Cuando Chen llegó a la calle Hunan, creyó distinguir a un hombre de edad mediana vestido con una camiseta marrón, que le seguía los pasos a un ritmo constante, siempre a cierta distancia, pero sin perderlo nunca de vista. La presión de sentirse observado, de que alguien registrase todos sus movimientos y siguiese cada paso, era una experiencia nueva. No obstante, cuando entró en una tienda de alimentación, el hombre de la camiseta marrón pasó de largo. Chen suspiró aliviado, quizá estaba demasiado nervioso. Ya eran más de las cuatro. No tenía ganas de volver al despacho, por lo que decidió ir a casa de su madre, en una calle sin asfaltar, pequeña y tranquila, que daba a la avenida Jiujiang.
Se desvió de su camino para comprar un lechón asado en Bocados del Cielo, una charcutería nueva. La piel estaba bien dorada y tenía un aspecto crujiente, a su madre le gustaría. Aunque ya tenía más de setenta años, sus dientes aún estaban bien. Hacía días que no pensaba en ella, incluso se había olvidado de comprarle algún recuerdo en Guangzhou. Como hijo único, se sentía culpable.
Cuando divisó la casa, le pareció extraña, casi irreconocible, a pesar de haber vivido allí varios años con su madre y llevar sólo unos meses en su propio piso. La fregadera de cemento de la entrada estaba tan húmeda que había crecido verdín cerca del grifo. Las paredes, agrietadas, necesitaban una reparación en profundidad. En la escalera, a oscuras, olía a cerrado y en los rellanos había montones de cajas de cartón y cestos de mimbre, algunos llevaban años ahí. Vio la silueta de su madre recortada contra la luz que se filtraba por la cortina medio cerrada en la ventana del ático.
– Hace días que no llamas, hijo.
– Lo siento, madre. He estado muy ocupado estos días, pero siempre pienso en ti, y en esta habitación también.
La sala le era familiar, y sin embargo, extraña. Ella estaba de pie al lado del retrato enmarcado de su padre en los años cuarenta, con su toga y su birrete, sobre la cómoda destartalada, un joven estudiante de aspecto muy formal con un futuro prometedor. La foto brillaba con la luz. "Mi madre nunca se ha sobrepuesto a la muerte de su marido", pensó él, pero al parecer, se las arreglaba para ir al mercado todos los días, charlar con los vecinos y practicar sus ejercicios de tai-chi por las mañanas. En varias ocasiones, Chen había intentado darle algo de dinero, pero ella lo rechazaba. Insistía en que debía ahorrar para sí mismo.
– No te preocupes por mí -decía acentuando la última palabra-. Tengo muchas cosas que hacer. Hablo con tu tío por teléfono casi todos los días y miro la televisión por las noches. A partir de este mes, hay más canales.
Sólo había aceptado dos cosas de Chen: el teléfono y el televisor. En realidad, el teléfono no le pertenecía, la oficina lo había comprado y posteriormente instalado. Cuando estuvo a punto de mudarse, Chen pidió que le pusieran otro en el nuevo apartamento. En teoría, el inspector jefe debería haber renunciado al antiguo, pero insistió en la necesidad de hablar con su madre a diario. La mujer tenía más de setenta años y vivía sola. El Secretario del Partido Li dio su visto bueno con un simple movimiento de cabeza. Era como recibir un talón por tres mil yuanes. El teléfono en sí no era caro, pero con tanta gente en Shanghai en lista de espera, la instalación habría costado una fortuna, sin contar todos los documentos oficiales que se requerían para demostrar que era necesario. Para ella, el teléfono sería una ayuda muy valiosa para combatir la soledad, al igual que el televisor también. Chen lo había comprado a "precio oficial", lo cual significaba que todavía estaba al alcance de su salario. Él era el inspector jefe, no un "poli" cualquiera, y además, el administrador de la tienda lo conocía bien. ¿Y por qué no? Durante la Revolución Cultu ral, la casa de su padre había sido saqueada por los Guardias Rojos. A comienzos de los años ochenta, cuando sus pérdidas fueron tasadas, el valor, el de quince años antes, también se tasó según el "precio oficial". El anillo de oro de cinco quilates de su madre equivalía a menos de un tercio de lo que costaba un televisor en color.
– ¿Quieres un poco de té? -preguntó su madre-.
– Sí, de acuerdo.
– ¿Acompañado de un plato de bayas de espino espolvoreadas con azúcar?
– ¡Fantástico!
Chen cogió la taza y el plato de manos de su madre, y luego vio con asombro que ella se quitaba la flor de jazmín que llevaba en el pelo y la dejaba caer en su propia taza, en la que los pétalos flotaban en el líquido oscuro. Nunca había visto a nadie bebiendo té de jazmín de esa manera.
– A mi edad, creo que me puedo dar algún lujo. La flor sólo me ha costado veinte fengs.
– Té de flor de jazmín al natural. ¡Qué buena idea!
Chen se alegró de que no se le hubiera ocurrido poner la flor en su taza. Sospechaba que su madre nunca había dejado de preocuparse por el dinero. Su marido, a pesar de ser un académico de mucho prestigio, no le había dejado prácticamente nada, excepto los libros, que ella no se resignaba a vender. Como viuda de una persona importante, consideraba que estaba por encima de ello. Sin embargo, su pensión apenas alcanzaba para cubrir sus necesidades más básicas. De todos modos, acabaría desechando la flor de jazmín, que seguramente habría comprado dos o tres días atrás. Su madre hacía de la necesidad una virtud. Chen se prometió a sí mismo que, la próxima vez que viniera, le traería media libra de auténtico té de jazmín, el famoso té Nubes y Bruma de las Montañas Amarillas. Su madre dejó su taza y se reclinó en su mecedora de mimbre.
– Cuéntame cómo te van las cosas.
– Todo va bien.
– ¿Y qué hay de lo más importante en tu vida?
Era una pregunta que Chen conocía bien. Se refería a salir con una chica, casarse con ella y tener un hijo. Él siempre decía que estaba demasiado ocupado, lo cual era verdad.
– Pasan muchas cosas en la oficina, madre.
– Así que no tienes tiempo ni para pensar en ello. ¿Es eso? -inquirió la anciana, aunque la respuesta ya le fuera familiar-.
Él asintió con la cabeza, embargado por un sentimiento filial, a pesar del proverbio confuciano que decía «Tres son las cosas que impiden a un hombre ser un buen hijo, y no tener descendencia es la más grave de las tres».
– ¿Y qué hay de Wang Feng?
– Se va a reunir con su marido en Japón. Le estoy ayudando a conseguir el visado.
– Bueno -dijo ella sin que su tono de voz acusara decepción alguna-, puede que eso no sea malo para ti, hijo. En realidad, me alegro. Wang está casada, aunque sea sólo por escrito, ya lo sé. No romper el matrimonio de alguien es una decisión virtuosa. Buda te bendecirá por ello, pero desde que te separaste de esa chica de Beijing, Wang parecía ser la única que te importaba.
– Preferiría no hablar de ello, si te parece.
– ¿Recuerdas a Yan Hong, la periodista de la televisión? Ahora es muy famosa en los canales orientales. Todo el mundo habla de lo maravillosa que es. Una voz de oro, y un corazón de oro también. Me crucé con ella en los grandes almacenes Número Uno la semana pasada. Antes te llamaba por la noche, yo reconocía su voz, pero tú no le devolvías las llamadas. Ahora es una madre feliz con un hijo regordete, pero sigue llamándome tía.
– Nuestra relación era puramente profesional.
– ¡Venga! -repuso ella oliendo la flor de jazmín en su taza-, te has refugiado en el interior de una concha.
– Ya me gustaría tener una concha. Podría protegerme. En las últimas dos semanas he tenido muchas cosas de que ocuparme, y hoy es el primer día que he podido ausentarme un par de horas -intentó cambiar de tema-, así que he venido a verte.
– No te preocupes por mí -le advirtió-, y no cambies de tema. Con tu sueldo y tu posición actual, no deberías tener problemas para encontrar una mujer.
– Te doy mi palabra, madre. Encontraré una estupenda nuera para ti en un futuro cercano.
– No para mí, sino para ti.
– Sí, tienes razón.
– Espero que tengas tiempo para cenar conmigo.
– Siempre que no prepares nada especial para mí.
– No, de eso nada -se levantó-. Únicamente tengo que calentar unas cuantas sobras.
"No demasiadas sobras", sospechó Chen mirando en el pequeño aparador de bambú sujeto a la pared donde se guardaba la comida. A su madre no le alcanzaba para una nevera. Sólo cabían un pequeño plato de col en vinagre, un bote de tofu fermentado y medio plato de brotes de judías verdes. Sin embargo, un cuenco de papilla de arroz; y col sabían bastante bien después de una semana de manjares exóticos en compañía de Ouyang.
– No te preocupes, madre -añadió un poco de tofu al arroz-. Asistiré a un seminario del Instituto Central del Partido en octubre, y después, dispondré de más tiempo para mí.
– ¿Piensas trabajar de "poli" toda tu vida?
Chen no pudo evitarlo. La miró fijamente. Era una pregunta para la que no estaba preparado. Esa noche, no. Le sorprendió la amargura latente en sus palabras. Su madre no estaba contenta con su carrera, eso él lo sabía. Alimentaba la esperanza de que su hijo se convirtiera en académico, como su padre. Sin embargo, no había sido él quien escogiera la carrera de policía. Le sorprendía que tocara el tema ahora que lo habían ascendido a inspector jefe.
– Me ha ido bien, esa es la verdad -dijo dándole un golpecito en su mano de venas azulosas-. Ahora tengo despacho propio en la oficina, y también muchas responsabilidades.
– Entonces se ha convertido en tu carrera para toda la vida.
– Pues, eso no lo sé.
Al cabo de un rato, prosiguió:
– Me he estado haciendo la misma pregunta, pero todavía no tengo la respuesta.
Eso, al menos, era verdad. De vez en cuando Chen se preguntaba qué habría sido de su vida si hubiera continuado sus estudios de Literatura. Quizá sería ayudante o profesor adjunto en una universidad, donde podría enseñar y también escribir, una carrera con la que, en algún momento, había soñado. Pero en los últimos años su perspectiva había ido cambiando, pues la vida no era fácil para la gente, sobre todo en ese periodo de transición que vivía China, entre la política socialista y la economía capitalista. Puede que hubiera cuestiones más importantes, o al menos más urgentes, que la crítica literaria del modernismo y el posmodernismo.
– Hijo, todavía echas de menos esa otra vida, ¿no es así? El estudio, los libros, ese tipo de cosas…
– No lo sé. La semana pasada leía un ensayo crítico, otra interpretación sobre la mariposa que bate sus alas en Sueño en el pabellón rojo. La interpretación número treinta y cinco, reclamaba el autor muy ufano, pero ¿qué significa todo eso en la vida de nuestro pueblo hoy en día?
– Pero… ¿ya no te interesa la universidad de Tongji… o la de Fudan?
– Sí, claro, aunque no veo nada de malo en lo que estoy haciendo.
– ¿Trabajar de policía es una manera preferible de ganarse la vida?
"Sólo es un trabajo como otro cualquiera", pensaba Chen, y puede que la Literatura no fuera más que otro producto, como todo lo que se exhibía en los grandes almacenes. Si una carrera académica no le proporcionaba más que cierta seguridad económica y un nivel de vida propio de la clase media, ¿se sentiría más recompensado?
– No es eso lo que quiero decir, madre. Aun así, si en mi trabajo puedo hacer algo para impedir que un ser humano sufra abusos o sea asesinado por otro, entonces vale la pena.
No dijo más. No tenía sentido elaborar esa defensa, pero recordó lo que su padre le había dicho en una ocasión: «Un hombre está dispuesto a morir por aquel que lo estima, mientras que la mujer se hace bella por aquel que la estima». Una más de las citas de Confucio. Chen no era un admirador del sabio, si bien algunas de sus máximas lo habían marcado para siempre.
– Al parecer, te ha ido bastante bien en lo que se refiere a la política en el Partido -observó ella-.
– Sí, hasta ahora he tenido suerte.
Pero quizá su suerte estaba cambiando en ese mismo momento. Parecía irónico que, mientras defendía su elección profesional, hubiera olvidado pasajeramente el problema que pendía sobre su cabeza. No quería hablar de ello con su madre, bastante tenía ella con sus propias preocupaciones.
– Con todo, me gustaría decirte lo que pienso.
– Adelante.
– Tienes suerte y talento, mas tu temperamento no es el adecuado para ese tipo de profesión. Eres mi único hijo, lo sé, así que, ¿para qué insistir? Inténtalo con algo que realmente te guste.
Él ya había pensado en ello. «Cuando uno se esfuerza mucho en una tarea, ésta comienza a formar parte de uno mismo, aunque no sea agradable y se sepa que no es del todo real.» Eran las líneas que había escrito bajo el poema Milagro a esa amiga, allá lejos, en Beijing. Se podía aplicar a la poesía, y a la profesión de policía.