's Kitchen? ¿Iba allí a menudo?

Ella vaciló una fracción de segundo.

– Fue cosa de una noche.

«Mentirosa. Mentirosa. Mentirosa.»

«Cállate. Algo tengo que mantener en secreto.»

– Pero algo fue mal -prosiguió él.

– Me desmayé. Creo que me echaron algo en la bebida. Cuando me desperté, estaba sola y… -«Tenía los muslos pegajosos. El tío no había usado condón»-. La cadera me escocía como un demonio.

– El estigma.

– Sí. Me vestí y llamé a la puerta de la habitación contigua, donde se alojaba Darcy. La puerta… se abrió sola. -De repente volvió a encontrarse allí. Había sangre por todas partes. En el espejo, en la cama, en las paredes-. Darcy estaba tendida en el suelo. Estaba desnuda, y muerta. La habían matado de una paliza.

– ¿Y qué hizo usted?

– Salir corriendo hasta una cabina que había a dos manzanas de distancia y llamé al 911. No dije mi nombre.

– ¿Por qué?

– Porque estudiaba derecho. Trabajaba como estudiante en prácticas en la oficina del fiscal del distrito. Si se hubiera sabido que estaba mezclada en un escándalo semejante… -Apartó la mirada-. Hablo igual que mi madre. Ella solía decirle eso a mi padre cuando Simon hacía una de las suyas. «No podemos permitir que se arme un escándalo, Arthur.» Y mi padre iba y lo arreglaba.

– Usted no es como sus padres, Susannah.

– Usted no tiene ni idea de lo que yo soy -le espetó, y se calló de golpe, sorprendida. Era lo mismo que le había respondido a Daniel, palabra por palabra.

«¿Qué es lo que te ha hecho volver?», le había preguntado él.

«Las otras prestarán declaración», había respondido ella. «¿Qué clase de cobarde sería yo si no lo hiciera?» Él insistió en que Susannah no era cobarde y ella casi se había reído en su cara. «Tú no tienes ni idea de lo que yo soy, Daniel.» Y era cierto. Ella habría preferido que siguiera sin tener ni idea, pero los secretos estaban saliendo a la luz, uno detrás de otro.

– ¿Y qué es? -preguntó Luke en tono quedo.

Ella exhaló un suspiro y retomó la conversación sobre el pasado.

– Era una cobarde.

Los ojos de Luke emitieron un centelleo. Había notado que quería eludir la respuesta.

– Llamó al 911. Algo es algo.

– Sí. Luego hice otra llamada anónima al detective a quien le habían asignado el caso. Le describí al tipo que se había marchado con Darcy Williams del bar y le di la dirección del establecimiento. Él dijo que tenía que comprobar unos datos y me pidió que volviera a llamarlo al cabo de cuatro horas. Yo lo hice y él me estaba observando mientras llamaba.

– Utilizó la misma cabina.

– Las tres veces. -Se esforzó por sonreír-. Por eso pillamos tantas veces a los malos, agente Papadopoulos. Porque cometen errores estúpidos.

– Luke -dijo él sin alterarse-. Llámeme Luke.

La sonrisa de Susannah se desvaneció.

– Luke.

– ¿Qué más pasó? -quiso saber él, como si hubiera algún detalle sórdido que ella hubiera omitido.

– El detective Reiser pilló al tipo gracias a mi descripción. Consiguió confirmar los datos por otro lado cuando supo por dónde empezar. No le hizo falta llamarme a declarar, pero se lo contó a mi jefe. Creo que más bien lo hizo para cubrirse las espaldas. Así fue como mi reputación y mi carrera se salvaron.

– Es una buena reputación, y una buena carrera. ¿Por qué se fustiga por ello?

– Porque fui una cobarde. Tendría que haberme enfrentado cara a cara al tipo que mató a Darcy.

– ¿Por eso ahora quiere enfrentarse a Garth Davis? ¿Para compensar lo que hizo entonces?

Ella apretó los labios.

– Parece que eso es lo que debe hacerse.

Él colocó el dedo bajo su barbilla y la alzó hasta que volvió a mirarlo a los ojos.

– ¿Qué pasó con el otro tipo? -preguntó. Su mirada era penetrante-. El que la drogó a usted.

Ella encogió un hombro.

– Se marchó. No volví a verlo nunca más. Lo superé.

– ¿La violó? -preguntó, controlando cuidadosamente el tono.

Ella recordó la sangre, la sensación del semen pegajoso en los muslos.

– Sí. Pero yo fui al hotel por voluntad propia.

– ¿Ha oído lo que acaba de decir? -preguntó él casi gritándole.

– Sí -respondió ella entre dientes-. Lo oigo cada vez que lo pienso, cada vez que le digo a una víctima que no merecía ser violada. Pero esa vez fue distinto, joder. Es distinto.

– ¿Por qué?

– Porque me ocurrió a mí -gritó ella-. Otra vez. Permití que volviera a ocurrirme, y encima mi amiga murió. Mi amiga murió y yo fui una cobarde y salí corriendo.

– ¿Porque merecía que la violaran?

Ella sacudió la cabeza con aire cansino.

– No. Pero tampoco merecía que se hiciera justicia.

– A los Vartanian les jodieron bien la vida -soltó él, con los ojos negros llenos de furia-. Si su padre no estuviera muerto, me sentiría tentado de matarlo con mis propias manos.

Ella se puso de puntillas sin dejar de mirarlo a los ojos.

– Espere. -Ella retrocedió un paso y volvió a controlar sus emociones-. Entonces, ¿qué significa eso? La misma noche en que asesinaron a mi amiga en Nueva York a mí me violaron y me hicieron el estigma. Seis años después encuentran a cinco chicas muertas con el mismo estigma en el bello y pintoresco Dutton. ¿Existe alguna relación? Yo diría que sí.

Ella lo observó apartar de sí la furia, reducirla.

– Quiero verlo.

Ella abrió los ojos como platos.

– ¿Cómo dice?

– Quiero verlo. ¿Cómo sabemos que es la misma marca?

– Enséñeme la de las chicas y yo le diré si son iguales.

– Las chicas están en el depósito de cadáveres -le espetó él-. Por el amor de Dios, Susannah, ayer la vi en sujetador. La reunión ha empezado hace unos minutos. Enséñemelo, por favor.

Tenía razón, por supuesto. No era momento de recato, y de todos modos ella no era quién para tenerlo después de lo que acababa de confesar.

– Cierre los ojos. -Se bajó rápidamente la cremallera de la falda y se retiró las braguitas lo suficiente para mostrarle la marca-. Mire.

Él se agachó y observó el estigma. Luego cerró los ojos.

– Vístase. Es la misma marca, aunque un poco más grande. -Él se puso en pie sin abrir los ojos-. ¿Ya está visible?

– Sí. Y ahora ¿qué? En Atlanta hay alguien que sabe lo de Darcy. En Dutton hay alguien que tiene una esvástica. ¿Es la misma persona que me hizo el estigma y mató a mi amiga? Si es así, ¿quién es y por qué lo hizo?

– No lo sé. Lo único que sé es que tenemos que empezar por buscar en grupos racistas.

– ¿Por lo de la esvástica? Puede, o puede que no.

Él se detuvo con la mano en el pomo de la puerta del despacho.

– ¿Por qué no?

A Susannah le resultaba más fácil centrarse en los detalles que dar vueltas a algo que no podía cambiar.

– Mi cruz no es la de los nazis. La mía tiene las puntas terminadas en ángulo, es un símbolo de muchas religiones orientales. -Arqueó las cejas-. Incluida la budista.

– Y eso vuelve a llevarnos al thích de Granville.

– Puede, o puede que no. Lo buscaré en internet, si quiere.

– Sí. Siéntese aquí y hágalo mientras yo asisto a la reunión. Luego volveré a buscarla.

– No puedo quedarme aquí. Tengo que encontrarme con Chloe Hathaway a las nueve.

– Chloe está aquí, también asistirá a la reunión. Pueden hablar en mi despacho cuando terminemos, así le ahorra el viaje hasta el hotel.

– Pero tengo la declaración en el portátil. Lo he dejado en mi habitación.

– Tenemos a unos cuantos taquígrafos respondiendo llamadas de testigos -repuso él impaciente-. Enviaremos a uno de ellos a por su portátil. Tengo que marcharme.

– Luke, espere. Mi jefe, Al… Pensaba acompañarme durante la reunión con Chloe. -Sus labios esbozaron una sonrisa de autocrítica-. Para darme apoyo moral.

La mirada de Luke se suavizó.

– Pues llámelo y dígale que venga. No quiero que salga sola hasta que sepamos quién es el tipo del sedán negro. Todo encaja. Sólo tenemos que descubrir cómo. -Vaciló-. He intentado que su nombre no aparezca en la investigación, al menos hasta que declare.

– ¿Por qué? -consiguió preguntar, aunque ya sabía la respuesta «Tendré que contarlo. Todo el mundo sabrá lo que hice, y lo que no hice.» Era lo que se merecía.

– Tiene derecho a que se respete su intimidad. Igual que tiene derecho a que se haga justicia.

Ella tragó saliva. La elección de sus palabras le llegó al alma.

– Dígales lo que tenga que decirles. Cuénteles lo que pasó hace trece años, y lo de Hell's Kitchen, Darcy y el estigma. Estoy hasta la coronilla de mi intimidad. Lleva trece años impidiéndome vivir. -Alzó la barbilla-. Cuéntelo todo. Ya no me importa.


Casa Ridgefield,

sábado, 3 de febrero, 8:05 horas

Bobby respondió a la primera llamada del teléfono.

– ¿Ya está?

Paul suspiró.

– Sí, ya está.

– Estupendo. Vete a dormir, Paul. Tienes voz de cansado.

– ¿De verdad? -preguntó Paul con ironía-. Esta noche estaré de servicio, así que no me llames.

– De acuerdo. Que descanses. Y gracias.

Bobby abrió el móvil y miró la foto del chico de ocho años cuya madre estaba a punto de descubrir que nadie desobedecía a Bobby y se iba de rositas. El mensaje decía precisamente eso. «Haz lo que te ordeno o él también morirá.» Bobby le dio a «enviar». Ya estaba.

– Tanner, ¿me traes el desayuno, por favor? Tanner apareció entre la penumbra.

– Lo que usted diga.

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