CAPÍTULO 18

Nada más volver a su despacho, empezó a sonar el teléfono. Era el Chino de ultramar. Lu volvió a contarle que había iniciado con éxito su propio negocio, El suburbio de Moscú, un restaurante de estilo ruso en la calle Huaihai, cuya carta incluía caviar, consomés y vodka, y unas camareras rusas muy ligeras de ropa que iban de un lado a otro. Parecía satisfecho y muy seguro de sí mismo. Chen no alcanzaba a entender cómo había conseguido tanto en tan poco tiempo.

– Entonces ¿los negocios marchan bien?

– De maravilla, amigo. Viene un montón de gente durante el día a mirar nuestra carta, nuestra reserva de vodkas y nuestras chicas rusas, altas y pechugonas, con sus blusas y faldas transparentes.

– De verdad, tienes mucho ojo para los negocios, Lu.

– Como dijo Confucio hace miles de años, «La belleza da hambre».

– No, «Es tan bella que uno podría devorarla» -corrigió Chen-. Eso fue lo que dijo Confucio. ¿De dónde has sacado a las rusas?

– Vinieron a verme. Un amigo tiene una red de trabajadores extranjeros. Son chicas simpáticas. Ganan cuatro o cinco veces más que en su país. Hoy en día a China le va mucho mejor que a Rusia.

– Es verdad -a Chen le impresionó el orgullo latente en las palabras de Lu-.

– ¿Recuerdas cuando llamábamos a los rusos "hermanos mayores"? La rueda de la diosa Fortuna ha girado: ahora las llamo mis "hermanitas". En cierto sentido, estas chicas lo son, porque dependen de mí para todo. Para empezar, no tienen dónde vivir, y los hoteles son demasiado caros. He comprado varias camas plegables, duermen en la parte trasera del restaurante y se ahorran mucho dinero. Para que lo tengan más fácil, también he puesto una ducha con agua caliente.

– Entonces las cuidas bien.

– Así es, y te confiaré un secreto, amigo: Tienen pelos en las piernas. No te dejes engañar por su aspecto suave y liso. Una semana sin jabón ni maquinilla de afeitar y esas piernas tan estupendas se ponen peludas.

– Te estás volviendo eliótico, Chino de ultramar.

– ¿Qué quieres decir?

– Nada, sólo me recuerda algo que escribió T. S. Eliot. Algo sobre piernas desnudas, blancas y enjoyadas que de pronto, a la luz del día, aparecen velludas. ¿O era John Donne?

– Eliot o quien sea, no me importa, pero es verdad. Lo he visto con mis propios ojos: una bañera llena de pelos rubios y castaños.

– Me estás tomando el pelo.

– Ven y lo verás con tus propios ojos, no sólo las piernas, también el negocio. ¿Este fin de semana te va bien? Te reservaré a una de las rubias, la más sexy. "Servicio especial", tan especial que también te darán ganas de devorarla. La satisfacción de Confucio garantizada.

– Me temo que sea demasiado para mi cartera.

– ¿Qué dices? Eres mi mejor amigo, y te debo en parte mi éxito. Yo te invito a todo, desde luego.

– Iré -dijo Chen-si puedo escaparme una noche de la semana que viene.

El inspector jefe Chen se preguntó si aunque tuviera tiempo, iría. Había leído un reportaje sobre los llamados servicios especiales en algunos restaurantes de dudosa reputación.

Miró su reloj: las tres y media. Seguramente no quedaría nada de comer en la cantina de la oficina. La conversación con el Chino de ultramar Lu le había abierto el apetito, y luego pensó en algo que casi había olvidado: la cena con Wang Feng en su piso. Súbitamente, todo lo demás podía esperar hasta mañana. La idea de tener a Wang de invitada para una cena a la luz de las velas le aceleró el pulso. Salió del despacho a toda prisa y se dirigió al mercado en la calle Ninghai, a unos quince minutos a pie desde su casa.

Como de costumbre, el mercado estaba lleno de gente que iba de un lado a otro con cestos de bambú bajo el brazo y con sus bolsas de plástico. Chen había consumido su ración de cerdo y de huevos para todo el mes. Esperaba conseguir pescado y verduras, a Wang le gustaba el marisco. Había una larga cola delante de la pescadería. Chen observó una hilera de cestas, cajas de cartón rotas, taburetes e incluso ladrillos, entre las personas que esperaban. A cada paso que daban, los clientes empujaban lentamente esos mojones. El objeto era un símbolo de la presencia de su dueño. Cuando una cesta se acercaba al final, aparecía el dueño y recuperaba su lugar. En realidad, era probable que en una cola de quince personas hubiese unas cincuenta por delante. Calculó que, al ritmo que avanzaban, pasaría una hora o más antes de que lo atendieran.

Decidió probar suerte en el mercado libre, que quedaba a sólo una manzana del mercado estatal de Ninghai. Aunque no se conocía con esa denominación a principios de los noventa, todos sabían de su existencia. El servicio era mejor, y la calidad también. La única diferencia eran los precios, que solían ser dos o tres veces más caros que en el mercado de Ninghai. El mercado estatal y el mercado privado eran un ejemplo de coexistencia pacífica. El socialismo y el capitalismo, lado a lado. Algunos cuadros veteranos del Partido temían el inevitable choque entre los dos sistemas, pero para la gente que iba al mercado, eso no era lo importante. Chen se detuvo ante un pintoresco despliegue de cebolletas y jengibre abrigado por una sombrilla de Hangzhou. Compró un puñado de cebolletas frescas, y el vendedor le añadió de regalo un pequeño trozo de jengibre.

Chen estuvo otro largo rato escogiendo lo que necesitaba para la cena. Gracias al adelanto de la editorial Lijiang, se dio el lujo de comprar dos libras de cordero, una bandeja de ostras y una pequeña bolsa de espinacas. Poco después, cediendo a un impulso, salió del mercado y se dirigió a la nueva joyería de la calle Longmen.

El dependiente de la tienda se le acercó con expresión de sorpresa. Chen sospechó que su aspecto, el de un policía de uniforme con una bolsa de plástico en las manos, no era precisamente el de un cliente habitual, si bien resultó ser un buen cliente. No dedicó demasiado tiempo a mirar los brillantes objetos expuestos en las vitrinas. Enseguida le atrajo un collar de perlas posado sobre una tela de satén plateada en una caja de terciopelo púrpura. Le costó más de ochocientos yuanes, pero estaba seguro de que le quedaría muy bien a Wang., y que a Ruth Rendell le parecería bien que se gastara de ese modo el dinero ganado con la traducción de su obra. Además, necesitaba motivarse para completar la próxima, El hablante de mandarín.

Cuando volvió a su piso, por primera vez se dio cuenta, sorprendido, de lo impresentable que podía ser una habitación de soltero: cuencos y platos en la fregadera, un par de vaqueros tirados en el suelo al lado del sofá, libros por todas partes, una capa de polvo en el alféizar de la ventana, e incluso la estantería de ladrillos y tablas junto al escritorio le pareció un adefesio. Se lanzó de lleno a poner orden.


* * *

Era la primera vez que Wang aceptaba una invitación para cenar con él a solas, y en su piso. Desde la noche de la fiesta de inauguración el progreso en su relación era tangible. A medida que avanzaba con el caso, Chen tenía la sensación de que cada vez descubría más cosas en ella. Wang no sólo era una mujer atractiva y alegre, sino además inteligente y muy perspicaz, hasta más que el propio Chen. Sin embargo, había algo más. Mientras investigaba, se había planteado otras cuantas preguntas acerca de su vida. Había llegado la hora de decidirse, tal y como Guan lo hiciera años atrás.

Wang llegó unos minutos antes de las seis. Llevaba una chaqueta de seda blanca sobre un sencillo vestido negro con dos tirantes delgados que parecían los de una combinación. Chen le ayudó a quitarse la chaqueta. La blancura de sus hombros le pareció deslumbrante bajo la luz fluorescente. Traía una botella de vino blanco, un regalo perfecto para la ocasión. Chen tenía un juego de copas en el armario.

– ¡Qué habitación tan impecable para un inspector jefe tan ocupado como tú!

– Tenía buenos motivos para poner orden -respondió-. Es agradable tener un lugar limpio cuando viene a verte una amiga.

En la mesa, un mantel blanco, servilletas rosadas plegadas, palillos de caoba y cucharas plateadas de mango largo. El escenario era el idóneo para una cena sencilla: una pequeña olla de agua hervía en un infiernillo, y a su alrededor, el cordero cortado en lonchas finas como el papel, un plato de espinacas y una docena de ostras con rodajas de limón distribuidas en una bandeja, junto a pepinos marinados en vinagre y ajo al escabeche en unos platillos a ambos lados. Cada comensal tenía un plato con salsa.

Metían las lonchas de cordero en el agua hirviendo, las sacaban al cabo de unos segundos y las untaban en la salsa. Era una de las recetas "especiales" que le había enseñado el Chino de ultramar Lu: una mezcla de salsa de soja, mantequilla de sésamo, tofu fermentado y pimienta molida con una pizca de perejil. El cordero, que conservaba su color rosáceo, estaba tierno y sabroso.

Chen abrió la botella de vino. Chocaron las copas antes de saborear el vino blanco y brillante bajo una luz tenue.

– Por ti -dijo él-.

– Por nosotros.

– ¿Por qué brindamos? -preguntó mientras untaba la carne en la salsa-.

– Por esta noche.

Wang abrió una ostra con un cuchillo pequeño. Con sus dedos menudos y delicados, manejó diestramente el cuchillo y cortó el músculo bisagra. Se llevó la ostra a la boca. Un trozo de alga verde colgaba de la concha. Chen vio el destello del nácar de una blancura inigualable que contrastaba con los labios de Wang.

– Están buenas -suspiró ella con una mirada de satisfacción y dejó la concha-.

La miró por encima de su copa, pensando en el contacto de sus labios con el nácar y luego con el cristal. Wang bebió un trago de vino, se limpió la boca con la servilleta de papel y tomó una ostra. Chen se sorprendió al ver cómo, después de untarla con salsa, se inclinó para ofrecérsela. Un gesto sumamente íntimo, casi el gesto de una mujer recién casada. Él dejó que deslizase los palillos en su boca, y la ostra se derritió al contacto de su lengua. Una sensación extraña y placentera.

Para él, estar a solas en su propia casa con una mujer que le atraía era algo nuevo. Hablaban, sin que por ello se sintieran obligados a conversar. Bastaba con mirarse el uno al otro sin decir nada.

Empezó a lloviznar. De noche la ciudad también parecía más íntima y apacible, con su velo de luces titilando hasta el infinito. Después de cenar, con un asomo de voz, Wang le dijo que quería ayudarle a recoger.

– Me gusta mucho lavar los platos después de una buena cena.

– No, no tienes que hacer nada.

Pero ya se había levantado. Se quitó los zapatos y cogió el delantal de Chen que colgaba del pomo de la puerta. Era agradable verla atarearse sin el menor esfuerzo, como si llevara años viviendo ahí. El delantal blanco, ceñido a su fina cintura, le daba un encanto vagamente doméstico.

– Hoy eres mi invitada -insistió él-.

– No puedo quedarme sin hacer nada mientras te ocupas de todo en la cocina.

En realidad, no era una cocina, sino un espacio estrecho con un fogón de gas y la fregadera. Todo muy apretado, apenas lo bastante amplio para que cupieran los dos a la vez. Estaban muy cerca, sus hombros se tocaban. Él abrió la pequeña ventana encima de la fregadera. Su sensación de bienestar no sólo se debía a la buena comida y el vino. Le ilusionaba estar en casa, y no en un piso pobremente amueblado.

– ¡Oh!, dejémoslo todo así -le desató el delantal-. Basta.

– Pronto correrán cucarachas por tu piso nuevo -le advirtió ella con una sonrisa-.

– Ya las tengo -la llevó de vuelta a la sala-. Tomemos otra copa, la penúltima.

– Como tú quieras.

Cuando Chen volvió con las copas, ella se mecía en la silla de mimbre, junto al sofá. Al hundirse en la silla, su vestido corto se recogió, descubriendo parte de sus muslos. Se apoyó contra el armario, tocando con la mano el cajón superior, donde había guardado el collar de perlas. Wang parecía absorta en el color cambiante del vino que tenía en la mano.

– ¿Te importaría sentarte junto a mí un momento?

– Te veo mejor desde aquí -dijo Chen embriagado por el perfume de su cabello-.

Él se quedó de pie con su copa. Era difícil expresar el significado de penúltima copa en chino. Había aprendido sus connotaciones en una película estadounidense, donde una pareja bebía un poco de vino antes de ir a la cama. La atmósfera de intimidad que había brotado entre los dos lo turbaba.

– Te has olvidado de las velas -dijo ella y bebió de nuevo-.

– Sí, ahora vendrían bien -advirtió-, y el Bolero en un aparato de música sería fantástico.

Eso también estaba en las películas. Los amantes, cuando hacían el amor, ponían su música preferida. El ritmo del clímax que se va acercando. Ella se llevó un dedo a la mejilla y miró a Chen fijamente, como si lo contemplara por primera vez. Levantó una mano, se quitó la goma y se soltó el pelo, que se derramó sobre sus hombros. Wang parecía relajada, cómoda, como en casa. Chen se arrodilló en el suelo a sus pies.

– ¿Qué es esto?

– ¿Qué?

Él le tocó el pie descalzo. Tenía una mancha de salsa en el dedo pequeño, y se la quitó frotando con los dedos. Ella se acercó hasta rozar su mano. Chen se fijó en el dedo del anillo. Se apreciaba una franja de piel más clara, donde antes había llevado la sortija de matrimonio. Se quedaron así, tomados de la mano. Mirando su rostro enrojecido, Chen creyó estar ante un libro abierto que lo invitaba a leer. ¿O acaso ya leía demasiado?

– ¡Todo es tan maravilloso esta noche! -suspiró Wang-. Gracias.

– «Lo mejor está por venir» -avisó él recordando un poema casi olvidado-.

Hacía tiempo que esperaba ese momento. La luz suave realzaba el perfil de sus curvas bajo la fina tela de su vestido. Parecía otra mujer, madura, femenina y seductora. ¿Cuántas mujeres diferentes habitaban en ella? Wang se meció hacia atrás, apartándose de él, y le tocó la mejilla. La palma de su mano era ligera como una nube.

– ¿Vuelves a pensar en el caso?

– No. En este momento, no.

Era verdad, pero ahora se preguntaba por qué le preocupaba tanto el caso de Guan. ¿Se debía a las emociones tan intensas que había puesto en juego? Quizá su propia vida personal era tan prosaica que necesitaba compartir la pasión de otros, o quizá anhelase un cambio drástico en su vida.

– Tengo que pedirte un favor -dijo Wang-.

– Lo que desees.

– No quiero que me interpretes mal -respiró hondo y luego calló un instante-. Hay algo entre nosotros, ¿no?

– ¿Tú qué piensas?

– Lo supe desde que nos conocimos.

– Yo también.

– Antes de conocerte ya era la prometida de Yang, pero tú nunca me has preguntado nada.

– Tampoco tú sobre mí, ¿no? -le tomó la mano-. No tiene mayor importancia.

– Tú tienes una carrera prometedora -dijo con una emoción que se transmitió a todos sus finos rasgos-. Es muy importante para ti…, y para mí también.

– Una carrera prometedora…, pues no lo sé-eran palabras que sonaban como un preludio, lo presentía-. ¿Por qué tenemos que hablar de mi carrera ahora?

– Lo tenía todo preparado para decírtelo, pero es más difícil de lo que pensaba. Contigo aquí, que has sido tan bueno conmigo, me cuesta más…, mucho más.

– Dímelo, Wang.

– Verás, esta tarde he ido al Instituto de Lenguas Extranjeras de Shanghai, y la escuela pide una compensación por lo que han gastado con Yang, ¿sabes? Una compensación por su formación, por su salario y por la cobertura médica de sus años en la universidad, o no podré conseguir el documento para mi pasaporte. Es una suma importante, veinte mil yuanes. Me preguntaba si pudieras hablar con alguien en el Departamento de Pasaportes de tu oficina. Es la única manera en la que podría conseguirlo sin el documento del Instituto de Lenguas Extranjeras.

– ¿Quieres conseguir un pasaporte…, para ir a Japón?

No se parecía en nada a lo que él esperaba.

– Sí, ya he presentado la solicitud hace unas semanas.

Para salir de China, Wang necesitaba un pasaporte. Así que debía presentar una solicitud autorizada con la aprobación de su unidad laboral, y debido a su matrimonio, aunque fuese puramente virtual, también necesitaba un documento de la unidad laboral de Yang. Quizá fuera difícil, pero no imposible. A veces se concedían pasaportes sin la autorización de la unidad laboral. La posición del inspector jefe Chen le permitía ayudarle.

– Entonces, ¿vas a encontrarte con él? -preguntó incorporándose-. -Sí.

– ¿Por qué?

– Ha conseguido todos los documentos para que me reúna con él. Incluso me ha conseguido un trabajo en un canal de televisión china en Tokio. Es un canal pequeño, no como aquí, pero relacionado con mi línea de trabajo. No hay gran cosa entre él y yo, pero es una oportunidad que no puedo desperdiciar.

– Pero también tienes una carrera prometedora aquí.

– Una carrera prometedora aquí -repitió Wang con una sonrisa amarga-, obligada a contar una mentira tras otra.

Era verdad, según la idea que uno tuviera del trabajo de un periodista en China. Como reportera del periódico del Partido, Wang tenía que informar sometiéndose a los intereses de éste, que siempre figuraban en primer lugar. Para eso le pagaban, no cabía duda.

– Aun así, las cosas aquí están mejorando -dijo Chen, que se sentía obligado a decir algo-.

– A este paso tan lento,, en veinte años podré escribir lo que quiera, cuando esté vieja y canosa.

– No, no lo creo -Chen quería decirle que ella nunca sería vieja ni tendría canas, no para él, pero prefirió guardar silencio-.

– Tú eres diferente, Chen -dijo Wang-. Tú sí que puedes hacer algo aquí.

– Gracias por decírmelo.

– Te han propuesto para asistir al seminario del Instituto Central del Partido, y puedes llegar muy lejos en China. No creo que yo pueda serte de gran ayuda aquí…, para tu carrera, quiero decir -añadió al cabo de un momento-, e incluso peor…

– Lo fundamental es… -prosiguió con voz pausada- que te marchas a Japón.

– Sí, me marcho, pero pasará algún tiempo, por lo menos un par de meses, antes de que pueda conseguir el pasaporte y el visado, y estaremos j untos… como esta noche -Wang levantó la cabeza y se llevó una mano al hombro desnudo con un gesto ligero, como si fuera a quitarse una de las tiras-. Algún día, cuando ya no estés interesado en tu carrera política aquí, quizá puedas reunirte conmigo allá.

Él se giró para mirar por la ventana. La calle a esa hora había cobrado vida con una multitud de paraguas de colores. La gente iba de un lado a otro y, quizá, también hacia diferentes destinos. Él creía que el matrimonio de Wang era un fracaso. Nadie podría destrozarlo, a menos que ya estuviera deshecho. En este caso la prueba era que el hombre había abandonado a su mujer, pero ella aún quería reunirse con ese hombre, y no con él.

Esa noche no se parecía en nada a lo que él esperaba, y tal vez, todo duraría un par de meses más.

El padre de Chen, un prestigioso profesor de neoconfucianismo, había enseñado a su hijo todas las doctrinas éticas. No había sido un esfuerzo inútil, y él no había sido miembro del Partido durante todos esos años por nada. Wang era la mujer de otro hombre, seguiría siéndolo. Eso lo decía todo. Había un límite que no podía franquear.

– Dado que vas a reunirte con tu marido -se giró para mirarla-, no creo que sea buena idea que nos sigamos viéndonos…, de esta manera, quiero decir. Seguiremos siendo amigos, eso sí. En cuanto a lo que me pides, haré todo lo que pueda.

Ella parecía atónita. Sin decir palabra, apretó los puños y luego ocultó la cara entre las manos. Él sacó con un gesto brusco un cigarrillo de su paquete y lo encendió.

– No es fácil para mí -murmuró Wang-, y no sólo para mí.

– Te entiendo.

– No, no me entiendes. He pensado en ello. No es justo…, para ti.

– No lo sé -dijo él-, pero haré todo lo posible por conseguirte el pasaporte -insistió-. Te lo prometo.

Era lo único que se le ocurría decir.

– Sé lo mucho que te debo.

– ¿Para qué están los amigos? -dijo, como si un invisible disco de frases hechas comenzase a sonar en su cerebro-.

– Entonces, me voy.

– Sí, es tarde. Te llamaré un taxi.

Ella levantó la cara, y en sus ojos asomó el destello de las lágrimas. Su palidez acentuaba sus rasgos. ¿Era aún más bella en ese momento? Wang se inclinó para ponerse los zapatos. Se miraron sin hablarse. Al cabo de un rato, llegó el taxi. Oyeron cómo sonaba el claxon bajo la lluvia. Él insistió en dejarle su impermeable, un impermeable negro de policía, una prenda sin forma con una capucha fantasmal.

Wang se detuvo al llegar a la puerta y se giró hacia él, con la cara semioculta por la capucha. Chen no le veía los ojos. Luego desapareció. Wang era casi de su misma altura, habrían podido confundirla con él por esa prenda negra de policía. Chen se quedó mirando la figura alta, envuelta en un capote, que se perdía en la niebla bajo la lluvia.


* * *

Chen empezó a silbar y abrió el cajón superior de su armario de archivos. Ni siquiera había tenido oportunidad de sacar las perlas, que bajo aquella luz despedían un bello fulgor. Zhang Ji, un poeta de la dinastía Tang, había escrito un célebre dístico:

«Devuelvo tus lustrosas perlas con lágrimas en los ojos,

Señor, debí conocerte antes de casarme.»

Según algunos críticos, el poema se refería a un episodio en el que Zhang había declinado los favores del Primer Ministro Li Yuan, durante el reinado del emperador Dezhong, a principios del siglo VIII. Por lo tanto, había una analogía política. "No hay más que una interpretación", pensó Chen y se frotó la nariz. No le gustaba su decisión. Ella se había expresado con toda claridad. Podría haber sido la primera noche que él anhelaba, y habrían venido otras sin contraer ningún tipo de obligación, pero había dicho que no. Quizá nunca podría explicar su reacción de manera razonada, ni siquiera a sí mismo.

El timbre de una bicicleta se derramó sobre el silencio de la noche. Podía aplicar la lógica a la vida de otras personas, aunque no a la suya. ¿Era posible que en su decisión hubiera influido el informe que había escuchado por la tarde? En su subconsciente pugnaba por aflorar un paralelismo. Recordó la decisión de Guan de entregarse a Lai antes de separarse de él y lo que Wang le ofrecía antes de ir a reunirse con su marido en Japón. El inspector jefe Chen había cometido muchos errores. La decisión de esa noche sería una más de las que lamentaría con el tiempo. Al fin y al cabo, un hombre es sólo lo que ha decidido hacer o no hacer. «Algunas cosas se harán y otras, no.» Otro de los tópicos confucionistas que le había enseñado su padre. Quizá, en el fondo, él era un conservador, un hombre tradicional, incluso anticuado…, o políticamente correcto, pero su respuesta final fue no. Daba igual lo que hiciera, y más allá del hombre que se proponía ser, se hizo una promesa a sí mismo: resolvería el caso. Para él, el inspector jefe Chen, era la única manera de redimirse.

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