Cuando el inspector jefe Chen volvió al despacho, eran más de las doce. El Secretario del Partido Li no había llegado, tampoco el inspector Yu, y el teléfono de Chen no paraba de sonar. La primera llamada era del cuartel general de Beijing en relación con un caso solucionado tiempo atrás. Chen no entendía por qué el inspector jefe Qiao Daxing, su homólogo en la capital, quería hablar con él de ese asunto. La llamada de larga distancia duró veinte minutos sin que Qiao aportara nada nuevo ni sustancial, quien acabó diciendo que esperaba verlo en Beijing para invitarlo a comer pato asado pekinés en la avenida Huangfujing. La segunda también fue una sorpresa. Era del Wenhui, pero no de Wang Feng, sino de un editor al que apenas conocía. Un lector había escrito al periódico rogándole que felicitara al poeta por su descripción tan realista de los agentes de policía." ¡Qué ironía! Hasta ahora nadie me había considerado «realista»", pensó. Sin embargo, la más inesperada fue la del Viejo cazador, el padre del inspector Yu.
– Veo que reconoce mi voz, inspector jefe Chen. Sé que es un hombre ocupado, no obstante quisiera hablar con usted. Guangming, ese joven bandido, se ha propuesto mandarme a la tumba.
– ¿Qué? ¿Guangming? Si es el hijo más fiel que hay en este mundo.
– Si puede concederme media hora de su precioso tiempo, se lo contaré todo. Supongo que en este momento se dispone a servirse comida precocinada, y eso no es nada bueno.
¿Qué le parece venir al Salón de Té en Medio del Lago?, ya sabe, el que está detrás del Templo de la Ciudad. Lo invitaré a un auténtico té verde Longjin, a su estómago le sentará bien. Estoy llamando desde ahí, de un teléfono público.
Era una invitación a la que Chen difícilmente podía negarse, y no sólo por su amistad con el inspector Yu. El Viejo cazador había servido en el cuerpo de policía durante más de treinta años. Aunque ya estaba jubilado, el anciano todavía se consideraba un agente en activo y tenía contactos dentro y fuera de la oficina.
– De acuerdo, llegaré en unos veinte minutos. No se preocupe, Guangming está bien.
Con todo, Chen pensó que él no era el más indicado para mediar en el caso de que hubiera graves problemas entre padre e hijo, ni tampoco era el mejor momento para intervenir. La conversación que acababa de tener en el Comité de Disciplina le preocupaba. A pesar de ello, engulló el contenido de la caja de plástico y se dirigió a toda prisa hacia el Templo.
Se decía que el Templo de la Ciudad había sido construido durante la dinastía Song del sur en el siglo XV. Luego lo habían reconstruido y restaurado en varias ocasiones, la última en 1926. Se había reforzado con hormigón el salón principal y las figuras de cerámica habían sido doradas. A comienzos de los años sesenta, a raíz del Movimiento de Educación Socialista, las figuras quedaron hechas añicos, y en los ochenta, el Templo fue sometido a otra drástica restauración después de haber servido de almacén general, pues se había convertido en centro comercial de artesanía. Ahora había recobrado su aspecto original, con las puertas negras y los muros amarillos. El interior presentaba un asombroso despliegue de brillantes anaqueles de vidrio y estanterías de acero inoxidable. En la puerta se leía un dístico grabado con caracteres dorados que rezaba así: «Sé un hombre honrado para que puedas gozar de un sueño apacible. / Realiza una buena obra que llegue a oídos del Cielo». Desde luego, los comunistas no creían en Dios, ya fuese oriental u occidental, pero no estaba de más aconsejar a la gente que hiciera algo bueno y tuviera buena conciencia, sobre todo desde el punto de vista de un "poli". El Templo de nuestros días se había transformado en un mercado. Con todo, al llegar, Chen vio a un grupo de ancianas que se reunían en torno a algo parecido a un cojín. Algunas estaban arrodilladas en el suelo. Una se prosternaba ante el cojín con varias varas de incienso en las manos y murmuraba algo casi inaudible:
– Dios de la ciudad… protege… familia… reservas…
Era evidente que aquel lugar seguía siendo el Templo, al menos para esos fieles. ¿Apariencia o realidad? Se decía que, con el transcurrir del tiempo, el mercado volvería a ser en origen lo que fue. Quizá era una metáfora del fetichismo de la mercancía, quizá no. Chen estaba confundido. En el mercadillo circundante las tiendas ofrecían una gran variedad de productos locales. No obstante, el lugar destacaba por la cantidad insólita de comedores, bares y puestos que albergaba. Los platos no eran caros y sus sabores únicos eran deliciosos. En sus años de instituto, Chen había invitado en una ocasión al Chino de ultramar y a Jiang Cuatro ojos a una ambiciosa expedición gastronómica, en la que se propusieron probar en una sola tarde cuanto se ofrecía allí. La táctica consistía en compartirlo todo. Cada uno probaba sólo un pequeño bocado. En unas cuantas horas saborearon sopa de pollo y de pato, tarta de rábanos rallados, carne y camarones fritos, sopa de buey con fideos, tofu fermentado y cabello de ángel…, y nada más, pues a medio camino, se quedaron sin dinero. Sin embargo, Chen recordaba aquella experiencia como una de las más felices de su vida. Jiang Cuatro ojos se había arrojado a un pozo durante la Revolución Cultural, Chino de ultramar ahora tenía su restaurante y él era inspector de policía.
El Salón de Té en Medio del Lago era uno de los lugares que los tres jóvenes no habían podido visitar, pero Chen sabía que se trataba de un pabellón de dos plantas, en forma de pagoda, en medio de un lago artificial, frente al restaurante La grulla y el pino. Había que cruzar un puente de piedra de nueve vueltas cuyas escaleras conducían a la entrada. Estaba repleto de turistas que señalaban las flores de loto que se mecían al viento, lanzaban migas de pan a las carpas doradas nadando entre las flores y posaban para las fotos con el salón de té como fondo. Sólo unos pocos tomaban un té en la planta baja. Chen miró por todas partes, y al no ver al Viejo cazador, se dirigió hacia la escalera de color rojo bermellón. En la primera planta apenas había clientes. Chen vio al anciano sentado junto a la ventana con una tetera en la mesa.
– Venga a sentarse conmigo, camarada inspector jefe -dijo el anciano con un gesto de la mano, y Chen ocupó una silla a su lado-.
– Gracias. Es muy elegante todo esto.
La mesa daba al lago lleno de flores de loto. Era un paisaje sereno.
– En el segundo piso todo cuesta el doble, pero vale la pena. Una taza de té es el único lujo que me he permitido desde que me jubilé.
Chen asintió con la cabeza. Una taza de té en ese lugar era diferente a otra en la sala hacinada y mal ventilada donde se desenvolvía la vida diaria del anciano desde que había cedido la habitación del comedor a su hijo. En el salón flotaba una melodía de música de bambú del sur, que vendría de unos altavoces en alguna parte. Un camarero de sienes plateadas, que se acercó con una pesada y reluciente tetera de latón, vertió el líquido, dibujando un bello arco, en la pequeña taza de Chen. Había todo un acervo de saber popular en aquel gesto. En la China antigua, a los camareros de esos establecimientos se los llamaba doctores del té, y un salón de té era un lugar propicio para el cultivo del espíritu, y donde además, la gente intercambiaba información.
– Sé que a usted también le gusta el té -dijo el Viejo cazador-. No sé cómo decir esto sin que suene demasiado condescendiente, camarada inspector jefe. No son muchas las personas con las que estaría dispuesto a tomar una taza de té.
– Gracias.
"Es cierto", pensó. El viejo era un hombre orgulloso a su manera, pero amable, y siempre le había ayudado.
– Tengo algo para usted, camarada inspector jefe. Como no he podido encontrar a Guangming, da lo mismo decírselo a usted.
– Está muy ocupado -dijo Chen-. Yo tampoco lo he visto hoy.
– ¿Sigue investigando el caso de esa trabajadora modelo de rango nacional?
– Sí, pero ¿qué sucede?
– En realidad, no se trata de Guangming, sino del caso. Mi hijo me ha hablado. Ya sabe que no soy un extraño. Tengo información que le puede servir.
– Verdaderamente, el jengibre viejo es mejor que el tierno, tío Yu -dijo Chen echando mano de una frase hecha-. Hay que reconocer que usted tiene arte a la hora de conseguir información.
– Una mujer que se llama Jiao Nanhua me dijo que Guan tenía un amante poco antes de su muerte.
– ¿Quién es Jiao Nanhua?
– Una vendedora de empanadillas en la calle donde vivía Guan, en la esquina, frente al colmado. Trabaja por la noche y transporta la cocina a cuestas. Lo lleva todo, literalmente, colgado de un palo de bambú. En un extremo tiene un fogón y una olla de agua hirviendo; en el otro, un soporte con pasta, carne de cerdo picada, verduras, cuencos, cucharas y palillos. Monta su negocio cuando cierran los restaurantes y prepara las empanadillas para los clientes en la calle. En tres minutos, le pone un cuenco caliente en las manos.
– ¡Qué bien! Ya me gustaría tener una como ella en mi barrio -dijo Chen, que no ignoraba que el Viejo cazador tenía un segundo mote, el de Cantante de ópera de Suzhou, una alusión a un género de ópera en un dialecto del sur, conocido por la habilidad de los intérpretes a la hora de prolongar un relato mediante interminables digresiones-. ¿Y qué le ha dicho?
– Ahora se lo cuento -el Viejo cazador bebía su té con lentas demostraciones de placer-. Las historias hay que contarlas desde el principio. No sea impaciente, camarada inspector jefe. Ahora bien, en varias ocasiones, muy tarde por la noche, Jiao observó que un coche se estacionaba al frente de la calle, a unos tres o cuatro metros, y bajaba una mujer joven que se alejaba a toda prisa hacia la vivienda comunitaria en la entrada del pasaje Qinghe. El edificio quedaba a cierta distancia de donde estaba Jiao, de modo que no podía ver con claridad, y al principio tampoco prestaba mucha atención porque no era asunto suyo. Aun así, cada vez le picaba más la curiosidad. ¿Por qué el coche no se detenía justo enfrente? Era muy fácil de hacerlo. No es agradable para una mujer joven caminar toda esa distancia, sola, en la noche. Además, creo que Jiao estaba un poco irritada, dado que la joven nunca se acercaba a comprarle un plato de pastas. Una noche, movió la pequeña cocina al otro lado de la calle. Tenía permiso para instalar su negocio en la calle Hubei, así que no importaba dónde se situara, y el coche volvió a aparecer.
– ¿Vio a alguien más con Guan?
– A nadie, excepto al que conducía el coche.
– ¿Alcanzó a verlo?
– No demasiado bien. Él se quedó dentro.
– ¿Qué tipo de coche?
– Un coche elegante, blanco, quizá importado. La vieja no sabía de qué marca, pero al no tener la señal en el techo, no era un taxi.
– ¿Es posible que hubiera otra persona en el coche junto al conductor?
– No, ella cree que no. De hecho, está bastante segura de que había una sola persona en el coche.
– ¿Cómo puede estar tan segura?
– Observó algo que hacía Guan: siempre, antes de dirigirse a la vivienda comunitaria, se inclinaba por la ventanilla del conductor.
– ¿Por qué haría eso?
– Guan lo hacía para dar un beso largo y apasionado.
¡Ah!, ya entiendo.
Aquello comenzaba a sonar como una escena de una película romántica, pero es posible que la vendedora ambulante tuviese razón.
– Imaginación no le falta -dijo el Viejo cazador con una risilla-. Es una mujer endiabladamente lista.
– Perdone, tío Yu -le interrumpió Chen-. Por pura curiosidad, ¿por qué le ha contado todo esto?
– Bueno -prosiguió el Viejo cazador tomando deliberadamente unos sorbos de té antes de llegar al climax de su historia-, le contaré un secreto, pero que no lo sepa Guangming, ni nadie, y será suyo el mérito de haber encontrado a la testigo.
– No se lo contaré a nadie, pero el mérito seguirá siendo suyo.
– Es otro cuento largo. Después de jubilarme, decidí que no quería llevar una vida aburrida. He visto a demasiados policías jubilados cuidando de sus nietos y siguiéndolos a todas partes. Yo quería estar a solas conmigo mismo y recorrer diversos rincones de la ciudad que no había visitado en años. Shanghai ha cambiado mucho: las chabolas se han convertido en aparcamientos, los parques en fábricas, y unas cuantas calles han desaparecido por completo, pero no tardé en visitar todo. Para no estar sin hacer nada, empecé a trabajar como vigilante para el Comité de Seguridad del Distrito. Uno de los sectores que me asignaron fue el mercado en la calle Fuzhou.
Chen conocía bien esa parte de la historia. El inspector Yu le había contado todos los detalles. Al principio, el trabajo de vigilante parecía irle bien al anciano. El mercado libre era considerado políticamente "negro", porque entraba en competencia con el oficial, y el trabajo del viejo consistía en coger los cestos de bambú de los vendedores ambulantes y patearlos despiadadamente. Era un trabajo mal pagado, pero por lo visto el vigilante experimentaba un gran placer, luciendo su brazalete rojo y creyéndose un firme pilar de la justicia cada vez que ahuyentaba a un pobre campesino. Sin embargo, cuando los tiempos cambiaron y el mercado libre se convirtió en un complemento necesario del estatal, el anciano vio de pronto que desaparecía su razón de ser.
– ¿Sigue trabajando ahí?
– Sí. Las cosas cambian tan rápidamente hoy en día… Guangming y los demás querían que renunciara, pero sigo trabajando no por el dinero, sino por tener algo que hacer. Además, todavía hay muchos vendedores ambulantes que no se traen nada bueno entre manos, venden productos de mala calidad y cobran demasiado. Mi trabajo consiste en atraparlos con las manos en la masa. No es una actividad muy interesante, pero es mejor que nada. Tiene que haber alguien que los vigile.
– Ya entiendo -dijo Chen-› y creo que tiene razón. Así que hace su ronda en el mercado de Fuzhou.
– Me puedo apostar en cualquier sitio cerca del mercado o de su vecindario. En los días que corren, los vendedores ambulantes ya no tienen que limitarse a un mercado, así que, en los últimos tiempos, me he situado cerca del pasaje Qinghe. Pues, un día sorprendí a Jiao, la vendedora ambulante, rellenando sus empanadillas con carne de cerdo picada que no estaba fresca. Por algo así, le podrían quitar la licencia. Le dije que había sido policía y que mi hijo trabajaba en la comisaría.
Eso la asustó mucho. Pensé que habría oído hablar de la muerte de Guan, ya que tiene su negocio aquí en el barrio. Me hice un poco el despistado y le pedí que me diera alguna información sobre el caso, y tal y como sospechaba, me ofreció algo a cambio de que yo no la llevara a comisaría.
– Usted no está jubilado, fío Yu. Tiene mucha experiencia y recursos.
– Me alegro de que la información le sirva de algo. Si hace falta, la vieja declarará en el tribunal, yo me ocuparé de ello.
– Muchas gracias. No sé qué más decir.
– No tiene por qué. Adivine por qué quería verlo -dijo el Viejo cazador mirando su taza de té en lugar de mirar a Chen-. Todavía tengo algunos contactos, en la oficina y en otras partes. Soy un don nadie jubilado, así que la gente no tiene problemas para hablar conmigo.
– Desde luego, la gente confía en usted.
– Soy un viejo, y ahora ya nada me importa demasiado. Usted todavía es joven, y está haciendo lo correcto. Es un policía honrado, no quedan muchos como usted hoy en día, pero a algunas personas no les gusta ver que hace lo correcto. Me refiero a lo superiores.
Así que el Viejo cazador lo había llamado por una razón. Chen había contrariado a algunas personas en las altas esferas, y se comentaba. ¿Era probable que ya lo hubieran sometido a algún tipo de vigilancia?
– Esa gente es peligrosa. Le pincharán el teléfono o le pondrán micrófonos en el coche. No son lo que se llamaría principiantes, así que vaya con cuidado.
– Gracias, tío Yu. Eso haré.
– Es lo único que le puedo decir, y me alegro de que Guangming trabaje con usted.
– Sigo creyendo que la justicia triunfará.
– Yo también -dijo el Viejo cazador alzando su taza- Déjeme beber una taza de té para desearle éxito.
"Quizá sea mi último caso como inspector jefe si insisto en seguir adelante con la investigación", pensó Chen sombríamente, mientras salía del mercado del Templo de la Ciu dad, a esa hora abarrotado de público. Sin embargo, si cedía a la presión, tal vez fuera lo mismo, porque no podría verse a sí mismo como policía honrado o como un hombre con la conciencia tranquila.