Capítulo 5

Dutton,

viernes, 2 de febrero, 19:45 horas

Luke se quedó mirando la puerta de la nave e ignoró la insistencia de los periodistas para que hiciera declaraciones. Había varias unidades móviles de televisión aparcadas a lo largo del arcén y un helicóptero sobrevolaba la zona.

Chase Wharton tenía previsto dar una rueda de prensa en menos de una hora para relatar lo sucedido ese día, incluidos los asesinatos de las cinco adolescentes y el secuestro del resto de las chicas desconocidas. Hasta entonces habían pactado no comunicar nada por radio excepto la captura y la muerte de O'Brien, Granville, Mansfield y Loomis, además de la del guardia de identidad desconocida a quien Luke había encontrado en el extremo opuesto de la nave.

Había cinco hombres muertos; todos culpables. Había cinco chicas muertas; todas inocentes. Su madre habría dicho que esa cifra era un mal presagio, y Luke no estaba seguro de que no tuviera razón.

Sin embargo, podían considerarse afortunados en una cosa. El helicóptero se había llevado a Daniel y a la chica de Atlanta antes de que llegara el primer periodista. Esperaban mantener en secreto la existencia de la víctima superviviente hasta que esta despertara y les contara con exactitud lo sucedido.

Después de la rueda de prensa, trasladarían los cadáveres de las cinco adolescentes al depósito y los medios de comunicación se precipitarían como perros rabiosos. Por suerte, Chase iba a encargarse de ellos. Luke siempre acababa estando a un pelo de mandarlos a la mierda, lo cual no resultaba apropiado.

– Puede entrar agente Papadopoulos -lo invitó el agente apostado en la puerta. Era policía del estado; uno de los muchos a quienes habían reclutado para mantener la seguridad.

– Gracias. Trato de hacer acopio de energía. -«Más bien de valor.» Seguían allí, esperando. Cinco chicas muertas. «Tienes que ser capaz de afrontarlo.» Sin embargo, no quería hacerlo.

El policía lo miró con gesto comprensivo.

– ¿Tiene noticias del agente Vartanian?

– Está bien. -Alex le había dado la noticia. «O sea que haz el favor de entrar ahí y acabar con esto.» Hacía tres horas que había entrado por primera vez en la nave. Durante ese tiempo habían trasladado los cadáveres de los hombres al depósito y habían sorteado las preguntas de los periodistas que seguían creyendo que la captura y la muerte de Mack O'Brien era el notición del día. Qué poco sabían.

Demonios. A esas horas Mack O'Brien ya formaba parte del pasado. Claro que extrañamente él era quien había descubierto a Granville y sus perversos actos, tanto los actuales como los cometidos trece años atrás.

Seguía en la puerta de la nave. «Deja de dar largas al asunto, Papa.»

Lo hacía expresamente, claro. Cada vez que cerraba los ojos veía la vacía mirada de Angel muerta. No quería volver a verla. Claro que pocas veces sucedía lo que Luke deseaba. Acababa de abrir la puerta de la nave cuando sonó su móvil.

– Papadopoulos -respondió.

– Ya lo sé -dijo una voz conocida con sequedad-. Habías dicho que me llamarías y no lo has hecho.

Luke imaginó a su madre, sentada junto al teléfono esperando noticias sobre Daniel, a quien consideraba un hijo adoptivo.

– Lo siento, mamá. He estado algo ocupado. Daniel está bien.

– Ahora ya lo sé, claro que no ha sido gracias a ti -añadió en tono amable, y Luke comprendió que no estaba enfadada-. Demi ha venido por los niños y me he acercado al hospital.

– ¿Has ido sola? ¿Has conducido por la autopista? -A su madre la aterraba tomar la I-75 a la hora punta.

– Sí, he conducido por la autopista -confirmó. Parecía satisfecha de sí misma-. Estoy en la sala de espera de urgencias con Alex, la amiga de Daniel. Es muy fuerte, ¿verdad? A Daniel le irá muy bien alguien así.

– Yo también lo creo. ¿Qué os ha dicho exactamente el médico?

– Ha dicho que Daniel sigue en cuidados intensivos, pero que está estable y que mañana podrás verlo.

– Qué bien. ¿Cómo volverás a casa, mamá? -No veía bien y no podía conducir de noche.

– Vendrá a buscarme tu hermano cuando cierre la tienda. Tú haz lo que tengas que hacer, Luka; no te preocupes por tu madre. Adiós.

«Haz lo que tengas que hacer.»

– Espera. ¿Has visto a la hermana de Daniel?

– Claro. Estaba en el funeral de sus padres la semana pasada.

– No, me refiero a si está ahí, en el hospital.

– ¿A ella también la han herido? -preguntó su madre, alarmada.

– No, mamá. Es posible que esté esperando en otra sala por otra paciente a quien también han herido hoy.

– Pero Daniel es su hermano -dijo, obviamente airada-. Tendría que estar aquí, no en otra sala.

Luke recordó la expresión de Susannah cuando introdujeron a Daniel en el helicóptero. Parecía afligida y confundida. Y se la veía muy sola.

– Las cosas son más complicadas de lo que parece, mamá.

– No hay nada compl… Espera. -Su indignada voz adquirió de repente un tono aprobatorio-. Alex me ha dicho que la hermana de Daniel está en la capilla. Eso está muy bien.

Luke arqueó las cejas. No sabía por qué, pero Susannah Vartanian no encajaba en una capilla.

– Encárgate de contarle lo de Daniel, por favor.

– Claro, Lukamou -respondió en voz baja, y su tono cariñoso lo tranquilizó en el alma.

– Gracias, mamá. -Luke irguió la espalda y entró en la nave.

Un profundo silencio invadía el lugar, interrumpido tan solo por algún susurro esporádico. Los pasillos estaban oscuros; sin embargo, en las salas en las que trabajaban los técnicos forenses había más luz que en pleno día gracias a sus potentes linternas. En el equipo de Ed Randail todo el mundo conocía su trabajo y sabía desarrollarlo con gran habilidad.

Luke iba revisando el interior de las celdas a medida que pasaba frente a ellas y la horrenda imagen de las cinco adolescentes muertas volvió a atenazarle las entrañas. Los forenses les habían amputado los pies y las manos, y junto a cada uno de los cadáveres se veía una bolsa bien doblada y dispuesta para ser utilizada cuando fuera necesario.

«No mires.» Pero no se permitió apartar la vista. No había llegado a tiempo de salvarlas, pero, aun muertas, lo necesitaban.

«¿Quiénes eran? ¿Cómo llegaron aquí?» ¿Las habrían secuestrado? O, como en el caso de Angel, ¿habrían sido víctimas mucho antes de llegar a ese lugar?

Luke encontró a uno de los técnicos de laboratorio introduciendo la mano de una chica en una bolsa, cabizbajo. En medio del silencio Luke oyó un ahogado sollozo que le desgarró el corazón.

– ¿Malcolm? -preguntó Luke.

Malcolm Zuckerman no respondió. Depositó la mano de la chica en el suelo con cuidado. Cuando levantó la cabeza, a sus ojos asomaban lágrimas.

– He visto mucha mierda en este trabajo, Papa, pero esto… Nunca había visto nada igual. Esta chica debía de pesar corno mucho treinta y cinco kilos. El pelo se le cae a mechones con solo tocarlo -susurró con voz áspera-. ¿Qué clase de bestia ha podido hacer algo así?

– No lo sé. -Luke había visto otras víctimas como aquella; demasiadas. Y se había formulado esa misma pregunta muchas veces-. ¿Les has tomado las huellas dactilares?

– Sí. Trey ha llevado las muestras al laboratorio. También ha llevado los cadáveres de esos tíos al depósito. -Malcolm esbozó una extraña sonrisa-. Lo hemos echado a cara o cruz y ha ganado él.

– Qué suerte ha tenido el cabrón. Introduciremos las huellas de las chicas en el sistema del NCMEC y cruzaremos los dedos para que consten allí. -El Centro Nacional para Niños Desaparecidos y Explotados poseía una base de datos con las huellas dactilares de los niños desaparecidos; siempre que existieran muestras, claro. Había muchos padres que se proponían registrar las huellas dactilares de sus hijos pero que por diversos motivos no llegaban a hacerlo. Luke se había encargado de que ese no fuera el caso de los seis hijos de su hermana Demi. Era lo menos que podía hacer para proteger a los suyos.

– Cruzaremos los dedos. ¿Cuándo podremos sacar de aquí a las víctimas?

– Dentro de tres cuartos de hora, una hora como máximo. Cuando Chase termine con la rueda de prensa.

Malcolm resopló y siguió con su tarea.

– Chase se está convirtiendo en una auténtica celebridad últimamente. ¿Cuántas ruedas de prensa lleva esta semana? ¿Tres?

– Contando las del caso O'Brien, esta es la cuarta.

Malcolm sacudió la cabeza.

– ¡Joder qué semanita!

– A todos nos está costando. Te avisaré cuando podáis sacar los cadáveres.

– ¿Luke? -Era Ed Randall. Su voz sonaba embozada-. Ven, rápido.

Luke encontró al jefe del laboratorio forense agachado junto a un somier vacío. El colchón estaba en el suelo, dentro de una funda de plástico.

– ¿Qué hay? -preguntó Luke.

Ed levantó la cabeza. Le brillaban los ojos.

– Un nombre; parte de él, por lo menos. Ven a verlo.

– ¿Qué nombre? -Luke se agachó junto al lugar que Ed enfocaba con la linterna. Habían grabado el nombre en el metal; apenas habían conseguido arañar la oxidada capa exterior-. Ashley -musitó Luke-. Ashley Os. Es todo cuanto hay escrito. ¿Osborne? ¿Oswald? Es un punto de partida.

– Creo que Ashley quería mantenerlo oculto. Los trazos están cubiertos con una mezcla de tierra y alguna otra cosa.

– ¿Alguna otra cosa? -preguntó Luke, con las cejas arqueadas-. ¿Qué cosa?

– Lo sabré cuando lo analice -respondió Ed-, pero es posible que sea orina. Por lo menos ha habido tres víctimas más aquí, Luke. Lo sé seguro porque los colchones están empapados de orina reciente.

La nariz de Luke le había proporcionado la misma información.

– ¿Es posible obtener el ADN a partir de los colchones, o de la mezcla que has raspado del nombre de Ashley?

– Hay bastantes probabilidades. El hecho de que todas las chicas sean adolescentes lo hace más fácil.

– ¿Por qué?

– Porque el ADN procede de células epiteliales arrastradas por la orina, no de la propia orina. He enviado muestras al laboratorio para que las analicen. -Ed se apoyó sobre los talones-. Antes de que me preguntes nada más, ¿cómo está Daniel?

– Está bien. Mañana podremos ir a verlo.

– Gracias a Dios. ¿Ha visto algo esta tarde, antes de que le dispararan?

– Se lo preguntaremos cuando se despierte. ¿Qué más habéis encontrado aquí? Chase tiene una rueda de prensa dentro de media hora y necesita nuevos datos.

– Una caja de bolsas para solución intravenosa, otra de jeringuillas, una camilla vieja y una barra para sujetar la bolsa intravenosa.

– ¿Es que esto era una especie de hospital? No tiene sentido. Esas chicas estaban sucísimas y parecía que no se hubieran alimentado en varias semanas.

– Yo solo te digo lo que hemos encontrado -repuso Ed-. Tenemos ocho pistolas, siete teléfonos móviles, dos cuchillos domésticos, una navaja y un juego de bisturís horripilantes.

– ¿Qué hay de los móviles?

– A excepción de los de Daniel, Alex y Loomis, todos son desechables. He tomado nota de todas las llamadas emitidas y recibidas.

Luke ojeó las notas de Ed.

– Tanto Mansfield como Loomis recibieron mensajes de Mack O'Brien. -Levantó la cabeza-. Para hacerlos venir.

– La única llamada destacable la hizo Granville a un número distinto de todos los otros. Tuvo lugar una media hora después de que Mansfield recibiera el mensaje de Mack O'Brien.

Luke entornó los ojos.

– Llamó a su cómplice.

Ed asintió.

– Eso mismo he pensado yo.

– Es más de lo que creía que obtendríamos. Llamaré a Chase para informarle. Después iré a casa de Granville. Pete Haywood la registrará en cuanto Chloe consiga que le firmen la orden. Nos encontraremos en la sala de reuniones de Chase esta noche, a las diez.

– ¡Agente Papadopoulos! -El apremiante grito procedía de la puerta y resonó en el pasillo.

Tanto Luke como Ed corrieron hasta la puerta, desde donde los llamaba el representante de la policía estatal.

– Hay una llamada urgente de un tal agente Haywood. La casa de Toby Granville está en llamas.


Atlanta,

viernes, 2 de febrero, 20:00 horas

Sentada a solas en la silenciosa capilla, Susannah había conseguido por fin desentrañar sus pensamientos y sabía qué debía hacer. Lo sabía desde esa mañana, cuando había tomado el vuelo en Nueva York. Prestaría declaración; uniría su voz al clamor del resto. Vería cómo se hacía justicia; no le importaba el precio que tuviera que pagar por ello.

El precio sería muy alto, por cierto. Pero la recompensa sería mayor. Esa mañana se había preparado para enfrentarse a diversos hombres sentados en la mesa de la acusación. Ahora, tras disiparse la polvareda, sólo quedaba uno. El alcalde Garth Davis era el único superviviente del club de Simon. Un solo hombre tendría que enfrentarse a todas las personas a quienes les había arruinado la vida.

Uno solo. Aun así, el precio no había disminuido un ápice. Su vida, su trabajo… Todo cambiaría para siempre. A pesar de ello, declararía; lo haría por las otras quince víctimas de violación cuyas vidas se habrían visto libres de tal tragedia si hubiera hablado a tiempo. Por las cinco chicas a quienes Luke había encontrado muertas en aquella nave, y por todas las que seguían desaparecidas. Por la desconocida que la había mirado como si fuera Dios. «Y por ti también, ¿no, Susannah?»

– Sí -musitó-. Por mí también. Por mi amor propio. Quiero recuperar mi amor propio.

– Perdone, ¿puedo sentarme aquí?

Susannah miró a aquella mujer alta de pelo moreno y mirada intensa que llevaba un bolso del tamaño de su maletín. A excepción de ellas dos, en la capilla no había nadie más. Muchos asientos estaban vacíos. Susannah abrió la boca para decir que no, pero algo en la mirada de la mujer se lo impidió. «Puede que necesite compañía», pensó, y asintió en silencio.

Susannah percibió cierto olor a melocotón cuando la mujer se sentó y se colocó el bolso en el regazo. Le resultaba familiar. «La conozco de algo.»

– ¿Es católica? -preguntó la mujer, con sorpresa en la voz de extraño acento.

Susannah siguió la mirada de la mujer hasta el rosario que aferraba entre las manos.

– Sí. -Para gran disgusto de sus padres, lo cual había constituido hacía años el motivo original-. He encontrado el rosario junto al atril. No creía que fuera a importarle a nadie que lo tomara.

– Le daré uno de los míos -dijo la mujer, y hurgó en su enorme bolso-. Tengo de sobra.

Era de Europa del Este. O… «Griega.» Claro. Ahora lo comprendía.

– Es la señora Papadopoulos -musitó Susannah. La madre de Luke-. Asistió al funeral de mis padres.

– Sí. -Tomó el rosario de las manos de Susannah y lo sustituyó por el suyo-. Llámeme mamá Papa. Todo el mundo me llama así.

Una de las comisuras de los labios de Susannah se curvó. No sabía por qué, pero no se imaginaba a la madre de Luke aceptar una negativa por respuesta en ninguna situación.

– Gracias.

– De nada. -La señora Papadopoulos sacó otro rosario del bolso y empezó a rezar-. ¿No reza por su hermano? -le preguntó sin rodeos.

Susannah bajó la cabeza.

– Claro. -Aunque en realidad no era eso lo que había estado haciendo. Había estado rezando para tener la fuerza suficiente y hacer lo que debía. Daba igual el precio que tuviera que pagar.

– Daniel está fuera de peligro -le comunicó la señora Papadopoulos-. Se pondrá bien.

«Gracias.» Su corazón susurró la plegaria que su mente no le permitía rezar.

– Gracias -musitó, dirigiéndose a la madre de Luke. Aún notaba su mirada penetrante.

– Así que las cosas son complicadas -dijo la mujer al fin-. ¿Por qué está aquí en realidad, Susannah?

Susannah arrugó la frente. «Qué metomentodo.»

– Porque hay silencio. Necesitaba pensar.

– ¿En qué?

Ella la miró con gesto glacial.

– No es asunto suyo, señora Papadopoulos.

Esperaba que la mujer se marchara haciendo aspavientos, pero en vez de eso le sonrió con dulzura.

– Ya lo sé. Aun así, se lo pregunto. Daniel es de la familia, y usted es familia de Daniel. -Se encogió de hombros-. Por eso se lo pregunto.

Las lágrimas arrasaron de forma inesperada los ojos de Susannah y esta volvió a bajar la cabeza. El nudo que notaba en la garganta era cada vez mayor, pero las palabras brotaron sin pensarlo.

– Estoy en un dilema.

– La vida está llena de dilemas.

– Ya lo sé, pero este es uno de los gordos.

«Se trata de mi vida, mi carrera. Mis sueños.» La señora Papadopoulos pareció sopesarlo.

– Por eso ha venido a la iglesia.

– No. De hecho, he venido aquí para estar en silencio. -Lo había hecho para escapar. Al igual que la otra vez, cuando se refugió en la iglesia tras cometer una acción tan despreciable.

En aquella ocasión se había odiado a sí misma; sentía demasiada vergüenza para confesarse con un sacerdote. Aun así, se había refugiado en una iglesia y allí había encontrado de algún modo la fortaleza necesaria para seguir adelante, para hacer algo que se pareciera a lo correcto. Este día, en cambio, lo que hiciera sería lo correcto. Esta vez no habría vuelta atrás. Esta vez conservaría íntegro su amor propio.

La madre de Luke miró el rosario que Susannah sostenía en las manos.

– Y ha encontrado la paz.

– Toda la que… -«Me merezco»-. Toda la que puedo encontrar.

Más que paz, había encontrado fortaleza, y de las dos cosas, esa era la que necesitaba en primer lugar.

– Cuando he entrado la he tomado por una doctora. -La madre de Luke tiró del uniforme que Susannah llevaba puesto-. ¿Qué ha pasado con su ropa?

– Se ha estropeado, y una enfermera me ha dejado esto hasta que tenga otra cosa para ponerme.

La señora Papadopoulos tomó su enorme bolso con las dos manos.

– ¿Dónde está su maleta? Iré a buscarle algo de ropa. Usted quédese aquí con Daniel.

– No tengo más ropa. No… Mmm… No he traído nada más.

– ¿Ha venido desde Nueva York y no se ha traído ni una sola prenda de ropa? -La mujer arqueó las cejas y Susannah se sintió obligada a contarle la verdad.

– He venido hoy, en un arrebato.

– Un arrebato. -La mujer sacudió la cabeza-. Complicado. Entonces, ¿no pensaba quedarse?

– No. Me marcharé… -Susannah frunció el ceño. De repente se sentía insegura, y eso la incomodaba-. Estoy esperando a que se despierte otra paciente. Cuando esté bien, me marcharé.

La señora Papadopoulos se puso en pie.

– Bueno, no puede andar por ahí vestida de esa manera. Ni siquiera lleva zapatos. -Era cierto. Susannah llevaba unos zuecos de hospital-. Dígame qué talla usa. Mi nieta trabaja en una tienda de ropa del centro comercial y entiende de moda. La vestirá con buen gusto.

Susannah también se levantó.

– Señora Papadopoulos, no tiene por qué… -La mirada furibunda de la mujer hizo que Susannah se retractara-. Mamá Papa, no tiene por qué hacerlo.

– Ya lo sé. -La señora Papadopoulos se quedó mirándola y Susannah descubrió de dónde había sacado su hijo aquellos penetrantes ojos negros que siempre parecían ver más allá-. Alex, la amiga de Daniel, me ha contado lo que ha hecho por esa chica; la chica a quien ha salvado.

Susannah frunció el ceño.

– Creó que no tenía que enterarse nadie.

La señora Papadopoulos se encogió de hombros.

– A mí ya se me ha olvidado. -Sonrió con amabilidad-. No tenía por qué salvarla.

Susannah tragó saliva. Iban a hacerle análisis de sangre y cultivos; iban a hacerle todas las pruebas posibles para asegurar su estado de salud. Aun así, era posible que acabara pagando muy caro lo que había hecho.

Claro que la desconocida llevaba años pagándolo muy caro sin haber hecho nada.

– Sí; sí que tenía motivos para hacerlo.

– Entonces yo también los tengo -repuso la señora Papadopoulos con tanta amabilidad que Susannah volvió a notar que sus ojos se arrasaban en lágrimas-. Sí que los tengo. Agradézcamelo y permita que haga mi buena acción del día.

Susannah comprendía muy bien la necesidad de hacer buenas acciones.

– Calzo un treinta y siete y medio -respondió-. Gracias.

La madre de Luke le dio un gran abrazo y la dejó a solas en la capilla.

Susannah enderezó la espalda. Esa mañana había hecho lo que tenía que hacer al encontrar la caja. Y por la tarde había hecho lo que tenía que hacer al evitar que la desconocida muriera desangrada. Ahora también haría lo que tenía que hacer. El jefe de Daniel le había facilitado el número de Chloe Hathaway, la ayudante del fiscal del estado dispuesta a proceder contra el único superviviente del club de Simon.

Tomó su maletín y abandonó la tranquila capilla. Tenía cosas que hacer, llamadas que efectuar. Tenía que recuperar su amor propio. Pero antes comprobaría qué tal evolucionaba la desconocida.


Casa Ridgefield,

viernes, 2 de febrero, 20:00 horas

– Están a punto -dijo Rocky.

Bobby levantó la cabeza de los ficheros de datos personales del ordenador y ocultó la furia que la visión de Rocky desató en su interior. La mujer lo había puesto todo en peligro. «Tendría que haber ido yo al molino.» Ahora tenía que encontrar otro médico que extendiera los certificados sanitarios de cada expedición y otro policía que trabajara en la oficina del sheriff de Dutton.

Por lo menos Chili había alcanzado su objetivo. Por fin. Las llamadas para que todos los equipos de bomberos posibles se personaran en casa de Granville colapsaban el receptor. El siguiente destino sería la casa de Mansfield. ¿Quién sabía qué pruebas guardaban esos dos?

El negocio estaba a salvo. Y esa noche iba a ganar mucho dinero.

Bobby miró a las cinco jóvenes que aguardaban en fila. Dos eran nuevas; procedían del molino y volvían a aparecer limpias, vestidas y presentables. Las otras tres eran veteranas. A todas se las veía abatidas. Todas temblaban, dos de ellas con tanta violencia que hasta sus largos pendientes se agitaban. Bien. Era bueno que tuvieran miedo.

Bobby tenía muy claro que esa noche el negocio iba a resultar lucrativo. A Haynes le gustaban las rubias de aspecto saludable, bronceadas y con un inconfundible aire americano, lo cual constituía el nicho de Bobby en el mercado de exportación, que estaba en plena expansión. Ellos ofrecían a sus clientes la oportunidad de comprar en América.

– A Haynes le gustará la rubia. Ashley, ¿verdad?

– No. -La rubia retrocedió mientras las otras cuatro dejaban caer los hombros, aliviadas-. Por favor.

Bobby sonrió con placer.

– Rocky, ¿cuál es la dirección de Ashley?

– Su familia vive en el 721 de Snowbird Drive, Panama City, Florida -respondió Rocky al instante-. Su madre murió hace dos años y su padre trabaja de noche. Como la chica «se ha ido de casa», el padre ha contratado a una canguro para que cuide de su otro hijo mientras él trabaja. A veces por las noches el chico se escabulle y…

– Es suficiente -dijo Bobby cuando la rubia se echó a llorar-. Lo sé todo sobre tu familia, Ashley. Un paso en falso, un solo cliente descontento, y un miembro de tu familia morirá. Y tendrá una muerte dolorosa. Buscabas emociones y ya las tienes, así que deja de llorar. Mis clientes quieren sonrisas. Rocky, llévatelas. Tengo trabajo.

Bobby volvió a abrir los ficheros del ordenador y se había enfrascado en la lectura de los datos personales de un candidato perfecto para el puesto de médico cuando su móvil desechable sonó. Era el número que reservaba para los contactos comerciales y los informantes, aquellos a quienes podía convencer para que actuaran como les pedía porque habían hecho cosas horribles que no deseaban que salieran a la luz.

La información era poder, y Bobby adoraba el poder. El número era de Atlanta.

– ¿Diga?

– Me pidió que llamara si pasaba algo en el hospital. Tengo noticias.

A Bobby le llevó unos minutos reconocer la voz. «Claro.» Jennifer Ohman, la enfermera que tenía problemas con las drogas. Sus informantes solían tener problemas con las drogas. O con el juego. O con el sexo. Cualquiera que fuera su adicción secreta, el resultado era el mismo.

– Bien, habla. No tengo todo el día.

– Han trasladado a dos pacientes en helicóptero desde Dutton. Uno es el agente especial Daniel Vartanian.

Bobby se irguió de golpe. Su receptor había captado las comunicaciones de la policía sobre los disparos que había recibido Vartanian y las muertes de Loomis, Mansfield, Granville y Mack O'Brien, además de la del guardia sin identificar. Resultaba curioso que no se hubieran oído comentarios sobre los otros cadáveres que la policía debía de haber encontrado en la nave.

– ¿Quién es el otro?

– Una desconocida, de dieciséis o diecisiete años. Ha ingresado en estado crítico pero la han operado y ha sobrevivido.

Bobby se puso en pie despacio. La furia que hervía en su interior iba dejando paso a un miedo glacial.

– ¿Cómo está?

– Está estable. Quieren mantener la noticia en secreto. Hay un vigilante en la puerta de su habitación, las veinticuatro horas del día.

Bobby exhaló un hondísimo suspiro. Rocky le había dejado muy claro que todas las chicas que habían quedado en la nave estaban muertas. Pues bien: o aquella chica era un nuevo Lázaro, o la mujer le había mentido. Fuera como fuese, la cuestión era que Rocky había cometido un gravísimo error de cálculo.

– Ya.

– Hay más. Han llegado otros dos heridos en ambulancia; un hombre y una mujer. Ella es Bailey Crighton, la chica que lleva una semana desaparecida.

– Ya sé quién es. -«Granville, gilipollas. Rocky, imbécil»-. ¿Y el hombre?

– Es un capellán del ejército, un tal Beasley. No, Beardsley; eso es. Los dos están estables. Eso es todo cuanto sé. -La enfermera vaciló-. Con esto ya estamos en paz, ¿verdad?

Ahora tenía que eliminar a tres personas y una sola enfermera no sería suficiente. Aun así, seguía resultándole útil.

– No. Me temo que las cosas no funcionan así. Quiero a la chica muerta. Envenénala o asfíxiala; me da igual. Lo que no quiero es que se despierte. ¿Entendido?

– Pero… -«No»-. No haré eso.

Al principio todas decían lo mismo. Con unas tenía que insistir más que con otras, pero el resultado siempre era el mismo. Todas acababan accediendo.

– Sí, sí que lo harás.

– No puedo. -La enfermera parecía horrorizada. Pero eso también lo decían todas.

– Vamos a ver… -El fichero con los datos personales de la enfermera contenía todo lujo de detalles. El agente del Departamento de Policía de Atlanta había hecho muy bien su trabajo, como de costumbre-. Vives con tu hermana. Tu hijo vive con su padre porque perdiste la custodia. Permitiste que tu marido se llevara a tu hijo a cambio de que no revelara tu problemilla. Qué considerado. Claro que no puedes vigilarlos todo el tiempo, querida.

– Se… Se lo diré a la policía -repuso la enfermera. La desesperación podía más que el horror.

– ¿Y qué les dirás? ¿Qué te pillaron robando droga en el hospital con la intención de consumirla y venderla, pero que el agente que trabaja para mí te dejó en libertad y ahora un ser depravado te hace chantaje? ¿Cuánto tiempo crees que te durará el trabajo cuando se sepa la verdad? El día en que el agente te dejó libre y te hizo una advertencia, pasaste a pertenecerme. Matarás a esa chica esta noche, o mañana a esta hora un miembro de tu familia habrá muerto. Y cada día que te retrases, morirá otro. Ahora ve a hacer lo que se te ordena.

Bobby colgó y efectuó otra llamada.

– Paul, soy yo.

Hubo un breve silencio. Luego se oyó un quedo silbido.

– Menudo follón tienes liado.

– ¿De verdad? -dijo Bobby con enojo, arrastrando las palabras-. No tenía ni idea. Escucha, te necesito. Te pagaré lo de siempre y como siempre. -Paul le resultaba muy útil. Era un policía sensato con una amplia red de contactos que proporcionaban información de buena fuente y sin otros valores morales que su firme lealtad al mejor pagador-. Antes de medianoche quiero saber quiénes llevan el caso de Granville en el GBI. Quiero todos los nombres; hasta el del último auxiliar administrativo.

– Y el del encargado de vaciar las papeleras. Los tendrás.

– Muy bien. Quiero saber qué departamentos de policía están colaborando con ellos y si alguno tiene bastante información para representar un problema. Quiero saber qué pasos van a seguir…

– Antes de que los den -terminó Paul-. Eso también lo sabrás. ¿Ya está?

Bobby examinó la foto que Charles le había dejado esa tarde en el momento crucial de la despedida. En ella se veía a la circunspecta Susannah Vartanian apostada junto a su hermano durante el funeral de sus padres. Por el momento tendría que aparcar ese asunto, y todo por culpa de Rocky. Sin embargo, cuando el negocio dejara de verse amenazado, le llegaría el turno a Susannah.

– De momento sí, pero no bajes la guardia. Espero tu llamada. No te retrases.

– ¿Alguna vez lo he hecho? -Y, sin esperar respuesta, Paul colgó.

– ¡Ven aquí!

Los pasos de Rocky resonaron en la escalera.

– ¿Qué problema hay?

– Muchos. Tengo un trabajito extra para ti. Ha llegado el momento de que limpies las cagadas que has hecho.

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