Sentada sola en una mesa en el Jardín Xishuang, mirando cómo desaparecían las burbujas en su vaso, Peiqin comenzaba a ponerse nerviosa. Por un instante, casi se había perdido en la magia de la noche, que le recordaba los tiempos pasados. Pero ahí estaba, en esa elegante sala con el suelo de bambú, las paredes de bambú y la decoración de bambú. Los camareros y camareras vestían vistosos atuendos de estilo dai. En un extremo del amplio salón, un grupo de músicos tocaba melodías dai sobre un pequeño escenario de bambú. Durante los años en Yunnan, cuando eran jóvenes instruidos, Yu a menudo la llevaba a presenciar las celebraciones en torno a los pabellones de bambú. Aquellas chicas bailaban con gracia, con sus brazaletes de plata brillando a la luz de la luna, y cantaban como alondras, con sus largas faldas floreciendo como sueños. En un par de ocasiones, los habían invitado a entrar en las casas, a charlar con sus dueños, instalados de cuclillas en un balcón de bambú y bebiendo de sus tazas de bambú. Sin embargo, ellos nunca habían bailado.
Peiqin sacó un pequeño espejo de su bolso y se miró en él. Era la misma imagen que había visto en casa, pero el espejo era demasiado pequeño. Se levantó para mirarse en uno más grande que había en la pared. Se recogió el cabello hacia un lado, y luego hacia el otro, y se observó desde distintos ángulos. "Agradable y presentable", pensó, aunque tenía la extraña sensación de que quien se contemplaba era otra, una desconocida con el vestido nuevo que le había prestado una amiga, dueña de una tienda de confección de ropa. Por cierto, un vestido muy ceñido en la cintura que acentuaba su figura esbelta. Sin duda, el viejo proverbio tenía razón: «Un Buda, aunque sea de arcilla, debe estar cubierto de oro». No obstante, mientras se sentaba, se dio cuenta de que su arreglo era demasiado formal. Observó que en la mesa de al lado varias chicas iban tan ligeras de ropa que se divisaba el coqueto meneo de sus pechos bajo sus blusas transparentes y sus camisetas escotadas. Algunas llevaban vaqueros raídos. Una de ellas lucía un pareo alrededor del cuerpo, como los vestidos de las jóvenes dai cuando se bañaban en el río.
Peiqin sentía que el pasado y el presente se entremezclaban. Entonces vio cómo Yu entraba y caminaba hacia ella. Imaginó que reconocía el crujir del bambú bajo sus pasos, aquel mismo ruido que acechaba años atrás en las largas noches de Yunnan. Yu llevaba un traje negro, una corbata con flores estampadas, gafas de sol y unos bigotes. Él también la vio y le sonrió. Ella iba a saludarlo cuando se dio cuenta de que no miraba en su dirección. Él fue a sentarse en el otro extremo del salón. Peiqin entendió que Yu no quería que lo vieran con ella en caso de que alguien lo reconociera. Se sintió más cerca de él que nunca. Era su propia integridad la que lo mantenía atado al caso, y en cierto modo, la mantenía a ella atada a él. Comenzó a sonar la música. Yu se acercó a una mesa cerca de la barra. Peiqin pensó que pediría una copa, pero él empezó a hacer gestos a una chica para invitarla a bailar, una chica alta que se levantó con aire de indiferencia y se puso a bailar, apretándose contra él, en la pista de baile. Yu no bailaba demasiado bien. Peiqin lo veía desde su asiento. Había asistido a un curso como parte de su formación profesional, pero nunca tuvo demasiadas ganas de practicar. La chica era casi tan alta como él. Llevaba un vestido negro suelto y zapatillas deportivas negras, y bailaba lánguidamente, como si acabara de dejar la cama. A pesar de la torpeza de Yu, ella se acomodó con toda facilidad, hasta que empezó a susurrarle al oído, frotando los pechos contra él. Él asintió y ella comenzó a chasquear los dedos y a mover las caderas.
Lasciva… desvergonzada… fresca… -masculló Peiqin-.
No podía culpar a Yu, quien no quería levantar sospechas quedándose quieto, pero no dejaba de ser desagradable tener que verlo. En el escenario de bambú, alguien cambió la música. El ritmo salvaje de la selva, al son de percusiones y flautas, brotó desde unos altavoces invisibles, y la gente se abalanzó hacia la pista. En la breve pausa antes del siguiente tema, Peiqin se acercó a la barra a pedir una copa. Yu estaba sentado, inclinado sobre la mesa, hablando con la chica alta, que le sonreía seductora. Tenía las piernas cruzadas y se le veía una parte de los muslos, de un blanco deslumbrante. Peiqin se quedó a sólo unos pasos, mirándolos sin pestañear. Sabía que se comportaba como una adolescente, pero se sentía incómoda, inexplicablemente incómoda.
De pronto, salido de la nada, se le acercó un joven de bigote oscuro. Apenas se inclinó, farfulló algo que parecía una invitación y la tomó de la mano antes de que ella pudiera reaccionar. Agitada y nerviosa por dentro, Peiqin lo siguió hasta la pista de baile y empezó a moverse junto a él, siguiendo mecánicamente el ritmo de la música mientras intentaba guardar una distancia entre los dos. Su compañero tenía unos veinticinco años, era alto, musculoso y bronceado, y vestía un polo y vaqueros de marca Lee. En la muñeca lucía una gruesa cadena de oro. No tenía mal aspecto, ni parecía un tipo pesado. ¿Por qué querría un joven como él bailar con una mujer de edad mediana? Peiqin estaba perpleja. Su aliento olía a cerveza.
– Es mi primera vez -dijo ella-. Nunca he bailado.
– ¡Venga, no cuesta nada! -deslizó la mano hasta su cintura-. No pares de moverte, deja que tu cuerpo acompañe a la música.
En su confusión, Peiqin lo pisó.
– Has olvidado decirme qué hacer con los pies -se disculpó-.
– Lo estás haciendo bien para ser la primera vez -le respondió con tono paternalista-.
Cuando la hizo girar a un ritmo cada vez más rápido, Peiqin comenzó a relajarse. Echó una mirada por encima del hombro de su compañero, y vio que la chica rodeaba a Yu por el cuello con sus brazos desnudos, como dos serpientes.
Bailas muy bien -comentó el joven cuando paró la música y le lanzó una gran sonrisa-.
Se alejó en busca de otra copa. Peiqin se sintió aliviada al ver que una chica se le acercaba y le tiraba de la cadena de oro. Peiqin se abrió paso entre el gentío y volvió a su mesa, intentando pasar lo más inadvertida posible, aunque eso no le impidiera vigilar a Yu en compañía de esa otra mujer. En ese momento, vio llegar al inspector jefe Chen con una pareja de extranjeros. De pronto, se imaginó viviendo una película que había visto hacía años. Daojin, la joven heroína, moviéndose al amparo de la oscuridad, pegando carteles revolucionarios en favor de Lu Jiachuan, un comunista que veneraba. Un callejón silencioso, perros ladrando por todas partes y las sirenas en la distancia. Aquella noche Daojin no entendía qué estaba haciendo, y Peiqin tampoco, pero le bastaba saber que era por su marido y que era lo correcto. La pareja de extranjeros también comenzó a bailar. A pesar de su edad, se movían con cierta gracia. Chen se quedó sentado en la mesa, solo, bajo la titilante luz ambarina de la vela. Chen era muy diferente de su marido, casi su contrario en todos los sentidos, y en cambio, habían trabado amistad. Se dirigió a la mesa de Chen. Vio su expresión de sorpresa, pero él se levantó enseguida.
– ¿Podría bailar con usted? -preguntó Peiqin-.
– Me siento honrado -añadió luego con un susurro de voz-. ¿Qué la ha traído por aquí?
– Las entradas que usted dio a Guangming. Él también está aquí, y quiere que yo hable con usted.
– Pero no debería haber… -Chen guardó silencio un momento antes de hablar en voz alta-. Es usted maravillosa.
Ella se dio cuenta de que la frase estaba destinada a otros oídos. Sonrió y le tomó la mano que él le tendía. Chen no bailaba tan bien como su primer compañero, aunque la pieza era un pasodoble, sensual y lento, nada complicado para ninguno de los dos. Ella puso en práctica lo que acababa de aprender, de modo que enseguida sintió que seguía el ritmo de la música de forma natural.
– Yu quiere que le diga algo -susurró Peiqin con la boca casi tocando el oído de Chen-. Ha hablado con un testigo que vio a Wu Xiaoming en el condado de Qingpu la noche del asesinato.
– ¿En el condado de Qingpu?
– Sí, en el condado de Qingpu, a unos ocho kilómetros de la escena del crimen, en una gasolinera de la localidad. Wu se detuvo a poner gasolina. El coche era un Lexus blanco, y el testigo es un empleado de la gasolinera que conoce bien las marcas de los coches. También tiene una copia de la cartilla de racionamiento que el conductor utilizó para pagar la mitad del importe. En ella quedó inscrita la matrícula del coche.
– ¡Es increíble!
– Y hay otra cosa…
– Está usted deslumbrante esta noche -sonrió con simpatía-, verdaderamente deslumbrante.
Gracias.
Peiqin se sonrojó a pesar de que sabía que el cumplido no le estaba destinado a ella. Aun así, era agradable escuchar esas palabras, sobre todo de parte de un hombre que había hecho saber que la apreciaba. Según Yu, el inspector jefe Chen había comentado en más de una ocasión la suerte que éste había tenido en la elección de su cónyuge. Luego se reprochó pensar en esas cosas. Sólo estaba colaborando con su marido en una tarea, y punto. ¿Qué sentimiento se había adueñado de ella? Era una mujer incorregible. Eso le pasaba por haber leído tanto Sueño en el pabellón rojo. Inclinó el mentón para disimular su sonrojo, pero tenía que reconocer que la velada era agradable y que se sentía más estimulada de lo esperado por el contacto de la mano del inspector jefe Chen en su cintura, como antes también había sentido un asomo de excitación cuando bailaba en brazos de aquel joven.
– Yu ha interrogado a Jiang Weihe y a Ning Ying -dijo a toda prisa-.
– ¿Ning Ying? ¿Y ésa quién es?
– Otra mujer que tuvo relaciones con Wu Xiaoming. Jiang le dio el nombre de Ning Ying a Yu.
– ¿Por qué?
– Jiang no sabía nada de la relación entre Guan y Wu. Ning fue la amiga de Wu después de que éste dejó a Jiang, así que ésta pensaba que Ning podría saber algo acerca de Guan.
– ¿Y sabía algo? -preguntó Chen mientras sonreía a una pareja que pasó bailando a su lado a punto de chocar con ellos-.
– No demasiado, pero Ning conoció a Guan en una de esas fiestas en casa de Wu.
– Es una maravilla como baila -le comentó mientras miraba, alerta, por encima de su hombro-.
– Gracias -volvió a sonrojarse-.
Ahora bailaban un tema rápido. El cambio incesante de las luces daba a la escena un toque de irrealidad. Peiqin intuía los reparos de Chen para estrecharla.
– Y hay más…
– Es un paso excelente.
– ¡Oh! -ignoraba a qué se refería-. ¿Cuál es el próximo?
– Déjeme que piense…
Era difícil conversar. Chen cambiaba de tema cada vez que se acercaba alguien. En la pista de baile, las parejas chocaban constantemente unas con otras, y Peiqin no estaba segura de que Chen escuchase sus susurros con la música a todo volumen. Después, Chen la presentó al estadounidense que había llegado con él.
– Es usted muy bella -dijo el hombre en chino-.
– Gracias -respondió en inglés-.
Durante varios años había aprendido inglés en la escuela nocturna, a pesar de no asistir a clases con regularidad. Lo hacía sobre todo pensando en su hijo, no quería sentirse como una ignorante cuando Qinqin hiciera los deberes. Se alegró de ver que era capaz de intercambiar unas cuantas frases sencillas con su interlocutor estadounidense. El inspector jefe Chen también bailó con otra mujer. Ella entendía que todo aquello era necesario para Yu y para ella misma.
Cuando volvió a su mesa, la bebida ya no estaba fría. Sacudió la cabeza con un movimiento leve en dirección a Yu. Se preguntó si él se percataría de su gesto o si entendería su significado, y se apartó un mechón de pelo de la frente con el dorso de la mano. En el escenario apareció una chica dai para anunciar que había llegado el momento de cantar con el karaoke. Entre varios empleados, instalaron una pantalla grande y se proyectaron las imágenes de una pareja de jóvenes amantes dai que jugaban y cantaban en un río, y simultáneamente, en la parte inferior de la pantalla aparecía la letra. Peiqin no sabía qué hacer, ni cómo entregar el resto de la información al inspector jefe Chen. Vio que éste hablaba con una camarera. La escuchó atentamente y luego intercambió unas cuantas palabras con la pareja de estadounidenses. Los dos asintieron con la cabeza. A Peiqin le sorprendió ver que el señor Rosenthal se acercaba a su mesa, seguido de Chen, que oficiaba de intérprete.
– ¿Querría cantar karaoke con nosotros en un reservado?
– ¿Qué?
– El profesor Rosenthal cree que necesitamos una pareja para el karaoke -dijo Chen-. También opina que habla usted inglés maravillosamente.
– No, nunca he estado en una fiesta de karaoke, y sólo puedo decir un par de frases sencillas en inglés -respondió Peiqin-.
– No se preocupe, yo serviré de intérprete. Así podremos hablar tranquilos en el reservado.
– ¡Oh!, ya entiendo.
Peiqin se había fijado en varias casetas de bambú en un lado del salón. Creía que formaban parte de la decoración, y ahora se daba cuenta de que eran pequeñas salas privadas.
Entraron en una con una gruesa moqueta, un televisor y una videoconsola fijada en la pared. Había dos micrófonos en una mesa junto a una cesta de fruta, y al lado, sofás de cuero. El público podía seleccionar sus canciones en la pantalla grande tras abonar una cierta cantidad, aunque con tanta gente, tendrían que esperar demasiado. También había mucho ruido de fondo.
– Entre el reservado y el servicio, supongo que debe ser muy caro -dijo Peiqin-. ¿Usted tiene que pagar?
– Sí, es caro -respondió Chen-, pero es una actividad de la delegación, paga el gobierno.
– Para nosotros, es la primera vez -comentó la señora Rosenthal-. El karaoke es muy popular en Japón, según nos han contado, y aquí parece que también lo es.
– Está relacionado con nuestra cultura -le explicó Chen-. Sería muy atrevido cantar delante de otras personas sin música de fondo.
– O quizá es que no cantamos nada bien -se excusó Peiqin, quien esperaba que Chen interpretara sus palabras-…, y con la música de fondo no se nota tanto.
– Sí, eso me parece mejor, porque yo no canto como una alondra, precisamente -bromeó la señora Rosenthal-.
Una camarera les trajo un programa con los temas, en inglés y en chino, con un número marcado debajo de cada título. Sólo tenían que pulsar en el mando a distancia. Chen escogió varias canciones para que los Rosenthal cantaran juntos. Cuando Peiqin y Chen se inclinaron para mirar la lista, fingiendo que hablaban sobre sus opciones, Peiqin consiguió por fin pasarle una copia de la cartilla de la gasolinera y de las cintas de la entrevista de Yu con Yang Shuhui, el empleado de la gasolinera, junto con las de Jiang y Ning. Chen escuchó atentamente el final de su relato, anotó algo en una servilleta y dijo:
– Pídale a Yu que no haga nada durante la conferencia. Yo me ocuparé de todo en cuanto acabe este trabajo.
– Yu quiere que actúe con mucha cautela.
– Eso haré -aseguró Chen-. No revelen esta información a nadie, ni siquiera al secretario del Partido Li.
– ¿Hay algo que pueda hacer entretanto? El Viejo cazador también quiere colaborar. Como agente de tráfico, ahora tiene de qué ocuparse, así que patrulla las calles en vez del mercado.
– No, no hagan nada ni usted ni el Viejo cazador. Es demasiado… peligroso -susurró Chen-. Además, usted ya ha hecho mucho. No sé cómo agradecérselo.
– No, no tiene por qué -respondió Peiqin-.
– Bueno, es probable que Lu vaya a menudo a su restaurante a probar los fideos.
– Tenemos muchos clientes regulares. Sabré cómo tratarlo.
Dejaron de hablar. El señor Rosenthal miraba su reloj y Chen anunció que una jornada muy intensa esperaba a sus huéspedes al día siguiente. Poco después, salieron de la sala privada. La gente comenzaba a abandonar el salón grande. Yu ya no estaba. Había llegado la hora. Quizá no era nada agradable para él ver que su mujer tenía tanto éxito con otros hombres, entre ellos su jefe y el viejo estadounidense. Peiqin se despidió del inspector jefe Chen y de los Rosenthal. Había sido una noche maravillosa para ella, si bien había echado de menos que Yu no hubiera bailado y cantado con ella. Un hombre pequeño se levantó de una mesa cerca de la entrada y siguió a Chen y a sus huéspedes cuando salieron del salón. Acaso sus sospechas eran exageradas, pero Peiqin se aseguró de que nadie la vigilaba antes de comenzar a buscar a Yu en la calle. La brisa de aquella noche de verano era agradable. Yu la esperaba bajo un cornejo en flor. Todavía llevaba puestas las gafas y fumaba un cigarrillo. A su lado había un coche negro. Sorprendida, vio cómo Shi Qong la saludaba desde el coche. Shi había sido una de sus compañeras en los años de Yunnan, y desde su regreso a Shanghai, trabajaba de chofer para una empresa petroquímica. No era el único coche que esperaba junto a la acera, ni tampoco era lujoso, un Dazhong, el producto de una empresa conjunta de un grupo de Shanghai y Volkswagen. Sin embargo, Peiqin lo consideró todo un detalle. Era el broche perfecto para aquella noche. Yu había dado muestras de mucho tacto al disponerlo así, tan romántico.
Nada hubiera sido más desagradable que subir a un autobús repleto de gente, en una noche de verano como esa, con su vestido prestado. La chica alta también salió y miró sonriendo a Yu con renovado interés, pero se alejó a grandes pasos al ver que éste le abría la puerta del coche a Peiqin.
– ¿Habéis pasado una noche maravillosa? -preguntó Shi-,
– Sí, gracias por tu coche.
– No hay de qué, lo he hecho con todo gusto. Tu marido dice que esta noche has tenido mucho éxito. No le ha quedado más remedio que esperar afuera.
– No, sólo quería salir a fumar un pitillo -precisó Yu con una sonrisa-.
En el camino, no habló del caso, y ella tampoco. Comentaron las canciones que habían cantado, aunque no juntos. Tenían que ser discretos ante terceros. Peiqin aprendía con rapidez. Ella le tocó suavemente la camisa blanca que llevaba puesta y que él mismo había planchado para la fiesta. Luego inclinó la cabeza hacia un lado fingiendo valorar con severidad el resultado.
– No está nada mal -frunció los labios con una mirada provocativa-.
Sólo necesitaba que Yu le estrechara la mano en el asiento trasero del coche.