CAPÍTULO 35

Habían pasado tres días desde que el inspector jefe Chen volviera a trabajar en el Departamento. El secretario del Partido Li le prometió que lo recibiría, pero aún no lo había hecho. Chen sabía que Li lo evitaba para no tener que discutir sobre el caso. Podían vigilar cualquier contacto entre los dos, y el secretario del Partido Li era demasiado cauto como para ignorarlo. Nadie sabía cuándo el inspector Yu volvería de su misión "temporal". El comisario Zhang seguía con su semana de permiso. Su presencia no cambiaba en nada las cosas, pero su ausencia sí.

No había noticias de Beijing, aunque Chen tampoco las esperaba. No debería haber escrito esa carta a Ling, y no pensaba escribir otra. Tampoco se planteaba llamar al número que ella le había dado. Por el momento, ni siquiera quería pensar en ello. Quizá lo más sensato fuera esperar, como decía ella. No moverse hasta «nuevo aviso». De hecho, no podía hacer nada, pues sabía que lo vigilaban los agentes de Seguridad Interior, dispuestos a asestar un golpe en cuanto él hiciera el más mínimo movimiento. Tampoco sucedió nada nuevo en el caso, aunque le sorprendió enterarse de que Wu Xiaoming había solicitado un visado para Estados Unidos.

Una vez más, las noticias venían del Chino de ultramar Lu, que las había obtenido de Peiqin y ésta del Viejo cazador, que tenía sus contactos en Beijing. El visado solicitado por Wu no era por negocios, sino un permiso personal. Una iniciativa extraña, sabiendo que su nombre figuraba en una lista para un cargo importante en China. Si quería escapar, Chen tenía que actuar con rapidez. Si viajaba al extranjero, no habría manera de capturarlo.

El Lexus blanco pertenecía a Wu. El Viejo cazador había identificado el número de la matrícula. En los últimos días, Chen se había puesto a trabajar en algo que no levantaría las sospechas de Seguridad Interior, una investigación sobre las normas relativas a los coches de los cuadros superiores. Un cargo superior como Wu Bing debía tener un coche para su uso exclusivo, con un chófer disponible las veinticuatro horas del día, pagado por el gobierno, pero los miembros de su familia no tenían derecho a usar el coche. Con Wu Bing en el hospital, no podía justificarse que la familia pidiese que el chófer los llevase de un lado a otro. Wu Xiaoming había solicitado conducirlo personalmente debido a la necesidad de visitar a su padre todos los días, pero ¿quién lo llevaba mientras Wu estaba en Beijing?

El Chino de ultramar no había conseguido identificar al conductor del coche. A pesar de haberlo intentado varias veces, tampoco había logrado ponerse en contacto con Ouyang en Guangzhou. No estaba en casa. Quizá él también estaba metido en un lío, al igual que Xie. Seguridad Interior era capaz de cualquier cosa.

La incertidumbre de la espera, sobre todo si se tenía en cuenta que Wu había solicitado un visado para Estados Unidos, se estaba haciendo insoportable para Chen. Tenía que hablar con el secretario del Partido Li. A pesar de su posición, Li tenía la costumbre de ir a la sala del calentador hacia las once y cuarto de la mañana a buscar agua para el té. Chen se presentó con un termo. Era un lugar donde la gente iba y venía. Su encuentro parecería natural. Había otras personas llenando los suyos. Li saludó a todos muy amablemente antes de llegar a Chen.

– ¿Cómo está usted, camarada inspector jefe Chen?

– Bien, aunque no estoy haciendo nada.

– Debería darse un respiro. Acaba de volver -Li se inclinó para coger su termo-¿Ha encontrado aquello de lo que hablamos la última vez? -añadió en voz baja-.

– ¿Qué?

– Cuando lo encuentre, venga a verme a mi despacho.

Li ya se había girado hacia la escalera, llevándose el termo y la última palabra. ¡El móvil! Era lo que Li le pidió la última vez que se vieron en su despacho. Chen tenía que encontrar el móvil del crimen. No tenía sentido ponerse a hablar de otra cosa en la sala del calentador. Dejando de lado la política, sólo podría retomarse la investigación si se descubría el móvil de Wu.

Chen volvió a repasar el caso. Si Wu hubiera querido separarse de Guan, ella no podría detenerlo. Ella era la tercera, la otra mujer, un personaje habitual en la ética familiar china. Se habría encontrado en una posición socialmente condenable. Además, dar a conocer una relación extramarital habría sido un suicidio político. Aunque hubiese estado tan desesperada como para revelar algo así, lo más probable era que no llegara muy lejos. Wu había tenido una relación con ella, pero quería ponerle fin. Y entonces, ¿qué? Como había dicho el secretario del Partido Li, en estos tiempos una aventura no se consideraría una falta política grave. Con el peso de su familia y de sus contactos, Wu se habría salido con la suya fácilmente. Ella no podría representar una amenaza real para Wu, ni siquiera en ese momento, cuando se hablaba de su ascenso. Por otro lado, Guan era una celebridad nacional, no una chica cualquiera de provincias. Wu tenía que saber que investigarían su desaparición y que podrían vincularlo con el caso, por muy secreta que hubiera sido la relación. Wu era demasiado inteligente como para no darse cuenta de eso. Bien, ¿por qué había corrido un riesgo tan grande? Por alguna razón, Guan tuvo que haber supuesto una amenaza mucho más seria para Wu, algo que el inspector jefe Chen no había descubierto todavía. Hasta que diese con ella, Chen sólo podía ocupar su tiempo leyendo los últimos documentos del Partido que llegaban a su despacho. Uno de ellos trataba del aumento de los índices de criminalidad en el país, así como la llamada del Comité Central a todos los miembros del Partido a que pasasen a la acción. También tenía que rellenar varios formularios para el próximo seminario del Instituto Central del Partido, aunque después de todo lo sucedido, dudaba de si podría asistir. Frustrado, buscó el libro de su padre. No lo había leído desde que lo compró. Sabía que era difícil. Lo hojeó hasta llegar a las últimas páginas, un epílogo en forma de breve fábula titulada Un chivo de la dinastía Jin.

«El emperador Yan, de la dinastía Jin, tenía muchas concubinas imperiales y un chivo preferido. Por la noche, dejaba que el chivo caminara delante de él por un laberinto de dormitorios. Cuando se detenía, el Emperador lo consideraba una señal del cielo para que pasara la noche en el dormitorio más próximo. Muy a menudo, el chivo se paraba ante la cortina de perlas de la habitación de la concubina número trescientos once. Ella, envuelta por nubes blancas, esperaba la lluvia, de modo que le dio un hijo que se convirtió en el emperador Xing, quien dejó que el país sucumbiera a los enemigos bárbaros llevado por sus ansias de tener un puerto marítimo. Era una historia larga y complicada, pero el secreto de la concubina número trescientos once era sencillo. Rociaba con sal el suelo frente a su puerta y el chivo se detenía para lamerla.»

El malogrado profesor utilizaba la fábula para ilustrar las contingencias de la historia. Sin embargo, para un inspector jefe, todo lo que rodeaba un caso criminal tenía que ser cierto y lógico.

Eran casi las tres. El inspector jefe Chen se había saltado la comida, pero no tenía hambre. Oyó que llamaban a la puerta. -Adelante -dijo-.

Se sorprendió al ver al doctor Xia en la puerta con una bolsa de plástico grande en cada mano.

– Tengo los zapatos mojados -sacudió la cabeza para indicar que no tenía intención de entrar-. Le he traído un pato asado a la pekinesa del restaurante Yan Cloud. La última vez usted tuvo la amabilidad de invitarme. Como dice Confucio, «Es justo y correcto siempre responder a la amabilidad de los demás».

– Gracias, doctor Xia -se levantó-, pero un pato entero es demasiado para mí. Será mejor que se lo lleve a su familia.

– Tengo otro -levantó el segundo paquete con el pato envuelto en plástico-. A decir verdad, uno de mis pacientes es el chef del restaurante. Insistió en dármelos gratis. Aquí tiene una caja con salsa. Yo no sé preparar la cebolleta.

– También dice Confucio «No es correcto ni justo rechazar el regalo de un hombre mayor» -intentando imitar el estilo culto del doctor Xia-› de modo que tengo que aceptarlo. ¿Quiere tomar una taza de té en mi despacho?

No, gracias, no puedo quedarme.

El doctor Xia no se movió de la puerta, como indeciso, hasta que miró de reojo hacia el despacho grande, pero tengo que pedirle un favor.

– ¡Claro!, en lo que pueda ayudarle -se preguntaba por qué el doctor Xia escogería un momento como ése para pedirle un favor-.

– Quiero que me presente en el Partido. Sé muy bien que no soy un activista. Tengo que andar un largo camino antes de que pueda demostrar que soy un digno miembro. Aun así, soy un intelectual chino honrado, y con una conciencia elemental.

– ¿Cómo? ¿Es que no se ha enterado de las noticias de por aquí?

– No, no sé nada -el doctor Xia levantó la voz y sacudió una mano ajustándose las gafas de marco dorado-. Tampoco me importa. A decir verdad, no me importa nada. Oiga, usted es un miembro leal del Partido, es lo único que sé. Si usted no está cualificado, nadie más en este despacho lo está.

– No sé qué decir, doctor Xia.

– ¿Recuerda aquellos versos del general Yue Fei: «Me inclinaré ante el Cielo / cuando en la Tierra reine el orden»? Lograr que reine el orden en nuestra tierra, eso es lo que usted quiere, y es lo que yo quiero.

Con aquella dramática declaración, el doctor Xia alzó aún más la cabeza, como desafiando a un público invisible, y se alejó sin molestarse en mirar las caras asombradas en el despacho grande.

– Adiós, doctor Xia -dijo alguien al cabo de un momento-.

Chen cerró la puerta con una mano, sosteniendo el pato en la otra.

Sabía por qué el doctor Xia le había hecho esa visita inesperada. Era para demostrarle su apoyo. El anciano y noble médico, que tanto había sufrido durante la Revolución Cultural, estaba muy lejos de querer ingresar en el Partido. La visita, junto con la declaración ensayada y el pato asado, era una postura que el doctor Xia se sentía obligado a adoptar como honrado intelectual chino, con una «conciencia elemental», y aquello no era únicamente por él, entendió el inspector jefe Chen.

Puede que fuera una batalla perdida, pero vio que no estaba solo. El inspector Yu, Peiqin, el Viejo cazador, el Chino de ultramar Lu, Ruru, Wang Feng, Xiao Zhou y, ahora, el doctor Xia. Por respeto a ellos, no pensaba renunciar. Reanudó la lectura de la carpeta de Guan y se quedó tomando notas hasta varias horas después del final de la jornada. Luego comió un poco de pato asado. La piel dorada y crujiente le abrió el apetito. El doctor Xia había añadido, incluso, un par de crepes. El pato, envuelto en un crepe con una salsa especial y la cebolleta, tenía un sabor delicioso. Guardó lo que quedaba en la nevera.


* * *

Hacia las nueve salió del despacho. No tardó demasiado en llegar a la calle Nanjing. A esa hora parecía menos concurrida, aunque el cambio incesante de los anuncios luminosos le daba a la escena una nueva vitalidad. Al cabo de un rato, vio los grandes almacenes Número Uno. Un hombre de edad mediana que miraba uno de los escaparates de la tienda se alejó al oír los pasos de Chen, que se detuvo y se vio frente a un gran despliegue de la moda de verano, con su propio reflejo difuminado en el vidrio. Las luces iluminaban una fila de maniquíes con una asombrosa variedad de bañadores: tirantes delgados, escotes tulipán, combinaciones de dos piezas, bikinis y diseños blanquinegros. Bajo la luz artificial, los maniquíes de plástico parecían vivos.

– ¡Un palo de azúcar de baya de espino!

– ¿Qué? -Chen se había sobresaltado-.

– Azúcar de baya de espino, amarga y dulce. ¡Pruebe una!

Se le había acercado una vieja vendedora ambulante con una carretilla roja llena de palos con bayas de espino, recubiertos de azúcar glasé rojo, brillante, casi sensual. Era una escena que no solía verse en la calle Nanjing. Quizá porque era tarde, la vendedora había logrado colarse en el barrio. Chen le compró una. Tenía un gusto más bien amargo, diferente de las que le había comprado su madre. No tendría más de cinco o seis años, y ya le gustaban. Su madre, por aquel entonces muy joven, vestida con su falda qi naranja, con una sombrilla floreada en una mano y la mano de él en la otra…Todo había cambiado tan rápido. "¿Aquellos maniquíes del escaparate también envejecerían?", se interrogó Chen. ¡Qué pregunta más tonta! Más tonta que un inspector jefe con su impresionante uniforme chupando un palo de azúcar mientras caminaba sin rumbo fijo por la calle Nanjing. Sin embargo, estaba demostrado que los plásticos se desgastaban. Una flor de plástico rota en el alféizar de la ventana de una habitación de hotel en un camino apartado, la imagen lo había tocado, profunda e inexplicablemente, durante un viaje que hizo en sus años de universitario. Seguro que la habría dejado otro viajero. Ya no tenía brillo, ya no era bella…Ya no era políticamente atractiva… a ojos de otras personas. Los modelos, de plástico o de cualquier otro material, serían sustituidos.

Puede que Guan tuviera preocupaciones más prácticas, porque estaba en escena y era joven. Vivaz como era, podía admirar su reflejo en el espejo siempre cambiante de la política, si bien se habría dado cuenta de que sus encantos se desvanecían. El mito de los trabajadores modelo, aunque seguía vivo en los periódicos del Partido, no atraía a muchas personas. Los intelectuales cautivaban la atención de los medios de comunicación; os empresarios conseguían dinero; los que aprobaban el examen TOEFL, pasaportes; los HCS, posiciones; en cambio, una trabajadora modelo valía cada vez menos.

Guan sabía que no se podía invertir los flujos del tiempo y las mareas. Tal como iban las cosas, en pocos años, una trabajadora modelo no sería más que un chiste. No obstante, ella nunca se lo había tomado a risa. Era el sentido de su vida, y su vida no había sido fácil. Siempre sometida a la obligación de ser un modelo: pronunciar las palabras correctas, hacer lo adecuado y tomar las decisiones esperadas. Un modelo era una metáfora, y a la vez, todo lo contrario. Su vida adquiría valor en los momentos en que era admirada e imitada. Unos pasos a sus espaldas interrumpieron el hilo de sus pensamientos. Tuvo la impresión de que una chica ahogaba una risilla. El inspector jefe Chen era un personaje digno de ver, un agente de policía mirando el escaparate lleno de maniquíes sublimes apenas vestidas. No sabía cuánto tiempo llevaba ahí parado. Echó un último vistazo y comenzó a alejarse.

Al otro lado de la calle una frutería seguía abierta. Chen se acordaba de ella, ya que era el atajo que su madre solía tomar para llegar al pasaje donde vivía una amiga suya. El pasaje tenía varias entradas. La que daba a la calle Nanjing había sido en parte tapada por un puesto de frutas que, después, se había convertido en una gran frutería que bloqueaba totalmente el acceso. Con todo, detrás de las estanterías había una puerta que se abría desde el interior y que los empleados de la tienda usaban cuando les convenía. Chen no tenía ni idea de cómo la había descubierto su madre.

El inspector jefe Chen nunca había utilizado el atajo, pero el dueño lo saludó efusivamente, como si se tratase de un viejo cliente. Pasó detrás de la primera fila de estanterías, examinando una manzana como un cliente quisquilloso. La puerta seguía ahí. Chen la empujó y vio que se abría hacia un callejón casi desierto. Cortó por el pasaje a paso rápido. El otro extremo daba a la calle Guizhou, donde hizo parar un taxi que pasaba. Dio una dirección al taxista.

– El pasaje Qinghe, en la calle Hubei.

Le bastó una ojeada para comprobar que no lo seguían.

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