Atlanta,
viernes, 2 de febrero, 22:15 horas
«Es ella», pensó Rocky, aliviada de que hubiera llegado un poco antes de la hora. El turno duraba bastante rato. Nursey debía de haber salido temprano. Oyó su enérgico paso al dirigirse al coche.
No era el paso de una mujer que acabara de cometer su primer asesinato y tampoco era una buena señal. Rocky era la responsable de que la enfermera matara a la chica. Sabía que con ello la ponían a prueba. Si lo lograba, volvería a ganarse la gracia de Bobby.
Alcanzó a la enfermera y luego aminoró la marcha para seguir su ritmo.
– Perdone.
– No me interesa -le espetó la enfermera.
– Sí, sí que le interesa. Me envía Bobby.
La enfermera paró en seco y se volvió con la mirada llena de temor. Pero no de culpabilidad. Rocky suspiró.
– No lo ha hecho, ¿verdad?
La enfermera se puso tiesa.
– No exactamente.
– ¿Qué quiere decir «no exactamente»?
La furia y la desesperación encendían la mirada de la mujer.
– Quiere decir que no la he matado -susurró.
– Entre. -Rocky se sacó la pistola del bolsillo y le apuntó con ella-. Abra la boca para gritar y será la última vez que lo haga -dijo con toda tranquilidad, a pesar de los fuertes latidos de su corazón. «Por favor, entra. Por favor no me obligues a disparar.» La enfermera la obedeció, visiblemente temblorosa, y Rocky pudo respirar.
– ¿Va a matarme? -musitó la mujer casi sin voz.
– Bueno, depende. Empiece por explicarme qué quiere decir «no exactamente».
La enfermera siguió mirando al frente.
– No he podido hacerlo. No he sido capaz de matarla. Pero me he asegurado de que no hable con nadie más.
– ¿Con nadie más? ¿Qué quiere decir «con nadie más»? -«Mierda.»
– Esta noche ha tenido dos visitas: un hombre y una mujer.
Bailey y Beardsley. «Joder con Granville.» Rocky no tenía ni idea de que los hubiera llevado a la nave hasta que Bobby lo puso en evidencia. Y también que ella había mentido. «Me dijiste que estaban todas muertas. Me dijiste que estabas segura. Me mentiste. Esa chica podría jodemos a todos.»
Ella pensó con rapidez, pero el hecho de mentirle y contarle que lo había comprobado y que se le había pasado por alto la chica porque tenía el pulso muy débil no la había salvado. Rocky resistió las ganas de ladear la mandíbula. Bobby la había golpeado con fuerza. No tenía la mandíbula rota, pero le dolía como un demonio.
Claro que más le dolería si la chica acababa hablando. Las consecuencias dependían de quién se hubiera escapado. Angel era la que llevaba más tiempo allí, pero Monica era la más lista. «Que no sea Monica.»
– ¿Quiénes eran?
– Él trabaja en el GBI, es el agente especial Papanosequé. Papadopoulos. La mujer es quien encontró a la chica, cerca de la nave que está junto al río. Su hermano también está en cuidados intensivos.
Rocky pestañeó.
– ¿Susannah Vartanian ha encontrado a la chica en la cuneta?
«Estupendo.» Eso era fantástico. Rocky no sabía por qué; la cuestión era que Bobby odiaba a Susannah Vartanian. Junto a su ordenador tenía una fotografía de la hija del juez con la cara tachada en rojo. Si se encargaba de Susannah, tal vez volviera a ganarse su favor. Como mínimo, la ira que a buen seguro invadiría su ser cuando Rocky le contara las últimas noticias la apartaría del punto de mira.
– ¿Le ha dicho la chica algo a Susannah?
– Según he oído, cuando la han encontrado solo ha pronunciado unas pocas palabras. Ha dicho que alguien las había matado a todas. Supongo que se refería a las chicas que han encontrado en la nave. -La enfermera la miró nerviosa con el rabillo del ojo-. Lo han dicho en las noticias.
Rocky había visto cómo Granville mataba al resto. «Qué mal.»
– ¿Y luego, en el hospital? ¿Qué más ha dicho?
– Nada. Sigue intubada. Han utilizado una cartulina con letras y han descubierto que su nombre empieza por «M». Pero se ha acabado el tiempo y han tenido que marcharse.
«Monica.» Las cosas iban cada vez peor. «Tendría que haberla metido en el barco; tendría que haberle hecho sitio. No tendría que haberla dejado allí.»
– ¿Qué más?
– El agente del GBI le ha preguntado si conocía a una chica llamada Ashley y ella ha cerrado los ojos para indicarle que sí.
«¿Cómo demonios habría averiguado Papadopoulos lo de Ashley? ¿Qué más sabría?» Mantuvo la voz serena.
– ¿Cómo evitará que hable con nadie más?
La enfermera exhaló un suspiro.
– Le he puesto un líquido paralizante en la solución intravenosa. Cuando se despierte no podrá abrir los ojos, pestañear, moverse ni decir nada.
– ¿Cuánto le durará el efecto?
– Unas ocho horas.
– ¿Y qué piensa hacer luego? -preguntó Rocky con dureza, y se echó a reír amargamente-. No piensa hacer nada, ¿verdad? Pensaba fugarse.
La enfermera mantuvo la vista fija al frente. Le costaba tragar saliva.
– No puedo matarla. Tiene que entenderlo. El GBI tiene a un vigilante en la puerta las veinticuatro horas, todos los días de la semana. Comprueba la identidad de todo el que entra, y en el instante en que la chica deje de respirar saltarán todas las alarmas. Me pillarán. -Ladeó un poco la mandíbula-. Y cuando me detengan, ¿qué les contaré? ¿Les daré su descripción? ¿Les diré qué coche tiene? ¿Tal vez les daré su nombre? No creo que quiera que ocurra eso.
El pánico se mezclaba con la furia.
– Debería matarla ahora mismo.
Los labios de la enfermera se curvaron.
– Y dentro de ocho horas la solución paralizante dejará de hacer efecto y la chica cantará como un pajarillo. ¿Qué le dirá a la policía? De mí nada; ni siquiera me ha visto. -Volvió un poco la cabeza-. ¿Y a usted? ¿La ha visto?
«Tal vez. Joder, sí.» En el último momento, en la nave. La había mirado a la cara y había memorizado todos sus rasgos. La chica tenía que morir antes de que pudiera hablar con nadie. «Bobby no puede saber que he sido tan descuidada.»
– ¿Cuánto tardará en salir de cuidados intensivos?
A la enfermera le brillaban los ojos de satisfacción y alivio.
– La tendrán allí hasta que le quiten el tubo, y no lo harán hasta estar seguros de que puede respirar por sí misma. Quienquiera que le haya pegado lo ha hecho a conciencia. Tiene rotas cuatro costillas del lado derecho. Tiene el pulmón hundido. Seguro que estará en el hospital unos cuantos días.
Rocky rechinó los dientes.
– ¿Cuánto tardará en salir de cuidados intensivos? -repitió.
– No lo sé. Si no estuviera paralizada, tal vez veinticuatro o cuarenta y ocho horas.
– ¿Cuánto tiempo puede mantenerla paralizada?
– No mucho. Un día o dos como máximo. Luego el personal empezará a sospechar y alguien acabará por pedir un electroencefalograma, y se descubrirá la parálisis. -Alzó la barbilla-. Probablemente me pillarán…
– Sí, sí -la interrumpió Rocky-. Les hablará de mí e iremos todos a la cárcel.
Con el corazón acelerado, Rocky sopesó las opciones. La situación ya era mala, pero se iba agravando por momentos, y a la sazón le parecía horrible. «Bobby no puede saber esto.» Ese día había cometido demasiados errores. Una cagada más y… El estómago se le revolvió. Había sido testigo de lo que suponía «dejar de trabajar» para Bobby. Tragó saliva. El último que la fastidió había dejado de tener cabeza. Al cortársela hubo mucha sangre.
Demasiada sangre. Podía escaparse. Claro que, siendo realista, no había lugar donde esconderse. Bobby la encontraría y… Se esforzó por concentrarse y recordar todo cuanto sabía de Monica Cassidy. Y en su mente empezó a tomar forma un plan. «Puedo arreglarlo.» Funcionaría; tenía que funcionar. A menos que estuviera dispuesta a entrar en la unidad de cuidados intensivos y asfixiar a la chica con sus propias manos, cosa que no podía hacer.
– Muy bien. Quiero que haga lo siguiente.
Atlanta,
viernes, 2 de febrero, 23:15 horas
«Esta declaración la presta libremente Susannah Vartanian y es testigo de ella Chloe M. Hathaway, ayudante del fiscal del estado.» Sentada frente al escritorio de su habitación del hotel, Susannah dejó de teclear en su portátil y leyó la declaración que había preparado. Contenía todos los detalles que recordaba de aquel día de hacía trece años, del más sórdido al más liviano. Chloe Hathaway y ella habían intercambiado mensajes a través del contestador, pero al día siguiente por la mañana se encontrarían para comentar la declaración de Susannah y el consiguiente testimonio.
«El consiguiente testimonio.» Sonaba a algo tan burdo, tan impersonal… Parecía que atañera a otra persona. «Pero no es otra persona. Soy yo.» Susannah, intranquila, se apartó del escritorio de un empujón. No cambiaría ni una palabra; esta vez no. Esta vez haría las cosas bien.
Era solo cuestión de tiempo que su relación con lo que los medios habían bautizado como «El club de los violadores muertos» saliera a la luz. Ya había visto a alguien tomando fotografías mientras se registraba en el hotel. Debían de haber seguido el coche de Luke Papadopoulos cuando la había acompañado desde el hospital.
Luke. Ese día había reflexionado sobre él a menudo, cada vez de un modo distinto. Era corpulento, lo bastante fuerte para subir a la chica desconocida por el ribazo sin jadear. Sin embargo, la había tratado con mucha delicadeza. Susannah sabía que en el mundo existían hombretones delicados, pero por su experiencia los consideraba un bien escaso. Esperaba que la mujer que compartiera la vida con Luke supiera apreciar su valor.
Daba por hecho que Luke compartía la vida con una mujer. Además de sus morenos encantos, en el hombre se apreciaba una energía capaz de despertar el deseo sexual de la mayoría de las mujeres. Susannah era lo bastante sincera consigo misma para admitir que despertaba el suyo, que cuando se había situado tan cerca de ella en la unidad de cuidados intensivos se le había encogido el estómago y le había pasado por la cabeza plantarle un beso en la mejilla.
Sin embargo, también era lo bastante inteligente para no intimar con él. Jamás intimaría con nadie. Después de intimar venían las preguntas, y las preguntas requerían respuestas. Pero ella no estaba en condiciones de responder a las preguntas de Luke Papadopoulos ni de nadie. Jamás lo estaría.
Con todo, recordó el dolor que había observado en sus negros ojos cuando salió de la nave. A pesar de ello, le había ayudado a sostenerse en pie cuando a ella le flaquearon las piernas. Era muy sensible; sin embargo, parecía capaz de apartar de sí los sentimientos para concentrarse en lo que era necesario hacer. Era algo que ella admiraba, precisamente porque sabía lo difícil que resultaba.
Luke la había dejado frente al hotel sin más comentarios; había respetado su voluntad a pesar de que estaba en desacuerdo. Luego había seguido su camino para reunirse con su equipo, con expresión concentrada y aire enérgico. Daba la impresión de que ese era su estado natural.
Lo envidiaba. Luke Papadopoulos tenía cosas que hacer, cosas importantes; mientras, ella había permanecido todo el día mano sobre mano. Claro que eso no era del todo cierto. Tanto por la mañana como por la tarde había estado muy ocupada. Había sido al caer la tarde cuando había empezado a sentirse vacía, al sentarse a esperar con aquella sensación de impotencia y de tener demasiado tiempo para pensar. Al día siguiente tenía cosas que hacer. Haría compañía a la chica cuyo nombre desconocían, puesto que no tenía a nadie más. «Puesto que es responsabilidad mía.» Pero antes le entregaría la declaración a Chloe Hathaway.
Echó un vistazo al periódico que había comprado en el vestíbulo del hotel. El titular destacaba la noticia de que un asesino en serie andaba suelto por Dutton. «La noticia ya es antigua.» Sin embargo, en la parte de abajo de la portada aparecía un artículo sobre las personas muertas en Dutton, igual que el día anterior. Le llamó la atención un nombre: Sheila Cunningham. Con Sheila tenía un vínculo especial. Al día siguiente la enterrarían, y Susannah sentía que debía estar allí. Al día siguiente volvería a ir al cementerio de Dutton.
El día siguiente sería un día difícil.
Le gruñeron las tripas; por suerte, eso la distrajo de sus pensamientos y le recordó qué hora era. No había comido nada desde el desayuno. El servicio de habitaciones se estaba retrasando. Acababa de descolgar el teléfono con la intención de comprobar qué ocurría cuando oyó que llamaban a la puerta. «Por fin.»
– Grac… -Se quedó boquiabierta. Quien aguardaba en la puerta era su jefe-. ¡Al! ¿Qué estás haciendo aquí? Entra.
Al Landers cerró la puerta tras de sí.
– Quería hablar contigo.
– ¿Cómo has sabido dónde estaba? No te dije en qué hotel me iba a alojar.
– Eres una mujer de costumbres -respondió Al-. Siempre que viajas te alojas en hoteles de la misma cadena. Era sólo cuestión de pasar por todos los de la zona hasta dar con el bueno.
– Pero has subido a mi habitación. ¿Te han dado el número en recepción?
– No. Me he enterado por un periodista que sobornaba a un conserje.
– Supongo que es normal que pasen esas cosas. Los Vartanian estamos de moda en Atlanta. -Simon se había encargado de que así fuera-. Así que el conserje le ha dado el número de mi habitación a un periodista.
– Sí. Por eso lo sé yo. Lo he denunciado a su responsable. La próxima vez que vengas a la ciudad deberías pensar en alojarte en otro hotel.
«Cuando todo esto acabe, no volveré a la ciudad nunca más.»
– Has dicho que querías hablar conmigo. -Al miró alrededor.
– ¿Puedo tomar algo?
– En el minibar hay whisky.
Le sirvió un vaso y se sentó en el brazo del sofá.
Él se dirigió al escritorio y echó un vistazo a su portátil.
– He venido por esto.
– ¿Por mi declaración? ¿Cómo es eso?
Él se tomó su tiempo para responder. Primero dio unos sorbitos de whisky y luego se lo tomó de un trago.
– ¿Estás segura… segurísima de que quieres hacerlo, Susannah? Una vez te encasillen en el papel de víctima, ni tu vida ni tu carrera volverán a ser como antes.
Susannah se acercó a la ventana y contempló la ciudad.
– Créeme, lo sé. Pero tengo motivos, Al. Hace trece años me… -tragó saliva-. Me violaron. Una panda de chicos me drogó, me violó y me bañó con whisky, a mí y a quince chicas más en el transcurso de un año. Cuando me desperté, me habían metido en un pequeño hueco oculto en la pared de mi habitación. Yo creía que era mi escondite secreto, pero mi hermano Simon lo conocía.
Oyó el lento suspiro de Al tras de sí.
– O sea que Simon era uno de ellos.
«Ya lo creo.»
– Era el capitán.
– ¿No pudiste contárselo a nadie? -preguntó con prudencia.
– No. Mi padre me habría considerado una mentirosa. Y Simon se aseguró bien de que no abriera la boca. Me enseñó una foto mía que habían tomado mientras… Ya sabes.
– Sí -dijo Al con tirantez-. Ya sé.
– Me amenazó con que volverían a hacerlo. Me dijo que no podría esconderme en ningún sitio. -Respiró hondo; se sentía aterrada, como si aquellos trece años no hubieran transcurrido-. Me dijo que en algún momento tendría que dormir, así que más me valía mantenerme alejada de sus asuntos. Y eso hice. No conté nada de nada. Y ellos siguieron violando a chicas, a quince más. Tomaron fotos de todas; las guardaban como si fueran trofeos.
– ¿Y las fotos están en manos de la policía?
– Del GBI. Las he encontrado yo esta tarde, en el escondite de Simon. Había una caja llena.
– O sea que el GBI tiene pruebas irrefutables. Sólo uno de esos cabrones está vivo, Susannah. ¿Qué sentido tiene que pases por todo esto ahora?
Notó la ira hervir en su interior y se volvió para mirar a la cara al hombre que tanto le había enseñado sobre leyes, el hombre que para ella había sido un ejemplo perfecto. El hombre que era todo lo que no había sido el juez Arthur Vartanian.
– ¿Por qué quieres disuadirme de que haga algo que debo hacer?
– Porque no estoy seguro de que debas hacerlo, Susannah -respondió él con calma-. Tu vida ha sido un infierno, pero eso no cambiará por mucho que hagas. El pasado no cambiará. Tienen fotos de ese hombre… ¿Cómo se llama el que queda?
– Garth Davis -respondió ella con rabia.
Los ojos de Al Landers emitieron un peligroso centelleo pero su voz conservó la serenidad.
– Tienen fotos de ese tal Davis violándote y violando a otras mujeres. Si sigues adelante con la declaración, todo el mundo te conocerá como la víctima que se hizo fiscal. Los abogados defensores a quienes te enfrentes cuestionarán tu motivación. «¿Puede ser que la señora Vartanian trate de demostrar que mi cliente es culpable o tal vez quiere vengarse por la agresión que sufrió en carne propia?»
– Eso no es justo -protestó ella con las lágrimas a punto de rebosar.
– La vida no es justa -respondió él igual de sereno. Sin embargo, su mirada aparecía atormentada y Susannah no pudo contener las lágrimas por más tiempo.
– Era mi hermano. -Lo miró mientras pestañeaba frustrada, tratando de contener el llanto-. ¿No lo entiendes? Era mi hermano y yo permití que me hiciera lo que me hizo. Permití que se lo hiciera a otras. Y todo por no haber hablado. Violaron a quince chicas y mataron a diecisiete personas de Filadelfia. ¿Cómo podré reparar eso?
Al la tomó por los brazos.
– No podrás. No podrás. Y si es por eso por lo que quieres declarar, te equivocas. No permitiré que arruines tu carrera por un error.
– Quiero declarar porque es lo que debo hacer.
Él la miró directamente a los ojos.
– ¿Seguro que no lo haces por Darcy Williams?
Susannah se quedó petrificada. Su corazón dejó de latir y se le cayó el alma a los pies. Trató de mover la boca, pero de ella no brotó palabra alguna. En un instante su mente revivió la escena. Sangre por todas partes. El cuerpo de Darcy. «Cuánta sangre.» Y Al lo sabía. «Lo sabe. Lo sabe. Lo sabe.»
– Siempre lo he sabido, Susannah. No creerás que alguien tan inteligente como el detective Reiser iba a aceptar un testimonio anónimo en un asunto tan importante, ¿verdad? En un homicidio no.
De algún modo recuperó la voz.
– No creía que llegara a averiguar quién lo había llamado.
– Lo averiguó. Te pidió que volvieras a llamar porque quería verificar la información inicial. Rastreó la primera llamada y descubrió que la habías hecho desde una cabina, y cuando volviste a llamar te estaba observando desde la calle.
– Soy una mujer de costumbres -repuso ella con abatimiento-. Llamé desde la misma cabina.
– Casi todo el mundo lo hace. Ya lo sabes.
– ¿Y por qué nunca me ha dicho nada? -Cerró los ojos; la vergüenza se mezclaba con la estupefacción-. Hemos trabajado juntos en un montón de casos desde entonces y nunca ha hecho el más mínimo comentario.
– Esa noche te siguió hasta tu casa. Acababas de empezar a trabajar para mí y Reiser y yo ya llevábamos juntos mucho tiempo; por eso me lo dijo a mí primero. Tú no eras más que una alumna en prácticas, pero yo adiviné que tenías un futuro prometedor. -Suspiró- Y también adiviné la rabia contenida. Siempre eras muy correcta, siempre conservabas la serenidad, pero tu mirada traslucía rabia. Cuando Reiser me contó lo que habías presenciado, supe que tenías que haber pasado por algo muy crudo. Le pregunté si creía que tú habías cometido alguna ilegalidad y me dijo que no tenía motivos para pensarlo.
– O sea que le pediste que mi nombre no saliera a la luz -concluyó ella con frialdad.
– Solo si no encontraba pruebas de que hubieras hecho algo malo. Él utilizó tu información para conseguir una orden de registro y encontrar el arma del crimen dentro del armario del asesino junto con unos zapatos con sangre de Darcy en los cordones. Se las arregló para resolver el caso sin ti.
– Pero si no hubiera logrado resolverlo, habríais tenido que citarme ante el tribunal.
Al sonrió con tristeza.
– Eso habría sido lo correcto. Susannah, todos los años vas al cementerio en el aniversario de la muerte de Darcy; sigues llorando su pérdida. Pero conseguiste dar un giro a tu vida. Has llevado la acusación de muchos agresores con una vehemencia que resulta raro encontrar. No habríamos sacado nada de revelar tu nombre en el caso de la muerte de Darcy Williams.
– En eso te equivocas -repuso ella-. Todos los días me miro al espejo y sé que a duras penas he logrado compensar lo que debería haber hecho y no hice. Esta vez quiero ser capaz de afrontar la verdad. Tengo que hacerlo, Al. He pasado la mitad de mi vida avergonzada por haber obrado mal. El resto quiero pasarlo tranquila de poder andar con la cabeza bien alta me tope con quien me tope. Si para ello tengo que sacrificar mi carrera, lo haré. No puedo creer que precisamente tú quieras disuadirme de ello. Eres un representante de la justicia, por el amor de Dios.
– He abandonado el papel de fiscal del distrito en el momento en que he traspasado esa puerta. Te hablo como amigo.
A Susannah se le puso un nudo en la garganta, y se la aclaró con decisión.
– Hay muchos otros abogados con un pasado parecido al mío y se las arreglan para seguir trabajando.
Él volvió a sonreír con tristeza.
– Pero no se apellidan Vartanian.
El semblante de Susannah se demudó.
– Objetivo conseguido. Sin embargo, no pienso cambiar de opinión. Tengo una cita a las nueve de la mañana con la ayudante del fiscal del estado. Nos veremos aquí, y le entregaré mi declaración.
– ¿Quieres que venga yo también?
– No. -Pronunció la palabra sin pensar, pero no era cierto-. Sí -rectificó.
Él asintió con firmeza.
– Muy bien.
Ella vaciló.
– Luego tengo que ir a un funeral. Es en Dutton.
– ¿De quién?
– De Sheila Cunningham. Era una de las chicas a quien Simon y su banda violaron. El martes por la noche iba a pasarle a mi hermano Daniel información sobre las agresiones de hace trece años, pero la mataron antes de que pudiera hablar con él. Uno de los miembros de la banda era el ayudante del sheriff de la ciudad. Hizo matar a Sheila, y luego al asesino, para que no hablara. Hoy le ha disparado a mi hermano.
Al abrió los ojos como platos.
– Cuando me has llamado no me has dicho que le habían disparado a tu hermano.
– No, ya lo sé. -Sus ideas con respecto a Daniel eran demasiado confusas para saber por qué no lo había hecho-. Daniel se pondrá bien, gracias a su novia, Alex.
– ¿Han puesto al ayudante del sheriff a buen recaudo?
– Más o menos. Después de dispararle a Daniel ha apuntado a Alex, y ella lo ha matado.
Al la miró perplejo.
– Necesito otra copa.
Susannah sacó otro botellín de whisky del minibar, y también uno de agua para ella.
Al chocó la copa con la botella de agua.
– Por lo correcto.
Ella asintió.
– Aunque cueste.
– Me gustaría conocer a tu hermano Daniel. He leído mucho sobre él.
«Aunque cueste.» Le gustara o no, estuviera o no preparada para ello, Daniel iba a formar parte de su futuro inmediato.
– Mañana es el primer día que admitirán visitas.
– ¿Quieres que te acompañe al funeral de esa mujer?
– No tienes por qué hacerlo -respondió, y él la miró como si pensara contar hasta diez.
– Y tú no tienes por qué hacerlo por tu cuenta y riesgo, Susannah. Nunca has actuado así. Deja que te ayude.
Ella, aliviada, dejó caer los hombros.
– Es a las once. Tendremos que marcharnos en cuanto termine de hablar con la señora Hathaway.
– Entonces te dejo dormir. Procura no preocuparte.
– Procuraré. Al, tú… -Se le puso un nudo en la garganta-. Tú me has hecho creer en la ley. Sé que funciona. En su momento para mí no funcionó porque no le di la oportunidad de hacerlo.
– Mañana a las nueve. Esta vez sí que le daremos la oportunidad.
Ella lo acompañó a la puerta.
– Aquí estaré. Gracias.
Atlanta,
viernes, 2 de febrero, 23:30 horas
Luke entró en el ascensor del hotel de Susannah y, de repente, el olor de la comida lo inundó. Un camarero con una bata blanca aguardaba ante un carrito con comida para dos. Luke miró la comida con ansia. Hacía muchas horas que no comía y esa noche le tocaría una hamburguesa del primer puesto que encontrara abierto.
«Ahora mismo podrías estar comiéndote la hamburguesa; podrías haberla llamado por teléfono para preguntarle por la cabaña.» Claro que podía haberlo hecho, y es lo que debería haber hecho. Sin embargo, allí estaba.
El timbre del ascensor sonó y las puertas se abrieron.
– Detrás de usted, señor -dijo el camarero.
Luke asintió y se dirigió a la habitación de Susannah. «Es probable que esté durmiendo. Tendrías que haberla llamado por teléfono. Pero si la hubiera llamado, la habría despertado sin remedio. Así al menos podía escuchar a través de la puerta y si no oía nada, marcharse. «Por qué no aceptas la verdad, Papa. Lo que quieres es volver a verla y asegurarte de que está bien.»
Solo quería asegurarse de que estaba, bien. Sí, eso era. «Ya, ya.»
Una puerta del final del pasillo se abrió y de ella salió un hombre de cierta edad, y quien estuviera en la habitación cerró la puerta. El hombre tendría unos cincuenta y cinco años e iba vestido de forma impecable con traje y corbata. Escrutó a Luke y lo miró directamente a los ojos cuando se cruzaron.
Luke frunció el entrecejo y volvió la cabeza para seguir al hombre con la mirada, y estuvo a punto de chocar con el camarero, quien empujó el carrito con la comida y se detuvo justo en la puerta de la que había salido el hombre.
Volvió a poner mala cara al oír que Susannah respondía a los toques en la puerta del camarero. Estaba firmando la cuenta cuando reparó en la presencia de Luke.
– Agente Papadopoulos -se sorprendió.
Luke apartó al camarero de la puerta de un codazo.
– Ya lo entro yo. Buenas noches.
Susannah lo observó mientras entraba con el carrito en la habitación y cerraba la puerta.
– ¿Qué está haciendo aquí? -le preguntó en un tono que no resultó impertinente.
– Quiero preguntarle una cosa. -Entonces Luke reparó en cómo iba vestida y un repentino sofoco le abrasó la piel. Llevaba una ajustada minifalda que cubría sus piernas hasta medio muslo y por encima, un largo y ceñido jersey. Tenía un aire muy juvenil y desenfadado. «La deseo. La quiero ya.»
– Parece que Stacie, mi sobrina, ha comprado lo que le gustaría ponerse a ella -comentó, tratando de que su tono resultara jovial-. Mi hermana Demi no le deja vestirse así.
Ella sonrió con tristeza.
– Eso he pensado yo también; pero tenía que quitarme el uniforme de médico. -Señaló el carrito-. ¿Le apetece acompañarme?
– Me muero de hambre -confesó-. Pero no quiero comerme su cena.
– Yo no sería capaz de comerme todo eso -respondió ella, y señaló la mesita de la esquina-. Siéntese.
Él rodeó el carrito con torpeza y se golpeó la cadera contra el escritorio. El movimiento hizo saltar el protector de pantalla del portátil de Susannah, y Luke se quedó parado al ver el texto.
– Es su declaración.
Ella tomó la bandeja del carrito y la depositó sobre la mesa.
– Mañana por la mañana he quedado con Chloe Hathaway, la ayudante del fiscal del estado.
– Ya me ha dicho que la había llamado. -Él atisbó dos juegos de cubiertos en la bandeja y pensó en el hombre a quien había visto salir de la habitación-. Ha pedido cena para dos.
– Siempre lo hago. No quiero que nadie sepa que estoy sola. -Se encogió de hombros, algo avergonzada-. Es uno de esos miedos irracionales que lo asaltan a uno a las tres de la madrugada. Coma, antes de que se enfríe.
Luke comprendía muy bien qué clase de miedos lo asaltaban a uno a las tres de la madrugada. A esas horas él rara vez dormía. Cenaron en silencio hasta que Luke no pudo reprimir por más tiempo su curiosidad.
– ¿Quién era el hombre que ha salido de la habitación?
Ella pestañeó.
– Mi jefe. Al Landers, de Nueva York. Lo he llamado y le he explicado lo de la caja con las fotos, y le he dicho que pensaba declarar. Ha venido para asegurarse de que estoy bien. -Abrió mucho los ojos-. ¿Ha pensado que…? Oh, no. Al está casado. -Se quedó pensativa-. Es un buen hombre.
Luke se tranquilizó.
– Qué amable por su parte, venir desde tan lejos -comentó en voz baja.
Ella también pareció tranquilizarse.
– Y qué amable por parte de su sobrina, ir a comprarme ropa.
Se puso en pie y tomó el bolso.
– Es un cheque. ¿Se lo dará?
Él se guardó el cheque en el bolsillo de la camisa.
– No es lo que usted se habría comprado.
– No, pero no por eso deja de ser un bonito gesto. Cuando vuelva a Nueva York le regalaré estas prendas, si es que su madre le deja ponérselas. Seguro que a ella le quedarán mejor. Yo soy demasiado mayor para vestir así. -Se sentó y lo miró a los ojos-. ¿Qué quería preguntarme?
Por un momento Luke fue incapaz de recordarlo. Luego recobró la sensatez.
– ¿Ha estado alguna vez en una cabaña, en el monte?
Ella frunció el ceño.
– ¿En una cabaña? No. ¿Por qué?
– Antes he estado hablando con Garth Davis y me ha contado que solían ir a casa de uno de ellos para… para cometer las agresiones, pero que una noche estuvieron en una cabaña, en el monte. Granville lo planeó todo y los llevó allí en secreto.
Los ojos de Susannah emitieron un destello cuando él vaciló.
– ¿Sabe Davis de quién era la cabaña?
– Creo que sí, pero no piensa decírnoslo hasta que encontremos a sus hijos. Su esposa se marchó con ellos ayer tras enterarse de que Mack O'Brien pensaba ir a por su familia.
– Asesinaron al primo de Garth. Lo he leído en el periódico. -Se recostó en la silla y reflexionó unos instantes-. Mi padre no tenía ninguna cabaña, que yo sepa. Compró un chalet en una estación de esquí, en Vale, pero no recuerdo que fuera allí jamás:
– Entonces, ¿por qué lo compró?
– Creo que lo hizo para fastidiarnos, sobre todo a mi madre. A ella le apetecía viajar por el oeste del país, pero él nunca tenía tiempo. Compró el chalet con la excusa de que así tendrían allí una casa, pero mi madre nunca tuvo la oportunidad de ir.
– Pero no tenía ninguna cabaña en el monte, ¿no?
– No. Lo que sí recuerdo es que de vez en cuando iba a pescar con el padre de Randy Mansfield.
– ¿Era amigo del padre de Mansfield?
Ella se encogió de hombros.
– Eran amigos cuando les convenía. El padre de Mansfield era el fiscal del condado, y acudía a mi padre cuando algún caso no iba bien. Los oía murmurar en el despacho de mi padre, y de repente el caso se resolvía a favor de la acusación.
– O sea que el padre de Mansfield sobornaba a su padre.
– Seguro. A mi padre lo sobornaba mucha gente, y él también sobornaba a mucha gente. A otros les hacía chantaje. -Sus ojos emitieron un destello-. Quería contarlo, pero nadie me habría creído.
– ¿Y a quién se lo habría contado? Usted no sabía a quién tenía su padre en el bolsillo y a quién no.
La rabia que traslucía la mirada de ella amainó.
– Ya lo sé. Estaban todos compinchados.
– Lo siento. No tenía la intención de remover todo eso.
– No se preocupe. Volvamos a lo de la cabaña. Cuando mi padre y Richard Mansfield salían a pescar, se alojaban en una cabaña. -Bajó la vista, pensativa. De repente levantó la cabeza y lo miró a los ojos-. El juez Borenson. Era el propietario de la cabaña.
– Me suena el nombre, lo he oído hace poco. ¿Puedo utilizar su portátil?
– Claro.
Luke se sentó frente al escritorio y ella se situó tras él y lo observó teclear.
– Dios mío -musitó Susannah, y pasó el brazo por encima del hombro de Luke para señalar la pantalla al mismo tiempo que el texto captaba la atención de él-. Borenson fue el juez que llevó el caso de Gary Fulmore.
– El hombre a quien hace trece años condenaron por el asesinato de la gemela de Alex Fallon sin que fuera culpable -masculló Luke, haciendo un esfuerzo por concentrarse en la pantalla y olvidarse del ceñido jersey que le rozaba el hombro y del perfume que lo envolvía-. ¿Será una coincidencia?
– No -musitó ella-. No puede ser una coincidencia. -Retrocedió y se sentó en el borde de la cama-. Gary Fulmore estuvo trece años encerrado por un crimen que no cometió.
– Fue Jared, el hermano de Mack O'Brien, quien mató a la hermana de Alex -dijo él, aliviado y al mismo tiempo decepcionado por la distancia que Susannah había puesto entre ambos-. Claro que entonces no lo sabía nadie. Todos los miembros de la banda creían que era otro quien había matado a Alicia Tremaine, porque cuando se marcharon después de violarla, la chica estaba viva. Pero Jared O'Brien regresó, volvió a violarla y la mató cuando ella intentó gritar para pedir auxilio.
– Para entonces Frank Loomis ya era el sheriff. Falsificó pruebas y le tendió una trampa a Gary Fulmore para incriminarlo. ¿Por qué?
– Sé que Daniel se muere de ganas de saberlo.
– Frank trataba a Daniel como a un hijo. Él le ofreció su primer trabajo en la comisaría. Ha debido de sentarle fatal enterarse de que Frank hizo una cosa así.
Luke se volvió de inmediato.
– Frank trataba a Daniel como a un hijo. ¿Es posible que también tratara así a Granville?
– ¿Que él fuera el thích de Granville? -preguntó con vacilación-. Supongo que cabe esa posibilidad.
– ¿Eran amigos el sheriff Loomis y el juez Borenson?
– No lo sé. Es posible. La política de Dutton ha creado parejas muy extrañas.
Luke examinó el resto del resultado de la búsqueda.
– Raya los setenta, pero no veo que en ninguna página se comunique su muerte, así que es probable que aún viva. Tenemos que hablar con él.
– Si Granville conocía la cabaña de Borenson, es posible que su cómplice actual también la conozca. -Exhaló un suspiro-. Y…
– Las chicas podrían estar allí. Es mucho suponer pero cabe la posibilidad, y de momento no contamos con nada más. -Se volvió a mirar atrás-. ¿Sabe dónde está la cabaña de Borenson?
– En algún lugar del norte de Georgia. Lo siento. Ojalá supiera más.
– No, ha sido de gran ayuda. Si la cabaña está registrada a su nombre, puedo encontrarla. -Realizó otra búsqueda y se recostó en la silla-. Está a las afueras de Ellijay, en Trout Stream Drive.
– Esa zona queda muy aislada. Será difícil encontrarla, sobre todo de noche. Necesita que alguien lo guíe.
– He ido a pescar a la zona de Ellijay. Seré capaz de encontrar el camino. -Luke se detuvo en la puerta. Cedió a la tentación y se volvió para mirarla por última vez-. No es cierto y lo sabe.
– ¿El qué?
A Luke se le secó la boca de repente.
– No es demasiado mayor para vestir así. Stacie ha hecho una muy buena elección.
Una de las comisuras de los labios de ella se curvó hacia arriba.
– Buenas noches, agente Papadopoulos. Y suerte con la búsqueda.
Ridgefield, Georgia,
sábado, 3 de febrero, 00:30 horas
Bobby le sonrió a Haynes.
– Siempre es un placer tratar contigo, Darryl.
Haynes se guardó el clip que sujetaba el fajo de billetes en el bolsillo de los pantalones.
– Lo mismo digo. Claro que debo decir que siento mucho que la rubia haya caído enferma. Tenía muchas esperanzas puestas en ella.
– La próxima vez será, te lo prometo.
Los labios de Haynes esbozaron una sonrisa de político.
– Te tomo la palabra -respondió Haynes.
Bobby acompañó al acaudalado cliente a la puerta y lo observó alejarse con la nueva adquisición bien oculta bajo una mullida manta en el maletero de su Cadillac Seville.
Entonces salió Tanner.
– Ese hombre no me gusta ni un pelo.
Bobby sonrió.
– No te gustan los políticos y a mí tampoco. Haynes es un buen cliente, y cuando salga elegido tendremos a otro… empleado en una buena posición.
Tanner suspiró.
– Imagino que sí. Le llama el señor Paul por la línea de trabajo.
– Gracias, Tanner. Ya puedes irte a la cama. Si te necesito, volveré a llamarte.
Tanner asintió.
– Antes de retirarme comprobaré qué tal están las huéspedes.
– Gracias, Tanner. -Bobby sonrió mientras el anciano subía la vieja escalera. Tanner poseía un refinadísimo aire sureño a pesar de su tortuoso pasado. Él había sido el primer empleado de Bobby, por llamarlo de algún modo; lo había contratado a la tierna edad de doce años. Ya entonces Tanner era mayor, pero no lo bastante para que no le importara pasar el resto de su vida entre rejas. Habían forjado una relación que en el caso de Bobby ya duraba más de la mitad de su vida. No había nadie en quien confiara más; ni siquiera en Charles.
De hecho, Charles no era precisamente digno de confianza. El hombre era una víbora que se deslizaba bajo la maleza, se colgaba en los árboles y esperaba el momento propicio para atacar.
Bobby se encogió de hombros para apartar de sí un escalofrío y contestó al teléfono.
– Paul. Llegas tarde.
– Pero tengo la información que me has pedido, y un poco más. Apúntate estos nombres. Luke Papadopoulos es el agente que lleva el caso de Granville. Su jefe es Chase Wharton.
– Eso ya lo sé. ¿Quién más está en el equipo? -Bobby arrugó la frente cuando Paul citó los nombres-. No conozco a nadie.
– Ah, yo sí -repuso Paul con suficiencia-. Hay una persona que te iría de perlas porque tiene un secreto que le conviene guardar. De haberla detenido, para mí habría sido un gran triunfo; pero supongo que es cuestión de esperar el momento adecuado.
– Una decisión inteligente. Nos servirá más en activo que en la cárcel. -Bobby anotó el nombre y el secreto-. Ahora ya tengo un topo dentro del GBI. Estupendo.
– Y si juegas bien tus cartas, no solo te servirá para este caso; podrás utilizarlo durante años.
– Has hecho un buen trabajo, Paul. ¿Qué hay del otro tema?
– De eso no te alegrarás tanto. Rocky se ha encontrado con la enfermera en el aparcamiento del hospital y han estado hablando dentro del coche.
– ¿Y tú estabas allí?
– Dos filas por delante. Tenía que situarme cerca para que el micrófono captara sus voces. Resulta que la enfermera no ha cumplido con su deber. Tu ayudante estaba que echaba chispas.
Bobby apretó la mandíbula.
– Me lo temía. ¿Dónde está ahora Rocky?
– Conduciendo por la I-85. Yo la sigo a unos ochocientos metros de distancia.
– ¿A dónde va?
– No lo sé; no lo ha dicho.
– ¿Ha conseguido por lo menos una descripción de la chica?
– Lo único que sabe la enfermera es que su nombre empieza por «M».
«Mierda. Monica.»
– Ya. O sea que la chica está consciente y puede hablar.
– No. La enfermera la ha paralizado, le ha puesto algo en la solución intravenosa. No puede abrir los ojos, ni moverse, ni hablar.
Bobby respiró con un poco mas de alivio.
– O sea que la enfermera no se ha portado del todo mal.
– Rocky le ha pedido que añadiera otra dosis, parece que eso mantendrá a la chica paralizada hasta las dos de la tarde, más o menos. Le ha dicho a la enfermera que volvería para darle más instrucciones y ha dejado que se marchara. Rocky ha esperado un rato y luego ha seguido a un coche hasta un hotel. Una mujer se ha bajado del coche y ha entrado en el hotel, y el coche ha seguido su camino. Entonces Rocky ha puesto rumbo hacia el norte.
– ¿Qué aspecto tenía la mujer?
– Es médico. Cuando ha bajado del coche he visto que iba vestida con el uniforme y llevaba un maletín con un portátil en una mano y una bolsa de una tienda de ropa en la otra. Puedo seguir a Rocky sin problemas. Tu llamada.
– He hecho instalar un micrófono oculto en su coche. Utiliza el GPS. Esta noche tengo más trabajo para ti.
– No puedo. Rocky debe de haber desconectado el micrófono porque no la capto.
Bobby suspiró.
– Siempre me ha parecido muy inteligente. Tendré que pedirle a Tanner que esconda mejor el micrófono la próxima vez. Síguela. Quiero enterarme de todos sus movimientos.
– Eso está hecho. Ah, una cosita más. Rocky ha parecido interesarse mucho cuando la enfermera le ha dicho que quien ha encontrado a la chica es Susannah Vartanian. Ella es quien le ha salvado la vida.
Bobby se irguió.
– ¿Qué aspecto tenía la médico? La que ha entrado en el hotel.
– Aparenta unos treinta años. Es morena y lleva el pelo recogido en una coleta. Debe de medir un metro sesenta. Es muy guapa -añadió en tono malicioso.
«Susannah.»
– Qué bien. Llámame cuando Rocky llegue a su destino.
Bobby colgó el teléfono y se quedó mirando la foto de Susannah que Charles le había dejado. Se preguntaba si él sabía que ella había encontrado a la chica, pero enseguida descartó la idea. Charles estaba jugando allí al ajedrez cuando la chica se escapó. El hombre sabía muchas cosas, pero ni siquiera él lo sabía todo. «Joder con el viejo; hace que me caliente la cabeza.» Susannah Vartanian. Hacía años que tenía clavada esa espina, y le dolía solo con que se moviera un poco. Ese día había hecho bastante más que moverse un poco; por su culpa la chica seguía viva, y ella podía hacerlos caer a todos.
De momento la chica no representaba ningún peligro. No obstante, estaba clarísimo que la enfermera merecía un toque de atención. En cuanto a Susannah, se había pasado de la raya. Era hora de quitarse la espina. Era hora de que Susannah dejara de moverse.
Pero antes tenía que ocuparse de Rocky. No iba a resultar agradable. «Mi padre siempre me decía que era un error embarcarse en negocios con familiares. Tendría que haberle hecho caso.»