CAPÍTULO 2

A las cuatro y media de aquel día el inspector jefe Chen Cao, responsable de la brigada de asuntos especiales de la División de Homicidios del Departamento de Policía de Shanghai, no sabía nada del caso.

Era un viernes por la tarde y hacía un calor sofocante. De vez en cuando él oía cantar a las cigarras en un álamo frente a la ventana de su flamante piso de una habitación, en la primera planta de un edificio de ladrillos grises. Desde su ventana divisaba el denso tráfico que avanzaba lento por la calle Huaihai, aunque lo suficientemente lejos para evitar el ruido. El edificio estaba bien situado, cerca del centro del barrio de Luwan. A pie, tardaba menos de veinte minutos en llegar a la calle Nanjing, al norte, o al templo del dios protector de la ciudad, al sur, y en las claras noches de verano podía oler la brisa penetrante que llegaba desde las riberas del Huangpu.

El inspector jefe Chen tendría que haberse quedado en el despacho, pero se encontraba solo en su piso, ocupado en la solución de un problema. Recostado en un sofá de cuero, con las piernas estiradas sobre una silla giratoria de color gris, estudiaba una lista escrita en la primera página de una pequeña libreta. Garabateó unas cuantas palabras, las tachó y se puso a mirar por la ventana. Bajo la luz de la tarde, observó cómo una enorme grúa se recortaba contra el perfil de una obra, a una manzana de distancia. El bloque de pisos aún no estaba terminado.

El problema al que se enfrentaba el inspector jefe, a quien acababan de asignarle un piso, era su fiesta de inauguración. Conseguir un piso nuevo en Shanghai era una ocasión digna de celebrar. Él mismo estaba encantado. Presa de un impulso repentino, había enviado las invitaciones, y ahora se preguntaba cómo entretener a sus invitados. Como le había advertido su amigo Lu, alias Chino de ultramar, no bastaría con preparar una simple cena. Un acontecimiento como ése merecía un banquete especial.

Volvió a repasar la lista de invitados. Wang Feng, Lu Tonghao y su mujer Ruru, Zhou Kejia y su mujer Liping. Los Zhou ya habían llamado para avisar que tal vez no irían, porque debían asistir a una reunión en la Universidad Normal del Este de China. Aun así, más le valía estar preparado para dar de comer a todos.

Sonó el teléfono, instalado sobre el archivador. Se acercó y cogió el auricular.

– ¿Diga? Soy Chen.

– Felicidades, camarada inspector jefe Chen -dijo Lu-. Mmmh, desde aquí huelo los aromas exquisitos de tu nueva cocina.

– Espero que no llames para decir que vas a llegar tarde, Chino de ultramar. Sabes que cuento contigo.

– Por supuesto que vamos. Sólo que al pollo del mendigo todavía le quedan unos minutos en el horno. Te garantizo que comerás el mejor pollo de Shanghai. Cocinado únicamente con agujas de pino de las Montañas Amarillas. Ya verás qué sabor tan especial. No te preocupes, por nada del mundo nos perderíamos la fiesta de inauguración de tu piso. Eres un tipo con mucha suerte.

– Gracias.

– No te olvides de poner unas cuantas cervezas en la nevera, y los vasos también. Notarás la diferencia.

– Ya he puesto media docena de botellas Qingdao y Bud, y no pondré a calentar el vino de arroz Shaoxing hasta que lleguéis. ¿Te parece bien?

– Pues ahora puedes considerarte casi un gourmet. Tal vez lo seas. Desde luego, no se puede negar que aprendes rápido.

Típico de Lu. Al otro lado del teléfono, Chen percibía en la voz de su amigo el entusiasmo que se apoderaba de él cuando había una cena de por medio. Nunca hablaba más de unos minutos sin que llevara la conversación a su tema predilecto, la comida.

– Con el Chino de ultramar como maestro, algo tenía que hacer.

– Esta noche, después de la fiesta, te daré una nueva receta -anunció Lu-. ¡Qué suerte, camarada inspector jefe! Tus grandes ancestros habrán quemado varas de incienso al dios de la Fortuna, y también al de la Cocina.

– La verdad es que mi madre lleva tiempo quemando incienso, pero no sé a qué dios en particular.

– Yo sí lo sé, a Guanyin. Recuerdo que en una ocasión la vi postrarse ante una estatua de tierra cocida. Habrá sido hace más de diez años, y se lo pregunté.

Según Lu, el inspector jefe Chen había caído bien en el regazo de la Fortuna, bien de cualquier otro dios de la mitología china que trajera suerte. Al contrario de la mayoría de los de su generación, y a pesar de ser un "joven instruido" que había terminado sus estudios en el instituto, a Chen no lo enviaron al campo a comienzos de los años setenta "para ser reeducado por los campesinos pobres y de clase media-baja". En su condición de hijo único, le permitieron quedarse en la ciudad, y él se dedicó a estudiar inglés por su cuenta. Al acabar la Revolución Cultural, Chen ingresó en el Instituto de Lenguas Extranjeras de Beijing con una muy buena nota en inglés en el examen de selección, para después conseguir un empleo en el Departamento de Policía de Shanghai. Y ahora, una prueba más de su suerte: en una ciudad superpoblada como Shanghai, con más de trece millones de habitantes, la escasez de vivienda era un problema grave. Sin embargo, le habían asignado un piso privado.

El problema de la vivienda en Shanghai tenía una larga historia. Durante la dinastía Ming, Shanghai no era más que una pequeña aldea de pescadores. Con el tiempo, se había convertido en una de las ciudades más prósperas del Lejano Oriente: empresas e industrias extranjeras brotaban como retoños de bambú después de una lluvia de primavera; y, como consecuencia, llegaba gente de todas partes. Bajo el dominio de los señores de la guerra en el norte y de los gobiernos nacionalistas, la vivienda no logró crecer al mismo ritmo que la población. Con la llegada de los comunistas al poder en 1949, la situación cobró un giro inesperado: el Presidente Mao fomentó las familias numerosas, llegando incluso a ofrecer ayudas alimentarias y guarderías gratuitas. Las consecuencias no tardaron en volverse desastrosas. Por aquel entonces, se obligaba a dos o tres generaciones de una misma familia a compartir una sola habitación de doce metros cuadrados. La vivienda pronto se convirtió en un problema candente para las "unidades laborales" del pueblo (es decir, empresas, oficinas, colegios, hospitales o comisarías de policía) que administraban una cuota anual de viviendas asignadas por las autoridades municipales y se encargaban de decidir a qué empleados se asignaban los pisos. La satisfacción de Chen se debía, en parte, a que había obtenido el piso gracias a la intervención especial de su unidad laboral.

Mientras preparaba el ágape y cortaba unos tomates para la guarnición, Chen recordó la canción que entonaban bajo el retrato del Presidente Mao en la escuela primaria, una canción que había sido muy popular en los años sesenta: La bondad del Partido me alegra el corazón. En su piso, en cambio, no había ningún retrato del Presidente Mao.

No era un piso lujoso. No tenía una cocina de verdad, sólo un pasillo estrecho con un par de fogones en un rincón y un pequeño armario fijado a la pared. Tampoco contaba con un auténtico cuarto de baño: un cubículo que daba justo para un retrete y una placa de cemento con una ducha de acero inoxidable. Por supuesto, nada de agua caliente. Ahora bien, había un balcón que podía servir de trastero para guardar baúles de mimbre, paraguas viejos y escupideras de cobre oxidadas, o cualquier cosa que no se pudiera dejar en la sala. Pero él no tenía ese tipo de objetos, de modo que en el balcón había puesto una silla plegable de plástico y un par de estanterías.

Le parecía que el piso se adecuaba a sus necesidades.

En el trabajo algunos se habían quejado de sus privilegios. Para quienes habían cumplido más años de servicio o tenían familias numerosas y seguían en la lista de espera, la reciente asignación de aquel piso al inspector jefe Chen era otra muestra de la injusta política de renovación de cuadros, y él lo sabía. Pero decidió no pensar en lo ingratas que eran esas protestas. Debía concentrarse en el menú de esa noche.

No tenía demasiada experiencia en preparar fiestas. Con un libro de cocina en la mano, se limitó a las recetas del capítulo Preparación fácil, pero hasta ésas exigían un tiempo considerable. No obstante, plato tras plato fueron apareciendo vistosamente en la mesa, lo que provocó que la sala se llenase de una agradable mezcla de aromas.

Hacia las seis menos diez ya había terminado. Se frotó las manos, bastante satisfecho con los resultados de su trabajo. Como platos principales, había callos en un lecho de verde napa, delgadas lonchas de carpa sobre unas finas hojas de/icai y gambas peladas al vapor con salsa de tomate. También había una bandeja de anguilas con puerros y jengibre que había encargado a un restaurante. Abrió una lata Meiling de cerdo al vapor y le añadió verduras para dejar preparado un plato más. Al lado puso una bandeja pequeña con rodajas de tomate y otra con pepinos. Cuando llegaran los invitados, haría una sopa con el caldo del cerdo en conserva y pepinillos.

Estaba buscando una olla para calentar el vino Shaoxing cuando sonó el timbre.

La primera en llegar fue Wang Feng, joven reportera del Wenhui, uno de los periódicos más influyentes del país. Atractiva, joven e inteligente, poseía todas las cualidades de una periodista de éxito. En ese momento no llevaba su maletín de cuero negro, sólo traía una enorme tarta de nueces.

– ¡Felicidades, inspector jefe Chen! -dijo-. Tienes un piso muy espacioso.

– Gracias -respondió Chen y le cogió la tarta-.

La invitó a conocer el interior en una breve visita de cinco minutos. Daba la impresión de que a Wang le agradaba el piso. Miró por todas partes, abrió las puertas de los armarios, entró en el cuarto de baño y se apoyó en la punta de los pies para tocar la tubería y la alcachofa de la ducha.

– ¡Y además tienes cuarto de baño!

– Ya ves, como todos los habitantes de Shanghai siempre he soñado con tener un piso en este barrio -comentó Chen y le ofreció una copa de vino espumoso-.

– Hay una vista maravillosa desde la ventana -prosiguió ella-. Parece un cuadro.

Wang se había apoyado en el marco recién pintado de la ventana, con los pies cruzados y una copa en la mano.

– Tú eres quien la convierte en un cuadro.

A la luz del atardecer que se filtraba entre las persianas de plástico, la tez de Wang parecía una porcelana de tonos mates. Tenía ojos claros y almendrados, lo "bastante alargados como para darle ese aire distinto. El pelo negro le caía por la espalda como una cascada. Vestía una camiseta blanca y una falda plisada, con un cinturón ancho de piel de cocodrilo que ceñía su cintura de "avispa emancipada" y que le realzaba los pechos.

"Avispa emancipada". Era una imagen inventada por Li Yu, el último Emperador de la dinastía Tang del sur y, además, poeta brillante que había descrito la belleza admirable de su concubina favorita en célebres poemas. Al Emperador-poeta le angustiaba la idea de que se rompiese su amante en dos si la estrechaba con demasiada pasión. Se decía que la costumbre de vendar los pies también había comenzado durante el reinado de Li Yu. «En cuestión de gustos, no hay nada escrito», pensaba Chen.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Wang-.

– «Con su fina cintura, ingrávida, baila sobre la palma de mi mano», pero el famoso verso de Du Mu no basta para rendirte justicia -dijo él, modificando la cita al recordar el trágico fin de la concubina imperial, la cual, tras la caída de la dinastía Tang, había muerto ahogada en un pozo-.

– ¿Más falsos cumplidos copiados de la dinastía Tang, mi inspector jefe poeta?

Ahora se parecía más a la elocuente mujer que Chen había conocido en las oficinas del diario Wenhui, y esa idea lo alegró. Wang había tardado mucho tiempo en superar el trauma de la huida de su marido, quien aprovechó un viaje de estudios a Japón para no volver a China cuando caducó su visado. Como era de esperar, para ella fue un golpe difícil de encajar.

– Sólo poéticamente -confesó Chen-.

– Con este piso nuevo ya no tienes excusa para seguir soltero -Wang vació su copa y echó hacia atrás su larga cabellera-.

– Bueno, preséntame a una chica.

– ¿Necesitas mi ayuda?

– ¿Por qué no? Si estás dispuesta a prestármela -cambió de tema-. Pero, cuéntame, ¿cómo te van las cosas? Quiero decir… con tu piso. Apuesto a que no tardarás en tener uno propio.

– Para eso tendría que ser inspector jefe, una estrella política en ascenso.

– Por supuesto -alzó su copa-. Te lo agradezco mucho.

Pero era verdad lo que decía, al menos hasta cierto punto.

Se habían conocido en un ambiente profesional. A Wang le asignaron un reportaje sobre los "policías del pueblo", y Li, el secretario del Partido en el Departamento de Policía de Shanghai, le mencionó el nombre de Chen. Cuando se entrevistó con él en su despacho, Wang mostró más interés por sus actividades nocturnas que por su trabajo durante el día. Chen había traducido varias novelas policíacas occidentales. A la periodista no le entusiasmaba demasiado el género, pero descubrió en ello una perspectiva novedosa para su artículo. Los lectores respondieron favorablemente a la imagen de un joven policía que «trabaja hasta altas horas de la noche traduciendo libros y ampliando los horizontes de sus conocimientos profesionales mientras la ciudad de Shanghai duerme plácidamente». El artículo despertó el interés de un viceministro en Beijing, el camarada Zheng Zuoren, quien creyó haber descubierto en Chen un modelo nuevo de policía. En parte gracias a las recomendaciones de Zheng, lo habían ascendido a inspector jefe.

Sin embargo, no era del todo cierto que Chen hubiera decidido traducir novelas policiales para enriquecer sus conocimientos profesionales. Se debía más al hecho de que, en aquellos tiempos, trabajando exclusivamente como agente, necesitaba más dinero. También había traducido una colección de poesía imaginista estadounidense, pero la editorial sólo le había ofrecido doscientos ejemplares en lugar de pagarle por la traducción.

– ¿Estabas tan segura de las motivaciones que tenía para traducir?

– Claro que sí, y así lo decía en ese artículo: el sentido de la dedicación de un policía del pueblo. Wang rió e inclinó su copa a la luz del sol. En ese momento ya no era la periodista seria que había hablado con él, muy erguida en su silla frente al escritorio de su despacho y tomando notas en una libreta. El tampoco era un inspector jefe, únicamente un hombre que disfrutaba de la compañía de una mujer en su propia casa.

– Ha pasado más de un año desde el día en que nos conocimos en aquel pasillo de las oficinas del Wenhui -dijo Chen llenando de nuevo las copas-.

– «El tiempo es un pájaro./Se posa y alza el vuelo» – contestó-.

Eran versos de un poema de Chen titulado Separación. Fue todo un detalle por su parte recordarlos.

– Te habrás inspirado en una separación que no puedes olvidar -prosiguió ella-. En la separación de una persona muy querida.

Su intuición no le fallaba. El poema estaba inspirado en su separación de una gran amiga que tenía en Beijing hacía años, una separación que todavía no olvidaba. Chen nunca se lo había contado a Wang. Ella lo miró por encima del borde de su copa y luego bebió un trago largo con ojos chispeantes.

¿Había un asomo de celos en su voz?

El poema había sido escrito hacía mucho tiempo, pero no quería hablar en ese momento de su significado.

– Un poema no tiene por qué versar sobre episodios de la vida del poeta. La poesía es impersonal. Como dijo T. S. Eliot, «La poesía no consiste en expresar una crisis emocional».

¿Qué has dicho? ¿Crisis emocional? -una voz animada interrumpió la conversación-.

Era Lu, el Chino de ultramar, quien tras cruzar el umbral, entraba ruidosamente en escena. Traía un enorme pollo de mendigo, y con su cara rubicunda y su cuerpo rollizo, era la expresión de la alegría en persona, una alegría realzada por su traje blanco a la moda, con una chaqueta de hombreras bastante gruesas y una llamativa corbata roja. Su mujer, Ruru, delgada como un junco de bambú y de rasgos angulosos, llevaba un vestido amarillo muy ceñido y traía una cacerola de cerámica de color púrpura.

– ¿De qué estáis hablando? -preguntó ella-.

Lu dejó la comida en la mesa y se tumbó en el flamante sofá de cuero. Los miró con una expresión llena de curiosidad.

Chen se ocupó en sacar el pollo de mendigo de su envoltorio, lo cual le dio una buena excusa para no contestar a la pregunta. Olía de maravilla. Al parecer, la receta nació cuando un mendigo cocinó un pollo envuelto en hojas de loto y arcilla enterrándolo en un lecho de brasas. El resultado era espectacular. Seguro que Lu había dedicado horas en prepararlo.

Chen se fijó en la olla de cerámica.

– ¿Qué es esto?

– Estofado de calamares con cerdo -explicó Ruru-. Lu me ha dicho que era tu plato preferido en el instituto.

– Camarada inspector jefe, cuadro del partido en ascenso y, por si fuera poco, poeta romántico -siguió Lu-, no necesitas para nada mi ayuda con ese nuevo piso, y menos aún con esta chica, bella como una flor, a tu lado.

– ¿Y ahora qué tonterías dices? -preguntó Wang-.

– Nada, sólo hablo de la cena… Huele deliciosamente. Creo que me va a dar algo si no empezamos enseguida.

– Siempre es así, con su viejo amigo se olvida de sus modales -explicó Ruru a Wang, a quien ya había visto en otras ocasiones-. Sólo el inspector jefe Chen sigue llamándolo Chino de ultramar.

– Son las siete -avisó éste-. Si el profesor Zhou y su mujer no han llegado a esta hora, es que ya no van a venir. Así que podemos empezar.

No había comedor. Con ayuda de Lu y Ruru, Chen instaló la mesa y las sillas plegables. Cuando estaba solo, comía en el escritorio, pero había comprado el conjunto de mesa y sillas plegables para ocasiones como ésa.

La cena fue un gran éxito. Chen había dudado de sus cualidades como cocinero, aunque los invitados acabaron todos los platos rápidamente. La sopa improvisada fue muy celebrada, y Lu incluso le pidió la receta.

Ruru se levantó de la mesa y se ofreció para lavar los platos en la cocina. Chen protestó, pero Lu intervino:

– No deberíamos privar a mi buena esposa de esta oportunidad, camarada inspector jefe. Deja que demuestre sus virtudes domésticas femeninas.

– Sois unos machistas -sentenció Wang y acompañó a Ruru a la cocina-.

Lu ayudó a Chen a recoger la mesa, guardó las sobras y preparó una tetera de té wulong.

– Tengo que pedirte un favor, viejo amigo -le dijo después de servirse una taza de té-.

– ¿De qué se trata?

– Siempre he soñado con montar un restaurante. Para tener éxito, lo más importante es la ubicación. He dedicado mucho tiempo a buscar un sitio. Ahora tengo una oportunidad única en la vida. ¿Conoces el restaurante La Ciudad del Marisco en la calle Shanxi?

– Sí, he oído hablar de él.

– Resulta que Xin Gen, el propietario, es un jugador empedernido. Juega día y noche. No se ocupa de su negocio. Todos sus cocineros son unos imbéciles. Y ahora el restaurante ha quebrado.

– Entonces, deberías intentarlo.

– Para estar tan bien situado, el precio que pide Xin es increíblemente bajo. De hecho, ni siquiera tengo que pagarlo todo, porque está desesperado. Me pide una entrada del quince por ciento. Así que, para empezar, sólo necesito un préstamo. He vendido los abrigos de piel que me dejó mi padre, pero todavía me faltan varios miles de yuanes.

– No podrías haber escogido mejor momento, Chino de ultramar. Acabo de recibir dos talones de la editorial Lijiang: uno por la reedición de El enigma del ataúd chino y el otro como adelanto por Pasos sigilosos.

En realidad, no era un buen momento. Chen había pensado en comprar algunos muebles para su piso nuevo. En una tienda de antigüedades, en Suzhou, había visto un escritorio de caoba de estilo Ming, quizá auténtico. Costaba cinco mil yuanes. Era caro, pero quizá fuese la mesa donde él escribiría sus futuros poemas. Varios críticos se habían quejado de su distanciamiento de la tradición de los clásicos de la poesía china, y tal vez ese escritorio antiguo le transmitiría mensajes del pasado, de modo que le había escrito a Liu, el editor jefe de la editorial Lijiang, pidiéndole un adelanto.

Chen sacó los dos talones, los firmó en el dorso, añadió un talón personal y se los entregó a Lu.

– Aquí tienes. Invítame cuando tu restaurante se haya convertido en todo un éxito.

– Te lo devolveré -respondió Lu-. ¡Y con intereses!

– ¿Intereses? Una palabra más de intereses y me devuelves los talones.

– Entonces, ven y conviértete en mi socio. Tengo que hacer algo, amigo mío. Si no, esta noche Ruru y yo tendremos una crisis.

– ¿De qué estáis hablando? ¿Otra crisis?

Wang había vuelto a la sala de estar, seguida de Ruru.

Lu no contestó. Se situó en la cabecera de la mesa, hizo sonar una copa con un palillo y comenzó un discurso:

– Tengo algo que anunciaros. Ruru y yo llevamos varias semanas trabajando para abrir un restaurante. Nuestro único problema era que no teníamos el capital. Ahora, gracias a un préstamo muy generoso de nuestro gran amigo, el camarada inspector jefe Chen, el problema acaba de solucionarse. El suburbio de Moscú, que así se llamará el nuevo restaurante, abrirá pronto. En realidad, muy pronto.

» Nuestros periódicos nos dicen que estamos empezando un nuevo período en la China socialista. Algunos viejos conservadores se quejan de que China avanza hacia el capitalismo en lugar de hacia el socialismo, pero ¿a quién le importa? Sólo son etiquetas, nada más que etiquetas. Si la gente disfruta de una vida mejor, es lo único que importa. ¡Y todos tendremos una vida mejor!

» Mi amigo también ha prosperado. No sólo ha sido ascendido a sus treinta y pocos años a inspector jefe, sino que además tiene un piso maravilloso. Y tenemos a una bella periodista que ha venido a la inauguración. ¡Que comience la fiesta!

Lu brindó con la copa en alto y puso una cinta en el radiocasete. Los acordes de un vals invadieron la sala.

– Son casi las nueve -dijo Ruru, que miraba su reloj-. No puedo tomarme la mañana libre.

– No te preocupes -contestó Lu. Llamaré y diré que estás enferma. Una gripe de verano. Y tú, camarada inspector jefe, ni una palabra sobre tu trabajo en la policía. Dejadme, sólo por una noche, ser un verdadero Chino de ultramar.

– Típico de Lu -sonrió Chen-.

– Un auténtico Chino de ultramar -añadió Wang-, bebiendo y bailando toda la noche.

Al inspector jefe Chen no se le daba demasiado bien el baile.

Durante la Revolución Cultural, lo más parecido a un baile para los chinos era la Danza de la Fidelidad. La gente golpeaba con los dos pies en el suelo al unísono para demostrar su fidelidad al Presidente Mao. Sin embargo, se decía que, incluso durante esos años, se celebraban numerosas fiestas en el interior de la Ciudad Prohibida. Se contaba que, en una ocasión, el Presidente Mao, quien bailaba estupendamente, «tenía las piernas entrelazadas con las de su compañera incluso después de haber acabado el baile». Nadie sabía si esta sabrosa anécdota era verídica o no, pero lo cierto era que, hasta mediados de los años ochenta, los chinos no podían bailar sin temor a ser denunciados a las autoridades.

– Más me vale bailar con mi leona -dijo Lu con cara de resignación-.

La elección de Lu no dejaba a Chen otra pareja que Wang.

Nada descontento, Chen se inclinó y cogió la mano que le tendía Wang. De los dos, ella era la que mejor bailaba, por lo que llevó la iniciativa en el espacio limitado de la sala. Giraba y giraba con sus tacones, algo más alta que Chen, y su pelo negro contrastaba con el blanco de las paredes. Para verla, Chen tenía que levantar la mirada.

Una suave y lánguida balada se elevaba en la noche. Wang dejó descansar la mano en el hombro de Chen. Al cabo de un rato, se quitó los zapatos.

– Estamos haciendo demasiado ruido -dijo mirándolo con una sonrisa radiante-.

– ¡Qué chica más atenta! -añadió Lu-.

– ¡Qué pareja más guapa! -recalcó Ruru-.

En efecto, Wang era muy atenta. Chen también estaba preocupado por el ruido. No quería que sus nuevos vecinos protestaran.

Ciertos pasajes de la canción exigían un lento pasodoble. La pareja no tenía que hacer ningún esfuerzo especial para seguir la melodía, que subía y bajaba como una ola que los transportaba. Wang se movía, ligera, con los pies descalzos, y su pelo rozaba a Chen en la nariz.

Al comenzar la melodía siguiente, él intentó tomar la iniciativa. Tiró de ella para hacerla girar, pero su movimiento fue tan súbito que Wang chocó contra él. Chen sintió el contacto de todo su cuerpo, suave y flexible.

– Tenemos que irnos -avisó Lu cuando terminó la canción-.

– Nuestra hija estará preocupada -agregó Ruru cogiendo la marmita que había traído-.

La decisión de Lu tenía algo de inesperada. Costaba creer que hacía sólo media hora se había declarado Chino de ultramar para toda la noche.

– Será mejor que yo también me vaya -avisó Wang separándose de Chen-.

– No, tienes que quedarte -dijo Lu sacudiendo enérgicamente la cabeza-. Cuando se inaugura una casa, no es correcto que todos los invitados se marchen al mismo tiempo.

Chen entendió por qué los Lu querían irse. El Chino de ultramar se definía a sí mismo como un intrigante y, al parecer, experimentaba un gran placer con esas maniobras suyas, siempre bienintencionadas.

Chen sintió una grata sorpresa cuando vio que Wang no insistía en irse con ellos. Al contrario, Wang cambió la cinta y puso una canción que él nunca había escuchado. Los cuerpos estaban ahora más juntos. Era verano. Chen sentía la suavidad de Wang a través de su camiseta, y las mejillas le ardían al contacto con su pelo. Wang se había puesto un perfume de esencia de gardenias.

– Hueles de maravilla -dijo Chen-.

– ¡Oh!, es el perfume que Yang me mandó desde Japón.

De pronto, el hecho de darse cuenta de que estaban solos y de que el marido de Wang estaba en Japón fue una coincidencia que contribuyó a aumentar la tensión que sentía Chen. Al dar un paso en falso, pisó a Wang en uno de sus pies descalzos.

– Lo siento mucho. ¿Te he hecho daño?

– No, la verdad es que me alegro de que no tengas experiencia.

– La próxima vez intentaré ser mejor pareja.

– Basta con que seas tú mismo -dijo ella-.

El viento amainó y dejó de agitar la cortina estampada con flores. Por la ventana entró un rayo de luna que iluminó el rostro de Wang. Era un rostro joven, lleno de vitalidad. En ese momento, Chen sintió que algo vibraba en su interior, una cuerda, una clavija, muy dentro de él.

– ¿Volvemos a empezar? -preguntó-.

Pero entonces sonó el teléfono. Sorprendido, Chen miró el reloj de pared. Muy a su pesar, soltó a Wang y cogió el auricular.

– ¿Inspector jefe Chen?

La voz le sonó familiar, pero por algún motivo, era como si le llegara de un mundo ajeno. Con un gesto de resignación se encogió de hombros.

– Sí, soy Chen.

– Soy el inspector Yu Guanming. Llamo para informarle de un caso de homicidio.

– ¿Qué ha pasado?

– Se ha encontrado el cadáver desnudo de una mujer joven en un canal, al oeste del distrito de Quingpu.

– Enseguida voy -dijo Chen mientras Wang apagaba la música-.

– Tal vez no sea necesario. Ya he inspeccionado la escena. No tardarán en llevar el cadáver al depósito. Sólo quería comunicarle que he ido yo porque no había nadie más en el despacho, y no he podido encontrarlo a usted.

– De acuerdo. Aunque la nuestra sea una brigada de asuntos especiales, debemos responder si no hay nadie más disponible.

– Entregaré un informe más detallado mañana por la mañana -le indicó el inspector Yu al cabo de unos segundos-. Le ruego me disculpe si lo he molestado a usted o a sus invitados… en su piso nuevo.

Seguro que Yu habría oído la música de fondo. A Chen le pareció detectar una nota sarcàstica en la voz de su ayudante.

– No tiene importancia. Si ya ha inspeccionado la escena del crimen, creo que podremos hablar de ello mañana.

– Entonces, hasta mañana. Y que disfrute de la fiesta en su nuevo piso.

"No cabe duda de que en el tono de Yu hay un dejo de sarcasmo", pensó Chen. Sin embargo, era una reacción comprensible de un colega que, a pesar de ser mayor, no había tenido suerte en la adjudicación de viviendas.

– Gracias -Chen se giró y vio a Wang, que ahora lo miraba desde la puerta. Se había puesto los zapatos-.

– Tienes cosas más importantes que reclaman tu atención, camarada inspector jefe.

– Es un caso nuevo, pero ya se han ocupado de ello -explicó él-. No tienes por qué irte.

– Será mejor que me vaya -dijo ella-. Es tarde.

La puerta estaba abierta. Se miraron cara a cara.

Detrás de ella se veía la calle a oscuras a través de la ventana del pasillo. Tras él, el interior del piso nuevo, iluminado por la luz de color blanco lirio.

Se abrazaron antes de despedirse.

Chen salió al balcón, pero no pudo ver la esbelta figura de Wang que se perdía en la noche. Sólo oyó un violín desde una ventana abierta en la esquina de la calle. Le vinieron a la mente dos versos de Cítara, de Li Shangyin:


«La cítara, sin motivo, tiene rotas la mitad de sus cuerdas.

Una cuerda, una clavija, que evoca recuerdos de los años mozos».


Li Shangyin era un poeta difícil de la dinastía Tang, sobre todo conocido por esos versos pareados poco comprensibles. Desde luego, no se referían al instrumento musical. ¿Por qué le habían venido tan súbitamente a la memoria esos versos? No lo sabía. ¿El asesinato? Una mujer joven, una vida destruida en la flor de la edad, las cuerdas rotas, los sonidos perdidos. ¿Había vivido sólo la mitad de su vida o había algo más

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