CAPÍTULO 7

El inspector Yu se despertó temprano. Todavía adormecido, echó una ojeada al radio-despertador en su mesilla de noche. Acababan de dar las seis, pero él sabía que esperaba una jornada larga. Se levantó moviéndose con cuidado para no despertar a Peiqin, su mujer, quien se acurrucó contra la almohada con funda de toalla, arropada con un edredón a rayas que la tapaba hasta los tobillos, dejando ver los pies sobre la sábana.

Por regla general, Yu se levantaba a las siete, salía a hacer footing por la calle Jinglin, leía el periódico matutino, desayunaba, mandaba a Qinqin, su hijo, al colegio y luego se iba al trabajo. Sin embargo, aquella mañana decidió cambiar su rutina. Tenía algunas cosas en qué pensar y decidió correr por la calle del Pueblo.

Mientras trotaba al ritmo acostumbrado y aspiraba el aire frío de la mañana, tenía la mente absorta en el caso de Guan Hongying. En la calle reinaba el silencio, y unos cuantos ancianos practicaban sus ejercicios de tai-chi en la acera junto a la tienda de muebles Mar Oriental. Pasó junto a un lechero que, sentado en una esquina, tenía la mirada absorta en una pequeña caja de botellas reposada a sus pies y al que, quizá contando, se le podía oír murmurar.

No era más que un caso de homicidio entre tantos otros. Desde luego, el inspector Yu haría todo lo posible por resolverlo. No tenía reparos en dedicarse a ello, pero no le agradaba en absoluto el giro que cobraba la investigación. La política, siempre la maldita política. ¿Qué diferencia había entre una trabajadora modelo y una que no lo era cuando yacían desnudas entre las paredes de una sala de autopsias?

Según el informe preliminar de los grandes almacenes, en el momento de su muerte Guan no mantenía relaciones con nadie. Al parecer, durante todos aquellos años nunca había salido con nadie. No tenía tiempo para ello. Todo indicaba que debía considerarse un vulgar caso de violación y asesinato. El violador, un absoluto desconocido para ella, la habría asaltado sin saber quién era la noche del 10 de mayo y la habría matado en algún punto del camino hacia su lugar de vacaciones. Sin pruebas ni testigos, la investigación se anunciaba difícil. Les habían asignado casos de este tipo en el pasado, y a pesar de todos sus esfuerzos, no se había conseguido ningún resultado.

El inspector Yu tenía su propia teoría a propósito de los violadores. En su mayoría se trataba de reincidentes que no se detenían después de una o dos víctimas, por lo que tarde o temprano eran atrapados y condenados. A falta de pistas y pruebas concretas, la policía no podía hacer casi nada. Todo era cuestión de tiempo. Teniendo en cuenta lo que Guan había sufrido, el mero hecho de contentarse con esperar podría dar la impresión de que se lo tomaban demasiado a la ligera. Pero ¿qué otra cosa podía hacer un poli? El inspector Yu era un hombre concienzudo, se enorgullecía de ser un buen agente, muy distinto del resto, aunque sabía qué se podía hacer y qué no. Era una cuestión de prioridades. Así pues, la idea de que había supuestos factores políticos implicados en el caso era, en principio, de lo más descabellada.

Los chinos se quejaban de muchas cosas por aquellos días. Se lamentaban de la corrupción, del desempleo, de la inflación, de la escasez de vivienda, de los atascos y de otros asuntos por el estilo, pero ninguno de sus problemas estaba relacionado directa o indirectamente con Guan. Era cierto, Guan encarnaba a una trabajadora modelo de rango nacional y a toda una celebridad política. No obstante, ¿hasta qué punto su muerte podría afectar al sistema socialista de China? En el supuesto de de que presuntos contrarrevolucionarios hubiesen pretendido sabotear el sistema vigente, tendrían que haber escogido un blanco mucho más simbólico.

Yu estaba harto de la verborrea del Secretario del Partido, y aun así, tenía que interpretar el papel que le correspondía. Este caso podía ser decisivo para el objetivo de su carrera, por cierto bastante modesto: sólo pretendía llegar más lejos que su padre, Yu Shenglin, conocido como el Viejo cazador. El anciano, a pesar de haber sido un agente eficiente y experimentado, ahora no era más que un sargento jubilado con una pensión que apenas le alcanzaba para tomarse una tetera de té en El pozo del dragón.

Yu volvió de su recorrido jadeante y se limpió el sudor de la frente. Peiqin ya había puesto el desayuno en la mesa: un cuenco de sopa de fideos con carne y unas cuantas cebolletas.

– Es para ti -dijo-. Todavía está caliente. Yo ya he comido con Qinqin.

Peiqin llevaba una bata ligera. Se sentó con la espalda encorvada y los codos sobre la mesa, apoyando el mentón sobre las manos y mirándolo por encima de la sopa. Aunque era unos meses mayor que él, y honrando el antiguo refrán «Una esposa mayor sabe cuidar de su esposo», su largo pelo ondulado, que le caía sobre la espalda, la hacía más joven.

Los fideos eran sabrosos y la habitación estaba limpia. Qinqin ya se había vestido para ir al colegio. Llevaba un bocadillo de pollo y una manzana en una bolsa de plástico bien sellada. Yu se preguntaba cómo su mujer podía hacer tanto en tan poco tiempo.

No era fácil para ella, y no sólo en casa. Trabajaba como contable en un pequeño restaurante llamado Cuatro Mares, en un rincón apartado del barrio de Yangpu. Era el trabajo que le habían asignado después de volver a Shanghai con Yu. En aquella época, la Oficina de Jóvenes Instruidos asignaba empleos y tomaba decisiones sin tener en cuenta la educación, los deseos o el domicilio de los candidatos. Carecía de sentido protestar, porque tenía que ocuparse de los millones de antiguos jóvenes instruidos que regresaban a Shanghai. Cualquier oportunidad de trabajo era una bendición. Pero, desde la casa hasta el restaurante, Peiqin tenía que recorrer en bicicleta un trayecto de cincuenta y cinco minutos. Un viaje tortuoso, con tres o cuatro bicicletas a cada lado en las horas punta. El mes de pasado noviembre la calle estaba cubierta por la nieve caída durante la noche, y ella había resbalado. La bicicleta apenas había sufrido daños, una abolladura en el guardabarros, pero tuvo que recibir siete u ocho puntos de sutura. Aun así, Peiqin seguía usando la misma bicicleta, lloviera o nevara. Podría haber pedido un traslado a un restaurante más cercano, pero no lo había hecho. El Cuatro Mares funcionaba bastante bien y le proporcionaba muchos beneficios adicionales, ya que otros restaurantes del Estado eran gestionados tan deficientemente que las ganancias apenas alcanzaban para cubrir los gastos de asistencia médica de los empleados.

– Deberías comer más -reprochó a su marido-.

– Ya sabes que por la mañana no puedo comer demasiado.

– Tienes un trabajo duro. Me temo que este mediodía tampoco tendrás tiempo para comer. Al menos, yo tengo el restaurante.

Era uno de los gajes de ser policía… y una de las ventajas de trabajar en un restaurante como el suyo. Ella no tenía que preocuparse de la comida, y hasta en ocasiones se las arreglaba para traer algunos platos a casa, gratis, deliciosos y especialmente cocinados por el chef.

Aún no había acabado los fideos cuando sonó el teléfono. Ella lo miró y él esperó un poco antes de contestar.

– Hola, soy Chen. Siento llamarlo tan temprano.

– No importa -contestó Yu-. ¿Alguna novedad? ¿Algún cambio?

– Nada. Tampoco hay modificaciones en nuestro programa, excepto que el comisario Zhang quiere verlo esta tarde. Digamos que hacia las cuatro. Llámelo antes.

– ¿Por qué?

– El comisario Zhang insiste en que debe tener algo de que ocuparse. Quiere una entrevista y comparar luego sus notas con las suyas.

– No hay problema. Puedo empezar más temprano, pero ¿tendremos que hacer esto todos los días?

– Puede que yo sí. Como es el primer día, simplemente haga lo que le pida el comisario.

Yu colgó y miró a Peiqin mientras suspiraba.

– Me temo que hoy tendrás que ir tú al colegio a recoger a Qinqin.

– No importa -lo tranquilizó-, pero haces demasiado por tan poco.

– ¿Crees que no lo sé? Un agente de policía gana cuatrocientos veinte yuanes al mes y un vendedor de té gana el doble trabajando en la calle.

– Y ese inspector jefe tuyo… ¿cómo se llama? Todavía está soltero, pero ya tiene piso.

– Quizá me equivoqué al nacer -dijo Yu con tono pretendidamente humorístico-. Una serpiente nunca puede transformarse en dragón, no como inspector jefe.

– No, no digas eso, Guangming -advirtió Peiqin mientras comenzaba a recoger la mesa-. Tú eres mi dragón, nunca lo olvides.

Pero Yu estaba cada vez más preocupado. Guardó el periódico en el bolsillo del pantalón y salió rumbo a la parada de autobuses en la calle Jungkong. Había nacido el último mes del año del dragón, según el calendario lunar chino, supuestamente un año de suerte en el ciclo zodiacal. Pero de acuerdo con el calendario gregoriano, la fecha correspondía a los primeros días de enero de 1953, es decir, el comienzo del año de la serpiente, un fatídico error. Una serpiente no es un dragón, y nunca podrá tener la misma suerte, por lo menos no tanta como el inspector jefe Chen. No obstante, cuando llegó el autobús, la fortuna quiso que consiguiera un asiento junto a la ventana.

El inspector Yu, que había ingresado en la policía varios años antes que Chen y había resuelto varios casos, ni siquiera soñaba con llegar a inspector jefe. Un puesto a su alcance era el de jefe de equipo, pero también se lo habían quitado. En la brigada de asuntos especiales sólo era el ayudante del inspector jefe Chen.

Era la política la que había aupado a Chen por su expediente académico. En los años sesenta, según la lógica del camarada Mao, cuanto más instrucción tenía una persona, mayor era el riesgo político que representaba, pues estaba más expuesta a las corrientes ideológicas de Occidente. A mediados de los años ochenta, bajo el liderazgo del camarada Deng, la política de selección de cuadros había cambiado. Aquello tenía sentido, pero no necesariamente en el Departamento de Policía, y menos en lo referente al inspector jefe Chen. Sin embargo, a éste le habían dado primero el cargo y, después, el piso.

Aun así, Yu estaba dispuesto a reconocer que Chen, a pesar de su falta de experiencia, era un oficial de policía honrado y concienzudo, un hombre inteligente, con buenos contactos y dedicado a su trabajo. Eso ya era mucho tratándose de alguien del Departamento. El día anterior le habían impresionado sus opiniones críticas sobre el mito de los modelos.

Decidió que no se enfrentaría a Chen. Una investigación banal como esa podía llevar dos o tres semanas, y si conseguían resolver el caso por sí mismos, tanto mejor.

El aire se volvía cada vez más enrarecido en el autobús. Mirando por la ventana, el inspector Yu se dio cuenta de que estaba sentado ahí, como un tonto sentimental, compadeciéndose de sí mismo. Cuando el autobús llegó a la calle Xizhuang, fue el primero en apearse. Tomó un atajo por el parque del Pueblo, una de sus puertas daba a la calle Nanjing. La principal arteria de Shanghai se había convertido prácticamente en un inmenso centro comercial, desde el Bund hasta el templo de Yanan. Todo el mundo estaba de buen humor: los compradores, los turistas, los vendedores ambulantes y los mensajeros. Un grupo cantaba a las puertas del Hotel Helen. En el centro, una chica joven tocaba una melodía con una cítara antigua. Un cartel con enormes ideogramas exhortaba a los habitantes de Shanghai a fomentar los hábitos de higiene y a respetar el medio ambiente, absteniéndose de tirar basura y escupir en la calle. Unos trabajadores jubilados hacían ondear unas banderas rojas en las esquinas, dirigiendo el tráfico y regañando a los infractores. El sol había salido y brillaba sobre las rejillas de las escupideras encastradas en las aceras.

El inspector Yu pensó que él era igual que toda esa gente, pero era su protector. Más tarde se convenció de que aquello no era más que una ilusión que él confundía con la realidad.

Los grandes almacenes Número Uno se encontraban a medio camino de la calle Nanjing, en dirección al parque del Pueblo y frente a la calle Xizhuang. Como siempre, estaban repletos de gente, no sólo de shanghaineses, sino también de forasteros. Yu tuvo que pasar de lado entre el gentío de la entrada. La sección de cosméticos estaba en la primera planta. Yu se acercó y observó durante un rato, de espaldas a una columna. Había un hormiguero de gente reunida en torno a los mostradores. Grandes carteles de bellas modelos saludaban a las jóvenes compradoras, cuya manera de moverse se hacía aún más atractiva bajo la intensa luz. Las vendedoras, encantadoras con sus uniformes verdes de rayas blancas en medio de las luces de neón, enseñaban cómo se aplicaban los productos cosméticos.

Tomó el ascensor hasta la tercera planta, donde se encontraba el despacho del director general Xiao Chi. Xiao lo recibió en un despacho amplio, adornado de una variedad impresionante de premios y fotografías de marco dorado en las paredes. Yu observó que una de las fotografías era un retrato de Guan saludando al camarada Deng Xiaoping durante la Dé cima Reunión del Comité Central del Partido.

– La camarada Guan era un cuadro importante de nuestro establecimiento, un miembro leal del Partido -afirmó Xiao-. Su trágica muerte ha sido una triste pérdida para el Partido. Haremos todo lo posible para ayudarle en su investigación.

– Gracias, camarada director general -contestó Yu-. ¿Podría empezar por decirme lo que sabe de su trabajo?

– Guan era la encargada de la sección de cosmética. Llevaba doce años trabajando aquí. Concienzuda en su trabajo, asistía a todas las reuniones de grupo del Partido y ayudaba a los demás en todo lo que podía. Un modelo en todos los aspectos de su vida. El año pasado, por ejemplo, donó trescientos yuanes a las víctimas de las inundaciones en Jiangshu y respondió a las consignas del gobierno comprando, como todos los años, una gran cantidad de bonos del Estado.

– ¿Qué opinión tenían de ella sus compañeras de trabajo?

– Era muy eficiente. Una administradora competente, metódica y sumamente minuciosa. Las demás siempre tenían una opinión muy favorable de su trabajo.

– Una verdadera trabajadora modelo -resumió Yu consciente de que podría haber sacado la mayor parte de la información que le daba el director general Xiao de la ficha oficial de Guan-. Tengo que hacerle preguntas sobre otros aspectos.

– Sí, pregunte lo que quiera.

– El resto de las empleadas… ¿la apreciaban?

– Creo que sí, pero tendría que preguntárselo a ellas. No se me ocurre ningún motivo para lo contrario.

– Y, por lo que usted sabe, ¿no tenía enemigos en el establecimiento?

– ¿Enemigos? Vamos, camarada inspector Yu, ésa es una palabra muy fuerte. Puede que haya habido gente que no la quisiera demasiado. A todos nos pasa algo parecido. Puede que a usted también. Pero eso no le hace temer que vayan a asesinarlo, ¿no le parece? No, no diría que tuviera enemigos.

– ¿Y sabe algo de sus relaciones personales?

– De eso no sé nada -dijo el director general pasándose lentamente el dedo corazón por la ceja izquierda-. Era una mujer joven, nunca habló conmigo de su vida privada. Sólo hablábamos de trabajo, trabajo y trabajo. Era muy responsable con su doble posición de encargada y de trabajadora modelo de rango nacional. Lo siento, no puedo ayudarle en ese aspecto.

– ¿Tenía muchas amigas?

– Diría que no tenía muchas amigas íntimas en el establecimiento. Quizá no dispusiera de tiempo con tantas actividades y reuniones del Partido.

– ¿No había hablado con usted de sus planes para las vacaciones?

– Conmigo, no. Sus vacaciones no eran demasiado largas, de modo que no tenía por qué comentármelas. He preguntado a varias colegas suyas, pero tampoco les había dicho nada.

El inspector Yu decidió que había llegado el momento de hablar con las demás empleadas.

Le habían preparado una lista de nombres.

– Le contarán todo lo que sepan. Si hay algo más que pueda hacer, por favor, no deja de ponerse en contacto conmigo -concluyó Xiao con amabilidad-.

Para celebrar las demás entrevistas, le habían destinado una sala de reuniones formal que bien hubiese podido acoger a cientos de personas. Las empleadas esperaban en una sala contigua, a la que se entraba por una puerta de cristal. El inspector Yu las llamaría una por una. La primera fue Pan Xiaoxai, una amiga de Guan. Tenía dos hijos en casa, uno de ellos discapacitado, y debía volver a ocuparse de ellos a la hora de comida. Había estado sollozando en la sala de espera, dedujo Yu al ver sus ojos irritados.

– Es horrible -dijo con voz triste quitándose las gafas y limpiándose los ojos con un pañuelo de seda-. No puedo creer que Guan haya muerto…, quiero decir, una militante del Partido tan admirable… ¡Y pensar que el último día que ella vino yo tenía el día libre!

– Entiendo sus sentimientos, camarada Pan -convino Yu-. Por lo que sé, usted era una de sus amigas más cercanas.

– Sí, habíamos trabajado muchos años juntas…, seis años -se secó los ojos y sorbió sonoramente, como si quisiera demostrar la autenticidad de su amistad-. Hace diez años que trabajo aquí, pero antes estaba en la sección de juguetes.

Sin embargo, cuando Yu le preguntó por la vida personal de Guan, Pan tuvo que reconocer que su amistad con la fallecida no era tan estrecha. En todos esos años sólo había ido una vez a la habitación de Guan. En realidad, lo que más habían hecho era salir juntas a la hora de comer a mirar escaparates, comparar precios o compartir un plato de fideos con carne en el restaurante Sheng, al otro lado de la calle, pero nada más.

– ¿Alguna vez le preguntó usted sobre su vida personal?

– No, nunca.

– ¿Y cómo se explica eso? Eran buenas amigas, ¿no?

– Es que… ella tenía una actitud muy especial. Resulta difícil de definir. Era como si se situara al otro lado de una línea. Al fin y al cabo, ella era famosa en todo el país.

Al final de la entrevista, Pan miró a Yu a través de sus gafas manchadas por las lágrimas.

– Encontrará al culpable, ¿no?

– Desde luego.

La siguiente era Zhong Ailin, quien había trabajado con Guan la mañana del 10 de mayo. Enseguida empezó a dar la información que sabía.

– Camarada inspector Yu, me temo que no seré de gran ayuda. La mañana del día 10 hablamos muy poco, cruzamos dos o tres palabras como mucho. Me pareció que ella estaba bien. No me contó que se marchaba de vacaciones. Que yo recuerde, dijo que sólo se tomaría unos cuantos días de descanso, lo normal. Como responsable de la sección, a veces hacía horas extra y tenía derecho a días de vacaciones.

– ¿Le comentó algo más a lo largo de ese día o durante la semana?

– Como trabajadora modelo de rango nacional que era, siempre estaba ocupada, trabajando y ayudando a la gente de todo corazón, como sentenció el camarada Mao hace mucho tiempo, por lo que solía hablar con los clientes, no con nosotras.

– ¿Tiene alguna idea de quién puede haberla matado?

– No, ni idea.

– ¿Podría ser alguien que trabajaba con ella?

– No lo creo. No era una persona de trato difícil y cumplía muy bien con su trabajo.

Según Zhong Ailin, algunas colegas quizá le tuvieran envidia, pero era indudable de que Guan conocía el oficio y era una mujer decente en la que se podía confiar, política aparte.

– En cuanto a su vida fuera de la tienda -concluyó Zhong-, no sé nada, salvo que no salía con nadie…, y probablemente nunca haya salido con nadie.

Después de Zhong vino la señora Weng, a quien le había tocado el 10 de mayo el turno de tarde. La señora Weng empezó declarando que la investigación no le concernía en absoluto y que no había notado nada raro en Guan ese último día.

– No había nada diferente en ella -afirmó-. Puede que se hubiera pintado un poco los ojos, pero eso no significa nada. Tenemos muchas muestras gratis.

– ¿Qué más?

– Hizo una llamada.

– ¿A qué hora?

– Diría que hacia las seis y media.

– ¿Tuvo que esperar mucho antes de hablar?

– No, empezó a hablar enseguida.

– ¿Escuchó usted algo, por casualidad?

– No, fue muy breve -contestó-. Además, era asunto suyo, no mío.

A pesar de ello, la señora Weng habló más que las dos mujeres que la precedieron y se permitió dar su opinión, aunque no se le pidiese. Luego se puso a especular sobre cierta información que consideraba útil. Varias semanas antes, la señora Weng había ido con una amiga de Hong Kong al teleclub Dinastía. En un pasillo, medio a oscuras, vio a una mujer que salía de una sala privada con un hombre alto, casi recostada sobre su hombro. Llevaba la ropa desordenada, con varios botones desabrochados, tenía la cara roja y caminaba con paso vacilante. "Una de esas chicas desvergonzadas del karaoke", pensó la señora Weng. Una sala privada de karaoke era como un secreto a voces, casi un sinónimo de prácticas indecentes. En ese momento la señora Weng tuvo la impresión de que la chica se parecía a alguien que conocía. Puesto que la imagen de aquella mujerzuela borracha no coincidía en nada con la que le vino a la mente, tardó unos segundos en reconocerla. ¡Era Guan Hongying! La señora Weng no podía creerlo, pero sí le pareció que era ella.

– ¿ La vio más de cerca?

– Cuando creí reconocerla, ya había pasado de largo. No habría estado bien salir corriendo detrás de ella en un lugar como ése.

– Así que no está segura.

– No, pero esa fue la impresión que tuve.

La siguiente en la lista era Gu Chaoxi. Aunque Gu era unos quince años mayor que Guan, ésta la había formado en el establecimiento.

– ¿Recuerda haber notado algo raro en Guan antes de su muerte? -preguntó sin rodeos el inspector Yu-.

– ¿Raro? ¿Qué quiere decir?

– Por ejemplo, llegar tarde al trabajo, o irse a casa más temprano, o cualquier otro cambio especial que haya notado en ella.

– No, no que yo recuerde -respondió Gu-, pero es que todo ha cambiado muy rápido. Al principio, nuestra sección de cosméticos sólo tenía dos mostradores; ahora tenemos ocho, con una ingente gama de productos, muchos de ellos fabricados en Estados Unidos. Naturalmente, la gente también cambia, y Guan no era una excepción.

– ¿Puede darme un ejemplo?

– El primer día que vine a trabajar, hace siete años, Guan nos dio a todas un discurso, todavía lo recuerdo, sobre la importancia de seguir la tradición del Partido, de trabajar duro y llevar una vida sencilla. De hecho, ella se había propuesto no usar ningún perfume, ni llevar joyas. Sin embargo, hace unos meses vi cómo lucía un collar de diamantes.

– ¿Ah sí? ¿Y cree usted que eran diamantes auténticos?

– No estoy segura -dijo Gu-. No digo que tuviera algo de malo que llevara un collar, pero en los años noventa la gente ha empezado a cambiar. Otro ejemplo de lo que acabo de comentarle es que Guan se fue de vacaciones hace unos seis meses, creo que fue en octubre, y meses más tarde, en mayo, se marchó otra vez.

– Sí, llama la atención -convino Yu-. ¿Sabe usted donde fue en octubre?

– A las Montañas Amarillas. Me mostró unas fotos.

– ¿Viajó sola?

– Creo que estaba sola. En las fotos no salía nadie más.

– ¿Y esta vez?

– Yo sabía que se iba de vacaciones, pero no sabía dónde, ni con quién -repuso mientras miraba hacia la puerta-. Me temo que sea lo único que pueda decirle, camarada inspector.

A pesar del aire acondicionado, el inspector Yu sudaba copiosamente mientras miraba a Gu salir de la sala. Reconoció el malestar que solía experimentar antes de una jaqueca, pero tenía que seguir. Quedaban cinco nombres en la lista. Sin embargo, en las dos horas siguientes, la información que consiguió fue aún más escasa. Decidió reunir todas sus notas.

«El 10 de mayo Guan, como de costumbre, acudió al trabajo sobre las ocho. Su actitud era también, dentro de la normalidad, amable. Una auténtica trabajadora modelo de rango nacional con sus clientes y sus compañeras de trabajo. Comió en la cantina a las doce y tuvo una reunión con otros miembros del Partido hacia el final de la tarde. No les contó a sus compañeras adonde iba, aunque mencionó algo acerca de unas vacaciones. A las cinco podría haber vuelto a casa, pero como solía hacer, se quedó hasta tarde. Hacia las seis y media llamó por teléfono. No duró mucho, pero nadie sabe con quién habló. Después se marchó, al parecer a casa. La última vez que alguien la vio en el establecimiento fue hacia las siete y diez».

Era poca cosa, y el inspector Yu tuvo la impresión de que, con excepción de la señora Weng, cuya información no era demasiado fiable, las trabajadoras habían hablado de Guan con cierta cautela.

Hacía rato que había pasado la hora de comer, pero en su lista quedaba una persona que tenía el día libre. Salió de los grandes almacenes a las tres menos veinte. Compró un par de rollitos de carne de cerdo en un pequeño supermercado. Peiqin tenía razón al preocuparse por su costumbre de saltarse la comida de mediodía, mas no disponía de tiempo para pensar en una alimentación sana. La última persona en su lista se llamaba Zhang Yaqing y vivía en la calle Yunan. Trabajaba como administradora adjunta en la sección de cosméticos y había telefoneado para decir que estaba enferma. Según algunos empleados, hacía tiempo se la consideró una posible rival de Guan, pero se casó y su vida se hizo más anodina.

El inspector Yu conocía bien esa parte de la calle Yunan. Sólo quedaba a unos quince minutos de los grandes almacenes. Al norte de la calle Jinglin, la calle Yunan se había convertido en una próspera "avenida de las exquisiteces" con diversas cafeterías y restaurantes, pero hacia el sur apenas había cambiado con sus viejas casas destartaladas construidas en los años cuarenta, y sus cestos, fogones y fregaderos colectivos todavía visibles desde la acera.

Llegó hasta una casa de ladrillo gris, subió por la escalera y llamó a una puerta en el segundo piso. Una mujer le abrió de inmediato. Tenía poco más de treinta años, rasgos ordinarios pero finos, y el pelo corto y muy negro. Llevaba vaqueros y una blusa blanca arremangada por encima de los codos. Estaba descalza. Se la veía más bien delgada y sostenía un mocho para lavar el suelo.

– ¿Camarada Zhang Yaqing? -¿Si?

– Soy el inspector Yu Guangming, de la policía de Shanghai.

– Hola, inspector Yu, adelante. El gerente me ha llamado y me ha contado lo de su investigación.

Se dieron la mano. La de ella era fría y callosa, como las de Peiqin.

– Lo siento, estaba limpiando la habitación.

Era un cubículo de unos ocho metros cuadrados con dos camas y un tocador blanco. Había una mesa y sillas plegadas contra la pared, donde colgaba una fotografía ampliada de Zhang con un hombre grande y un niño pequeño sonrientes. El retrato de la familia feliz. Zhang sacó una silla, la desplegó y, con un gesto, lo invitó a que se sentase.

– ¿Quiere tomar algo?

– No, gracias.

– ¿En qué puedo ayudarle?

– Quisiera que me contestase a unas cuantas preguntas acerca de Guan.

– Sí, claro -dijo ella y se sentó en otra silla-.

Dobló las piernas como si quisiera ocultar sus pies desnudos.

– ¿Cuánto tiempo trabajó con Guan?

– Unos cinco años.

– ¿Qué opinión tiene de ella?

– Era una trabajadora modelo muy famosa, desde luego…, y también un miembro del Partido muy leal.

– ¿Podría ser un poco más concreta?

– Pues… políticamente era muy activa… y correcta… a la hora de seguir cualquier iniciativa lanzada por las autoridades del Partido. Esforzada, leal, apasionada… Como jefa de nuestra sección, era muy concienzuda y rigurosa en su trabajo. La primera en llegar y, a menudo, la última en irse. No diré que fuera muy fácil llevarse bien con la camarada Guan, pero ¿cómo podría ser de otra manera, tratándose de una celebridad política como ella?

– Ha mencionado sus actividades políticas. ¿Es posible que a raíz de ello se haya creado enemigos? ¿Alguien la odiaba?

– No, no lo creo. Ella no era responsable de los movimientos políticos. Nadie la culparía por la Revolución Cultu ral, y para ser justos, nunca llevaba las cosas demasiado lejos. En cuanto a si alguien pudiese odiarla por alguna cuestión personal, siento no poder decirle nada.

– Entonces, si me permite que le haga una pregunta – prosiguió Yu-, ¿qué piensa de ella como mujer?

– Me resulta difícil dar una opinión. Era una persona muy reservada, incluso hasta la exageración.

– ¿Qué quiere decir?

– Nunca hablaba de sí misma. Aunque cueste creerlo, no tenía novio, ni al parecer, amigos íntimos. Es algo que no entiendo. Vale que fuera una trabajadora modelo de rango nacional, pero no por ello tenía que dedicar toda su vida a la política. No en el caso de una mujer. Eso sólo quizá sucede en esas óperas modernas de Beijing. ¿Se acuerda usted de Madame A Qin?

Yu asintió, sonriendo. Madame A Qin era un personaje bien conocido de Shajiabang, una ópera creada durante la Re volución Cultural, cuando se consideraba que cualquier pasión romántica, incluso entre marido y mujer, debilitaba el compromiso político. En la ópera, Madame A Qin tenía el privilegio de no vivir con su marido.

– Quizá estuviera demasiado ocupada -aventuró Yu-.

– No digo que no tuviera una vida personal, más bien que intentaba disimularla. Somos mujeres, nos enamoramos, nos casamos y tenemos hijos. No hay nada de malo en ello.

– ¿De modo que no está segura de que nunca haya tenido una aventura?

– Le he dicho todo lo que sé, pero no me gusta cotillear sobre los muertos.

– Sí, le entiendo. Le agradezco su información.

Al levantarse, Yu volvió a lanzar una mirada por la habitación. Observó que sobre el tocador se desplegaba toda una variedad de frascos de perfume y esmalte de uñas, y barras de pintalabios, algunos de esas marcas que anunciaban glamorosas estrellas de cine en televisión. Era evidente que aquello estaba por encima de sus posibilidades.

– Sólo muestras -dijo ella, que había seguido su mirada-. De Número Uno.

– Por supuesto -asintió Yu y se preguntó si la cantarada Guan Hongying no habría optado por ocultar más discretamente sus cosméticos en un cajón-. Hasta luego.

La jornada no había sido del agrado del inspector Yu. No tenía gran cosa de qué hablar con el comisario Zhang, aunque en realidad, nunca habían tenido mucho de qué hablar. Llamó desde un teléfono público, pero Zhang no estaba en el despacho. Por lo menos se ahorraría el discurso político del viejo comisario. Decidió volver a casa.

No había nadie. Vio una nota en la mesa que decía «He ido a una reunión en el colegio de Qinqin. Caliéntate la comida».

Encontró un plato de arroz con tiras de pato asado y salió al patio a charlar con su padre, el Viejo cazador.

– Un caso de violación y asesinato a sangre fría -dijo el anciano frunciendo el ceño-.

Yu recordó la frustración sufrida por su padre a principios de los años sesenta, cuando había tenido que ocuparse de un crimen sexual parecido perpetrado en el arrozal de Baoshan. El cuerpo de la chica fue hallado casi de inmediato y la policía llegó al lugar en menos de media hora. Un testigo había visto al sospechoso y dio una descripción bastante precisa. Encontraron huellas frescas y una colilla. El Viejo cazador trabajó durante meses hasta altas horas de la noche, pero la investigación no condujo a nada concreto. Varios años más tarde, el culpable fue detenido mientras vendía retratos de la esposa de Mao que databan de su época de actriz de segunda categoría a principios de los años treinta, una diosa lasciva vestida con un camisón corto. En aquellos tiempos, un delito de ese tipo era causa más que suficiente para una condena a muerte. Durante el interrogatorio, el hombre reconoció el crimen cometido años antes en Baoshan. El caso, así como su inesperada solución, demasiado tardía como para servir de consuelo, habían dejado un recuerdo indeleble en el Viejo cazador.

Aquel caso era como un túnel en el que uno podía internarse eternamente sin esperanza de ver la luz.

– Ya sabes, nuestro Secretario del Partido ha insistido en posibles implicaciones políticas.

– Mira, hijo -prosiguió el Viejo cazador-, no me vengas ahora con cuentos. Como dice el refrán,«El caballo viejo conoce su camino». Si un caso de homicidio como ése no se resuelve en las dos o tres primeras semanas, la probabilidad de una solución se reduce a cero, con o sin política.

– Pero sabes de sobra que tenemos que hacer algo como brigada de asuntos especiales.

– Ya… brigada de asuntos especiales. Si fuera un asesino en serie, la existencia de tu grupo estaría más justificada.

– Lo mismo pienso yo, pero los de arriba no quieren dejarnos actuar, sobre todo el comisario Zhang.

– Tampoco me hables de tu comisario. No ha dejado de tocar las pelotas en treinta años. Nunca me he llevado bien con él. En cuanto a tu inspector jefe, entiendo por qué quiere continuar con la investigación: la política.

– Sí, es muy bueno cuando se trata de política.

– No me malinterpretes -dijo el anciano-. No estoy en contra de tu jefe; al contrario, creo que es un joven policía escrupuloso a su manera. Al menos, sabe que tiene el cielo por encima de la cabeza y la tierra bajo los pies. He trabajado años y años en el cuerpo y sé juzgar a un hombre.

Después de su conversación, Yu se quedó solo en el patio, fumando y dejando caer la ceniza en el cuenco de arroz vacío, en cuyo fondo los huesos del pato formaban una cruz. Encendió otro cigarrillo con la colilla del primero para luego seguir con un tercero, y así sucesivamente hasta casi convertirse en una especie de antena temblorosa, como si intentara recibir alguna información imperceptible del cielo.

Загрузка...