Capítulo 20

Atlanta,

domingo, 4 de febrero, 13:30 horas

Era un caos controlado, pensó Susannah. Había gente por todas partes.

Las mujeres se habían reunido en la cocina; los hombres, en la sala de estar. Al principio, cuando Luke la presentó, sin dejar de ser amables, todos habían mostrado gran curiosidad. Incluso bajaron el volumen del televisor para prestarle mayor atención.

No obstante, mamá Papa la había rodeado por los hombros y la había acompañado a la cocina, donde la esperaban «las otras chicas». El televisor de la sala de estar recobró su ensordecedor volumen y ellos subieron aún más la voz para poder oírse.

– Papá cada vez oye menos -confesó Demi, la hermana de Luke, mientras cortaba las verduras. Era la mayor y, por tanto, la segunda al mando. Por supuesto, mamá Papa dirigía el cotarro.

La mujer se encogió de hombros.

– A papá no se lo parece, así que no es verdad.

Susannah no pudo por menos que sonreír.

– El maravilloso truco de negar las verdades. ¿Seguro que no puedo hacer nada?

– No -dijo Demi-. Estamos organizadas. -Los dos más jóvenes cruzaron la cocina a toda prisa con Cielo, el bulldog, corriendo tras ellos-. Dejad de molestar a la perra -les regañó.

– Creo que Luke está encantado de que Cielo siga a otra persona -opinó Susannah.

– Se hace el duro -dijo Mitra, volviendo la cabeza desde los fogones-, pero en el fondo Luke es un blandengue.

– Ya lo sé -dijo Susannah, y Demi la miró con aire pensativo.

– ¿Ya lo sabes? -le preguntó, y le dio una suave palmada en la mano a otro chiquillo, este de unos doce años-. No toques las verduras limpias con las manos sucias, jovencito. Ve a lavarte. Anda, ve. -Miró a Susannah, de nuevo con aire pensativo-. ¿Te gustan los niños?

– No lo sé. Nunca he tenido a ninguno cerca.

Mitra se echó a reír.

– Lo que quiere decir es si quieres tener hijos algún día, Susannah.

Todas las mujeres la miraban.

– La verdad es que no lo he pensado.

– El tiempo pasa, y no en vano -le advirtió Demi, y Susannah, sorprendida, se echó a reír.

– Gracias por el consejo.

Demi se limitó a sonreír.

– Vivo para darlos.

Mamá levantó la cabeza del cordero.

– Déjala tranquila, Demitra. Todavía es muy joven.

Susannah miró a las dos hermanas.

– ¿Te llamas Demitra? -preguntó a Demi.

– Sí. Y ella también -dijo Demi señalando a Mitra-. En Grecia es tradición que los hijos mayores reciban el nombre del padre o la madre de su padre. La madre de mi padre se llamaba Demitra. El segundo hijo recibe el nombre del padre o la madre de su madre.

– La madre de mi madre también se llamaba Demitra -explicó Mitra.

– O sea que es posible que en una familia dos hijos se llamen igual.

Mitra se encogió de hombros.

– Pasa más a menudo de lo que parece. Conozco a una familia con tres hijos llamados Peter. De hecho, los nombres en griego son diferentes pero traducidos los tres significan «Peter».

Demi asintió.

– ¿Cómo se llaman tus padres, Susannah?

– ¡Demi! -susurró Mitra, con expresión feroz.

– ¿Qué? -Entonces Demi se ruborizó-. Lo siento. No creía… Tus padres… No tenías una buena relación con tus padres.

Demi se había quedado más que corta en su apreciación, pero ya parecía bastante disgustada consigo misma, así que Susannah sonrió.

– No te preocupes. Aunque no creo que le ponga a mis hijos el nombre de mis padres.

– O sea que sí que tendrás niños. -Demi, satisfecha, volvió a concentrarse en las verduras.

Susannah quiso protestar, pero captó la sonrisa de Mitra y decidió mantener la boca cerrada.

– ¿Qué tal te va la ropa que te compré, Susannah? -preguntó Mitra, cambiando así hábilmente de tema-. Por cierto, Stacie se emocionó muchísimo cuando le regalaste las otras prendas.

– Me lo imaginaba. Tu ropa me va perfecta, gracias. Pero, ahora que lo dices, necesito más.

Mitra abrió los ojos como platos.

– Si te compré cinco conjuntos.

Susannah hizo una mueca.

– Siempre se me manchan de sangre.

– Ah, ya. -Mitra volvió a encogerse de hombros-. Bueno, se los daremos a Johnny para que los limpie.

– Johnny lo limpia todo -aseguró Demi-. Tooodo.

La conversación se centró en las manchas que el primo Johnny había limpiado, luego en los otros primos y el resto de los miembros de la numerosa familia cuyos nombres Susannah se sentía incapaz de recordar. Al final se dio por vencida y se dedicó a disfrutar del hecho de encontrarse en una cálida cocina en vez de en un restaurante, y de tomar parte en la conversación en lugar de tener que escuchar las de los demás desde una mesa para un solo comensal.

Durante la comida se sintió igual. Sentada entre Luke y Leo, Susannah observó la serena devoción que el padre mostraba por la madre. Hubo risas por todas partes; tantas que sintió ganas de llevárselas consigo.

– ¿Qué significa Lukamou? -le preguntó a Leo en voz baja.

Mamá Papa había llamado así a Luke más de una vez y al oírlo él siempre se tranquilizaba. Fue entonces cuando Susannah se dio cuenta de que estaba contemplando con sus propios ojos el efecto de la cola de contacto.

– Es un nombre de mascota -susurró Leo-. Como si a ti te llamaran Susiki.

– Pero a mí nadie me llama así -dijo Susannah en tono amenazante, y Leo ahogó una risita.

– Por cierto, el nombre completo de Luke es Loukaniko. «Luke» es un diminutivo.

– Loukaniko -repitió ella-. Lo recordaré.

La comida terminó demasiado pronto. Se admiró de que celebraran un evento tan caótico y maravilloso todos los domingos por la tarde. «No me extraña que a Daniel le guste tanto estar con ellos.»

– Te esperamos la semana que viene -dijo Demi en un tono que no admitía discusión-. Aunque Luke trabaje.

– Gracias. Me encantará volver.

Toda la familia en tropel se dirigió a la puerta. Leo la esperaba con el abrigo y el bolso en la mano. Le ayudó a abrigarse y luego le colocó el bolso en el brazo. Sorprendida, Susannah lo miró a los ojos. El bolso pesaba por lo menos un kilo más que antes de llegar a esa casa y ella comprendió de inmediato lo que Leo había hecho.

– Leo.

Él la abrazó con fuerza.

– Es para que te sientas segura -susurró. Se apartó. Tenía los ojos igual de negros que Luke, e igual de penetrantes-. Vuelve pronto.

A ella se le puso un nudo en la garganta.

– Lo haré. Gracias.

La madre de Luke la obsequió con otro gran abrazo.

– En cuanto al dilema del que hablamos el viernes, ¿ya has tomado una decisión?

Susannah pensó en la rueda de prensa que tendría lugar al cabo de pocas horas.

– En ese momento ya la había tomado; sólo que no me gustaba.

– Entonces seguro que es la decisión correcta -dijo mamá Papa con cierta ironía-. Como dice Leo, vuelve pronto. Luka, no te dejes la perra en mi casa.

Luke exhaló un suspiro de resignación.

– Vale. Vamos, perrita.

– Se llama Cielo -lo provocó Susannah.

Luke no había llamado a la perra por su nombre delante de su familia.

Leo rió entre dientes.

– Claaaro, Cielo.

Luke le obsequió con una mirada.

– Ya tengo bastante con cuidar de la maldita perra -masculló Luke. Pero cuando depositó a Cielo en el asiento trasero del coche se entretuvo acariciándole la cabeza-. Buena chica, Cielo -le oyó musitar Susannah.

Eso le rompió el corazón.

«Yo lo quiero. Yo quiero eso. Ellos son felices, y yo también quiero ser feliz.»

Luke entró en el coche y posó la mirada en la casa de su madre.

– Chase me había dicho que me marchara a casa y cargara las pilas -dijo-. Y eso es justo lo que acabo de hacer. Gracias por sacrificar tus horas de sueño. Lo necesitaba.

Ella lo tomó de la mano y entrelazó los dedos con los suyos.

– Yo también.

Él se llevó su mano a los labios.

– Vamos a dejar a la perra en casa. Luego, antes de tu cita con los medios, tengo una reunión. ¿Estás lista?

– Sí, estoy lista. -Y de verdad lo estaba-. Vamos.


Dutton,

domingo, 4 de febrero, 15:15 horas

Luke encontró a Chase sentado en un banco de la zona de descanso al aire libre. Miraba con aire malhumorado a un par de patos que picoteaban la hierba con avidez. En una mano tenía un paquete de palomitas y con la otra sostenía un cigarrillo encendido.

– Pero si tú no fumas -se extrañó Luke. Chase se quedó mirando el cigarrillo.

– Antes sí. Hace doce años y cuatro meses que lo dejé.

– ¿Qué pasa? -preguntó Luke, y se preparó para la siguiente tanda de malas noticias.

Chase levantó la cabeza; estaba muy serio.

– Bobby ya se ha cargado a una docena de frailes.

«Trece víctimas.» A Luke le dio un vuelco el corazón.

– ¿El padre de Monica?

– No, no. Él aún no ha aparecido. Ni el juez Borenson tampoco.

– A los hijos de Davis ya los han encontrado. Así, ¿quiénes son?

– Jersey Jameson. Es quien transportó a las chicas de la nave a la Casa Ridgefield. Intentó limpiar el barco, pero hemos encontrado un cabello de Ashley Csorka y restos de vómito.

– La chica dijo que se había mareado durante el viaje -musitó Luke-. ¿Quién es la número trece?

– Kira Laneer.

Luke se dejó caer en el banco.

– La amante de Garth Davis. ¿Está muerta?

– En teoría, sí. En realidad, no.

– Chase, eso no tiene sentido.

Él suspiró.

– Ya lo sé, estoy cansado. Y ahora sé seguro que tenemos a un topo en el equipo. He mencionado a Kira esta mañana en la reunión a propósito En realidad no me había llamado para dar información.

Luke frunció el entrecejo.

– Sospechas de uno de nosotros…

– Sí, de alguno. Me he llevado a la señorita Laneer a una casa de incógnito, y menos mal que lo he hecho. Hace unas horas alguien ha entrado en su casa y ha atacado a un maniquí que habíamos dejado en el sofá. Llevaba una peluca y por detrás parecía que fuera ella. Cuando los agentes se han enfrentado a él, este les ha disparado.

Luke cerró los ojos.

– ¿Y?

– Uno está estable; el otro está en estado crítico. El agresor se ha escapado. Uno de los agentes ha conseguido disparar unas cuantas veces. Creemos que lo ha herido en el brazo, pero él no ha aflojado la marcha.

– Dios, Chase.

– Ya lo sé. Habíamos regado mucho el parterre de debajo de la ventana y ha quedado una buena huella en la tierra. Es de un hombre, un cuarenta y nueve.

Luke negó con la cabeza.

– Es imposible que sea de Bobby. Hasta yo tengo un número más pequeño.

– No. Bobby calza un cuarenta y dos, no podría haber salido corriendo con unos zapatos tan grandes. Además, la pisada es regular. El pie a que corresponde es de la misma talla que el zapato. Tenemos fotos del agresor, pero llevaba el rostro cubierto con una máscara.

– O sea que cada vez que en la reunión nombramos a alguien, van y se lo cargan.

– Más o menos.

– No me imagino a ninguno de nosotros haciendo eso; ni siquiera a Germanio.

– Hank no estaba cuando nombramos a Jennifer Ohman, la enfermera. Ya he avisado a mis superiores y van a venir los OPS.

Luke puso mala cara. La Oficina de Normas Profesionales; era un mal necesario, pero todos los policías, buenos o malos, detestaban por instinto la mera presencia de uno de sus miembros.

– ¿Qué harán?

– Investigar a todo el mundo hasta la médula. Seguiremos trabajando en el caso, pero se rastrearán las llamadas de todos los teléfonos, tanto móviles como fijos.

– ¿Y por qué me lo cuentas? ¿Quiere decir que no sospechas de mí? -Luke trató de que su voz no sonara airada, pero, joder, odiaba a los OPS.

– No sospecho de ninguno de vosotros -respondió Chase con aspereza. Dio una gran calada al cigarrillo y le entró tos-. Mierda. Hoy ni siquiera fumar se me da bien.

– ¿Cuantas horas llevas sin dormir, Chase?

– Demasiadas. Pero en este plan… No puedo echarme a dormir sabiendo que tenemos a un traidor entre nosotros.

– ¿Qué quieres que haga? -preguntó Luke en tono más amable.

– Necesito que mantengas los ojos abiertos. Ese es uno de los motivos por los que te he mandado a casa. Cuando Bobby mató a la enfermera podría haber matado a Susannah. Me pregunto por qué no lo hizo.

– ¿Sólo lo sé yo?

– Sí. Si yo muero en circunstancias misteriosas, tendrás a los OPS más pegados a ti que la mierda al culo.

– Gracias -respondió Luke con ironía-. Haré todo lo que pueda y más para que sigas con vida.

Chase volcó el paquete de palomitas.

– Hala, reventad -masculló dirigiéndose a los patos.

– Todo irá bien -lo tranquilizó Luke-. Lo resolveremos.

– Sí, claro. Solo espero que para entonces quede algún agente en pie.


Atlanta,

domingo, 4 de febrero, 15:55 horas

Desde su puesto, cuidadosamente elegido entre la gente que se alineaba en la sala, Bobby contó a seis mujeres en la tarima. Estaban cinco de las víctimas a quienes Garth había violado y la dulce Susannah, sentada en el extremo izquierdo de la mesa, lo más cerca posible del borde de la tarima. La suerte le sonreía.

A diferencia de las mujeres. Se las veía serias, algunas obviamente nerviosas. Gretchen French llevaba el brazo en cabestrillo, y Bobby se sintió satisfecha. Pero Susannah aparecía serena y eso le enfureció. Debía de haberse aplicado muy bien el maquillaje porque no se le veían las ojeras y Bobby sabía a ciencia cierta que llevaba días enteros sin dormir.

Pero eso no importaba. Pronto estaría muerta; una bala le atravesaría el corazón. El proyectil de nueve milímetros que Bobby llevaba guardado en el bolsillo cumpliría muy bien su función.

Había pasado por delante del detector de metales con una sonrisa y la acreditación visiblemente colgada al cuello. Incluso vista de cerca, el maquillaje, el relleno del sujetador y la peluca de Marianne le habían permitido hacerse pasar por ella ante los más duros críticos. Aun así, se le encogió el estómago al pensar en Charles. Puto viejo. «¿A ti qué te preocupa lo que él piense?»

La cuestión era que después de pasarse media vida pensando en él no podía olvidarlo así como así. Pero quería ponerse a prueba a sí misma. Era orgullosa, y muy diestra. Pronto Charles lo sabría, igual que todos los que estuvieran viendo en directo la CNN y los que vieran las inacabables repeticiones posteriores de la noticia.

Bobby resistió la tentación de llevarse la mano a la pistola guardada en el bolsillo. Era de verdad. Estaba cargada. Lo había comprobado en el aseo de señoras unos minutos después de que se la pasaran desde atrás, envuelta en una chaqueta y guardada dentro de una mochila. Su contacto lo había hecho muy bien. «¿Lo ves, viejo? Sí que tengo algo.» Tenía a un topo dentro del GBI.

«Pero ese contacto te lo ha pasado Paul. Y a Paul te lo pasó Charles.» La idea le dejó un regusto amargo. Al volver a pensarlo se dio cuenta de que habían jugado con ella. Había conocido a Paul en el momento preciso en que necesitaba un contacto dentro del Departamento de Policía de Atlanta. Entonces le había parecido cosa del destino. Ahora se daba cuenta de que no era más que uno de los peones que Charles llevaba arriba y abajo en aquella caja de marfil.

Pero ahora necesitaba concentración. Durante la hora siguiente sería Marianne Woolf, el as del periodismo. En ese tiempo a Marianne la acreditación no iba a hacerle falta, al menos mientras no despertara. Después de todo no estaba muerta, solo la había dejado inconsciente. A ella no había necesidad de matarla. Bobby no mataba a todo el mundo, a pesar de lo que creyera Paul. Paul, ese hijo de puta.

«No pienses en él o fallarás. Piensa en…» Buscó algo en qué pensar. «Marianne.» A Bobby siempre le había caído bien Marianne. En aquella escuela privada donde la gente andaba más tiesa que un palo de escoba, ella se había dignado a dirigirle la palabra. Los cerdos ricachones la habían bautizado como «la más dispuesta a hacérselo con cualquiera» y ya entonces Marianne necesitaba desesperadamente una amiga.

Su amistad había continuado a lo largo de los años, sobre todo desde que Garth fue elegido alcalde. A partir de ese momento muchas de las cerdas ricachonas que hasta entonces no le habían prestado la más mínima atención se volvieron de lo más atento. Asistía sonriente a sus comidas con fines benéficos mientras en su fuero interno se regodeaba pensando que habían aceptado a una asesina y puta de lujo en su reunión de mesas cubiertas con finos encajes irlandeses sobre las que tomaban el té servido en juegos de plata dignos de un anticuario.

Pero el día en que la invitaron a tomar el té en casa del juez Vartanian lo pasó muy mal. Había tenido que echar mano de todo su autocontrol para permanecer sentada entre la serena elegancia que confería una fortuna de abolengo sin gritar «¡Es mío!» y agarrar a Carol Vartanian por el cuello. Antes había tenido que ir a ver a Charles para tranquilizarse. Él le había asegurado que llegaría su momento de gloria, que algún día sería ella quien se sentara en aquella mansión a tomar el té servido en el juego de plata de la bisabuela Vartanian.

Ahora sabía que eso no sucedería jamás. Ahora la policía sabía quién era. Susannah lo había echado todo a perder cuando encontró a la chica en el bosque. Ahora tendría que marcharse de Dutton, de Georgia. Tendría que marcharse del maldito país.

Incluso Charles la había abandonado.

«No pienses en Charles, aguza todos los sentidos. Piensa en los Vartanian.» Había deseado tanto partirle el raquítico cuello a Carol Vartanian hasta el punto de convertirse en una necesidad. La esposa del juez había sido la causante de que los Styveson se vieran obligados a abandonar la lucrativa parroquia de Dutton antes de que Bobby tuviera uso de razón. Había sido Carol quien se había interpuesto y había desterrado a su padre a iglesias miserables en medio de la nada. Había sido Carol Vartanian quien había arruinado su vida. Su madre se lo había contado.

Y había sido Susannah Vartanian quien había ocupado su lugar en la vida. Allí, en aquella gran casa, llena de cosas bonitas. La ropa de diseño, las perlas heredadas desde hacía seis generaciones. Ese día era Susannah Vartanian quien iba a perderlo todo. Primero la dignidad, y luego la vida.

Bobby resistió la tentación de juguetear con la acreditación de Marianne Woolf que colgaba de su cuello. Marianne había respondido rápidamente esa mañana a su petición de ayuda, tal como Bobby sabía que haría. A Garth lo habían detenido y sus cuentas bancarias estaban bloqueadas. «¿Qué va a ser de mí?» Marianne se había tragado el anzuelo con sedal y plomo incluidos. Sin duda la promesa de una exclusiva no había perjudicado a su vocación de buena samaritana.


La agente del GBI Talia Scott avanzó por la tarima y les estrechó la mano a todas las mujeres sentadas a la mesa. Se inclinó sobre Susannah con expresión preocupada, pero ella asintió con aire resuelto. Scott bajó por un lateral y Gretchen French se acercó el micrófono.

Gretchen se aclaró la garganta.

– Buenas tardes. Gracias por venir. -Las conversaciones cesaron enseguida y todas las miradas se orientaron hacia la tarima-. Somos seis de las dieciséis mujeres violadas por los hombres de Dutton a quienes los medios han bautizado como «El club de los violadores muertos». Por favor, comprendan que la cosa no tiene nada de cómica para las seis mujeres sentadas ante ustedes ni para las siete que por motivos que ya han sopesado han decidido no aparecer. Ni para las tres que no sobrevivieron. Esto no tiene nada de gracioso. No es divertido. Es real y nos sucedió a nosotras.

Unos cuantos periodistas parecían avergonzados «Gretchen es muy buena», pensó Bobby.

– Fuimos dieciséis -prosiguió Gretchen-, y nos violó una banda de jóvenes que utilizaban la vergüenza y el miedo para cerrarnos la boca. Ninguna de nosotras sabíamos que había otras. De haberlo sabido, habríamos hablado entonces. Pero lo hacemos ahora. Estamos abiertas a sus preguntas, pero les aviso que estamos en nuestro derecho de preferir no responder.

«Se acerca el momento», pensó Bobby, y su pulso se aceleró. Un periodista que trabajaba para un diario, por así decir, famoso por sobrepasar los límites del buen gusto había recibido una llamada anónima, y ella aprovecharía el consiguiente revuelo para sus propios fines. Avanzó con aire distraído entre la multitud hasta situarse donde pudiera apuntar bien. Tenía planeado disparar tres veces. El primer disparo acabaría con Gretchen French y causaría una gran conmoción. El segundo iría dirigido a la pequeña y buena Susannah. «El tercero -pensó Bobby- será para el pobre desgraciado a quien le toque estar a mi lado.» La subsiguiente desbandada general era todo cuanto necesitaba para huir. Ya había funcionado antes y Bobby tenía la firme convicción de que lo que funcionaba bien no había que tocarlo. Además, como la otra vez, Bobby contaba con un plan para darse a la fuga trazado a la perfección.

Escrutó la multitud. El periodista a quien le había comunicado la noticia se encontraba en la tercera fila. Sus ojos tenían un brillo feroz. Estaba aguardando el momento oportuno para atacar.

«Igual que yo.»


Susannah estaba tranquila; tanto que incluso le extrañaba. Miró el mar de rostros y supo que había tomado la decisión correcta. También sabía que los rumores se habían desatado en el momento mismo en que ocupó su sitio en la mesa. Los medios de comunicación sabían que las víctimas iban a pronunciarse, pero no tenían ni idea de que Susannah fuera una de ellas. Era obvio que ahora sí que lo sabían. La habían reconocido al instante y el runruneo se había propagado por toda la sala, electrizante y virulento. Los periodistas habían echado mano de sus BlackBerries y sus móviles; todos querían ser los primeros en comunicar la suculenta noticia.

Marianne Woolf se encontraba en un lado, algo apartada. Había acudido a cubrir la noticia para el Dutton Review, el periódico que dirigía su marido. Esa mañana el diario había presentado en portada las fotos hechas por Marianne del asesinato de Kate y del funeral de Sheila. Susannah pensó que al día siguiente sería ella quién apareciera en la portada.

Luke también estaba allí, de pie casi al final de la sala, atento, en guardia. Todas las víctimas, incluida Susannah, habían entrado por una puerta trasera para evitar aglomeraciones, pero todos los demás habían tenido que pasar frente a un detector de metales. El GBI no pensaba jugársela con respecto a su seguridad. Aun así, Susannah sabía que Luke estaba examinando todos los rostros, todos los movimientos. Resultaba tranquilizador saber que él la protegía.

Talia había dedicado unas palabras de apoyo a todas las mujeres allí sentadas y se había detenido ante Susannah para preguntarle una vez más si estaba segura de querer hacerlo. Susannah estaba muy segura.

Cuando Gretchen empezó a hablar todo el mundo guardó silencio. Gretchen había compartido de antemano el discurso inicial con las otras cinco víctimas, y sus palabras elocuentes y llenas de sentimiento habían hecho que a más de una se le saltaran las lágrimas. Sin embargo, ahora todas parecían estar serenas, a punto para responder a las preguntas.

La primera la formuló una mujer.

– ¿Cómo han sabido que existían las demás?

Talia le había entregado a Gretchen la respuesta a esa pregunta por escrito.

– Durante la investigación de un asesinato múltiple ocurrido en otro estado salieron a la luz fotografías de nuestras agresiones. Gracias a esas fotos, la semana pasada el GBI descubrió la identidad de todas nosotras.

Los flashes de las cámaras se dispararon y Susannah oyó susurrar «Simon Vartanian» y «Filadelfia» además de su nombre y el de Daniel. Gracias a los recursos que había desarrollado a lo largo de los años de vida junto a Arthur Vartanian, pudo mantener la cabeza bien alta y la mirada circunspecta a pesar de ser plenamente consciente de que la mayoría de las cámaras la enfocaban a ella.

Un hombre se puso en pie.

– ¿Cómo ha afectado a sus vidas la agresión?

Las mujeres se miraron las unas a las otras y Carla Solomon, sentada al otro lado de Gretchen, se acercó el micrófono.

– A cada una nos ha afectado de una forma distinta, pero en general hemos sufrido las mismas secuelas que cualquier víctima tras una agresión así. Nos ha costado establecer y mantener relaciones. Unas cuantas hemos tenido que librar batalla contra el abuso de estupefacientes. Una incluso se suicidó. Fue un momento trascendental y devastador en nuestras vidas, y nos ha dejado cicatrices para siempre.

Entonces un hombre de la tercera fila se puso en pie y Susannah sintió un desasosiego momentáneo. La miraba a ella y su expresión denotaba una… satisfacción que hizo que se le erizaran los pelos de la nuca.

– Troy Tomlinson, del Journal -se presentó-. La pregunta es para Susannah Vartanian.

Le pasaron el micrófono desde el otro lado de la mesa. Con el rabillo del ojo Susannah buscó a Luke, pero él ya no estaba al fondo de la sala y su inquietud creció.

– Hace trece años todas fueron víctimas de agresiones -empezó Tomlinson-, y creo que hablo en nombre de todos los presentes si digo que nos sentimos muy apenados por lo ocurrido y que comprendemos que no se atrevieran a denunciarlo entonces. Tenían dieciséis años y eran demasiado jóvenes para superar una experiencia tan brutal. -Su voz traslucía una falta de sinceridad que le puso los nervios de punta a Susannah e hizo que a su lado Gretchen se irguiera-. Pero, Susannah, ¿cómo puede ser que usted, que precisamente lleva años dedicándose a animar a las víctimas de violación de Nueva York a subir al estrado, no se atreviera a denunciar la segunda agresión, sucedida siete años después, durante la cual su amiga fue cruelmente asesinada? -El rumor creció y Tomlinson levantó más la voz-. ¿Y cómo explica que Garth Davis haya negado haberlas agredido?

A Susannah se le disparó el corazón. «¿Cómo se ha enterado de lo de Darcy?» Cuando asimiló la segunda pregunta, la furia se desató en su interior y ahogó el miedo. «¿Que Garth Davis niega habernos violado? ¿Con todas las fotografías que lo prueban? Hijo de la gran puta.»

«No. Tranquilízate. Cuenta la verdad.»

– Señor Tomlinson, su insinuación de que las víctimas de violación que no denuncian la agresión son negligentes o inmaduras demuestra una gran falta de sensibilidad y mucha crueldad por su parte. -Se inclinó hacia delante, muy seria-. La violación es mucho más que una mera agresión física, y las víctimas, incluida yo, nos vemos obligadas a superar sentimientos de falta de seguridad, control y confianza, cosa que cada una hace a su manera. Da igual que se tengan dieciséis años o sesenta.

»Cuando hace seis años asesinaron a mi amiga, colaboré con las autoridades de la mejor manera que supe hacerlo. Me aseguré de que se supiera lo ocurrido a pesar de tener que luchar para superar una segunda agresión. Como consecuencia, detuvieron al asesino de mi amiga y está pagando por el crimen que cometió.

Él abrió la boca para proseguir pero ella lo acalló de golpe.

– No he terminado, señor Tomlinson. Me ha hecho dos preguntas. El señor Davis no puede negar las agresiones ni que tomó parte en ellas. Las pruebas son irrefutables. Son abominables y muy duras, pero irrefutables.

Tomlinson sonrió.

– He entrevistado al alcalde Davis y no niega haber tomado parte en las agresiones, Susannah. Solo en la suya. La reta a que presente una sola fotografía en la que aparezca violándola a usted.

«Tú también eres un hijo de la gran puta.» Pero conservó la serenidad.

– El señor Davis tendrá que responder de sus crímenes ante Dios y los habitantes de Georgia. Yo sé lo que me sucedió. Lo que diga el señor Davis es irrelevante. Tal como he dicho, las pruebas son irrefutables. Ahora, por favor siéntese, señor Tomlinson. Ha terminado.


Bobby exhaló un suspiro para tranquilizarse. «Cerda.» Había atravesado un campo plagado de minas como si fueran simples amapolas. A la mierda con ella. «A la puta mierda.» Susannah Vartanian había salido airosa por última vez. «Ahora.» Había llegado el momento.

«Para. Respira. Sigue con el plan o saldrás de aquí con las esposas puestas. Primero Gretchen. Luego Susannah. Después quien tengas al lado.»

Tenía el pulso firme cuando introdujo la mano en el bolsillo y colocó la pistola de modo que pudiera disparar sin tener que sacarla. Tenía claro el objetivo cuando apretó el gatillo, y el pequeño estallido del silenciador quedó ahogado por los gritos de los periodistas que rivalizaban para formular la siguiente pregunta. Esbozó una lúgubre sonrisa cuando la bala alcanzó a Gretchen en el pecho.

Esta se desplomó sobre la mesa en el momento en que la segunda bala alcanzó a Susannah justo en el corazón y la hizo caer de espaldas al suelo.

La tercera bala fue a parar al costado de un hombre con una cámara de vídeo al hombro. Cayó con todo su peso y la cámara se estrelló contra el suelo.

La sala era un puro chillido. Aquello era divertidísimo.

Se abrió paso entre la oleada de gente; se sentía como una celebridad avanzando por la alfombra roja y rodeada por los flashes de las cámaras. Sólo que las cámaras enfocaban a la tarima. El policía que montaba guardia en ella corrió a arrodillarse junto al cámara.

Con toda tranquilidad, Bobby pasó por delante de la tarima para salir por la puerta trasera. Y entonces se detuvo en seco. Debajo de la mesa, tumbada boca abajo, estaba Susannah Vartanian. Tenía los ojos bien abiertos, vigilantes, y empuñaba con sus pequeñas manos una pistola muy grande.


La gente gritaba. Detrás de ella oyó a Gretchen gemir y a Chase pedir a gritos que avisaran a un médico. Le ardía el pecho. «Joder. Qué daño. Es peor que la otra vez.» Se había escondido por instinto debajo de la mesa mientras rebuscaba en el bolso y sacaba la pistola que no llevaba antes de haberse sentado a comer junto a Leo Papadopoulos.

De repente se olvidó del escozor del pecho al encontrarse ante unos ojos azules de mirada fría. No dispuso más que de un instante para reconocer la incongruencia. El pelo y el pecho eran los de Marianne Woolf. Pero los ojos eran los de Barbara Jean Davis.

Los ojos se entornaron y sus labios emitieron un gruñido, y la mano que Barbara Jean tenía en el bolsillo levantó su chaqueta y dejó al descubierto el recto perfil del cañón de una pistola.

Durante una fracción de segundo Susannah apuntó a Bobby entre sus ojos azules; luego lo pensó mejor. «Te mereces algo peor que la muerte, cerda.» Dirigió la pistola a su brazo derecho y disparó.

Los ojos de Bobby denotaron sorpresa seguida de dolor y de rabia. El ruido del disparo de Susannah hizo que la multitud profiriera nuevos gritos y el estruendo de las pisadas sacudió la tarima.

– ¡Suéltela! -Oyó la orden por encima de ella a la vez que otra tanda de flashes dejó una lluvia de estrellas bailando ante sus ojos. Aun así, llegó a ver la mueca de Bobby antes de que esta retrocediera varios pasos y quedara engullida por la multitud.

– Pero… -Susannah gritó de dolor cuando una bota aterrizó sobre su brazo.

– Suelte la pistola y ponga las manos donde podamos verlas -gruñó otra voz.

Con el brazo dándole punzadas y el corazón acelerado, Susannah dejó la pistola sobre la tarima y extendió las manos hacia delante. Seis policías de uniforme le apuntaban a la cabeza.

– Escúchenme -dijo en voz alta. Mierda. -Se estremeció cuando la bota le dejó libre la muñeca y la sustituyó el frío acero de unas esposas-. Es…

El policía le había aferrado el otro brazo y se lo estaba retorciendo hacia la espalda cuando alguien saltó a la tarima y bramó con voz autoritaria.

– ¡Agente! ¡Déjela! ¡Déjela ya!

«Luke. Por fin.» Susannah exhaló un suspiro y los seis policías retrocedieron a la vez. Luke se arrodilló a su lado.

– ¿Qué coño ha pasado aquí? -gritó Chase por detrás de ella.

– No lo sé -respondió Luke-. Susannah, ¿dónde te duele?

Susannah lo aferró por el brazo y se puso de rodillas con las esposas colgando de la muñeca derecha. La sala empezó a darle vueltas y cerró los ojos con fuerza.

– Era Bobby. Tiene una pistola. Está aquí, en alguna parte, entre la gente.

– ¿Qué? -se extrañó Luke.

– ¿Dónde? -le espetó Chase.

– Por ahí -señaló, y rezó para que el cordero de mamá Papa se asentara en su estómago revuelto. Ahora que todo había terminado, estaba temblando como un flan y hablaba de forma inconexa-. Lleva una peluca. Marianne Woolf. Parece Marianne. -Una oleada de histeria se estaba abriendo paso en su interior, y la controló-. Lleva una gabardina negra.

– Ya voy. -Chase había echado a correr y la tarima se agitaba-. Tú quédate con ella.

Susannah tragó saliva. La cabeza y el estómago le daban vueltas. Luke le estrechó los hombros.

– Dios mío, Susannah.

Ella se obligó a abrir los ojos y lo vio mirándole el pecho con horror. Poco a poco, bajó la cabeza y miró perpleja el chaleco Kevlar que aparecía bajo el agujero de bala de su jersey, justo a la altura del corazón.

– Mierda -masculló-. Era el último conjunto limpio que me quedaba.


Bobby se desabrochó la gabardina con una mano mientras maldecía a Susannah Vartanian. «La muy cabrona.» Las balas le habían rebotado, tanto literal como metafóricamente. «A mí el brazo me escuece como un demonio y Susannah Vartanian debería estar muerta.» Muerta. «Un chaleco.» Susannah llevaba un puto chaleco. «Tendría que habérmelo imaginado. Tendría que haberlo planeado. He fallado.»

«Deja de pensar en Susannah y busca la forma de salir de aquí.» Solo pasarían unos segundos antes de que Susannah hiciera saltar la alarma, suponiendo que le dejaran hablar. De momento pensaban que era la agresora. Resultaba deliciosamente irónico.

«Apresúrate. Márchate de aquí.» Entre los empujones de la multitud, Bobby consiguió quitarse la gabardina y se tapó con ella el brazo herido. Tenía el paso libre gracias al topo del GBT que había envuelto la pistola con una chaqueta antes de guardarla en la mochila y pasarle esta a Bobby al inicio de la rueda de prensa. La chaqueta en cuya espalda aparecía el escudo del GBI le iba un poco justa, pero cumpliría su cometido. Deslizó con rapidez la acreditación de Marianne Woolf bajo su blusa.

– Disculpen -dijo en voz alta-. Dejen paso. -El grupo que la rodeaba miró su chaqueta y se hizo a un lado-. Mantengan la calma -dijo en tono neutro-. Mantengan la calma.

La policía estaba apiñando a la multitud en el centro de la sala para alejarla de los accesos. Bobby, con la cabeza muy erguida, salió por una de las puertas traseras y saludó con la cabeza a un miembro de la policía de Atlanta que montaba guardia. Él le devolvió el saludo con brevedad y volvió la vista hacia la multitud.

Ella mantuvo la cabeza erguida mientras pasaba junto a los policías que vigilaban en el pasillo.

– ¿Alguna novedad? -le preguntó uno.

Ella negó con la cabeza.

– Tienen a uno de los agresores pero siguen buscando al segundo. Perdón. -Mientras se alejaba con la chaqueta sobre el brazo, introdujo la mano derecha en el bolsillo donde tenía guardada la pistola. El brazo le dolía a más no poder, pero aún podía mover la mano. Ya veía la puerta. Unos pasos más y sería libre.

– ¡Policía!

«Mierda.» Mientras corría hacia la puerta, se volvió y empezó a disparar.


– Te ha disparado. -Luke, arrodillado sobre la tarima, tenía el corazón a la altura de la campanilla.

Susannah se presionó el pecho con la base de la mano, cubriendo el agujero del jersey.

– Ya lo sé. Duele como un demonio. -Frunció el entrecejo, tratando de concentrarse-. Bobby está herida. Le he disparado en el brazo derecho. Llevaba una pistola en el bolsillo de la gabardina y pretendía dispararme, otra vez. Mierda.

Luke se esforzó por apartar de sí el miedo. Los policías seguían mirándolos y Susannah aún llevaba las esposas atadas a la muñeca derecha. Había disparado en medio de una multitud. Miró la pistola sobre la tarima y enseguida supo de dónde procedía. «Leo.» Eso les acarrearía problemas, pero ya se ocuparía de ello más tarde. Ahora tenía que centrarse en Susannah. Tenía el rostro ceniciento y los ojos demasiado brillantes. Temblaba. Sentía dolor. Estaba en estado de shock.

Y los flashes de las cámaras seguían disparándose. Tenía que sacarla de allí.

– ¿Te tienes en pie?

Ella asintió con gravedad.

– Sí. -Se volvió mientras él la ayudaba a ponerse en pie y se quedó mirando a los paramédicos que estaban atando a Gretchen French a la camilla-. ¿Está muy grave?

– Ella no llevaba chaleco -dijo Luke-. Pero está consciente y eso es buena señal. -Miró al policía que lo observaba con los ojos entornados. Luke ignoró su mirada y se fijó en la placa-. Agente Swift, voy a llevármela de aquí. Por favor, quítele las esposas aquí, donde lo vean las cámaras. Yo me hago cargo de la agresión.

Susannah extendió el brazo y Swift le quitó las esposas.

– Ha sido en defensa propia -dijo en voz baja-. Antes me han disparado a mí.

El agente Swift echó un vistazo al agujero de su jersey.

– Ha disparado en medio de un grupo de gente inocente, señorita Vartanian.

– Y si no lo hubiera hecho, estaría muerta. -Sendas manchas de color carmesí destacaron en sus pálidas mejillas. Estaba enfadada, pero controlaba la voz.

Swift apretó la mandíbula.

– Lo anotaré en el informe y me aseguraré de que mis superiores reciban una copia.

– Asegúrese de que yo también reciba una. -Luke recogió la pistola y el bolso del suelo y tomó a Susannah por el brazo más en señal de apoyo que para sujetarla-. Ven conmigo -musitó-. Daremos unos pasos y llegaremos a la puerta.

– ¿Dónde están las demás? -preguntó, ahora con voz trémula.

– Talia se las ha llevado por la puerta de atrás. Están todas bien. -La acompañó hasta la salida y cerró la puerta tras de sí. El ruido disminuyó de inmediato.

Ella relajó ligeramente los hombros.

– Qué silencio -dijo con un suspiro-. Si hasta me oigo…

– ¡Policía! -El grito se oyó al doblar la esquina, y lo siguieron dos disparos. Luego sonaron más disparos. Entre ellos Luke oyó las escalofriantes palabras-: Agente herido.

«Chase.» Luke extrajo la radio del cinturón.

– Soy el agente especial Luke Papadopoulos. Agente Wharton, ¿cuál es su estado? -No obtuvo respuesta y su corazón se disparó de nuevo-. Chase, ¿dónde estás?

Dos disparos más sonaron por la radio. Entonces oyó la voz de Chase y Luke dejó caer los hombros aliviado.

– Han herido a un agente de la policía de Atlanta. La sospechosa se ha escapado.

Había conseguido escapar. Otra vez. «Mierda.»

– Voy hacia ahí. -Luke dobló la esquina junto con la pálida Susannah y la guió por otro pasillo hasta una puerta que daba al exterior. En ese momento entraba Chase. Seguía hablando por la radio y su expresión era feroz. Sentado a un lado había un policía uniformado que, con el rostro pálido, se aferraba el muslo mientras sus manos se iban cubriendo de su propia sangre. Otro agente le estaba prestando los primeros auxilios.

En el suelo, junto a la puerta, había una gabardina negra.

– Era Bobby -dijo Chase-. Le ha disparado al policía y echado a correr. La estaba esperando un coche. Los estamos persiguiendo. -Aguzó la mirada ante el jersey de Susannah-. Está herida.

– Y Bobby también -dijo ella apretando la mandíbula-. Le he dado en el brazo derecho justo antes de que volviera a dispararme. Esa es la chaqueta que llevaba.

– Pues no ha tenido muchos problemas para disparar con la mano izquierda. Los primeros dos disparos han rebotado contra el chaleco antibalas del agente, pero el tercero le ha alcanzado el muslo. Los paramédicos están en camino. El agente ha disparado dos veces pero ella ya había salido por la puerta.

– ¿Le habéis disparado al coche? -preguntó Luke, y Chase frunció el entrecejo.

– Sí. Hemos fallado. Han salido en estampida, como en las películas.

Luke se sacó unos guantes del bolsillo, se los puso y se agachó junto a la chaqueta.

– Tiene tres agujeros en el bolsillo -dijo-. Ha disparado las tres veces desde dentro. -Levantó la cabeza y miró a Susannah a los ojos-. También hay un agujero en la manga. Y mucha sangre.

– Está herida -dedujo Chase-. Pero no puede ir al hospital. ¿Qué hará?

– Tampoco puede volver a la nave del río ni a su casa de Dutton -añadió Luke-. ¿Susannah?

– No sé en quién más puede confiar para que la ayude. ¿Han visto quién conducía el coche?

Chase apretó la mandíbula.

– No muy bien. -Entonces exhaló un hondo suspiro-. Bobby llevaba una chaqueta del GBI.

A Luke le dio un vuelco el estómago.

– El topo. Bobby tiene un cómplice.

– ¿Un topo? -preguntó Susannah con un hilo de voz.

– Sí -confirmó Chase, abatido.

– Sí que has visto al conductor -dijo Luke, en voz aún más baja.

Chase negó con la cabeza.

– No, pero he reconocido el coche. Es el de Leigh.

– ¿Leigh Smithson? ¿Le han robado el coche? -Entonces vio la cara de Chase y lo comprendió-. Mierda. Leigh es el topo. Joder, Chase. Nunca habría imaginado que… Mierda.

– Sí. -Chase se frotó la frente-. He dado una orden de busca en cuanto he visto el coche.

– Tiene sentido -dijo Luke despacio-. Sobre todo por lo de la enfermera. Leigh fue quien me pasó el mensaje para que me encontrara con ella en el hospital.

Susannah se quedó callada.

– La enfermera Ohman dijo que llevaba una hora esperando en la puerta.

– En ese tiempo Leigh tuvo tiempo de atender la llamada, informar a Bobby y engañarte diciendo que tenías un mensaje mío -musitó Luke-. Joder. ¿Por qué? ¿Por qué habrá hecho Leigh una cosa así?

– ¿Por chantaje? -apuntó Susannah-. Pero ¿qué secreto puede ser tan importante como para llevarla a hacer una cosa así?

Chase exhaló un suspiro.

– No lo sé. Luke, reúne al equipo y dales las noticias. Tenemos que averiguar a dónde ha ido Bobby. ¿Tiene la pistola, Susannah?

– Luke la ha recogido.

– ¿De dónde la ha sacado?

– Era de mi padre -dijo Susannah sin pestañear-. Me la llevé de su casa.

Luke omitió lo que habría sido un hondo suspiro. Estaba protegiendo a Leo, y mentía muy bien. No estaba muy seguro de cómo se sentía al respecto, pero ya se ocuparía de eso más tarde.

Chase se limitó a asentir.

– No vuelva a hacerlo -fue todo cuanto dijo.

Susannah alzó la barbilla.

– Apresen a Bobby Davis y no tendré necesidad.

Chase sonrió con aire sombrío.

– Me parece justo.


Bobby se dio un golpe contra la puerta del coche de Leigh Smithson cuando esta dio un volantazo al doblar una esquina. Tragó saliva para evitar gritar cuando el dolor intermitente del brazo se triplicó.

– Veo que no has mejorado como conductora -le espetó entre dientes, y Smithson le lanzó una mirada furibunda.

– Te odio.

– Sí, ya lo sé. Pero no soy yo quien mató a los tres niñitos.

– Claro que sí -repuso Smithson con amargura.

Bobby soltó una risita.

– Puedes dejarme aquí.

Leigh Smithson detuvo el coche y aferró a Bobby por el brazo.

– Dispárame.

– ¿Para que parezca que te he obligado a hacerlo? Ni hablar. Pero esto te ayudará. -Se quitó la peluca de Marianne Woolf de la cabeza y se la arrojó a ella-. Date un golpe en la cabeza. -Bobby cerró la puerta de golpe y echó a andar. Temblaba de frío. Había dejado tirada la chaqueta cuando el policía empezó a dispararle. Aún llevaba la pistola, pero había perdido el móvil. Mierda. Tendría que hacerse con otro teléfono y otro coche, pero eso no iba a resultarle muy difícil.

Le dolía el brazo. La herida aún le sangraba mucho, pero al menos había podido cortar la mayor parte de la hemorragia. Por el tacto sabía que la bala seguía dentro.

«Necesito un médico.» Pero no iba a ir al hospital y Toby Granville no podía ayudarla ya que estaba muerto. Por culpa de Daniel Vartanian. El muy cabrón.

Recordó a Paul, sentado en la cocina de Charles. Él lo había curado. Odiaba tener que llamar a Charles. Odiaba a Charles.

Esta vez no tenía elección. Tenía que avisar a Charles. «Tanner podría haberte curado.» Pero estaba muerto. «Lo maté yo.» Por culpa de Susannah Vartanian. Si no los hubiera seguido hasta el área de descanso… La muy cabrona. Tenía que morir. Y pronto.

«Pero primero tengo que esconderme en alguna parte. Necesito descansar, y curarme.»

En ese momento supo muy bien adónde tenía que ir.

«Volveré a casa.»

Загрузка...