Prólogo

Port Union, Carolina del Sur,

agosto, seis meses atrás

Monica Cassidy notó un cosquilleo en el estómago. «Hoy es el día.» Había esperado dieciséis largos años, sin embargo ese día la espera iba a llegar a su fin. Ese día se convertiría en mujer. Por fin. ¿Acaso no era hora?

Se dio cuenta de que se estaba retorciendo los dedos, enroscándolos uno sobre otro, y se esforzó por dejar de hacerlo. «Tranquilízate, Monica. No hay razón para estar nerviosa. Es algo… natural.» Todas sus amigas lo habían hecho ya, algunas incluso más de una vez.

«Hoy me toca a mí.»

Monica se sentó en la cama de la habitación del hotel y quitó el polvo de la llave electrónica que había encontrado escondida en el lugar exacto indicado por Jason. Se estremeció y sus labios esbozaron una pequeña sonrisa. Lo había conocido en un chat y habían conectado de inmediato. Pronto lo conocería. «En persona.»

Él le enseñaría cosas. Se lo había prometido. Iba a la universidad, o sea que debía de saber mucho más que los brutos que trataban de meterle mano cada vez que se agolpaban en el pasillo en los cambios de clase.

Por fin iban a tratarla como a una adulta. No como su madre.

Monica puso los ojos en blanco. Si fuera por su madre, a los cuarenta seguiría virgen. «Por suerte, soy más lista.»

Sonrió para sus adentros mientras pensaba en todo lo que había tenido que hacer aquella mañana para no dejar pistas. Ninguna de sus amigas sabía dónde estaba, así que no podrían chivarse aunque quisieran. Regresaría a casa, estrenada y bien estrenada, antes de que su madre hubiera vuelto del trabajo.

«¿Cómo te ha ido el día, cariño?», le preguntaría su madre. «Como siempre», respondería Monica. Y en cuanto pudiera, volvería a escaparse. Por el amor de Dios, tenía dieciséis años y nadie iba a decirle nunca más lo que debía hacer. Sonó el móvil y Monica, frenética, rebuscó en su bolso. Exhaló un suspiro. Era él.

«¿Sts ahi?», leyó.

Los pulgares le temblaban. «Sprndot. ¿Dnd sts tu?»

– Esperándote. ¿Dónde estás tú? -musitó mientras tecleaba la respuesta.

«Ms pdrs m vglan. Sn 1 cñzo. Llgare nsgida. Tq.», escribió él. Sus padres lo estaban vigilando, pensó Monica, y volvió a poner los ojos en blanco. Sus padres eran tan pesados como los de ella. Pero pronto se encontrarían. Sonrió. «Me quiere.» Estaba convencida de que todo aquello iba a valer la pena.

«Yo tb tq», tecleó, y cerró el móvil. Era un modelo antiguo; ni siquiera tenía cámara de fotos. Era la única del grupo que tenía un móvil sin una maldita cámara de fotos. El de su madre sí que tenía, pero ¿el de Monica? No. Su madre era una controladora nata. «Tendrás un teléfono nuevo cuando mejores tus notas.» Monica hizo una mueca de desdén. «Si supieras dónde estoy… Te quedarías muda.» Se puso en pie; de pronto se sentía inquieta.

– Mira que tratarme como a una niñata… -musitó mientras dejaba el bolso sobre el tocador y se miraba en el espejo. Tenía buen aspecto, todos los cabellos estaban en su sitio. Incluso se atrevería a decir que estaba guapa. Quería estar guapa para él.

No. Lo que quería era estar sexy. Monica hurgó n el bolso y sacó los condones que le había cogido a su madre de la vieja provisión que ella no había llegado a usar jamás. Como aún no habían caducado, todavía servían. Miró el reloj.

«¿Dónde se habrá metido?» Si no aparecía pronto, se le haría tarde a la hora de volver a casa.

La puerta chirrió al abrirse y Monica se volvió con la sonrisa de felino que había estado ensayando fija en el rostro.

– Hola. -Se quedó helada-. Usted no es Jason.

Era un policía y sacudía la cabeza.

– No. No soy Jason. ¿Tú eres Monica?

La chica alzó la cabeza, el corazón le aporreaba el pecho.

– ¿Y a usted qué le importa?

– No sabes la suerte que has tenido. Me llamo Mansfield y soy el ayudante del sheriff. Llevamos semanas tras la pista de ese tal Jason que se hace pasar por tu novio. En realidad, es un depravado de cincuenta y nueve años.

Monica negó con la cabeza.

– No puede ser. No le creo. -Corrió hacia la puerta-. ¡Jason! ¡Corre! ¡Es una trampa! ¡Son policías!

Él la tomó por el hombro.

– Ya lo hemos detenido.

Monica volvió a negar con la cabeza, esta vez más despacio.

– Pero si acaba de enviarme un mensaje…

– He sido yo, he usado su teléfono. Quería estar seguro de que te encontrabas aquí, sana y salva. -Su gesto se tornó más amable-. Monica, de verdad, has tenido mucha suerte. El mundo está lleno de buitres que intentan cazar a chicas como tú haciéndose pasar por chicos de tu misma edad.

– Me había dicho que tenía diecinueve años y que iba a la universidad.

El ayudante del sheriff se encogió de hombros.

– Te ha mentido. Vamos, recoge tus cosas, te acompañaré a casa.

Ella cerró los ojos. Había visto historias así en la televisión, y cada vez su madre meneaba el dedo para advertirle: «¿Lo ves? -decía-. El mundo está lleno de depravados». Monica suspiró.

«No me puede estar pasando esto.»

– Mi madre me matará.

– Es mejor que te mate tu madre a que lo haga ese depravado -respondió él sin alterarse-. Ya ha matado a otras personas.

Monica notó que su rostro perdía todo el color.

– ¿De verdad?

– Por lo menos a dos. Vamos, en realidad las madres nunca acaban matando a sus hijas.

– Parece que sabe de qué habla -musitó Monica.

Tomó su bolso, furiosa. «Me siento peor que si estuviera muerta.» Y ella que creía que su madre era demasiado protectora. «Después de esto me encerrará bajo siete llaves y las lanzará bien lejos.»

– Dios mío -gimió-. No puedo creer que me esté pasando esto.

Siguió al ayudante del sheriff hasta un coche de incógnito. Vio la luz en el salpicadero cuando él le abrió la puerta del acompañante.

– Entra y abróchate el cinturón -le ordenó.

Ella obedeció con desgana.

– Puede dejarme en la estación de autobuses -dijo-. No tiene por qué contárselo a mi madre.

Él le dirigió una mirada risueña antes de cerrar de golpe la puerta del vehículo. Luego se sentó al volante, estiró el brazo hacia atrás y tomó una botella de agua.

– Toma. Trata de relajarte. ¿Qué es lo peor que puede hacerte tu madre?

– Matarme -masculló Monica mientras desenroscaba el tapón de la botella. Vació un tercio dando grandes tragos. No se había percatado de que estuviera tan sedienta. Notó que le gruñían las tripas. Ni tan hambrienta-. ¿Podría parar en el MickeyD's de las afueras? No he comido nada. Llevo algo de dinero encima.

– Claro.

El hombre arrancó el coche y enfiló el tramo de carretera que conducía de regreso a la autopista interestatal. En pocos minutos hubo cubierto la distancia que Monica había tardado una hora en recorrer a pie aquella mañana, después de que el último coche que la había recogido en autostop la dejara en una gasolinera de las afueras de la ciudad.

Monica arrugó la frente al notar que todo le daba vueltas.

– Uf, debo de estar más hambrienta de lo que creía. Hay… -Vio los arcos dorados desaparecer tras ellos cuando el coche se incorporó a la autopista interestatal-. Necesito comer algo.

– Ya comerás más tarde. De momento, cierra el pico.

Monica se quedó mirándolo.

– Pare. Déjeme bajar.

Él se echó a reír.

– Pararé cuando lleguemos a donde tenemos que llegar.

Monica quiso agarrar el tirador de la puerta, pero no pudo mover la mano. Su cuerpo no le obedecía. «No puedo moverme.»

– No puedes moverte -dijo él-. Pero no te preocupes, el efecto de la droga es pasajero.

Ni siquiera podía verlo. Había cerrado los ojos y no podía volver a abrirlos. «Dios mío. Dios mío. ¿Qué me está pasando? -quiso gritar pero no pudo-. Mamá.»

– Hola, soy yo -dijo él. Estaba hablando por teléfono-. Ya la tengo. -Rió por lo bajo-. Sí, es muy guapa. Y es muy posible que sea virgen, tal como decía. La llevo hacia ahí. Ten listo el dinero. Lo quiero en efectivo, como siempre.

Monica oyó un ruido, un quejido de horror, y se dio cuenta de que procedía de su propia garganta.

– Deberías haber escuchado a tu madre -la amonestó él en tono burlón-. Ahora eres mía.

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