Era el cuarto día de la Conferencia Nacional de Oficiales de la Policía. Durante años, el hotel Guoji, situado en la esquina de las calles Nanking y Huanghe, desde donde se dominaba los barrios más céntricos de la ciudad, había sido el edificio más alto de Shanghai. Al inspector jefe Chen le habían dado una lujosa suite en la planta número veintidós. Mirando por la ventana hacia el Este, con la primera luz grisácea de la mañana, alcanzaba a ver el edificio de los grandes almacenes Número Uno junto a otros establecimientos en la calle Nanjing que formaban una pintoresca sucesión de inmuebles en dirección al Bund, pero Chen no estaba de humor para gozar de la espléndida vista. Se dio prisa en vestirse. Su tarea durante los últimos días había sido intenso. No sólo actuaba como representante del Departamento de Policía de Shanghai, sino que también era el anfitrión de la Conferencia y, como tal, debía coordinar todo tipo de actividades. Los representantes, en su mayoría, eran superintendentes o secretarios del Partido de otras ciudades. Chen debía alternar con ellos tanto en interés propio como en el de la oficina. Como consecuencia, apenas había tenido tiempo para pensar en la evolución del caso. Aun así, lo primero que había hecho esa mañana, como cada día desde que estaba allí, era escabullirse para ir a una cabina de teléfono al otro lado de la calle. Le había pedido a Yu que no lo llamara a la habitación, salvo si se trataba de una emergencia. Con los de Seguridad Interior moviéndose en segundo plano, tenían que actuar con suma cautela. A la hora acordada, marcó el número de Yu.
– ¿Cómo van las cosas? -preguntó-.
– Bien. ¿Sabía que la directora Yao Liangxia, esa vieja marxista, ha llamado a nuestra oficina? Ha dicho que la Co misión de Disciplina del Partido nos apoya firmemente.
– ¿Ha dicho algo el secretario del Partido Li?
– Anoche, el Comité del Partido de la oficina tuvo una conversación telefónica con el alcalde. Sólo estaban presentes el secretario del Partido Li y el superintendente Zhao. Una conversación a puerta cerrada. Supongo que se habló de política.
– He sabido que Li no quiere decir ni una palabra de esas reuniones. ¿Hay información de alguna otra fuente?
– Wang Feng nos ha llamado y nos ha dicho que mañana el Wenhui sacará un reportaje a toda página.
– ¿Por qué?
– ¡El juicio de Wu es hoy! ¿No se había enterado, inspector jefe Chen?
– ¿Qué? No me había enterado.
– ¡Increíble! Pensé que le informarían de inmediato.
– ¿Tendrá usted que presentarse en el tribunal?
– Sí, yo estaré ahí, pero Seguridad Interior se encargará de dirigir el espectáculo.
– ¿Qué tal con los de Seguridad Interior?
– Bien. Creo que se lo han tomado en serio. Están reuniendo toda la documentación, aunque en realidad, no han verificado algunas pruebas y testigos.
– ¿A qué se refiere?
– Por ejemplo, el camarada Yang, de la gasolinera. Les sugerí que lo llamaran para identificarlo y que declarase como testigo en el juicio, pero ellos han dicho que no será necesario.
– ¿Y cuál cree que será el resultado?
– Wu será castigado, de eso no hay duda. Si no, no tiene sentido todo este montaje. El juicio podría durar varios días.
– ¿Pena de muerte?
– Seguro que gozará de un indulto, con el viejo Wu todavía ingresado. Antes bien, La gente no lo consentiría menos que eso.
– Sí, creo que es lo más probable. ¿Qué más le ha contado Wang?
– Quería que le transmitiera sus felicitaciones, el Viejo cazador también, el saludo de un viejo bolchevique. «Viejo bolchevique», una expresión muy suya. Hacía años que no se la había oído.
– Sí que es un viejo bolchevique. Dígale que lo invitaré a la Casa del Medio del Lago. Tengo una deuda muy importante con él.
– No se preocupe por eso. Le he oído decir que será él quien invite. El viejo no sabe qué hacer con su paga de asesor.
– Se lo merece, después de treinta años en el cuerpo, por no hablar de su aportación a la solución del caso.
– Y Peiqin está pensando en otra cena. Esta vez será mejor, puedo asegurárselo. Acabamos de recibir un auténtico jamón de Yunnan. -El inspector Yu, que debería haber superado hacía años la emoción que un "poli" sentía después de cerrar un caso, no paraba de hablar-. Es una pena. Se está perdiendo lo mejor.
– Sí, tiene razón. He estado muy ocupado con la Confe rencia. Casi me había olvidado de que estoy a cargo del caso.
Colgó y volvió deprisa al hotel. Tenía que conferenciar por la mañana y asistir a una mesa redonda por la tarde. Al final de la jornada, el ministro Wen debía pronunciar el discurso de clausura. Al cabo de poco rato, Chen volvía a estar desbordado por las minucias del evento. Durante la pausa de mediodía, intentó telefonear de nuevo para enterarse del juicio, pero en el vestíbulo lo detuvo el superintendente Fu, del Departamento de Policía de Beijing, con quien estuvo media hora hablando. Luego se le acercó otro director, y durante la cena no tuvo ni un respiro, porque llegó el momento de agradecer la asistencia a todos los invitados con un brindis, mesa por mesa. Después de la cena, lo buscó el ministro Wen, deseoso de conversar con él. Finalmente, después de los largos discursos, ya bien pasadas las nueve de la noche, consiguió salir del hotel hasta otra cabina telefónica en la calle Huanpi. Yu no estaba en casa. Marcó el número del Chino de ultramar Lu. Wang Feng lo había llamado.
– Se ha puesto muy contenta por ti. Eso se notaba, hasta en su tono de voz. ¡Una chica realmente estupenda!
– Sí, así es.
Cuando volvió a su habitación, la camarera ya lo había arreglado todo. La cama estaba hecha, la ventana cerrada y la cortina corrida en parte. Había un paquete de Malboro en la mesilla de noche. En la pequeña nevera, vio varias botellas de Budweiser, lujos importados que se correspondían con sus funciones en ese encuentro. Todo daba a entender que ahora era un «cuadro importante». Encendió la lámpara de la mesilla de noche y miró la programación de la televisión. El hotel tenía servicio por cable, así que podía elegir diversas películas de artes marciales producidas en Hong Kong, pero no tenía ganas de mirar la televisión. Volvió a acercarse a la ventana y vio, una vez más, la silueta de los grandes almacenes Número Uno, cuyos rótulos luminosos la recortaban en la noche.
Si se hubiera presentado una emergencia, Yu lo habría llamado. Después de ducharse, se puso el pijama, abrió una Budweiser y empezó a leer el periódico. No era gran cosa, pero él sabía que no se dormiría. No estaba borracho, desde luego no tanto como Li Bai, un poeta de la dinastía Tang autor de unos versos en que describía cómo bailaba con su propia sombra a la luz de la luna. De pronto, oyó que llamaban quedamente a la puerta. No esperaba a nadie. Podía fingir que dormía, aunque sabía de historias sobre el personal de seguridad que entraba en las habitaciones a horas intempestivas.
– Sí, adelante -dijo resignado-.
La puerta se abrió.
Alguien se asomó, descalza, vestida con una bata blanca.
Chen se quedó mirando a la intrusa por unos segundos, situando la imagen en sus recuerdos, hasta que la reconoció.
– ¡Ling!
– ¡Chen!
– ¡Qué increíble, verte aquí! -no supo cómo continuar-.
Ella cerró la puerta. No había ni asomo de sorpresa en su rostro. Era como si acabara de salir de la antigua biblioteca en la Ciudad Prohibida, con un montón de libros bajo el brazo, mientras los gritos de las palomas resonaban en la distancia en el cielo despejado de Beijing. Como si acabara de salir del mural pintado en la estación de metro, una joven uigur con un racimo de uva en los brazos, un movimiento infinito, moviéndose sin moverse, ligera como un cielo de verano, con los pies descalzos y adornados con brazaletes, y los fragmentos de pan de oro que se desprendían del marco… Y Ling era la misma, a pesar del paso de los años, salvo que su largo pelo, que ya se había soltado, le llegaba hasta los hombros. Unos cuantos mechones formaban bucles sobre sus mejillas, si bien le daban un aire a la vez distendido e íntimo, y entonces Chen vio las ligeras arrugas en torno a los ojos.
– ¿Qué te trae por aquí?
– Una delegación de bibliotecarias de Estados Unidos. Les sirvo de guía. Te lo había mencionado.
Ling le había transmitido la posibilidad de acompañar a los delegados de las bibliotecas estadounidenses a las ciudades del Sur, pero no había nombrado Shanghai como uno de sus destinos.
– ¿Has cenado? -otra pregunta desafortunada, y Chen empezaba a irritarse consigo mismo-.
– No. Sólo he tenido tiempo para darme una ducha.
– No has cambiado.
– Ni tú.
– ¿Y cómo has sabido que me hospedaba aquí?
– Llamé a tu despacho. Alguien me lo dijo, creo que fue el secretario del Partido Li Guohua. Al principio, lo noté bastante reservado, así que le tuve que decir quién era. -¡Oh!
"Más bien, quién era su padre", caviló Chen… Ling sacó un cigarrillo. Él se lo encendió, cubriendo el mechero con el cuenco de la mano. Los labios de Ling le rozaron suavemente los dedos.
– Gracias.
Ling se acomodó en el sillón con gesto desenfadado. Cuando se inclinó sobre el cenicero para dejar la ceniza, la bata se le abrió ligeramente, y Chen tuvo una fugaz visión de sus pechos. Ella era consciente de su mirada, pero no la cerró. Se quedaron mirando fijamente a los ojos.
– Donde quiera que estés, te encontraré -dijo bromeando-.
Había sabido encontrarlo, sin duda. No tenía por qué ocultarle información a ella. Como HCS, Ling sabía manejarse. A pesar de la broma, Chen sintió que crecía la tensión entre los dos. Era ilegal que un hombre y una mujer compartieran una habitación de hotel sin un certificado de matrimonio. Los responsables de la seguridad del hotel tenían derecho a irrumpir en la habitación. En cualquier momento se escucharía un golpe en la puerta. «¡Control rutinario!» Algunas habitaciones incluso estaban equipadas con cámaras de vídeo ocultas.
– ¿Dónde está tu habitación?
– En esta misma zona de «huéspedes distinguidos», puesto que acompaño a la delegación de Estados Unidos. Los de seguridad no entran aquí.
– ¡Qué bien que hayas venido!
– «Es difícil encontrarse y también separarse. / El viento del Este ha amainado y las flores languidecen…» -Ling citaba los versos sobre los infelices amantes sabiendo lo que hacía, pues conocía la pasión de Chen por Li Shangyin-. Te he echado de menos -su rostro, aunque marcado por el cansancio del viaje, se suavizó bajo la luz-.
– Y yo a ti.
– Después de todos los años que hemos perdido -bajó la mirada-, esta noche estamos juntos.
– No sé qué decir, Ling.
– No tienes que decir nada.
– No puedes imaginar mi agradecimiento por todo lo que has hecho por mí.
– Tampoco digas eso.
– Sabes, la carta que escribí… No quería…
– Lo sé, pero quería hacerlo.
– ¿Y bien?
Ling lo miró y sus ojos perdieron el tinte de la timidez y se volvieron brumosos.
– Pues, estamos aquí. Así que, ¿por qué no? Me voy mañana por la mañana. No tiene sentido que nos reprimamos.
Una frase casi olvidada de Sigmund Freud, otra influencia occidental de su época universitaria, y quizá también la de ella. Chen vio que Ling se humedecía los labios con la lengua. Luego bajó la mirada hasta sus pies, y vio sus dedos arqueados y elegantes, perfectamente formados.
– Tienes razón.
Se giró para apagar la luz, pero ella lo detuvo con un gesto. Se levantó, se desató el cinturón de la bata y la dejó caer al suelo. Bajo la luz de la lamparilla, su cuerpo despedía un brillo de porcelana. Tenía unos pechos pequeños, y los pezones estaban erectos. Al instante, estaban tendidos en la cama, deseosos de borrar el tiempo que habían pasado separados, los largos años perdidos. No sólo él demostraba prisa, ella también. Los dos actuaban impulsados por una especie de desesperación que se iba apoderando de ellos. La única manera de acudir en socorro del pasado era ser fieles a sí mismos en el presente. Con un gemido de placer, ella le rodeó el cuello con ambos brazos y la espalda con las piernas. Se desplazó hasta quedar debajo de él y luego se arqueó hacia arriba, deslizándole por la espalda unos dedos largos y fuertes. Aquel apasionamiento lo excitó. Al cabo de un rato, Ling cambió de posición y se colocó encima. Dejó caer su largo pelo sobre la cara de Chen como una cascada y eso le provocó sensaciones que nunca había experimentado. Él se perdió en su cabellera. Ella se estremeció con el orgasmo de Chen, respirando aceleradamente el aliento entrecortado contra su cara, hasta que, de pronto, su cuerpo se volvió suave, húmedo, insustancial como las nubes después de la lluvia. Se quedaron tendidos en silencio, abrazados, sintiéndose muy por encima y más allá de la ciudad de Shanghai. Quizá debido a la altura del hotel, Chen inesperadamente creyó ver las nubes blancas entrar por la ventana, hasta encontrar el cuerpo de Ling cubierto de sudor bajo la luz tenue de la luna.
– Nos estamos convirtiendo en nubes y lluvia -recordó la antigua metáfora-.
Ella asintió con un gemido ronco, con la cabeza apoyada en su pecho, mirándolo, con su pelo negro derramándose sobre él. Los pies se rozaron. Chen le tocó suavemente el dedo gordo arqueado y sintió un granito de arena entre sus dedos. Arena de la ciudad de Shanghai, no del conjunto del Mar del Sur en la Ciudad Prohibida.
El ruido de unos pasos en el pasillo rompió aquel momento de intimidad. Chen oyó a un empleado del hotel que buscaba entre un manojo de llaves. Una llave que giraba, una vez, sólo una, en la puerta de enfrente. La tensión agudizaba aún más sus sensaciones. Ella volvió a acurrucarse contra él. Había algo en los rasgos de Ling, claros y serenos, que él nunca había visto. El cielo nocturno del otoño en Beijing, en cuya inmensidad el Pastor y la Tejedora se miran y, entre los dos, un puente de urracas negras que cruza la Vía Láctea. Volvieron a abrazarse.
– Ha valido la pena esperar -dijo ella después con voz suave para luego quedarse dormida a su lado mientras las estrellas susurraban en el exterior-.
Chen se levantó, cogió una libreta de la mesilla de noche y empezó a escribir. La luz de la lámpara caía como una cascada sobre el papel. El silencio a su alrededor parecía respirar con vida propia. Entre las imágenes que fluían con fuerza hacia su pluma, se giró para mirar el bello rostro de Ling en la almohada. La inocencia de sus claros rasgos, de la noche profundamente azul suspendida por encima de las luces de Shanghai, lo traspasó como una ola cargada de significado. Tenía la sensación de que los versos manaban hacia él desde un poder superior. Era una casualidad que estuviera ahí, con la pluma en la mano… Se quedó dormido sin darse cuenta.
El timbre del teléfono en la mesilla de noche lo despertó de golpe. Cuando, pestañeando, se arrancó a sí mismo del sueño, se percató de que Ling ya no estaba a su lado. Las almohadas blancas, todavía suaves, estaban arrugadas contra la cabecera como nubes en la primera luz del alba. El teléfono seguía sonando, agudo y estridente, a esas horas tempranas de la mañana como una premonición. Chen lo cogió.
– Inspector jefe Chen, todo ha terminado -era Yu, y parecía algo crispado, como si tampoco hubiera dormido-.
– ¿Qué quiere decir «todo ha terminado»?
– Todo. Se ha acabado el juicio. Wu Xiaoming ha sido condenado a muerte, culpable de todos los cargos, y lo ejecutaron anoche. Hace unas seis horas. Se acabó.
Chen miró el reloj. Unos minutos después de las seis.
– ¿Wu no ha intentado apelar?
– Es un caso especial. Las autoridades del Partido así lo han dispuesto. No tenía sentido hacerlo. Wu lo sabía perfectamente. Su abogado también. Un secreto a voces para todo el mundo. Con o sin apelación, nada habría cambiado.
– ¿Y lo ejecutaron anoche?
– Sí, unas horas después del juicio, pero no me pregunte por qué, camarada inspector jefe.
– ¿Y qué ha pasado con Guo Qiang?
– Ejecutado también, a la misma hora y en el mismo lugar.
– ¿Qué? -Chen se sentía abrumado por el impacto de la noticia-. Guo no era culpable de ningún asesinato.
– ¿Sabe cuál ha sido la acusación más grave contra Wu y Guo?
– ¿Cuál?
– Crimen y corrupción por la influencia burguesa de Occidente.
– ¿Puede ser un poco más concreto, Yu?
– Claro que sí, pero podrá leer toda la comidilla en los periódicos. Seguro que habrá titulares en letras rojas. Saldrá en el Wenhui. Ahora forma parte de una campaña nacional contra la CCB, o sea, «Corrupción y Crímenes Burgueses». El Comité Central del Partido ha lanzado una campaña política.
– ¡De modo que, al final, ha acabado siendo un caso político!
– Sí, el secretario del Partido Li tiene razón. Es un caso político, como dijo él desde el principio -Yu no se molestó en disimular la amargura en su voz-. Se dirá que hemos hecho un trabajo excelente.
Chen bajó. Volvió a ver a Ling en el vestíbulo del hotel. Varios miembros de la delegación de Estados Unidos se habían reunido en torno a la recepción y admiraban un pergamino de Suzhou de la Gran Muralla bordado en seda. Ling traducía. Al principio, no se fijó en él. Bajo la luz matutina, parecía pálida, con las ojeras muy marcadas. Chen no sabía en qué momento había salido de la habitación. Ling vestía una falda qi de color rosa, con cortes laterales que dejaban ver sus piernas bien torneadas. Llevaba un pequeño bolso de mimbre colgando del hombro y un maletín de bambú en la mano. Una oriental entre occidentales. Estaba a punto de marcharse con los invitados. Mientras la miraba, envuelta en un rayo de luz de la mañana, Chen se sintió lleno de gratitud. Ella seguía ocupada. En cuanto quedó libre, él preguntó:
– ¿Me llamarás cuando vuelvas a Beijing?
– Claro -y después de una pausa-…si te parece bien.
– ¿Cómo puedes preguntarme eso? Has hecho tanto por mí…
– No, no digas eso. No me he sentido obligada.
– Entonces nos veremos en Beijing en octubre, o quizá antes.
– ¿Recuerdas el poema que me recitaste esa tarde en el parque del Mar del Norte?
– ¿Aquella tarde? Sí.
– Eso significa que sólo son unos cuantos meses.
Se le acercó una mujer pequeña de la delegación de bibliotecarios. Sufría de una leve cojera.
– ¿Hemos terminado?
– Sí, he terminado lo que vine a hacer -miró a Chen antes de ir a reunirse con los miembros de la delegación-.
Afuera, la mañana era clara y soleada. Un minibús gris esperaba al grupo en la calle Nanjing. Ella fue la última en subir, cargando una maleta de cuero de alguien. Al partir, bajó la ventanilla y le hizo señas con la mano. Él se quedó mirando el minibús mientras se alejaba. «He terminado lo que vine a hacer» era lo que había dicho. ¿A qué había venido? Él habría deseado decir lo mismo, pero no podía. Había sucedido, y quizá no volviera a suceder nunca más. Él no lo sabía, aunque sí comprendía que nunca nos bañamos en el mismo río.
Tuvo que volver corriendo al hotel. Algunos delegados ya se marchaban. Como anfitrión, tenía que despedirse de ellos y entregar diversos regalos en nombre del Departamento de Policía de Shanghai. Mientras repartía sonrisas y estrechaba manos de uno u otro delegado, averiguaba que le habían asignado esas tareas en el Hotel Guoji para mantenerlo apartado.
«El orden de los actos ha sido planeado y nada puede impedir la caída final del telón.»
Hacia mediodía tuvo un respiro y bajó al quiosco de prensa en el vestíbulo. Había varias personas reunidas en torno a los periódicos, leyendo por encima del hombro del vecino. Cuando Chen se acercó, vio los grandes titulares en rojo:
«Corrupción y crimen por la influencia burguesa de Occidente.»
En el Diario del pueblo había un editorial a toda página sobre el caso Wu. Lo que le pareció más absurdo a Chen era que ni siquiera se mencionara el nombre de Guan, otra de las víctimas sin nombre. El homicidio era abordado como la consecuencia inevitable de la influencia burguesa de Occidente. Tampoco mencionaban el nombre del inspector jefe Chen, probablemente con buenas intenciones, como había explicado el secretario del Partido Li. Sin embargo, citaban al comisario Zhang como representante de los cuadros veteranos decididos a llevar adelante la investigación, cuyo compromiso ilustraba una demostración de la firmeza del Partido. No son las personas las que hacen las interpretaciones, sino las interpretaciones las que hacen a las personas. El editorialista concluía con un fuerte tono de fuente autorizada:
«Wu Xiaoming nació en una familia de cuadros superiores, pero bajo la influencia burguesa de Occidente, se convirtió en un criminal. La lección es clara. Debemos estar siempre alerta. El caso demuestra la firmeza de nuestro Partido en la lucha contra la corrupción y el crimen transmitidos por las influencias burguesas de Occidente. Los criminales, sea cual fuere su origen familiar, serán castigados en nuestra sociedad socialista. La imagen pura de nuestro Partido jamás será mancillada.»
El inspector jefe Chen no quiso seguir leyendo. Había otra noticia más corta, pero también en la primera página, sobre la Conferencia, y su nombre aparecía entre los cargos importantes que asistían a ella. Vio que algunas personas hablaban delante del quiosco de la prensa. Se habían enfrascado en una acalorada discusión.
– ¡La facilidad con que esos HCS ganan un montón de dinero! -dijo un hombre alto vestido con una camiseta blanca-. Mi empresa tiene que solicitar todos los años una cuota de exportación de productos textiles, aunque es muy difícil conseguir el permiso, así que mi jefe va a ver a un HCS, y el muy hijo de su madre sólo tiene que coger el teléfono y hablar con el ministro en Beijing. «Ay, querido tío, todos te echamos tanto de menos. Mi madre siempre habla de tu plato favorito… Por cierto, necesito una cuota de exportación. Por favor, ayúdame a conseguirla», y al poco rato este sobrino consigue su cuota en un fax firmado por el ministro, pero claro está, nos la vende por un millón de yuanes. ¿Usted cree que es justo? En mi empresa van a despedir a la tercera parte de los trabajadores, y les pagan sólo ciento cincuenta al mes «a la espera de nuevo destino». ¡Ni siquiera les alcanza para comprar una tarta de luna a sus hijos en las Fiestas de Otoño!
– Es mucho más que las cuotas, jovencito -le respondió otro hombre-. Consiguen esos altos puestos como si hubieran nacido para reinar sobre nosotros. Con sus contactos, su poder y su dinero, no hay nada que no puedan conseguir. Por lo visto, había varias actrices conocidas implicadas en el caso. Todas desnudas como blancas ovejas, triscando y berreando toda la noche. Wu no ha perdido el tiempo mientras estuvo vivo.
– Pues yo he oído que Wu Bing sigue en coma en el hospital de Huadong -intervino un hombre mayor que no parecía muy contento con el giro que cobraba la discusión-.
– ¿Quién es Wu Bing?
– El padre de Wu Xiaoming.
– Mejor para el viejo -dijo el hombre de camiseta blanca-. No tendrá que asistir a la humillación de la caída de su hijo.
– ¿Y qué? El padre debería ser responsable de los crímenes del hijo. Me alegro de que, por una vez, nuestro gobierno haya tomado una decisión justa.
– ¡Venga!, ¿usted cree que lo hacen en serio? Es como el viejo refrán «Matar al pollo para asustar al mono».
– Digan lo que digan, esta vez el pollo es un HCS, y a mi con ese pollo me gustaría prepararme un estofado, delicioso, tierno, con una pizca de glutamato.
Mientras Chen escuchaba la discusión, los diversos aspectos del caso empezaron a encajar. Aquel caso de homicidio era una cuestión política sumamente complicada. En las luchas internas del Partido, la ejecución de Wu era un golpe simbólico asestado a la línea dura, con el fin de que no siguieran oponiéndose a las reformas, pero también era un mensaje influido por el hecho de que el padre de Wu estaba postrado y alejado de los centros de poder, algo que no podía incomodar a los que aún tenían su cuota de señorío como para poner en peligro la «estabilidad política». En términos de propaganda política, era un caso que les convenía presentar como la consecuencia de la influencia burguesa de Occidente para proteger la imagen del Partido. Finalmente, para la gente de la calle, el caso también servía como prueba de la determinación del Partido en su lucha contra la corrupción en todos los niveles, especialmente entre los HCS, un gesto radical exigido por la política en China después del verano de 1989.
La combinación de todos esos factores había hecho de Wu Xiaoming el mejor candidato para un castigo ejemplar. Posiblemente, si no hubiera sido éste, se habría escogido para el mismo fin a otro HCS con unos antecedentes similares. Era adecuado y justo que castigaran a Wu, no había duda. Sin embargo, la pregunta era: ¿lo habían castigado por el crimen que había cometido? El inspector jefe Chen había caído de lleno en el juego de la política. Eso fue lo que pensó cuando salió del hotel y se alejó a paso lento por la calle Nanjing. Como de costumbre, estaba llena de gente que caminaba, compraba y conversaba, y lo hacía de buen ánimo. El sol brillaba sobre la avenida más próspera de la ciudad. Compró un ejemplar del Diario del pueblo. En sus días de instituto, había creído todo lo que publicaba en sus páginas, incluido un término en particular: a saber, «dictadura del proletariado». Significaba una dictadura de transición lógicamente necesaria para alcanzar la fase final del comunismo, con lo cual se justificaban todos los medios en aras de ese fin último. No obstante, la expresión «dictadura del proletariado» ya no se usaba, pues ahora, en su lugar, se hablaba de «los intereses del Partido». Había dejado de ser un creyente tan entregado. Apenas podía creer en lo que él mismo había logrado. Wu Xiaoming había sido ejecutado durante las horas en que él dormía con Ling. Lo que había ocurrido entre él y Ling era, según el código comunista ortodoxo del Partido, otro ejemplo de «decadencia burguesa de Occidente», precisamente el mismo crimen del que habían acusado a Wu: «estilo de vida decadente bajo la influencia de la ideología burguesa de Occidente».
Desde luego, el inspector jefe Chen se podía contar a sí mismo unas cuantas verdades convenientes: que las cosas son complicadas, que se hará justicia, que los intereses del Partido están por encima de todo y que el fin justifica los medios. Pero había algo más que todo eso: cuando se recurría a ciertos medios, era imposible no transformar el fin. «Aquel que lucha contra monstruos -decía Nietzsche-debería vigilar que, durante el combate, no se convierta él mismo en un monstruo». Una voz interrumpió sus pensamientos, una voz que le pedía algo con un marcado acento anhui:
– ¿Podría tomarme una foto, por favor? -una chica le tendía una cámara pequeña-.
– Claro -cogió la cámara-.
Empezó por posar frente a los grandes almacenes Número Uno. Una chica de provincias, recién llegada a Shanghai, que escogía los exuberantes modelos del escaparate de la tienda como fondo. Chen disparó.
– ¡Muchas gracias!
Podría haber sido Guan, diez o quince años antes, los ojos encendidos de esperanza en el futuro. A Chen se le encogió el alma.
Una conclusión exitosa para un caso importante. La pregunta para él era: ¿cómo había conseguido llevar el caso a buen puerto? A través de su propio contacto con una HCS, con su relación carnal con la hija de un miembro del Comité Central. ¡Qué ironía! El inspector jefe Chen había jurado que haría todo lo que estuviera en su poder para llevar a Wu ante la justicia, sin detenerse a imaginar que eso lo llevaría a extraviarse por el camino de la connivencia. El inspector Yu no sabía nada. De lo contrario, Chen dudaba que hubiera colaborado con él. Como otros ciudadanos normales, Yu no dejaba de tener motivos que justificaran sus profundos prejuicios contra los HCS, aunque Ling demostrara ser una excepción, o sólo una excepción con él y para él.
Chen, el afamado inspector jefe, se percató de varias similitudes entre Guan, la trabajadora modelo de rango nacional, y él mismo. Lo más relevante era que los dos tenían una relación con un HCS. Había una sola diferencia. Guan había tenido menos suerte en el amor, porque Wu no respondía a su afecto, aunque quizá Wu la apreciaba un poco, pero en el camino se les había cruzado la política y las ambiciones. ¿Guan había amado de verdad a Wu? ¿Acaso ella también respondiera a los dictados de la política? No podía haber una respuesta definitiva, ahora que los dos estaban muertos. ¿Y qué había de sus propios sentimientos hacia Ling? El inspector jefe Chen no se había aprovechado de ella, deliberadamente y con frialdad. Para ser justo consigo mismo, él no había permitido que esa idea aflorara en su pensamiento, al menos de manera consciente, pero ¿qué pasaba con las pulsiones del subconsciente? Tampoco estaba seguro de que aquella noche sólo hubiera pasión. ¿Era gratitud ante la magnanimidad de Ling? En Beijing se habían amado, pero se separaron, una decisión que él no lamentaba. Durante todos esos años, pensaba a menudo en ella, si bien también en otras personas. Tenía otros amigos, y amigas.
Cuando el caso llegó a sus oídos, él bailaba con Wang en la fiesta de inauguración de su piso. En los días siguientes, Wang lo acompañó en las primeras etapas de la investigación. En realidad, ni siquiera pensaba en Ling esos días. La carta que envió desde la Oficina de Correos era cualquier cosa menos romántica, inspirada por un momento de desesperanza. Instinto de supervivencia. Él era un sobreviviente, demasiado ambicioso para perecer sepultado por el innoble silencio. Lo había incitado a ese acto desesperado la imagen de Liu Yong, el censurable poeta de la dinastía Song, que sólo tenía a una prostituta que se ocupara de él en su lecho de muerte. Chen se había propuesto no acabar como un perdedor, como Liu Yong. "Tienes que encontrar una salida", se autoimponía. Así fue como ella había vuelto a hacerse presente en su vida. ¿Sólo por una noche, o quizá algo más que eso?
Y ahora, ¿qué se suponía que debía hacer? A pesar de las diferencias en sus orígenes familiares, tenía que haber una manera de estar juntos. Habrían de vivir en su propio mundo, no sólo en las interpretaciones impuestas por terceras personas. Aun así, no podía sino estremecerse ante las perspectivas que tenía por delante. El mundo que se le presentaba no sería completamente suyo, aunque sí mucho más llevadero, incluso sin esfuerzo. Jamás podría sacudirse de encima la idea de que, si lograba un objetivo, no se debería a su trabajo. Ella no tendría por qué ir a ver a tal o cual ministro diciendo que era su novia. Él mismo se habría convertido en un HCS, y la gente estaría dispuesta a hacerle muchos favores.
No tenía sentido volver al despacho en ese momento. No estaba de humor para escuchar al secretario del Partido Li recitando el editorial del Wenhui. Tampoco quería volver a su piso, solo, después de una noche como esa.
Al poco rato, se dio cuenta de que se encaminaba a casa de su madre. Ella dejó el periódico que estaba leyendo.
– ¿Por qué no has llamado? -preguntó y luego se incorporó ofreciéndole una taza de té-.
– La política -dijo él-› nada más que política.
– ¿Has tenido problemas en el trabajo? -su madre parecía intrigada-.
– No, todo va bien.
– La política… ¿ Quieres decir la Conferencia, o es el caso del HCS que sale en los periódicos? Está en boca de todo el mundo.
Chen no sabía cómo explicarle. A su madre nunca le había interesado la política. Tampoco sabía si debía contarle algo acerca de Ling, que era lo que realmente interesaría a la anciana, así que se limitó a decir:
– He estado a cargo del caso Wu, pero no ha concluido de manera adecuada.
– ¿Se ha hecho justicia?
– Sí, si se deja aparte la política…
– He hablado con varios vecinos. Todos están muy satisfechos con los resultados del juicio.
– Me alegro, madre.
– En realidad, he estado pensando algunas cosas sobre tu trabajo desde nuestra última conversación. Todavía tengo la esperanza de que algún día sigas los pasos de tu padre, pero en tu posición, si crees que puedes hacer algo por tu país, deberías perseverar. Si hay unos cuantos policías honrados, las cosas irán un poco mejor, aunque no demasiado.
– Gracias, madre.
Después de beber el té, lo acompañó hasta la calle. En medio del pasillo, repleto de hornillos y utensilios de cocina, se cruzó la tía Xi, una vieja vecina, que los saludó con entusiasmo.
– Señora Chen, su hijo ahora es un cuadro superior, director inspector jefe, o un alto cargo por el estilo. Esta mañana he leído el periódico y me ha llamado la atención su nombre junto a un título importante.
Su madre sonrió sin decir palabra, porque quizá la nueva posición de Chen también la halagaba a ella.
– No nos olvides en tu alto puesto -dijo la tía Xi-. Recuerda que yo te vi crecer.
Afuera, en la calle, vio a un vendedor ambulante friendo empanadillas en un wok enorme sobre un fogón a gas, una escena familiar de su infancia, sólo que entonces se usaban fogones de carbón. Una sola empanadilla frita era una delicia para un niño, pero su madre le compraba dos o tres. Una madre que lo amaba, una madre bella y joven que lo apoyaba. «El tiempo pasa en lo que se tarda en chasquear los dedos», como decía Buda. En la parada de autobús se giró y la vio, todavía junto a la entrada de la casa, pequeña, encogida y gris en el crepúsculo, pero seguía apoyándolo. El inspector jefe Chen no dimitiría del Departamento de Policía. La visita había fortalecido su decisión de continuar. Puede que ella nunca aprobase su decisión. No obstante, siempre y cuando hiciera su trabajo a conciencia, no la decepcionaría. Además, era su responsabilidad apoyarla. Compraría una libra de auténtico té de jazmín la próxima vez que fuera a verla, y asimismo, pensaría cómo contarle lo de su relación con Ling.
Si el amor que un hijo le devuelve a su madre es siempre insuficiente, entonces ¿qué se podría proclamar de la responsabilidad que cada uno tiene para con su propio país? Como reza uno de los poemas que Chen había aprendido de su padre:
«¿Quién dice que el esplendor de una brizna de hierba devuelve el amor de la primavera que siempre regresa?»