La mañana de mayo era luminosa, y a pesar del calor temprano, el aire estaba frío. El tráfico serpenteaba convertido en un monumental atasco a lo largo de la calle Henan. El inspector jefe Chen tomó un atajo entre la larga cola de coches, felicitándose por su decisión de ir a pie. Por todas partes había edificios en construcción, y los carteles que desviaban el tránsito brotaban de la tierra como setas después de las lluvias de primavera, lo cual agravaba todavía más las dificultades de circulación. Cerca de la Librería del Este, vio que había otro edificio en demolición. En su lugar se construiría un hotel de cinco estrellas. Pasó un descapotable rojo de importación. Una chica en el asiento del pasajero saludó con la mano a un cartero cuyo recorrido se retrasaba.
Shanghai, junto a sus habitantes, se transformaba a gran velocidad, y él también. Cada vez encontraba más sentido a su trabajo de policía, aunque luego entrase en una librería, como en ese momento, y dedicase un buen rato a buscar una colección de poemas. El inspector jefe Chen no estaba tan obsesionado por el caso, ni por la trascendencia política que pudiera tener para su carrera.
Quizá desde siempre había sido algo estudioso, nostálgico o introspectivo, sentimental y hasta sensual. ¡Qué mejor que acudir la tradición clásica para describirle! «El perfume de las mangas rojas impregna tu lectura por la noche». En efecto, Más realista que anti-romántico, aunque no tan ambicioso como Wang le había reprochado en La Ribera. Recor dó un verso aprendido en la universidad: «No hay nadie más inútil que una pobre rata de biblioteca». Lo había escrito Gao Shi, célebre general del periodo medio de la dinastía Tang, y a la vez, excelente poeta. El general Gao vivió una época en que la dinastía Tang, antaño próspera, se vio barrida por la hambruna, la corrupción y las guerras. Con su compromiso político, el gran general y poeta había decidido cambiar la situación su país.
Ahora China volvía a vivir una época de profundos cambios. Se cuestionaban los sistemas y las opiniones establecidas. En esa coyuntura histórica, Chen también tendía a acariciar que podía aportar un cambio más concreto como inspector jefe que como simple poeta. Un cambio que, sin alcanzar la dimensión del general Gao, se haría sentir en la vida de las personas de su entorno: por ejemplo, la investigación de ese crimen. "En China, y acaso en todas partes, es más fácil influir si se posee un cierto poder", pensaba Chen cuando metió la llave en la cerradura de la habitación de Guan.
Consternado, se dio cuenta de que la expectación que lo había impulsado a esa nueva visita se desvanecía rápidamente. Se quedó pensativo durante un rato frente al retrato enmarcado del camarada Deng Xiaoping. Al parecer, nada había cambiado en la habitación. Tampoco encontró nada nuevo en los álbumes, aunque había varias fotos de Guan durante su viaje a la montaña. Chen las sacó y las diseminó sobre la mesa. Eran imágenes llamativas, de colores vivos. Junto al famoso pino de bienvenida, sonreía al objetivo; mirando a la cumbre, alzaba los brazos hacia las nubes blancas; sentada en una roca, jugaba con los pies descalzos en el agua de un torrente.
Otras fotos habían sido hechas en una habitación de hotel. Sentada en el alféizar de la ventana, llevaba un vestido más bien ligero. Sus largas piernas desnudas y torneadas se asomaban balanceándose coquetamente bajo una falda corta de algodón. La luz de la mañana se filtraba por su fina blusa y la volvía casi transparente, insinuando bajo el tejido la redondez de sus pechos y la curva de su vientre. A sus espaldas, la ventana encuadraba la cadena de verdes montes. No cabía duda de que Guan había ido a la montaña. Sin embargo, no había ni una sola foto con otra persona. ¿ Era posible que fuera tan narcisista?
Como Wang había comentado en el café, la idea de que Guan hubiera hecho ese viaje sola no se sostenía, pero suponiendo que así hubiera sucedido, se planteaba la pregunta de quién había sacado las fotos. Algunas estaban tomadas desde ángulos complicados o desde una distancia considerable. A Chen le costaba creer que fueran autorretratos, ya que ni siquiera tenía una máquina fotográfica entre sus pocos objetos personales: en los cajones no había carretes vírgenes ni usados. Daba la impresión de que hasta el propio camarada Deng Xiaoping se saldría de su marco, como decepcionado por la frustración de Chen.
Una metáfora que había traducido de una novela policíaca le vino a la mente: los policías eran soldados de juguete a los que se daba cuerda con una llave, se empujaban unos a otros, corrían por todas partes gesticulando y girando en círculos durante días, meses, e incluso años, sin llegar a destino alguno, y de pronto, eran descartados y guardados hasta que de nuevo se les daba cuerda. Algo en todo ese asunto le había vuelto a dar cuerda, algo como un impulso desconocido, y él sospechaba que se debía a un policía.
De pronto tuvo mucha hambre. Sólo había tomado una taza de café en La Ribera. Se dirigió al viejo restaurante que quedaba enfrente. Eligió una mesa de madera destartalada sobre la acera y volvió a pedir una porción de empanadillas fritas y un plato de sopa de carne. Primero le trajeron la sopa, aromatizada con un poco de cebollino, aunque como la vez anterior, tuvo que esperar las empanadillas. En la cocina sólo había un wok para freirías.
"Un 'poli' no siempre debe dar en el clavo", se dijo y encendió un cigarrillo. Inhaló el aroma del Peonía mezclado con el aire frío. Miró hacia el otro lado de la calle y se sintió fascinado por una anciana que se hallaba cerca de la entrada del pasaje. Con sus pies vendados, casi se merecía ser esculpida. Gritaba las bondades de sus helados, que sacaba de una vieja carretilla, y su rostro enjuto estaba casi tan desgastado como la Gran Muralla. Sudaba, envuelta en una tela tejida a mano, negra como un trozo de vidrio teñido con humo para mirar un eclipse de sol en verano. Llevaba un brazalete rojo donde se leía, con la caligrafía del Presidente Mao «Mejor trabajadora del servicio móvil socialista». Era evidente que la mujer no estaba en sus cabales, o no llevaría puesta esa antigualla. Cincuenta o sesenta años atrás, podría haber sido una de esas jóvenes sonrientes que esperaban, enseñando los hombros brillantes contra la desnudez del muro, clientes a la luz de las lámparas de gas, lanzando mil navíos hacia la noche silenciosa.
Con los años, quizá Guan habría llegado a ser igual de vieja, arrugada y parecida a un cuervo, como esa vendedora ambulante, fuera del tiempo y de las mareas, sin esperanzas e ignorada.
Chen también observó que había varios jóvenes que esperaban alrededor de la vivienda comunitaria. No hacían nada concreto. Estaban ahí, de brazos cruzados, silbando o mirando a la gente que pasaba. Cuando sus ojos se detuvieron ante la caseta de madera y vidrio, comprendió que esperaban para llamar por teléfono. Vio al anciano de pelo canoso que descolgaba un auricular, se lo pasaba a una mujer de unos cincuenta años en el exterior e introducía unas monedas en una caja. Antes de que la mujer terminara de hablar, el viejo descolgó otro, pero esta vez escribió algo en un trozo de papel. Salió y llamó por el hueco de la escalera, con un altavoz en una mano y el trozo de papel en la otra. Seguramente llamaba a un inquilino de los pisos superiores. Eran las 11amadas entrantes. Debido a la escasez de teléfonos en Shanghai, servicios como ése aún eran habituales, y casi todos, Guan también, recurrían a ellos. Chen se levantó sin esperar las empanadillas y atravesó la calle.
El anciano debía de tener unos setenta años. Se conservaba bien, iba bien vestido y hablaba con un aire de discreto sentido del deber. En otro contexto, podría haber pasado por un oficial de alto rango. Sobre la mesa, entre los teléfonos, había un ejemplar de la Crónica de los tres reinos con un marcador de bambú. El viejo levantó la mirada hacia Chen y éste le enseñó su placa.
– Lo sé, usted es el que dirige la investigación aquí. Me llamo Bao Gouzhang. La gente de estos lares me llama simplemente tío Bao.
– Tío Bao, quisiera hacerle unas cuantas preguntas relacionadas con la camarada Guan Hongying -Chen permaneció de pie junto al quiosco, donde apenas cabían dos personas sentadas-. Su ayuda me será muy útil.
– La camarada Guan era un miembro admirable del Partido. Al formar parte del Comité de Distrito, es mi deber ayudarle -dijo el tío Bao con semblante muy serio-. Haré todo lo que pueda.
El Comité de Distrito era, en cierto sentido, una extensión de la comisaría, y funcionaba en parte, aunque no de manera oficial, bajo su control. Se encargaba de todo lo que sucedía fuera de las unidades laborales: organizaba sesiones semanales de estudios políticos, controlaba el número de habitantes, gestionaba las guarderías, distribuía las cartillas de racionamiento, fijaba las cuotas de nacimientos, arbitraba las disputas entre vecinos o familiares y, sobre todo, vigilaba estrechamente el vecindario. Estaba autorizado para elaborar informes, que se consideraban confidenciales en el expediente policial, sobre cualquiera. Esta institución permitía a la policía permanecer en segundo plano y, a la vez, mantener una vigilancia eficaz. En algunas ocasiones, había ayudado a la policía a resolver delitos y a detener a criminales.
– Perdóneme, no sabía que usted era miembro del Comité -se disculpó-. Tendría que haberle consultado antes.
– En realidad, me jubilé hace tres años de la Fundición Número Cuatro de Shanghai, pero mis viejos huesos ya estarían oxidados si no hiciera algo durante el día. Por eso empecé a trabajar aquí. Además, el Comité me paga algún dinero.
Los pocos funcionarios del Comité eran cuadros a jornada completa, pero la mayoría de los miembros eran jubilados que recibían un poco de dinero por los servicios que prestaban. Con la fuerte inflación de principios de los años noventa, unos ingresos complementarios eran más que bienvenidos.
– Usted cumple una función importante para el vecindario -repuso Chen-.
– Bueno, además del servicio de teléfono público de aquí, también me ocupo de la seguridad del edificio -explicó-, y de todo el pasaje. No se puede ser demasiado prudente en los días que corren.
– Tiene usted mucha razón -convino Chen mientras dos teléfonos sonaban al unísono-, y debe tener mucho trabajo.
Detrás de las pequeñas ventanas, sobre una estantería de madera, había cuatro teléfonos. Uno tenía una etiqueta donde se leía «Sólo llamadas del exterior». Según tío Bao, al principio el servicio de llamadas públicas se había instalado exclusivamente para los residentes del edificio, pero ahora también tenían derecho a utilizarlo los habitantes del callejón tras pagar diez feng.
– Cuando alguien llama, anoto en una libreta el nombre y el número del destinatario, arranco la página y la entrego a quien corresponde. Si se trata de un residente, me basta con llamarlo desde la escalera con un altavoz.
– ¿Y para los que no viven en el edificio?
– Tengo una ayudante. Ella les informa llamándolos debajo de su ventana con el altavoz.
– ¿Y ellos vienen aquí a devolver la llamada?
– Sí, cuando ya todos tengan teléfono en casa, yo me habré jubilado.
– Tío Bao -dijo una joven que había entrado en la caseta con un megáfono gris en la mano-.
– Es la ayudante de la que le hablaba. Ella se encarga de transmitir los mensajes a los vecinos del callejón.
– Ya entiendo.
– Xiuxiu, éste es el camarada inspector jefe Chén -le presentó tío Bao-. Él y yo tenemos que hablar. Quiero que te encargues de todo por un momento, ¿de acuerdo?
– Claro, no hay problema.
– Para ella no es un trabajo de verdad -explicó tío Bao y suspiró mientras se dirigían a la mesa donde Chen se había instalado-, pero es lo único que ha podido encontrar tal como están las cosas.
Todavía no le habían servido las empanadillas fritas, pero la sopa ya se había enfriado. Chen pidió otro plato para tío Bao.
– ¿Y qué? ¿Ha avanzado en la investigación?
– En realidad, no. Su ayuda podría ser muy importante.
– Con mucho gusto le diré todo lo que sé.
– Ya que está aquí todos los días, debe de saber quién recibe muchas visitas. ¿Qué me puede decir de la camarada Guan?
– Tal vez la visitara alguna amiga o compañera, pero no eran muchas. La vi una o dos veces con otras personas. No eran más… En tres años que llevo aquí…
– ¿Qué tipo de personas?
– No me acuerdo, ésa es la verdad. Lo siento.
– ¿Llamaba a menudo por teléfono?
– Sí, más que otros vecinos.
– ¿Y a ella la llamaban con frecuencia?
– Sí, incluso más de lo habitual -meditó-, pero eso no tiene nada de raro tratándose de una trabajadora modelo de tango nacional que asiste a reuniones y conferencias.
– ¿Había algo en esas llamadas que le llamara la atención?
– No, yo nunca noté nada especial. Recibo muchas y siempre estoy muy ocupado.
– ¿Alguna vez escuchó algo de las conversaciones?
– No está bien escuchar lo que habla la gente, inspector jefe -le reprochó el viejo-.
– Tiene razón, tío Bao. Perdóneme por esa pregunta tan fuera de lugar. Para nosotros se trata de un asunto muy serio.
Los interrumpió el camarero, que llegó con las empanadillas fritas.
– Pero ahora que lo pregunta, puede que hubiera algo raro -repuso tío Bao mientras mordisqueaba una empanadilla-. El servicio telefónico suele estar abierto entre las siete de la mañana y las siete de la tarde. Ahora bien, para ayudar a los residentes, ya que muchos trabajan por la noche, lo prolongamos hasta las once. Recuerdo que Guan llamaba a menudo después de las nueve o las diez, sobre todo en los últimos seis meses.
– ¿Y qué hay de malo?
– Nada, pero es raro. Número Uno cierra a las ocho. -¿Y…?
– Seguro que las personas a las que llamaba tenían teléfono en su casa.
– Quizá telefonease a su jefe.
– Yo no llamaría a mi jefe después de las diez. ¿Cree que lo haría una mujer soltera?
– Es usted muy observador.
Chen bajó la cabeza. El miembro del Comité de Distrito tenía buen oído…, y sentido común.
– Es mi deber.
– Entonces ¿usted cree que veía a alguien?
– Es posible -dijo tío Bao tras una pausa-. Si recuerdo bien, la mayoría de las llamadas que recibía eran de un hombre. Tenía un acento pekinés muy marcado.
– ¿Hay alguna manera de encontrar los números?
– A los que ella llamaba, no. No hay manera de saber qué marcaba, pero podemos averiguar las que recibía por nuestros talones. Verá, los anotamos en la página de la libreta y en el talón. Así podemos encontrarlos, aunque la gente pierda el papel.
– ¿Ah, sí? ¿Ha guardado los talones?
– No todos. La mayoría ya no sirve de nada al cabo de un par de días, pero le puedo encontrar los de las últimas semanas. Me llevará algún tiempo.
– Eso es magnífico. Se lo agradezco mucho tío Bao. Sus informaciones darán una nueva perspectiva a nuestra investigación.
– No hay de qué, camarada inspector jefe.
– Y otra cosa. ¿ Recibió alguna llamada el 10 de mayo? Es la noche en la que la asesinaron.
– El 10 de mayo era un… jueves. Veamos… Tendré que comprobar los talones. El cajón aquí es demasiado pequeño, así que guardo los talonarios en mi casa.
– Llámeme en cuanto descubra algo. No sé cómo expresarle mi agradecimiento.
– No hay de qué, camarada inspector jefe. Para eso estamos los del Comité de Distrito.
En la parada del autobús, Chen se giró y volvió a ver al viejo, que ahora, de vuelta en su puesto, hablaba con el teléfono sujeto entre el hombro y la barbilla. Inclinó la cabeza, escribió y, con la otra mano, tendió un papel a través de la ventana. Un miembro concienzudo del Comité de Distrito, y muy probablemente, miembro del Partido.
Era una pista inesperada. Quizá Guan se veía con un hombre antes de morir. ¿Por qué lo habría guardado como un secreto? Chen lo ignoraba. Ya no estaba convencido de que se tratara de una cuestión política. Había sido Wang, con su amuleto de jade verde que llevaba al cuello con un delgado cordón rojo, la que le había inspirado esa línea de investigación. Pero cuando subió al autobús, la suerte lo abandonó. Apretado entre los pasajeros en la entrada, avanzó a empujones y se encontró aplastado contra una mujer gorda y empapada de sudor vestida con una blusa chillona, casi transparente. Chen intentaba guardar distancias, aunque era inútil. Además, el camino era muy accidentado debido a que había obras por todas partes. Las incesantes sacudidas hacían el viaje casi insoportable. El autobús tuvo que frenar de golpe más de una vez, y su opulenta vecina perdía el equilibrio y lo aplastaba aún más. Aquello no se parecía en nada al tuishou. Chen la oía lanzar imprecaciones por lo bajo, y sin embargo, nadie tenía la culpa. Acabó bajando en la calle Shantung, antes de que el autobús llegara a la oficina. Recibió las bocanadas de aire fresco como una auténtica delicia. Era el autobús número 71, que probablemente, Guan lo tomaba para ir y venir del trabajo cada día.
Al volver a su piso, el inspector jefe Chen se quitó el uniforme y se tendió en la cama. Sólo entonces pensó en lo que quizá fuera un flaco consuelo para Guan. Era una mujer soltera, desde luego, pero no estaba demasiado sola, al menos no hacia el final de su vida. Tenía a alguien a quien llamar después de las diez de la noche. Él nunca había intentado llamar a Wang tan tarde. Vivía con sus padres y él sólo la había visitado una vez. Sus padres, que eran unos viejos tradicionales y un tanto mojigatos, no se mostraron muy amigables al darse cuenta de que Chen cortejaba a su hija casada.
¿Qué hacía Wang en ese momento? Chen tuvo ganas de llamarla, de decirle que el éxito en su carrera, por muy halagador que pareciera, no era más que un premio de consolación por la ausencia de felicidad personal.
Era una tranquila noche de verano. El claro de luna se reflejaba en las hojas temblorosas de los árboles y una farola solitaria proyectaba una luz amarilla y huidiza sobre el suelo. Desde una ventana abierta del otro lado de la calle llegaba la melodía de un violín, de la que aunque le resultaba familiar, no recordaba su título. Incapaz de dormir, encendió un cigarrillo.
Guan, una mujer joven, también habría padecido esos momentos en los que la soledad se vuelve arrolladora, así como inesperados insomnios en su estrecho cuarto. El final de un poema de Matthew Arnold llenó el aire de la noche:
«Amor, ¡seamos fieles
el uno al otro!,
pues en el mundo que se extiende
ante nosotros como una tierra de ensueño,
tan variado, tan bello, tan nuevo,
no hay ni alegría, ni amor, ni luz,
ni certidumbre, ni paz, ni consuelo
y nos encontramos como en una llanura sombría,
barridos por confusos toques de avance y retirada,
con los que ejércitos ignorantes se enfrentan en la noche.»
Era un poema que había traducido hacía unos años. Lo habían seducido los versos quebrados y desiguales, de la misma manera que las transiciones y las bruscas yuxtaposiciones, casi surrealistas. Su traducción había sido publicada en la revista Leer y comprender, acompañada de un breve comentario crítico suyo donde presentaba aquel poema como el más triste de los poemas de amor Victorianos. Sin embargo, ya no estaba tan seguro de que se tratara, como había afirmado en su comentario, de ecos de la desilusión de Occidente. Todas las lecturas, según Derrida, podían conducir a errores de interpretación. Así pues, incluso se podía leer al inspector jefe Chen de diferentes maneras.