Capítulo 1

Casa Ridgefield, Georgia,

viernes, 2 de febrero, 13:30 horas

El móvil de Bobby sonó e interrumpió de golpe la partida de ajedrez.

Charles se detuvo en seco con el dedo índice sobre la reina.

– ¿Tienes que contestar?

Bobby miró la pantalla del teléfono y frunció el entrecejo. Era Rocky, desde su número particular.

– Sí. Discúlpame un momento, por favor.

Charles hizo un gesto afirmativo.

– Cómo no. ¿Quieres que salga?

– No seas ridículo -le espetó Bobby. Se volvió hacia el teléfono y preguntó-: ¿Por qué me llamas?

– Porque Granville me ha llamado a mí -dijo Rocky en tono tenso. De fondo se oía el ruido del tráfico. Iba en coche-. Mansfield está con él en la casa del río. Se ve que ha recibido un mensaje de Granville diciéndole que Daniel Vartanian sabía lo de la mercancía y que estaba a punto de llegar con la policía del estado. Granville dice que él no le ha enviado ningún mensaje, y no creo que mienta.

Bobby no dijo nada. Las noticias eran peores de lo que esperaba.

Tras un momento de silencio, Rocky añadió con vacilación:

– Vartanian no les habría avisado. Se habría presentado allí con el cuerpo especial de intervención. Creo… Creo que hemos llegado demasiado tarde.

– ¿Por qué hemos llegado demasiado tarde? -exclamó Bobby en tono mordaz, y se hizo un silencio.

– Está bien -admitió Rocky en voz baja-. Yo he llegado tarde. Pero ahora ya está hecho. Tenemos que asumir que la casa del río ya no es segura.

– Mierda -masculló Bobby, e hizo una mueca cuando Charles miró con gesto reprensor.

– Marchaos por el río. No vayáis por la carretera; seguro que no quieres darte de bruces con la policía mientras huís. Llama a Jersey. No es la primera vez que me ayuda a transportar mercancía.

– Lo ha llamado Granville. Está de camino. El problema es que en el barco solo caben seis.

Bobby puso mala cara.

– En la bodega del barco de Jersey caben doce sin problemas.

– Ese barco está en alguna otra parte. Te hablo del único que tiene disponible.

«Mierda.» Bobby miró a Charles, que escuchaba con avidez.

– Cárgate a todas las que no quepan. Asegúrate de no dejar rastro. ¿Lo entiendes? No puede quedar nada. Utiliza el río si no tienes tiempo de hacer otra cosa. Detrás del grupo electrógeno hay unos cuantos sacos de arena. Tráelas aquí. Te esperaré en el muelle.

– Eso haré. Voy hacia allí para asegurarme de que esos dos no la cagan.

– Bien. Y vigila a Granville. Es… -Bobby volvió a mirar a Charles y vio que observaba con expresión divertida-. Está un poco loco.

– Ya lo sé. Una cosa más. He oído que ayer Daniel Vartanian fue al banco.

Esas noticias eran mucho mejores.

– ¿Sabes qué descubrió?

– Nada. La caja de seguridad estaba vacía.

«Pues claro. La vacié yo hace años.»

– Qué interesante. Ya hablaremos de eso más tarde, ahora ponte en marcha. Llámame cuando hayas terminado el trabajo.

Bobby colgó y sus ojos se toparon con la mirada de curiosidad de Charles.

– Podrías haberme avisado de que Toby Granville no era trigo limpio antes de que lo aceptara como socio, ¿no crees? Ese puto cabrón está como un cencerro.

Charles esbozó una sonrisa de satisfacción.

– ¿Y perderme lo más divertido? Ni lo sueñes. ¿Qué tal te va con tu nueva ayudante?

– Es lista. Aún se le muda la cara cuando tiene que cumplir órdenes, pero no permite que los hombres lo noten. Y eso nunca le ha impedido hacer su trabajo.

– Estupendo. Me alegro de oírlo. -Ladeó la cabeza-. ¿Y lo demás? ¿Va todo bien?

Bobby se recostó en el asiento y arqueó las cejas.

– Tu negocio va bien. Nada de lo demás es asunto tuyo.

– Mientras mi inversión continúe reportando beneficios, por mí puedes guardarte tus secretos.

– Ah, claro que tendrás beneficios. Este año las cosas han ido muy bien. Las ganancias del negocio ordinario ascienden al cuarenta por ciento, y está a punto de despegar una nueva remesa de primerísima calidad.

– Pero vais a eliminar parte de la mercancía.

– Esa mercancía estaba a punto de quedar inservible de todos modos. A ver, ¿por dónde íbamos?

Charles movió la reina.

– Jaque mate, me parece.

Bobby renegó en voz baja. Luego suspiró.

– Es cierto. Tendría que haberte visto venir, pero nunca lo consigo. Siempre has sido el amo del tablero.

– Siempre he sido el amo y punto -corrigió Charles, y en un acto reflejo Bobby se incorporó un poco en el asiento. Charles asintió, y Bobby se tragó la furia que crecía en su interior cada vez que Charles tomaba las riendas-. Claro que no he venido sólo para ganarte al ajedrez -añadió-. Tengo noticias. Esta mañana ha aterrizado un avión en Atlanta.

Un ligero escalofrío de inquietud recorrió la espalda de Bobby.

– ¿Y qué? Todos los días aterrizan cientos de aviones en Atlanta. Miles incluso.

– Es cierto. -Charles empezó a guardar las piezas en el estuche de marfil que llevaba consigo a todas partes-. Sin embargo, en el de hoy viajaba alguien que te interesa en particular.

– ¿Quién?

Charles miró los ojos entornados de Bobby con otra sonrisa de satisfacción.

– Susannah Vartanian ha vuelto a casa -anunció mientras sostenía en alto la reina de marfil blanca-. Otra vez.

Bobby tomó la figura que Charles le tendía y trató de aparentar indiferencia mientras en su interior estallaba una furia volcánica.

– Vaya, vaya.

– Eso mismo digo yo: vaya, vaya. La última vez dejaste escapar la oportunidad.

– Ni siquiera lo intenté -soltó Bobby a la defensiva-. Sólo se quedó un día, para el entierro del juez y su mujer la semana pasada. -Susannah había permanecido al lado de su hermano frente a la tumba de sus padres con semblante inexpresivo a pesar de la agitación que traslucían sus ojos grises. Al verla de nuevo después de tantos años… La agitación de los ojos de Susannah no era nada comparada con la furia hirviente que Bobby había tenido que reprimir.

– No le partas la cabeza a mi reina, Bobby -dijo Charles arrastrando las palabras-. La talló a mano un maestro carpintero de Saigón. Vale mucho más que tú.

Bobby depositó la figura en la mano de Charles y desoyó la última impertinencia. «Cálmate. Cuando te sulfuras siempre cometes errores.»

– Esa última vez regresó muy rápido a Nueva York. No tuve tiempo de prepararme tal como el asunto requería.

Su tono sonó quejumbroso, lo cual aún le molestó más.

– Los aviones vuelan en ambos sentidos, Bobby. No tenías por qué esperar a que volviera. -Charles depositó la reina en el hueco recubierto de terciopelo del estuche de marfil-. No obstante, parece que se te ofrece una segunda oportunidad. Espero que esta vez planifiques mejor las cosas.

– No lo dudes.

Charles sonrió con reserva.

– Prométeme que me guardarás un asiento en primera fila cuando empiecen los fuegos artificiales. Tengo debilidad por los de color rojo.

Bobby sonrió sin ganas.

– Te garantizo que habrá mucho rojo. Ahora, si me disculpas, tengo que atender un asunto urgente.

Charles se puso en pie.

– De todos modos yo también he de marcharme. Tengo que asistir a un funeral.

– ¿A quién entierran hoy?

– A Lisa Woolf.

– Muy bien. Jim y Marianne Woolf lo pasarán en grande. Al menos, no tendrán que pelearse con los otros periodistas porque estarán en primera fila, en el banco reservado para los familiares.

– Bobby. -Charles sacudió la cabeza fingiendo escandalizarse-. Qué cosas dices.

– Sabes que tengo razón. Jim Woolf es muy capaz de vender a su propia hermana por una exclusiva.

Con el estuche de marfil bajo el brazo, Charles se puso el sombrero y tomó su bastón.

– Puede que algún día tú hagas lo mismo.

«No -pensó Bobby mientras observaba a Charles alejarse en su coche-. No por algo tan nimio como una exclusiva. Claro que si fuera la herencia lo que estuviera en juego… Eso cambiaría del todo las cosas. Bueno; ya habrá tiempo para los sueños. Ahora tengo trabajo.»

– ¡Tanner! Ven aquí. Te necesito.

Aparentemente el anciano surgió de la nada, tal como era propio de él.

– ¿Sí?

– Tenemos invitadas no previstas; están de camino. Prepara habitaciones para seis más, por favor.

Tanner respondió con un único gesto afirmativo.

– Claro. Mientras estaba con el señor Charles ha llamado el señor Haynes. Vendrá esta noche a por compañía para el fin de semana.

Bobby sonrió. Haynes era uno de sus mejores clientes, un hombre rico de gustos perversos. Y siempre pagaba en efectivo.

– Estupendo. La tendremos a punto.


Charles detuvo el coche al final de la calle. Desde allí aún podían verse los torreones de la Casa Ridgefield. La mansión se había erigido hacía casi cien años. Se trataba de una casa fortificada, construida a la vieja usanza. Tras haber vivido en todo tipo de lugares a los que ni siquiera una rata se habría atrevido a llamar «hogar», Charles apreciaba las obras arquitectónicas de calidad.

Bobby utilizaba la casa para guardar la mercancía, y la ubicación era ideal para ese propósito. Se encontraba lejos de la carretera principal y la mayor parte de la gente ni siquiera sabía que seguía en pie. Estaba lo bastante cerca del río para cuando resultara conveniente, pero lo suficientemente lejos en caso de que el río creciera. Además, no era lo bastante grande, ni bella, ni antigua siquiera, para que ningún conservador del patrimonio se interesara por ella, lo cual la convertía en el lugar perfecto.

Durante años Bobby había desdeñado la casa por considerarla vieja y fea, indigna de tenerse en cuenta. Hasta que la madurez hizo que reparase en lo que Charles había aprendido tiempo atrás. «Las cosas demasiado atractivas llaman la atención. La garantía del verdadero éxito es la invisibilidad.» El hecho de conseguir pasar inadvertido a simple vista le había permitido manejar a los más llamativos y pretenciosos. «Ahora no son más que títeres que bailan al son de mi voluntad.»

Eso los ponía furiosos, se sentían impotentes. Claro que ellos no sabían lo que era sentirse verdaderamente impotente. Vivían con el temor de perder las posesiones que habían acumulado, y así habían vendido el orgullo, la decencia. La moralidad, lo cual no era más que la farsa de todo devoto. Algunos se habían vendido sin apenas presionarlos. A Charles esa gente le inspiraba desdén. No tenían ni idea de lo que significaba perderlo todo. Todo. Verse privado por completo del placer físico, de las necesidades más básicas del ser humano.

Los débiles temían perder sus cosas. Sin embargo, Charles no. Cuando a un hombre le arrebataban hasta la esencia de la cualidad humana… dejaba de tener miedo. Charles no tenía ningún miedo.

Lo que sí que tenía eran planes, y esos planes incluían a Bobby y a Susannah Vartanian.

Bobby estaba por encima de todos los demás. Charles había modelado su ágil mente cuando era joven y maleable y rebosaba de energía. De preguntas y de odio. Había convencido a Bobby de que llegaría el momento de vengarse, de reclamar la herencia que las circunstancias -y algunas personas- le habían negado. Sin embargo, Bobby seguía bailando al son de Charles. Este simplemente permitía que creyera que el ritmo era el propio.

Destapó el estuche de blanco marfil, extrajo la reina de la ranura y accionó el resorte oculto que hacía que debajo se abriera un cajón. Su diario se encontraba encima de todas las pertenencias sin las cuales nunca salía de casa. Pensativo, pasó las páginas hasta llegar a la primera en blanco y empezó a escribir.


Ha llegado el momento de que la persona a quien protejo se vengue porque así lo deseo yo. Planté la semilla años atrás; hoy sólo la he regado. Cuando Bobby se siente a trabajar frente al ordenador, la fotografía de Susannah Vartanian estará aguardando.

Bobby odia a Susannah porque así lo deseo yo. Pero tiene razón en una cosa: Toby Granville se vuelve más inestable cada año que pasa. A veces el poder absoluto (o la ilusión de ejercerlo) conlleva la absoluta corrupción. Cuando Toby resulte demasiado peligroso, haré que lo maten, igual que he hecho que él mate a otras personas.

Matar a alguien da mucho poder. Clavarle un cuchillo en la garganta y observar cómo su mirada va perdiendo vida… realmente da mucho poder. Claro que obligar a otra persona a hacerlo… Eso sí que da poder. Mata para mí. Es como jugar a ser Dios.


Charles sonrió.


Es muy divertido.


Sí; pronto sería necesario matar a Toby Granville. Pero otro Toby Granville lo sustituiría. Y, con el tiempo, también habría otro Bobby. «Y así sucesivamente.» Cerró el diario y lo colocó en su sitio igual que a la reina, tal como había hecho innumerables veces.


Dutton, Georgia,

viernes, 2 de febrero, 14:00 horas

Le dolía todo el cuerpo. Esa vez le habían golpeado la cabeza y le habían pateado las costillas. Monica apretó los labios resuelta y satisfecha. Había valido la pena. Conseguiría escaparse o moriría en el intento. Los obligaría a matarla antes de permitir que volvieran a utilizarla.

De ese modo perderían «un bien muy valioso». Así era como ellos la llamaban. Les había oído hablar al otro lado del muro. «Luego podrán besar tanto como quieran a su valioso bien.» Cualquier cosa, incluida la muerte, era mejor que la vida que llevaba desde hacía… ¿cuánto tiempo hacía ya?

Había perdido la cuenta de los meses transcurridos. Cinco, tal vez seis. Hasta entonces Monica siempre había creído que el infierno no existía. Ahora, sin embargo, estaba segura de que sí. ¡Vaya si existía!

Durante un tiempo había perdido las ganas de vivir, pero gracias a Becky las había recuperado. Becky había intentado escaparse muchas veces. Ellos habían tratado de impedírselo, de destrozarla. Y habían conseguido destrozar su cuerpo pero no su espíritu. En los breves instantes durante los cuales se comunicaron en voz baja a través del muro que las separaba, Monica había adquirido fuerzas de la chica a quien no había llegado a ver; la chica cuya muerte había hecho renacer en ella las ganas de vivir. O de morir en el intento.

Pretendía respirar hondo y se estremeció antes de conseguir llenar los pulmones de aire. Con toda probabilidad tenía una costilla rota. Tal vez, varias. Se preguntó qué habrían hecho con el cuerpo de Becky después de darle una paliza de muerte. Monica aún podía oír los quebrantadores golpes, porque eso era lo que ellos querían. Habían abierto todas las puertas para que pudieran oír todos y cada uno de los puñetazos y las patadas, y todos y cada uno de los gritos de Becky. Querían que todas lo oyeran. Que se asustaran. Que aprendieran la lección.

Todas las chicas de aquel lugar. Al menos eran diez, de diversos grados de «validez». Algunas acababan de iniciarse. Otras ya eran veteranas de la profesión más antigua del mundo. «Como yo. Sólo quiero volver a casa.»

Monica agitó el brazo con gesto débil y oyó el ruido metálico de la cadena que la sujetaba a la pared. Igual que a todas las chicas de aquel lugar. «Nunca conseguiré escapar. Voy a morir. Por favor, Dios mío, haz que sea pronto.»

– Corred, idiotas. No tenemos tiempo de andar jodiéndola.

Había alguien allí fuera, en el pasillo donde se encontraba su celda. «La mujer.» Monica apretó la mandíbula. Odiaba a la mujer.

– Corred -decía-. Moveos. Mansfield, carga esas cajas en el barco.

Monica no sabía cómo se llamaba, pero era perversa. Peor que los hombres; el ayudante del sheriff y el médico. Mansfield era el ayudante del sheriff, el que la había secuestrado y la había llevado allí. Durante mucho tiempo había creído que no era un auténtico policía; había creído que su uniforme era solo un disfraz. Sin embargo, era auténtico. Cuando se enteró de que era policía perdió todas las esperanzas.

Si Mansfield era malvado, el médico lo era más. Era cruel, disfrutaba viéndolas sufrir. La mirada que había observado en sus ojos mientras les hacía las peores cosas… Monica se estremeció. El médico no estaba bien de la cabeza, de eso estaba segura.

Pero la mujer… era perversa. Para ella aquel horror, aquella… vida, si podía llamársela así, no era más que «trabajo». Para la mujer, cada una de las chicas de aquel lugar era un bien de mayor o menor valor; un bien que podía sustituirse por otro, porque siempre habría más adolescentes lo bastante estúpidas para dejar que las engañaran y las alejaran de la seguridad de sus hogares. Para dejar que las engañaran y las llevaran allí. Al infierno.

Monica oyó los gemidos mientras trasladaban las cajas a… ¿adónde? Oyó los chirridos y los reconoció de inmediato. Era la camilla de ruedas oxidadas. Allí era donde el médico les hacía los «apaños» y las dejaba en condiciones de «seguir jugando» después de que algún «cliente» las moliera a palos. Claro que a veces era el propio médico quien les pegaba, y entonces todo cuanto tenía que hacer era levantarlas del suelo y tenderlas sobre la camilla, lo cual simplificaba mucho su trabajo. Lo odiaba. Pero más que odio le inspiraba terror.

– Saca a las chicas de la diez, la nueve, la seis, la cinco, la cuatro y… la uno -ordenó la mujer.

Monica abrió los ojos como platos. Ella ocupaba la celda número uno. Entornó los ojos y deseó que su vista se acostumbrara a la oscuridad. «Algo va mal.» El corazón se le aceleró. Alguien había acudido en su ayuda. «Corre. Por favor, corre.»

– Espósalas con las manos a la espalda y hazles salir de una en una -soltó la mujer-. Apúntales todo el tiempo con la pistola y no permitas que se escapen.

– ¿Qué haremos con las demás? -La voz era gutural. El guardaespaldas del médico.

– Matarlas -dijo la mujer con tranquilidad y sin vacilar.

«Yo estoy en la celda uno. Me meterán en un barco y me llevarán lejos de aquí.» Lejos de quien había acudido en su ayuda. «Me resistiré. Y juro por Dios que conseguiré escapar, o moriré en el intento.»

– Yo me encargaré. -Era el médico, cuya mirada era tan lasciva; tan cruel.

– Muy bien -respondió la mujer-. Pero no dejes aquí los cadáveres. Échalos al río, utiliza los sacos de arena de detrás del grupo electrógeno. Mansfield, no te quedes ahí plantado. Mete las cajas y las chicas en el puto barco antes de que la policía nos pise los talones. Luego devuélvele la camilla al bueno del doctor. La necesitará para trasladar los cadáveres hasta el río.

– Sí, señor -se burló Mansfield.

– No te pases de listo -soltó la mujer, y su voz se fue apagando a medida que se alejaba-. Muévete.

Se hizo el silencio. Luego el médico habló en voz baja.

– Ocúpate de los otros dos.

– ¿Te refieres a Bailey y al pastor? -preguntó el guardaespaldas en tono normal.

– Chis -lo acalló el médico-. Sí. Hazlo en silencio. Ella no sabe que están aquí.

«Los otros dos.» Monica los había oído a través de la pared. El despacho del médico se encontraba junto a su celda, por eso podía oír muchas cosas. Él había golpeado a la mujer a quien llamaba Bailey durante días. Quería una llave. «Una llave, ¿de qué?» También había golpeado al hombre. Le pedía que confesara. ¿Qué querría que confesara el pastor?

En cuestión de segundos Monica se olvidó de Bailey y del pastor. Los gritos y los sollozos invadían el lugar, eran más fuertes incluso que el martilleo del pulso en sus oídos. Los chillidos le desgarraban la conciencia mientras aquellos hombres se llevaban a rastras a una chica, y luego a otra, y a otra más. «Tranquila.» Tenía que permanecer concentrada. «Vienen a por mí.»

«Sí. Pero antes de ponerte las esposas tendrán que quitarte los grilletes, y durante unos segundos tendrás las manos libres. Corre, clávales las uñas, arráncales los ojos si es necesario.»

Sin embargo, por mucho ánimo que tratara de reunir, sabía que todo era inútil. Antes de la última paliza tal vez hubiera tenido una oportunidad. Además, ¿qué le esperaba una vez fuera? Cualquier sitio se encontraba a kilómetros y kilómetros de distancia. Antes de llegar al vestíbulo, estaría muerta.

Un sollozo ascendió por su garganta. «Tengo dieciséis años y voy á morir. Lo siento, mamá. Tendría que haberte hecho caso.»

¡Pum! Se estremeció al oír el disparo. Más gritos; gritos llenos de terror, de histeria. Pero Monica se encontraba demasiado cansada para gritar. Demasiado cansada casi, para sentir miedo. Casi.

Otro disparo. Y otro. Y otro. Ya iban cuatro. Oyó su voz; la voz del médico. Se burlaba de la chica de la celda contigua.

– Reza, Angel -dijo con cierto regocijo en la voz. Monica lo odiaba. Tenía ganas de matarlo; de verle sufrir, desangrarse y morir.

¡Pum! Angel estaba muerta. Ella y cuatro chicas más.

La puerta se abrió de par en par, y en el vano apareció Mansfield, con su rostro severo y odioso. En dos zancadas se plantó a su lado y la despojó de la cadena que la sujetaba a la pared, sin ninguna delicadeza. Monica entornó los ojos para evitar la luz mientras Mansfield retiraba el grillete de su muñeca.

Estaba libre. «¿Y qué?» Seguía igual de atrapada.

– Vamos -gruñó Mansfield, obligándola a ponerse en pie.

– No puedo -susurró ella. Le flaqueaban las rodillas.

– Cállate. -Mansfield tiró de ella y la levantó como si no pesara más que una muñeca. Claro que, en el estado en que se encontraba, eso no distaba mucho de la verdad.

– Espera.

La mujer se encontraba en el pasillo, frente a la puerta de Monica. Permaneció en la sombra, como siempre. Monica no le había visto nunca la cara. Aun así, seguía soñando con el día en que le arrancaría los ojos.

– El barco está lleno -dijo la mujer.

– ¿Cómo es posible? -preguntó el médico desde el pasillo-. Caben seis y solo has sacado a cinco.

– Las cajas ocupan mucho espacio -respondió la mujer en tono lacónico-. Vartanian llegará de un momento a otro con la policía del estado, y para entonces nosotros tenemos que estar lejos de aquí. Mátala y saca los cadáveres de aquí.

«Así que ha llegado el momento. No hace falta que corra ni que me resista.» Monica se preguntó si llegaría a oír el disparo o si moriría al instante. «No pediré clemencia. No le daré ese gusto.»

– La chica no está tan mal -opinó el médico-. Aún podría trabajar varios meses, tal vez un año. Tira unas cuantas cajas por la borda o quémalas. Hazle sitio. Cuando la tenga enseñada, será el bien más valioso que hayamos explotado jamás. Vamos, Rocky.

«Rocky.» Así era como se llamaba la mujer. Monica se prometió a sí misma que lo recordaría. Rocky se acercó al médico, y al hacerlo abandonó la penumbra y Monica vio su rostro por primera vez. Entrecerró los ojos y trató de que la celda dejara de dar vueltas en su cabeza mientras memorizaba todos sus rasgos. Si había vida después de la muerte, Monica regresaría para perseguir a aquella mujer hasta volverla completamente loca.

– Las cajas se quedan en el barco -contestó Rocky impaciente.

La boca del médico dibujó una mueca de desdén.

– Porque tú lo digas.

– Porque lo dice Bobby y, a menos que quieras explicarle el motivo por el cual has decidido dejar pruebas que nos comprometen a todos, cierra el pico y mata ya a esa puta para que podamos largarnos de aquí. Mansfield, ven conmigo. Granville, haz lo que te digo y date prisa. Y, por el amor de Dios, asegúrate de que todas están muertas. No quiero que griten cuando las tiremos al río. Si algún policía anda cerca, vendrá volando.

Mansfield soltó a Monica y su pierna cedió. Cayó de rodillas y se sujetó en el sucio colchón mientras Mansfield y Rocky salían de la celda y frente a ella aparecía el cañón de la pistola del médico.

– Hazlo ya -musitó Monica-. Ya has oído a la señorita. Hazlo deprisa.

La boca del médico dibujó aquella sonrisa de cobra que a Monica le revolvía las tripas.

– Te crees que va a ser rápido y que no te va a doler.

¡Pum!

Monica gritó al notar en el costado una quemazón que superaba el dolor de cabeza. Le había disparado, pero no estaba muerta. «¿Por qué no estoy muerta?»

Él le sonrió mientras ella se retorcía y trataba de que desapareciera el dolor.

– Desde que llegaste no has hecho más que joderme. Si tuviera tiempo, te haría pedazos, pero no lo tengo. Así que adiós, Monica.

Levantó la pistola, pero su cabeza cayó hacia un lado y la furia ensombreció su rostro en el momento en que otro disparo llegaba a oídos de Monica. Ella volvió a gritar al notar el ardor del fogonazo en la sien. Cerró los ojos con fuerza y esperó el siguiente disparo, pero este no llegó a producirse. Abrió los ojos arrasados en lágrimas y pestañeó para ver con nitidez.

Se había marchado y la había dejado sola. Y no estaba muerta.

«Ha fallado.» El muy cabrón había fallado. Se había ido. «Volverá.»

Pero no vio a nadie. «Vartanian llegará de un momento a otro con la policía del estado.» Se lo había oído decir a la mujer. Monica no conocía a nadie llamado Vartanian, pero fuera quien fuese se trataba de su única oportunidad de sobrevivir. «Acércate a la puerta.» Monica se puso de rodillas con esfuerzo y avanzó a gatas. Ahora una pierna, luego la otra. «Llega hasta el pasillo y es posible que logres salir de aquí.»

Oyó pasos. Una mujer llena de morados, ensangrentada y con la ropa hecha jirones se dirigía hacia ella tambaleándose. «Los otros dos», había dicho el médico. Esa era Bailey. Se había escapado. Aún había esperanzas. Monica levantó la mano.

– Ayúdame, por favor.

Bailey vaciló, luego tiró de ella hasta ponerla en pie.

– Muévete.

– ¿Bailey? -consiguió susurrar Monica.

– Sí. Ahora muévete o morirás. -Juntas recorrieron el pasillo. Al fin llegaron a una puerta y salieron a la luz del día, tan intensa que dañaba la vista.

Bailey se detuvo en seco y a Monica se le cayó el alma a los pies. Frente a ellas había un hombre apuntándoles con una pistola. Llevaba un uniforme igual al de Mansfield. En la placa prendida en su camisa se leía SHERIFF FRANK LOOMIS. No era Vartanian con la policía del estado. Era el jefe de Mansfield, y no las dejaría escapar.

Así era como terminaría todo. Las lágrimas rodaron por las mejillas de Monica y le abrasaron el rostro en carne viva mientras aguardaba el siguiente disparo.

Para su sorpresa, el sheriff Loomis se llevó el dedo a los labios.

– Seguid la hilera de árboles -susurró-. Llegaréis a la carretera. -Señaló a Monica-. ¿Cuántas más quedan ahí?

– Ninguna -musitó Bailey con voz ronca-. Las ha matado a todas. A todas menos a ella.

Loomis tragó saliva.

– Entonces marchaos. Iré a por mi coche y os recogeré en la carretera.

Bailey la aferró con fuerza.

– Vamos -susurró-. Solo un poco más.

Monica se miró los pies y deseó poder moverlos. Primero uno, luego el otro. La libertad. Iba a obtener la libertad. Y luego conseguiría que todos pagaran por lo que habían hecho. O moriría en el intento.


Dutton, Georgia,

viernes, 2 de febrero, 15:05 horas

Susannah Vartanian miró el retrovisor exterior mientras la casa donde se había criado se hacía más pequeña a cada segundo que pasaba. «Tengo que marcharme de aquí.» Mientras permaneciera allí, en esa casa, en esa ciudad, dejaría de ser la mujer en quien se había convertido. Dejaría de ser la próspera ayudante del fiscal del distrito de Nueva York que tanto respeto inspiraba. Mientras permaneciera allí, sería una niña; una niña solitaria y asustada escondida en un vestidor. Una víctima. Y Susannah estaba hasta la mismísima coronilla de ser una víctima.

– ¿Se siente bien? -La pregunta la formuló el hombre sentado ante el volante, el agente especial Luke Papadopoulos, que era compañero de trabajo de su hermano y su mejor amigo. Luke la había acercado hasta allí en su coche hacía una hora, y entonces el miedo creciente instalado en lo más profundo de sus entrañas le había hecho desear que circulara más despacio. Ahora todo había terminado, y deseaba que condujera más deprisa.

«Aléjeme de aquí, por favor.»

– Estoy bien. -No le hizo falta mirar a Papadopoulos para percatarse de que la estaba observando con atención. Notó la fuerza de su mirada en el instante mismo en que se conocieron, hacía una semana. Ella se encontraba de pie junto a su hermano, durante el funeral de sus padres, y Luke se había acercado para darles el pésame. En ese momento la miró con mucha atención. Igual que la miraba ahora.

No obstante, Susannah mantuvo la mirada fija en el retrovisor. Quiso apartar los ojos de su hogar de juventud, que empequeñecía por momentos, pero no le obedecían. La figura solitaria plantada frente a la entrada le obligaba a aguantar la mirada. Incluso desde la distancia captaba la tristeza que abatía sus anchos hombros.

Su hermano Daniel era un hombre corpulento, igual que lo había sido su padre. Las mujeres de su familia eran menudas; sin embargo, los hombres eran altos y fornidos. Unos más altos que otros. Susannah tragó saliva para eliminar el pánico que llevaba dos semanas amenazando con atorarle la garganta. «Simon está muerto; esta vez es verdad. Ya no puede hacerte ningún daño.» Sin embargo; sí que podía, y lo haría. El hecho de que fuera capaz de atormentarla incluso desde el más allá era tan irónico que a Simon le habría resultado de lo más divertido. Su hermano mayor era un gran hijo de puta.

Ahora el gran hijo de puta estaba muerto, y Susannah no había derramado por ello ni una sola lágrima. También sus padres estaban muertos; Simon los había matado. Ya sólo quedaban vivos dos miembros de la familia. «Solo Daniel y yo -pensó con amargura-. Una gran familia feliz.»

Aparte de ella, solo quedaba vivo el mayor de sus hermanos, el agente especial Daniel J. Vartanian, de la Agencia de Investigación de Georgia. Daniel era una buena persona. Había alcanzado el éxito profesional en su esfuerzo por compensar el hecho de ser hijo del juez Arthur Vartanian. «Igual que yo.»

Pensó en la desolación que reflejaba su mirada cuando se alejó y lo dejó plantado en la puerta de su viejo hogar. Habían transcurrido trece años y por fin Daniel sabía lo que había hecho; y, más importante aún, lo que no había hecho.

Quería que lo perdonara, pensó Susannah con amargura. Quería enmendar su error. Después de más de diez años de completo silencio, ahora su hermano Daniel quería recuperar la relación.

Su hermano Daniel le pedía demasiado. Tendría que aprender a vivir con lo que había hecho, y con lo que no había hecho. «Igual que yo.»

Susannah sabía por qué Daniel se había marchado hacía tanto tiempo. Detestaba aquella casa casi tanto como ella. Casi. La semana anterior, cuando tuvo lugar el entierro de sus padres, Susannah había logrado evitar volver a la casa. Se había marchado justo después del funeral y se había prometido no regresar jamás.

No obstante, la llamada de Daniel del día anterior la había llevado de nuevo hasta allí. «Hasta aquí.» Hasta Dutton. «Hasta la casa.» Se había visto obligada a afrontar lo que había hecho. Y, más importante aún, lo que no había hecho.

Hacía una hora que había atravesado el porche de la entrada por primera vez en años. Había tenido que hacer acopio de todo su valor para cruzar la puerta, subir la escalera y entrar en la antigua habitación de su hermano Simon. Susannah no creía en los fantasmas, pero sí en el mal.

El mal residía en aquella casa, en aquella habitación, aun mucho después de la muerte de Simon. «De las dos muertes.»

El mal la había acechado en cuanto puso un pie en la habitación de Simon, y un pánico desgarrador había ascendido por su garganta junto con el grito que había conseguido silenciar. Había echado mano de sus últimos recursos para mantener intacta la apariencia de serenidad y autocontrol mientras se obligaba a entrar en el vestidor, acobardada por lo que sospechaba que iba a encontrar tras sus paredes.

Su peor pesadilla. Su mayor vergüenza. Durante trece años había permanecido encerrada en una caja, dentro de un escondrijo oculto tras la pared de la habitación de Simon que nadie conocía. «Ni yo. Ni siquiera yo.» Trece años después la caja había salido a la luz. ¡Tachán!

Ahora la caja se encontraba en el maletero del coche del agente especial Luke Papadopoulos, del GBI; el compañero y amigo de Daniel. Papadopoulos iba a llevarla a las oficinas del GBI, en Atlanta, donde la requisarían como prueba. Donde el equipo de la policía científica, los detectives y el departamento jurídico examinarían el contenido. Cientos de fotografías, repugnantes, obscenas y muy, muy reales. «Lo verán. Y lo sabrán.»

El coche dobló una esquina y la casa desapareció. Roto el maleficio, Susannah se recostó en el asiento y dio un quedo suspiro. Por fin todo había terminado.

No; para Susannah eso no era más que el principio, y nada más lejos del final para Daniel y su compañero. Daniel y Luke perseguían a un asesino, a un hombre que había matado a cinco mujeres de Dutton durante la última semana. A un hombre que había convertido a sus víctimas de asesinato en pistas para guiar a las autoridades hasta lo que quedaba de la banda de bestias ricachonas que a su vez habían causado mucho daño a unas cuantas adolescentes trece años antes. A un hombre que debía de tener sus motivos para desear que los crímenes de los ricachones salieran a la luz. A un hombre que odiaba a los putos ricachones casi tanto como Susannah. Casi. Nadie los odiaba más que Susannah. A menos que se tratara de una de las otras doce víctimas con vida.

«Pronto sabrán quiénes son las otras víctimas. Pronto todo el mundo lo sabrá», pensó.

Incluido el compañero y amigo de Daniel. La seguía observando, con la mirada sombría y penetrante. Tenía la impresión de que Luke Papadopoulos veía más cosas de las que deseaba que nadie viera.

Sin duda ese mismo día las vería. Pronto todo el mundo las vería. Pronto… Sintió una arcada y se concentró en tratar de no vomitar. Pronto su mayor vergüenza sería pasto de la murmuración en las cafeterías de todo el país.

Ya había oído bastantes conversaciones de café para saber cómo iría la cosa exactamente. «¿Te has enterado? -susurrarían con cara de escándalo-. ¿Has oído lo de esos ricachos de Dutton, en Georgia? Los que drogaron y violaron a tantas chicas hace trece años. A una hasta la mataron. Les hicieron fotos. ¿Te imaginas?»

Y todos sacudirían la cabeza al imaginarlo mientras deseaban en secreto que las fotos se filtraran y fueran a parar a una página de internet en la que, navegando, entrarían por casualidad.

«Dutton -musitaría otra persona, para no ser menos-. ¿No fue allí donde asesinaron y dejaron tiradas en la cuneta a todas aquellas mujeres? Justo la semana pasada.»

«Sí -afirmaría otra-. Y el tal Simon Vartanian también era de allí. Fue uno de los que violaron a las chicas hace trece años; el que hizo las fotos. También fue él quien asesinó a todas esas personas de Filadelfia. Un detective de allí lo mató.»

Diecisiete personas habían muerto, incluidos sus padres. Infinidad de vidas habían quedado destruidas. «Yo podría haberlo evitado, pero no lo hice. Dios mío. ¿Qué he hecho?» Susannah mantuvo el semblante circunspecto y el cuerpo inmóvil, pero en su interior se mecía como una niña asustada.

– Ha sido difícil -musitó Papadopoulos.

Su voz ronca hizo que Susannah reaccionara, y pestañeó con fuerza mientras recordaba quién era en la actualidad. Era adulta. Una fiscal respetable. Una buena persona. «Sí. Claro.»

Susannah volvió la cabeza y fijó de nuevo la mirada en el retrovisor. «Difícil» era un término demasiado aséptico para lo que acababa de hacer.

– Sí -respondió-. Ha sido difícil.

– ¿Se siente bien? -volvió a preguntarle.

«No. No me siento bien», quiso espetarle, pero mantuvo la voz serena.

– Estoy bien. -Y en apariencia sí que lo estaba. Susannah era toda una experta en guardar las apariencias, lo cual no era de extrañar. Después de todo, era hija del juez Arthur Vartanian; y lo que no había heredado de su sangre lo había aprendido observando cómo su padre vivía en una falacia permanente todos y cada uno de los días que habían pasado juntos.

– Ha hecho lo correcto, Susannah -dijo Papadopoulos en tono tranquilizador.

«Sí; lo correcto. Solo que trece años tarde.»

– Ya lo sé.

– Gracias a las pruebas que hoy nos ha ayudado a encontrar, podremos meter en la cárcel a tres violadores.

Tendrían que haber sido siete los hombres que fueran a la cárcel. «Siete.» Por desgracia, cuatro ya habían muerto, incluido Simon. «Espero que estéis todos ardiendo en el infierno.»

– Y trece mujeres podrán mirar a la cara a sus agresores y obtener justicia -añadió.

Tendrían que haber sido dieciséis las mujeres que miraran a la cara a sus agresores, pero a dos las habían asesinado y la otra se había quitado la vida. «No, Susannah. Sólo tendría que haber habido una víctima. La cosa debería haber acabado después de ti.»

Pero en aquel momento había optado por no decir nada, y tendría que cargar con ello el resto de su vida.

– El hecho de enfrentarse al agresor es un paso muy importante a la hora de superarlo -respondió Susannah con ecuanimidad. Por lo menos eso era lo que siempre les decía a las víctimas de violación que dudaban acerca de declarar en el juicio. Antes lo creía. Ahora ya no estaba segura.

– Supongo que le ha tocado preparar a más de una víctima de violación para que declare en el juicio. -El tono de Luke era suave en extremo, pero Susannah captó en su voz un temblor apenas perceptible debido a la ira que se esforzaba por mantener a raya-. Imagino que la cosa resulta más difícil cuando quien tiene que declarar es uno mismo.

Otra vez la misma palabra… «Difícil.» El hecho de tener que declarar no se le antojaba precisamente difícil. Le parecía la perspectiva más aterradora de toda su vida.

– Ya les dije a Daniel y a usted que daría mi apoyo a las otras víctimas, agente Papadopoulos -dijo en tono cortante-. Y me atengo a ello.

– Nunca lo he dudado -respondió él, pero Susannah no le creyó.

– Mi avión a Nueva York sale a las seis. Tengo que estar en el aeropuerto de Atlanta a las cuatro. ¿Podría acompañarme de vuelta a la oficina?

Él la miró con ceño.

– ¿Se va esta noche?

– La semana pasada desatendí mucho el trabajo a causa del funeral de mis padres. Tengo que ponerme al día.

– Daniel esperaba pasar un poco de tiempo con usted.

El tono de Susannah se endureció e hizo evidente su enojo.

– Me parece que Daniel estará ocupadísimo tratando de atrapar a los tres… -Vaciló-. A los tres miembros del club de Simon que quedan vivos. -No fue capaz de pronunciar la palabra que utilizaba a diario en el trabajo-. Por no hablar de echarle el guante a quienquiera que asesinara a cinco mujeres en Dutton la semana pasada.

– Sabemos quién es. -También su enojo se hizo patente-. Lo encontraremos; es solo cuestión de tiempo. Además, ya hemos detenido a uno de los violadores.

– Ah, sí. El alcalde Davis. Me ha sorprendido. -Trece años atrás, Garth Davis no era más que un loco por los deportes, no habría sido capaz de liar a un grupo de amigotes para que agredieran a sus compañeras de clase. Sin embargo, era evidente que les había seguido el juego. Las fotografías no mentían-. Pero Mansfield, el ayudante del sheriff, logró escapar y mató a su perseguidor.

Randy Mansfield siempre había sido una hiena. Ahora encima andaba por el mundo con placa y pistola, y la perspectiva era aterradora, sobre todo teniendo en cuenta que seguía en libertad.

A Luke le tembló un músculo de la mandíbula.

– El «perseguidor» de Mansfield era un agente de los mejores. Se llamaba Oscar Johnson -dijo en tono tirante-. Ha dejado a tres hijos y a una esposa embarazada.

Luke estaba resentido. Era amigo de Daniel, y muy leal.

– Lo siento -dijo ella en tono más amable-. Pero tiene que reconocer que Daniel y usted aún no tienen la situación controlada. Ni siquiera saben quién es el tercer… -«Dilo. Ahora.» Se aclaró la garganta-. El tercer violador.

– Lo encontraremos -repitió Papadopoulos con obstinación.

– Estoy segura. Aun así, no puedo quedarme. Además, Daniel tiene una nueva amiga en quien apoyarse -añadió, y oyó en su propia voz el retintín que tanto detestaba. El hecho de que Daniel hubiera encontrado la felicidad en todo ese desastre le parecía… injusto. Claro que esa era una actitud infantil. La vida no era justa, Susannah había aprendido eso hacía mucho tiempo-. No tengo la más mínima intención de entrometerme.

– Alex Fallon le caerá bien -opinó él-. Si le da una oportunidad.

– Pues claro. Pero la señorita Fallon también ha tenido un día duro; no debe de haber sido fácil para ella ver la foto de su hermana en la caja con todas las demás.

«Incluida la mía. No lo pienses.» Decidió centrarse en Alex Fallon.

La nueva novia de Daniel estaba relacionada con sus vidas de un modo muy real. Su gemela había sido asesinada trece años atrás por uno de los chicos que había agredido a tantas víctimas. Susannah podía ser lo bastante infantil para tener celos de su hermano, pero no le deseaba nada malo a Alex Fallon. A la mujer ya le había tocado sufrir bastante.

Luke soltó un gruñido. Le costaba admitir que estaba de acuerdo.

– Es cierto. Y su hermanastra sigue desaparecida.

– Bailey Crighton -aclaró Susannah. Uno de los cuatro violadores muertos era el hermano de Bailey. De camino a la casa, Luke le había contado que el chico, Wade, había escrito una carta a modo de confesión y que a Bailey la habían raptado poco después de recibirla. Creían que uno de los violadores se había puesto nervioso por lo que pudiera saber Bailey.

– Hace una semana que desapareció -puntualizó Luke.

– Las cosas no pintan muy bien para ella -musitó Susannah.

– La verdad es que no.

– Pues, como decía, Daniel estará ocupadísimo. Y usted también. Así que… -Exhaló un suspiro quedo-. Vuelvo a preguntarle lo mismo de antes, agente Papadopoulos. ¿Puede dejarme en el aeropuerto de camino a la oficina? Tengo que volver a casa.

El suspiro de él fue cansino.

– No me sobra mucho tiempo, pero sí. La acompañaré.

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