CAPÍTULO 24

Era el quinto día del inspector jefe Chen en Guangzhou. Al despertarse, encontró una nota en su mesilla de noche en la que se podía leer una dirección seguida de un breve mensaje:


«Xie Rong: calle Xinhe, sector 60, número 543.

La encontrará en esta dirección. Que tenga un buen día.

Ouyang»


La calle Xinhe no era una de las arterias principales. El inspector jefe Chen pasó por delante de una casa de baños en desuso con una chica de cara pálida apostada en la entrada, y luego por un pretencioso café con varios ordenadores sobre mesas con cubierta de vidrio y un cartel en el que se leía «Correos electrónicos». Se detuvo delante de un edificio alto cuya dirección correspondía a la que le había dado Ouyang. Era una construcción ruinosa y destartalada. Por lo visto, no albergaba oficinas ni viviendas, aunque en la entrada un portero estaba sentado en un mostrador clasificando la correspondencia. Miró a Chen por encima de sus gafas de lectura. Cuando éste le enseñó la dirección, el hombre señaló hacia el ascensor. Chen esperó unos diez minutos, sin ver ninguna señal de que fuese a bajar. Estaba a punto de subir por la escalera cuando el ascensor se detuvo en la planta baja con un golpe sordo. Parecía mucho más antiguo que el edificio, pero lo llevó hasta la quinta planta, donde se inmovilizó tras una sacudida. Al cruzar la puerta de bisagras chirriantes, tuvo la curiosa sensación de aterrizar en medio de la chica del cabaret, una película de los años treinta. Había, en un estrecho pasillo que olía a colillas, una sucesión de puertas sospechosamente cerradas, como si el general Yan de la película, todavía vestido con su pijama de seda de color escarlata, fuese a surgir de un momento a otro desde una puerta para comprar un ramo de rosas a una vendedora de flores -papel interpretado por Zhou Xuan, esplendorosa en aquella época-. El inspector jefe Chen llamó a la puerta con el número 543.

– ¿Quién es? -preguntó una voz de mujer joven-.

– Chen Cao, el amigo del señor Ouyang.

– Adelante, la puerta no está cerrada.

Chen abrió y se encontró en una habitación dividida por una cortina de terciopelo corrida hasta la mitad. Había pocos muebles: una cama doble, un espejo grande en la pared, justo por encima de la cabecera, un sofá cubierto con una tela de toalla, una mesilla de noche y un par de sillas. Apoyada en unos cojines, una chica tendida en el sofá leía un libro de bolsillo. Llevaba puesta una bata de rayas azules que dejaban al descubierto buena parte de sus piernas. Estaba descalza y descansaba los pies sobre un brazo del sofá. En la mesita había un cenicero con colillas teñidas de pintalabios.

– Así que tú eres Chen Cao.

– Sí. ¿Ouyang te ha hablado de mí?

– ¡Claro! Me ha dicho que eres especial, aunque para mí es un poco temprano -se incorporó para sentarse-. Me llamo Xie Rong -se puso de pie sin dar muestras de timidez al alisarse la bata-.

– Debería haber llamado antes, pero…

– No te preocupes, un cliente distinguido siempre es bienvenido.

– No sé lo que te habrá contado Ouyang, pero quiero que hablemos.

Siéntate -señaló una silla junto a la cama-.

Chen vaciló antes de obedecer. La habitación estaba impregnada de un fuerte olor a licor, humo de cigarrillo, productos de cosmética baratos y un aire que recordaba vagamente a olores corporales. Xie cruzó la habitación descalza, sirvió café de una cafetera eléctrica y le ofreció una taza en una bandeja de Fuzhou lacada.

– Gracias.

El inspector jefe Chen se dio cuenta de que se encontraba en una situación que no había previsto, ni siquiera imaginado, quizá por eso Ouyang le había dejado la dirección sin dar explicaciones. Un poeta buscando a una chica en una ciudad grande podía parecer sospechosamente "romántico", lo bastante para que propiciara un encuentro entre la chica y él, al mejor estilo de las fantasías literarias. No tenía sentido culparlo, pues lo había hecho con la mejor intención.

– Así pues, vamos al grano -dijo ella-.

Se encaramó a la cama y se quedó sentada con los brazos cruzados sobre las rodillas, observándolo con una mirada intensa y en una postura que recordaba a un gato birmano. La asociación de ideas no era nada desagradable. En cierto modo le recordaba a alguien.

– ¿Es la primera vez, verdad? -preguntó malinterpretando su silencio-. No te pongas nervioso.

– No, he venido a…

– ¿Quieres algo para relajarte antes? ¿Un masaje japonés, un masaje de pies… para empezar?

Un masaje de pies -repitió él-.

Los conocía por una novela japonesa que había leído, acaso de Mishima. Era una especie de experiencia existencialista, aunque nunca le había gustado Mishima, pero no dejaba de tentarle. Lo más probable era que jamás volviera por ahí. No sabía si con eso cruzaba el límite que se había trazado. Sin embargo, era demasiado tarde para echarse atrás, a menos que decidiera sacar la placa y comenzar a interrogarla en su condición de inspector jefe.

¿Funcionaría esa táctica? Para Xie Rong, como para el común de los chinos, los HCS como Wu Xiaoming estaban por encima de ellos, y también de la ley, por lo que era bastante probable que Xie no se atreviera a declarar contra Wu. Si se negaba a contestar a sus preguntas, ya no tenía nada que hacer en Guangzhou. Una de las cosas que había aprendido en los últimos días era que sus colegas de la policía local eran poco fiables.

– ¿Por qué no? -mostró unos cuantos billetes-.

– ¡Qué propina más generosa! Déjalo sobre la mesilla. Vamos al baño.

– No -todavía intentaba poner algún tipo de límite-. Me ducharé solo.

– Como quieras -dijo ella con mirada indolente-. Eres un tipo muy especial.

Se arrodilló frente a él y comenzó a desabrocharle los zapatos.

– No -volvió a protestar él con timidez-.

– Tienes que quitarte los zapatos, al menos eso.

Antes de que Chen pudiera decir o hacer algo, Xie había empezado a desabrocharle los botones de la camisa. Al sentir el calor de su aliento en el hombro, retrocedió un paso. Ella cogió una bata de detrás de la puerta y se la lanzó. El entró a toda prisa en el baño, todavía vestido y con la bata sobre un hombro, mientras pensaba que debía parecer un personaje salido de una película. El cuarto de baño no era más grande que el de la Casa de los Escritores. Tenía un plato de ducha ovalado con una alcachofa giratoria y una toalla grande en una percha metálica. Encima de un lavabo de porcelana desportillado colgaba un espejo, y había una pequeña alfombra en el suelo, pero el agua caliente no escaseaba. Chen había decidido aceptar la propuesta porque necesitaba tiempo para pensar, aunque sabía que no podía quedarse demasiado rato en el cuarto de baño. Al final, salió vestido con la vieja bata de franela. El cinturón deshilachado le colgaba sobre las piernas desnudas.

Bajo el vapor de la ducha había podido improvisar unas cuantas ideas.

Ella lo esperaba sentada en la cama con las piernas cruzadas, pintándose las uñas con esmalte rojo vivo. La ventana filtraba la luz que caía sobre el cubrecama blanco y raído. Xie estiró las piernas, flexionó los dedos de los pies con un movimiento sensual, levantó un pie por encima del otro, agitó las manos y dijo con una risilla:

– ¡ Ah!, así está mucho mejor.

En la pared del sofá había un cartel con una chica en bikini, y debajo, una leyenda: «¡El tiempo es oro!» Era una nueva consigna política que Chen había visto en Guangzhou.

– Quítate la bata -le dijo mientras daba el toque final a la pintura de los dedos con mano segura-. A continuación, cerró el frasco de esmalte y lo dejó sobre la mesilla. Chen se sorprendió al ver que Xie se tendía de espaldas y agitaba los pies, como en un ejercicio de natación sincronizada. Los dedos pintados de rojo bailaban en el aire.

– ¿Tengo que quitármela?

– ¿Quieres que te ayude?

Quedó atónito cuando ella, con un gesto rápido, lo desvistió. Por suerte, había vuelto a ponerse los calzoncillos. Lo llevó hasta la cama, hizo que se tendiera y, después, que se girara de modo que quedase boca abajo. Chen se puso nervioso cuando sintió que ella también se encaramaba.

La chica se agarró con ambas manos a una barra de acero inoxidable suspendida del techo. Colgada, como si fuera una gimnasta, comenzó a masajearle la espalda con los dedos de los pies. Era una experiencia curiosa. Pasaron dos o tres minutos, y Chen empezó a sudar. En cualquier momento, ella podía darle una patada en la espalda desnuda, con todo su complejo entramado de vértebras, discos, ligamentos y nervios. Sin embargo, al cabo de un rato, comenzó a tener sentimientos contradictorios. Los pies desnudos sobre su cuerpo despertaban una sensación de hielo y fuego por toda su piel.

En realidad, sentía que su turbación aumentaba el placer. Xie había seguido algún tipo de formación profesional, evidentemente. Concentraba los dedos en las zonas más tensas, disipaba los nudos y reducía la tensión en todo el cuerpo. Chen ya no se sentía tan inquieto a propósito del caso, el presupuesto o la política.

– Me estás calentando los pies -le reprochó-.

Por fin había acabado. El esfuerzo se le notaba en la cara, en las cejas perladas de sudor.

– Maravilloso -dijo él-.

– Para mí también es un buen ejercicio.

– Es la primera vez.

– Ya lo sé -se llevó la mano al nudo de su bata-. ¿Qué te parece el servicio completo ahora?

Aquello era algo que no podía consentir, el límite que no debía cruzar. Había llegado el momento de enseñar su placa de policía. El inspector jefe Chen tenía la obligación de conducirla a la comisaría y acusarla de prostitución, pero ¿qué pasaría con la profesora Xie? Él le había dado su palabra. La noticia del giro que había cobrado la vida de Xie Rong sería un golpe demasiado fuerte para la anciana intelectual, que ya sufría mucho. La detención también incriminaría a su nuevo amigo Ouyang. Además, tras detener a Xie, no estaba seguro de que sus colegas de Guangzhou lo ayudasen en su investigación. Tampoco estaba seguro de que pudiese arreglar un trato para Xie a cambio de su información sobre Wu Xiaoming.

– Estás muy sudada por todas partes -le hablaba como lo haría un cliente para que a ella no le entraran sospechas-. Date una buena ducha tú también. Yo me quedaré aquí y cerraré los ojos unos cinco minutos.

– Sí, no hay nada como una pequeña siesta. Vuelvo en quince minutos.

En cuanto ella desapareció, él sacó una grabadora pequeña de su maletín y la colocó debajo de la almohada. Se volvió a poner la camisa y se abrochó varios botones antes de tenderse y cerrar los ojos un momento, y sin ni siquiera proponérselo, se quedó dormido. Cuando lo despertó el portazo del baño, tardó unos segundos en darse cuenta de dónde estaba.

Xie salió del baño desnuda, sólo llevaba una toalla sobre los hombros. Delgada y de miembros finos, parecía más bien una estudiante de instituto que esperase una revisión médica, pero con una mancha oscura de vello cubriéndole la parte inferior del abdomen. Se contempló en el espejo. Bajo la luz fluorescente, el agua que se deslizaba aún por su cuerpo daba a su rostro un tinte opalino. Entonces lo sorprendió observándola. Sobresaltada, se cubrió las caderas con la toalla, aunque luego se sacudió el pelo mojado y se quedó mirándolo un buen rato con gesto reconcentrado. Se acercó lentamente a la cama. En el aire flotaba el olor del jabón en su cuerpo, todavía mojado. Limpia, fresca. Un cuerpo brillante.

– Eres especial -dijo Xie-.

Chen estaba tan consciente de su cercanía que tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para impedir que lo tocara.

– Hablemos -dijo-.

– No -le selló los labios con un dedo-, no tienes que decir nada.

– Todavía no nos conocemos.

– ¿No crees que ya hemos hablado bastante? A menos que quieras hablar de dinero.

– Bueno…

– El señor Ouyang ha pagado por el servicio de un día entero y tú me has dado una generosa propina, así que tienes todo el día, y también la noche. No debes preocuparte. Si después quieres invitarme a comer…

– No -dijo Chen y se sentó con gesto resuelto. No podía resistirse a esos estímulos sólo con los años dedicados a estudiar el código ético de la Policía del Pueblo-. Quiero hablar contigo de otra cosa.

– ¿De qué?

– Soy policía -le enseñó su placa-. He venido a hacerte unas cuantas preguntas.

– ¡Hijo de puta! -exclamó ella y se tapó los pechos con una mano y el vello púbico con la otra-.

A Chen le pareció una demostración absurda de pudor, como si el hecho de presentarse como policía también le hubiera cambiado la identidad a ella.

– No tendrás problemas si colaboras conmigo. Te doy mi palabra.

– ¿Y por qué no lo has dicho desde el principio?

– Cuando he venido a verte, no estaba preparado para encontrarte así. Ouyang sólo me dijo que tú eras la persona que yo buscaba. Estaba sorprendido y no me diste tiempo a decir nada -le pasó la bata-. Póntela antes de que te enfríes.

– No confío en ti. ¿Por qué habría de colaborar?

– Podría hacer que te detuviesen -sacó la grabadora de debajo de la almohada-. Cuando te metan en la cárcel, tendrás que hablar igualmente, pero no es eso lo que quiero.

– ¡Maldita víbora traidora!

– Soy inspector de policía.

– ¿Y por qué no vas y me detienes de una vez?

– Ouyang es mi amigo. Además…

– ¿Por qué le mentiste a Ouyang diciéndole que eras poeta?

– No mentí. Soy poeta.

Tardó un momento en encontrar su carné de la Asocia ción de Escritores en su cartera.

– Entonces, ¿qué demonios quieres conmigo?

– Sólo hacerte unas cuantas preguntas.

– Eres un ser horrible -rompió a llorar, presa del miedo y humillada-. Cuando yo estaba preparada…

Chen había cobrado autoridad con la sorprendente revelación de su identidad oficial. Sin embargo, aquella escena seguía siendo melodramática: él, con la camisa a medio abrochar y en calzoncillos; ella, con su bata semiabierta. El saber que Xie estaba desnuda bajo la bata, suave y voluptuosa, lo turbaba. Le sirvió una taza de té para que los dos se calmaran. Mientras sorbía su té, con los dedos de los pies pintados como pétalos caídos sobre la alfombra, Xie recuperó la calma. El contacto de sus plantas sobre la espalda había quedado flotando como una reminiscencia en el recuerdo de Chen.

– Vamos a un restaurante. Tengo hambre.

– ¿Qué?

– Has dicho que te invitara a comer.

– ¿Por qué? ¿Es otra de tus malas jugadas?

– No, sólo quiero pagarte una comida. ¿Qué te parece el hotel Cisne Blanco? Ouyang me ha dicho que es un lugar tranquilo. En cuanto a tu tiempo…

– No te preocupes por eso. Ouyang me ha pagado el día entero.

– Al menos, lo que puedo hacer es invitarte a comer.

Había ahorrado lo suficiente para permitirse ese gesto gracias a Ouyang, quien había pagado desayunos y comidas.

– ¿Por qué no podemos quedarnos aquí?

– ¡Oye!, soy policía -repuso-, pero también soy un hombre. Si me quedo aquí contigo, los dos solos, no podré concentrarme.

– ¿Entonces no te parezco tan repulsiva?

– Tenemos que hablar.

– De acuerdo, si eso es lo que quieres…

Xie se levantó y entró en el baño, pero no cerró la puerta. Dejó caer la bata al suelo, que quedó hecha un bulto a sus pies. Sus pechos desnudos y su cadera se reflejaban en el espejo. Chen se giró hacia la ventana. Cuando volvió, se había puesto un vestido blanco de verano y tenía un pequeño bolso que le colgaba de un hombro. No llevaba sujetador y los pezones parecían casi impresos en el vestido. Chen pensó en pedirle que se cambiase de vestido, si bien se limitó a abrirle la puerta para que pasara.

En la calle se percató de que Xie no paraba de mirar hacia atrás, como si quisiera asegurarse de que nadie los seguía. En realidad, un hombre los vigilaba de cerca, aunque el inspector jefe Chen no entendía por qué alguien estaba interesado en ellos. El hotel Cisne Blanco era un edificio nuevo en la orilla sudeste de la isla Shamian. Una enorme torre blanca, como si hubiera sido trasplantada desde Hong Kong a través del mar. En el vestíbulo había una impresionante cascada, y varios restaurantes de comida internacional en el ala oeste del edificio. El restaurante chino quedaba oculto detrás de la cascada. En la entrada esperaba una elegante y sonriente azafata. Chen no pretendía darse ningún lujo, pero se sentía obligado a gastar algo de dinero. No le gustaba la idea de que Ouyang hubiera pagado por todo, incluso por los "servicios" de Xie Rong, y había de reconocer que el llamado masaje de pies había sido una experiencia insólita.

Escogieron un comedor privado, el Sampán. Se trataba de una sala acogedora que reproducía la cabina de un barco fondeado en el río de la Perla. La mesa y las sillas eran de cedro, toscas y sin barnizar, como las que Chen había visto en las primeras películas en blanco y negro. La suave alfombra roja en el suelo era la única diferencia y daba a los clientes una sensación de lujo. Podían hablar sin temor a que los escucharan. Entró una camarera joven. Vestía una blusa artesanal de color azul cobalto y una minifalda. Iba descalza, y en los tobillos llevaba brazaletes de plata. Parecía una chica de una familia de pescadores en las provincias del sur, de no ser porque tenía el menú en la mano. Chen le pasó la carta a Xie. Se sorprendió cuando pidió varios platos económicos y rechazó con la cabeza una de las especialidades del chef recomendada por la camarera: paloma en salsa con aroma de pescado.

– No quiero, es demasiado caro.

– ¿Quieres algo para beber?

– Sólo un vaso de agua.

– Vale, entonces pediremos dos cervezas frías.

– No deberías, cobran tres o cuatro veces más por las bebidas -agregó cuando la camarera se había ido-.

Casi parecía una esposa virtuosa que quiere ahorrar hasta el último feng. Al inspector jefe Chen comenzaban a preocuparle los gastos.

– Creí que me llevarías a la comisaría de policía.

– ¿Por qué haría eso?

– Quizá me llevarás igual -Xie buscó en su bolso de mano y sacó un cigarrillo, pero no lo encendió enseguida-, tarde o temprano.

– No, hagas lo que hagas no es asunto mío, al menos aquí, pero no creo que sea una buena idea que sigas… en esa profesión.

– Eres muy amable. A mí tampoco me gusta lo que tú haces, pero no tanto como para no sentarme a comer contigo.

Xie sonrió y alzó la copa hacia él, y se fue relajando a medida que llegaban los platos a la mesa. El restaurante era conocido en Guangzhou por su excelente cocina. De repente, los palillos de los dos se entrecruzaron intentando hacerse con una almeja grande en un lecho de judías verdes.

– Sírvete, por favor -dijo ella-.

– Es para ti. ¡Después de todo lo que has trabajado…!

La concha, blanca, suave y redonda, le recordó el dedo gordo de su pie. Xie comió a gusto y acabó con cuatro crepes rellenos de pato de Pekín, un plato de camarones fritos y casi todos los callos. Chen no comió demasiado y se limitó a poner trozos de carne en el plato de ella y a beber tragos de su cerveza Qingdao.

– ¿Siempre comes tan poco? -preguntó Xie-.

– No tengo hambre -dijo él temiendo que la comida no alcanzara para los dos-.

– Eres muy romántico.

¿En serio?

"Un cumplido curioso para un policía", -pensó Chen-. Sintió que algo le rozaba la rodilla bajo la mesa. Al sentir que subía, supo que era el pie descalzo de Xie. Se había quitado los zapatos. Le cogió la pierna por su parte más delgada, y con la mano transformada en una pulsera le rodeó el tobillo y lo deslizó hacia abajo. La forma de su dedo más pequeño, doblándose junto con los demás, lo distrajo de una manera que no alcanzó a entender. Con suavidad, la obligó a bajar el pie. «Comer y acoplarse pertenecen a la naturaleza humana», dijo Confucio.

– ¿Qué te parece un postre especial? -preguntó Chen-.

– No, gracias.

Compartieron unos gajos de mandarina y bebieron un poco de té de jazmín, invitación de la casa.

– Ahora estoy satisfecha. Puedes empezar a preguntar, pero primero dime cómo has conseguido encontrarme aquí.

– Conocí a tu madre. Ella no tiene idea de lo que estás haciendo en Guangzhou. Está muy preocupada.

– Siempre lo está. Toda su vida ha estado preocupada por una cosa u otra.

– Creo que se siente decepcionada porque no hayas seguido sus pasos.

– Sus pasos, ya lo creo. Estimado inspector jefe, ¿cómo puedes ir por el mundo investigando a la gente sin darte cuenta de los cambios en la sociedad? ¿A quién le puede interesar la Literatura hoy en día?

– A mí, para empezar. De hecho, he leído una colección de sus ensayos.

– No, no me refiero a ti. Tú eres muy diferente, como dice Ouyang.

– ¿Es uno de tus falsos cumplidos?

– No, yo también lo pienso. En cuanto a mi madre, la quiero. No ha tenido una vida fácil. Se licenció en Estados Unidos. ¿Y qué le sucedió cuando volvió a principios de los años cincuenta? Dijeron que era de derechas, y luego, en los sesenta, la trataron de contrarrevolucionaria. Sólo pudo volver a enseñar después de la Revolución Cultural.

– Pero ahora da clases en una prestigiosa universidad.

– ¿Y cuánto gana al mes como profesora a jornada completa en la Universidad de Fudan? Menos de lo que yo ganaba como guía turística en una semana.

– El dinero no lo es todo. Si no fuera por una broma del destino, yo podría haber estudiado Literatura Comparada.

– Gracias a Dios por esa broma…, sea cual fuera.

– La vida a veces es injusta con las personas, sobre todo en el caso de la generación de tu madre…, pero tenemos razones para creer que las cosas no serán tan malas en el futuro.

– Puede que para ti no, camarada inspector jefe, y también te agradezco tu sermón político. Creo que ya es hora de que empieces a hacer tus preguntas.

– Bueno, algunas serán difíciles de contestar, mas todo lo que digas será confidencial, te doy mi palabra.

– Te diré lo que sepa. ¡Después de la comida que me has pagado…!

– Trabajaste como guía turística antes de venir a Guangzhou.

– Sí, dejé ese empleo hace unos dos meses.

– ¿En uno de los viajes a las Montañas Amarillas conociste a un hombre que se llamaba Wu Xiaoming?

– ¿Wu Xiaoming? Sí, me acuerdo de él.

– Estaba con una amiga durante el viaje, ¿te acuerdas?

– Sí, pero al principio yo no lo sabía.

– ¿Y cuándo lo supiste?

– El segundo o tercer día del viaje. Pero ¿por qué, camarada inspector jefe? ¿Qué es lo que te ha hecho viajar a Guangzhou?

– La asesinaron hace un mes.

– ¿Qué?

Él sacó una foto de su maletín. Ella la cogió y comenzaron a temblarle las manos.

– Es ella.

– Era Guan Hongying, una trabajadora modelo de rango nacional, y Wu Xiaoming es nuestro sospechoso. Lo que sepas sobre los dos puede ser muy importante.

– Antes de decir nada -apuntó Xie mirando el vaso que sostenía, y luego a él-, quiero que contestes a una pregunta.

– Adelante.

– ¿Sabes a qué familia pertenece Wu?

– Desde luego que lo sé.

– Y entonces, ¿por qué quieres seguir adelante con la investigación?

– Es mi trabajo.

– ¡Venga ya! Hay muchos "polis" en China. Tú no eres el único. ¿A qué viene tanta dedicación?

– Soy un "poli"… romántico, como has dicho. Creo en la justicia. Llámala justicia poética, si quieres.

– ¿Crees que puedes echarle el guante?

– Tenemos una buena posibilidad, por eso necesitamos tu colaboración.

– ¡Oh! -dijo con voz suave-, de verdad eres especial. No me extraña que a Ouyang le caigas tan bien. Ahora que has contestado a mi pregunta, yo contestaré las tuyas.

– ¿Qué impresión te dieron al principio?

– No lo recuerdo con exactitud, pero una de las primeras cosas que observé era que viajaban con nombres falsos.

– ¿Cómo te diste cuenta?

– Los inscribimos a los dos en la oficina. Él tuvo que cambiar el trazo de un carácter en su firma.

– Eres muy observadora. Nadie comete errores con su propia firma.

– Además, se registraron como pareja y pidieron una habitación doble. Sin embargo, en lugar de enseñar su libro de familia, él presentó una declaración con un membrete oficial. Lo habitual es mostrar el libro.

– Ya entiendo -asintió Chen con la cabeza-. ¿Hablaste con tu jefe acerca de esa sospecha?

– No, sólo fue una impresión que tuve en ese momento. En las montañas me di cuenta de otra cosa.

– ¿De qué?

– Creo que fue la segunda mañana. Hacía un día esplendido y todo el mundo se divertía afuera. Pasé por delante de su habitación y vi algo así como una serie de flashes a través de las persianas. Me entró la curiosidad, y también me sentía un poco responsable, así que eché una mirada. Me quedé muy sorprendida cuando vi a Guan posando totalmente desnuda, a cuatro patas, con las piernas abiertas de par en par y la frente apoyada sobre los brazos, en el suelo, como una perra…, y él le tomaba fotos. ¿Por qué vendría una pareja hasta un hotel en la montaña para hacer eso?

– Buena pregunta -convino Chen-. ¿Dijiste algo?

– Claro que no, pero después Wu se acercó a hablar conmigo.

– ¿Cómo?

– De manera profesional, claro está. Me enseñó el equipo que llevaba, un equipo muy moderno. Eran cámaras importadas, muy caras. También tenía un álbum con unas fotos de gran formato de mujeres muy guapas, entre ellas a una actriz famosa, y fotos de modelos de pasarela y algunos recortes de revistas muy conocidas.

– ¿Por qué quería enseñarte todas esas cosas?

– Dijo que, como fotógrafo profesional, era muy solicitado. Todas esas mujeres se morían por que él les tomara fotos y las publicara, y se ofreció para hacerme unas fotos.

– Ya entiendo. ¿Y tú aceptaste su oferta?

– No, al principio no. Me dio asco esa escena de Guan arrodillada a sus pies como una perrita rastrera. Tampoco me gustaba la idea de posar para un desconocido.

– Es cierto, hay que andarse con mucho cuidado hoy en día. ¿Y él qué hizo entonces?

– Me enseñó su tarjeta de visita. Sólo entonces supe quién era, su nombre verdadero, y claro, me habló de su familia. Le pregunté por qué había escogido a una mujer cualquiera como yo. Me dijo que veía algo en mí que nunca había visto antes: la inocencia perdida o algo así. Con sus fotos, podría presentarme a directores de cine.

– Un truco que debe de haber empleado con muchas otras mujeres.

– También me prometió que me podía quedar con las fotos. Un álbum de modelo en un estudio de la calle Nanjing podría costar una fortuna, pero a él no tendría que pagarle ni un feng.

– ¿Y qué tal era como fotógrafo?

– Un verdadero profesional. Sólo en la primera hora gastó cinco carretes. No dejaba de modificar la iluminación y los ángulos, y a mí me hacía cambiar de pose y de ropa. Me dijo que quería captar mis momentos más bellos.

– Suena muy romántico.

– Antes de que me diera cuenta, me propuso que posara con una toalla. Él mismo arreglaba los pliegues y decidía las posturas, y me tocaba aquí y allá. Una cosa llevó a la otra, y acabamos en la cama. Te ahorraré los detalles.

– ¿Y estuvisteis juntos varias veces?

– No, sólo dos veces, si te refieres a eso. Durante el día yo estaba muy ocupada con los clientes, que me pedían de todo. Había unas veinte personas en el grupo. Él sólo podía venir a verme por la noche, después de que Guan se durmiera.

– ¿Y cómo era en la cama?

– ¿Qué quieres decir?

– Sexualmente.

– ¿De verdad quieres saberlo?

– Sí, los detalles pueden ser decisivos en un caso como éste.

– Por lo que puedo decir, era normal, y yo, también.

– ¿Puedes ser un poco más específica?

– ¿Más específica? Vale, a mí me gusta que un hombre me coja y me sacuda hasta que no me queden energías. Resulta que él era de ese tipo de hombres. Dale que te dale, hasta el fin del mundo.

– ¿Manifestó algún tipo de perversión?

– No, siempre me ponía tendida de espaldas, con una almohada bajo las caderas y las piernas totalmente abiertas. Concienzudo, nada de digresiones ni desviaciones -añadió con tono sarcàstico-. Tendríamos que habernos quedado en la sala de masajes y te lo habría demostrado hasta dejarte satisfecho.

– No -objetó-, no es eso lo que quiero. Soy un "poli", y por eso tengo que hacerte estas preguntas. Lo siento.

– No, no tienes que disculparte. Finalmente, ¿qué soy yo? Una masajista cualquiera. Un oficial de policía puede hacer lo que quiera conmigo.

– Otra pregunta -percibía que una nota de histeria volvía a asomar en su voz-, ¿por qué se peleó Guan contigo?

– Debía de haber sospechado algo. Wu vino a mi habitación en más de una ocasión, o quizá vio alguna de las Polaroid que me tomó.

– ¿Cuándo sucedió eso?

– Dos o tres días después de la sesión de fotos. Yo estaba descansando sola en mi habitación cuando entró. Me acusó de haberme acostado con su hombre, pero ella no era su mujer. Wu me lo había dicho. Ya sabes, la paja en el ojo ajeno.

– ¿Y tú qué le dijiste?

– Que se fuera a la mierda, y ella se me echó encima como una tigresa. ¡Qué furia! Gritaba y me arañaba con las dos manos y las uñas.

– ¿Acudió el personal de seguridad del hotel?

– No, pero Wu sí vino. Se la llevó a un lado, haciendo todo lo posible por calmarla. A mí no me dirigió ni una sola palabra, como si fuera una especie de trapo tirado en el suelo. Ella estaba fuera de sí. También empezó a gritarle y a insultarlo.

– ¿Te acuerdas de lo que le dijo?

– No, yo estaba destrozada. Incluso si me pongo a recordarlo ahora… Es mejor que me des un cigarrillo.

Cerró los ojos con fuerza por el humo del tabaco. A través del bocanada, él la observó atentamente y esperó.

– ¿Qué quería Guan que hiciera?

– Supongo que se portara bien con ella…, o que fuera como su marido, creo. No era coherente. Gritaba como una mujer celosa que sorprendía a su esposo poniéndole los cuernos.

– Deja que te haga una pregunta más -dijo Chen-. ¿Fue a raíz de esa pelea que renunciaste a la agencia de viajes?

– No, en realidad no. Todo sucedió a puerta cerrada. Aunque la gente hubiera oído algo, no era asunto de ellos. Guan me amenazó con denunciarme a mi jefe, pero no hizo nada.

– No podía por su posición.

A Xie se le cayó la servilleta. Él se inclinó para recogerla. Debajo de la mesa, vio sus pies descalzos apoyados en un travesaño de la silla, casi ocultos por el mantel blanco.

– Gracias -se limpió los labios-. Creo que es todo lo que recuerdo, camarada inspector jefe.

– Gracias, Xie Rong, nos has dado información muy importante.

La cuenta salió más cara de lo que había pensado, pero lo que le había contado Xie bien lo valía. La camarera los acompañó hasta la salida y les abrió la puerta. Caminaban en silencio. Ella habló poco hasta que llegaron a los alrededores de su edificio.

– No pareces lo bastante viejo para ser inspector jefe -dijo Xie caminando más despacio-.

– Soy mayor que tú, mucho mayor.

Un rayo de luz se derramó sobre el pelo suelto de Xie y la iluminó de perfil. Estaba muy cerca de Chen, casi tocándole el hombro con la cabeza.

– Es una de las historias preferidas de mi madre. Un caballero a lomos de un corcel blanco viene a rescatar a una princesa encerrada en una mazmorra custodiada por demonios negros. Ella ve el mundo en blanco y negro. -¿Y tú?

– No -sacudió la cabeza-. Las cosas nunca han sido tan sencillas.

– Te entiendo, pero le prometí a tu madre que te haría llegar su mensaje. Eres su única hija y quiere que vuelvas a casa.

– Eso no es ninguna novedad.

– Si quieres volver y encontrar un empleo diferente, tal vez pueda ayudarte.

– Gracias, pero ahora gano dinero por mi cuenta. Soy mi propia jefa y no tengo que aguantar toda esa mierda de la política.

– ¿Piensas trabajar en esto toda tu vida?

– No, todavía soy joven. Cuando haya ganado suficiente dinero, empezaré algo diferente, algo que tenga que ver con lo que yo quiero. Supongo que no quieres volver a mi habitación.

– No, tengo que irme. Tengo mucho trabajo.

– No tienes que darme explicaciones.

– Espero que volvamos a vernos… en circunstancias diferentes.

– Yo llevaba… una vida honrada… hasta hace unos dos o tres meses. Quiero que lo sepas.

– Lo sé.

– ¿Lo sabes porque eres inspector jefe?

– No, pero yo también quiero que sepas que eres una mujer atractiva.

– ¿Eso crees?

– Eso creo, pero soy "poli". Lo he sido durante muchos años. Así es mi vida.

Ella asintió con la cabeza, como si fuera a decir algo, pero al final calló.

– En cuanto a la vida que llevo, tampoco tiene nada de especial.

– Ya te entiendo.

Bueno, cuídate. Adiós -dijo Chen y comenzó a alejarse-.

El aire olía a lluvia cuando tomó un autobús para volver a la Casa de los Escritores. Estaba lleno, y él se sintió mal y comenzó a sudar de nuevo. En cuanto llegó a su habitación, se metió en la ducha, la segunda en aquel día, y de nuevo faltó el agua caliente. Salió rápidamente del cuarto de baño. Se sentó en la cama y encendió un cigarrillo. La primera ducha en el piso de Xie había estado mucho mejor. Le daba lástima que la chica se ganara así la vida, pero él no estaba en condiciones de remediar nada. Había sido decisión de ella. Si el trabajo era sólo provisional, como había dicho, quizá le esperase un futuro diferente. Había una cosa que, como policía, se suponía que debía hacer, y era informar de su empleo ilegal a las autoridades locales, pero decidió no hacerlo. Ouyang todavía no había vuelto. Chen sabía que había llegado la hora de dejar Guangzhou. Una vez cumplida su misión, debería haber invitado a Ouyang a una cena de despedida, aunque se sentiría culpable de seguir ocultando su identidad no poética a quien había llegado a considerar un amigo. Le escribió una breve nota, diciendo que tenía que volver a Shanghai urgentemente y que se mantendría en contacto. También le dejó el número de teléfono de su piso. Añadió unos versos de Li Bai a la nota:

«Tan profundo como puede ser el Lago de la flor de melocotón,

si bien no tan profundo como la canción que tú me cantas.»


Y luego bajó a pagar a la recepción.

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