El lunes el inspector jefe Chen ya estaba de vuelta en el Departamento. En principio, seguía siendo jefe de la brigada de asuntos especiales. La mayoría de sus colegas lo saludó cordialmente, pero él notó un sutil cambio. Nadie mencionó el caso, tan sólo conversaciones intrascendentes y correctas. Los agentes habrían tenido noticia del giro en la investigación. Le dijeron que el comisario Zhang, que no estaba en su despacho, se había marchado de vacaciones, aunque nadie pudo decirle por cuánto tiempo ni por qué. El inspector Yu se encontraba en misión temporal, y temporalmente suspendido, al igual que él. El secretario del Partido Li llamó por teléfono.
– Camarada inspector jefe, bienvenido a la oficina. Ha hecho un trabajo excelente. Los invitados estadounidenses acaban de enviarnos un fax dándonos las gracias, sobre todo por su labor tan atenta. Se han llevado una impresión muy favorable de usted.
– Gracias por comunicármelo.
Sin embargo, los elogios por parte de extranjeros bien podían interpretarse como otro indicio de sus simpatías por la cultura burguesa occidental.
– Tómese el día libre -dijo Li-. Hablaremos de su trabajo dentro de un par de días, ¿de acuerdo?
El secretario del Partido hablaba con voz suave, si bien sus palabras no hicieron más que confirmar las sospechas de Chen.
– De acuerdo, aunque acabo de estar varios días ausente.
– No trabaje demasiado, estimado joven. En realidad, estamos pensando en darle unas vacaciones.
– No las necesito, secretario del Partido Li. Ya me he hartado de ver tantos lugares y escuchar tantas óperas.
– No se preocupe, camarada inspector jefe Chen. Hablaré con usted la semana que viene.
Nada nuevo bajo el sol. El mismo discurso del secretario del Partido Li, siempre políticamente correcto. No habían hablado del caso, ni tenía sentido hacerlo por teléfono. Los dos lo sabían de sobra.
Chen ya no podía intervenir en la investigación de Guan, y tampoco tenía otras tareas en qué concentrarse: únicamente el trabajo acumulado sobre su mesa durante sus días de ausencia, y firmar los documentos del Partido después de leerlos, le parecía cada vez más fastidioso. Volvió a sentir palpitaciones en las sienes. Abrió el cajón y encontró un frasco de aspirinas. Sacó dos pastillas, se las puso en la palma de la mano y se las tragó de golpe. Echó una ojeada por la oficina. La mayoría de sus colegas había salido a comer. Cerró la puerta de su cubículo con llave y sacó la cinta con la entrevista de Yu con Jiang. Volvió a escucharla desde el principio. Si Jiang había descubierto esas fotografías, alguien más también podía haberlas desenterrado. La reacción de Jiang había sido la de una artista de vanguardia, pero ¿qué pasaría con Guan? Quería a Wu sólo para ella. ¿Cómo habría reaccionado ella?
Después de mirar su reloj, Chen bajó a la cantina, que iba a cerrar en media hora. Pidió una pequeña ración de fideos y un bistec a la plancha con salsa de soja. Aunque estaba llena, encontró una mesa vacía. Todo el mundo guardaba las distancias y nadie quería compartir mesa con él. Chen no los culpaba, porque así era la política. Sin embargo, cuando estaba a punto de acabar, se le acercó Xiao Zhou con un plato de arroz y cerdo agridulce.
– No come demasiado.
– Me he hartado comiendo con los estadounidenses – explicó Chen-.
– ¡Ah, esos banquetes! -rió-, pero hoy no tiene muy buena cara.
– No, es sólo una leve jaqueca.
– Entonces vaya a un baño público y relájese con agua caliente cuanto pueda. Cuando esté bien sudado, arrópese con una toalla gruesa, tómese una taza grande de té de jengibre, y en un abrir y cerrar de ojos, se sentirá como nuevo.
– Sí, puede que eso me ayude, sobre todo el té.
Xiao Zhou le susurró, inclinándose como si fuera a limpiar la mesa:
– Ayer por la tarde llevé al secretario del Partido Li a una reunión. Cuando iba en el coche, lo llamaron por teléfono. -¿Sí?
– No hay mucha gente que tenga el número del móvil de Li, así que me entró la curiosidad, y oí que lo nombraba a usted un par de veces.
– ¿Ah, sí?
– Iba por el paso a nivel Número Uno. El tráfico era una locura, por lo que no pude oír toda la conversación. Creo que dijo algo así como «Sí, tiene razón. El camarada inspector jefe Chen ha hecho un gran trabajo. Es un cuadro joven excelente y leal», más o menos.
– ¡Me estás tomando el pelo, Xiao Zhou!
– No, no es broma. Eso es lo que escuché. El que hizo la llamada tiene que ser alguien muy bien situado. Li le hablaba con mucho respeto.
– ¿Y qué paso la segunda vez que mencionaron mi nombre?
– Yo estaba muy atento, pero no escuché toda la conversación. Tenía algo que ver con una joven en Guangzhou, supongo. En cualquier caso, no es problema suyo, sino de ella. Parece que Li volvió a defenderlo, o que estaba de acuerdo con lo que le decían.
– ¿Algo más a propósito de esa mujer?
– Pues yo diría que está metida en un lío. La han detenido, o algo así, por comercio ilícito.
– De acuerdo. Te lo agradezco mucho, Xiao Zhou, aunque no deberías haberte molestado por mí.
– De nada, camarada inspector jefe. Yo le soy fiel y lo he sido desde mi primer día en la oficina, no porque usted sea alguien importante, sino porque hace lo correcto. Su amigo, y mío también, el Chino de ultramar Lu, juró que me haría pedazos el coche si yo no lo ayudaba. Ya sabe lo bestia que puede ser. Me pondré en contacto con usted si tengo más información. Cuídese.
– Sí, eso haré. Agradezco tu preocupación -prosiguió en voz alta-. Iré a una tienda de hierbas medicinales aprovechando la pausa de mediodía.
No obstante, al salir de la oficina, se adentró en una calle lateral, donde encontró un locutorio como el del pasaje Qinghe. Antes de entrar al local, se volvió para asegurarse de que no lo seguían. Un inválido, que hacía de encargado, lo saludó con un gesto de la cabeza y tosió tapándose la boca con la palma de la mano mientras Chen marcaba el número de teléfono del Chino de ultramar.
– Me has arruinado, camarada inspector jefe Chen -dijo Lu-.
– ¿Cómo?
– Los fideos fritos en ese restaurante son muy apetitosos y la sopa es cremosa, con un poco de jamón y cebolletas picadas. Sale carísimo, un plato te cuesta doce yuanes, pero bueno, aun así, voy todas las mañanas.
– Supongo que te refieres al Cuatro mares -Chen suspiró aliviado-. A mí no me preocupa. Hoy en día, con el bolsillo lleno de dinero, puedes gozar como un auténtico millonario, Chino de ultramar.
– Vale la pena, amigo mío. Tengo una información muy importante para ti.
– ¿De qué se trata?
– El Viejo cazador, el padre de tu compañero, ha observado que hay un coche blanco que pasea por el barrio de Wu. Al ser agente de tráfico provisional, el viejo se aposta cerca de la calle Henshan. Wu no está en Shanghai, por lo que se pregunta quién conduce el coche.
– Sí, vale la pena fijarse en ello. Dile que esté atento al número de matrícula.
– Nada es demasiado difícil para él. Según me cuenta Peiqin, tiene muchas ganas de colaborar en algo, y ella también dice que está dispuesta a cualquier cosa. Una esposa maravillosa, ¿verdad?. ¡Ah!, no te olvides de llamar a Wang. Me ha llamado varias veces. Está preocupada por ti. Me ha dicho que tú ya sabes por qué no se ha puesto en contacto contigo.
Sí, lo sé. La llamaré esta noche.
Chen telefoneó a Wang, pero había salido a hacer un reportaje. No dejó un mensaje. Se sintió aliviado por no haberla encontrado. ¿Qué le diría si no? Después, escuchó el buzón de voz en su piso. Sólo había un mensaje. De Ouyang, desde Guangzhou:
«Lamento no encontrarlo hoy. ¡Cómo echo de menos nuestras conversaciones sobre poesía tomando té por la mañana! Acabo de comprar dos libros. Uno es una antología de Li Shangyin: «¿Cuándo volveremos a estar juntos / a la luz de la vela mirando por la ventana de Oriente / y charlando de las lluviosas noches en la colina de Ba?»
El otro es de Yan Rui. Me gusta sobre todo el poema en que se inspiró nuestro gran timonel, el Presidente Mao:
«Lo que tiene que irse, se va; / lo que tiene que quedarse, se queda. / Cuando las flores de la montaña adornen mi pelo / no me preguntes dónde está mi casa.»
Típico de Ouyang, que nunca se olvidaba de adornar su discurso con citas poéticas. Chen escuchó el mensaje por segunda vez. Lo conocía bien, pues citaba a Li Shangyin…, pero ¿por qué Yan Rui? El poema había sobrevivido en las antologías clásicas, sobre todo por la historia romántica que la inspiraba. Se decía que la poetisa era una bella cortesana enamorada del general Yue Zhong. Acabó encarcelada por los rivales políticos de Yue, aunque se negó a incriminar a su amante y no reconoció su relación. Se interpretaba que el poema ilustraba su espíritu inflexible en medio del tormento. ¿ Era posible que aquello fuera un aviso de que Xie Rong no lo incriminaría? Desde luego, Ouyang se equivocaba en una cosa. No había sucedido nada entre Xie y él. Sin embargo, su mensaje confirmaba la información de Xiao Zhou: Xie Rong tenía problemas, estaba detenida no por su negocio de masajes sino por su culpa, y también a causa de las maquinaciones de Seguridad Interior como telón de fondo.
¿Era posible que Ouyang también tuviera problemas? Quizá no. Al menos él todavía andaba por ahí, con bastante dinero para hacer una llamada de larga distancia y el ánimo suficiente como para citar poemas de las dinastías Tang y Song. Ahora bien, su manera de dejar el mensaje sugería que se encontraba en una situación difícil. El inspector jefe Chen decidió pedir a Lu que llamase a Ouyang de su parte y que citara otro poema, por si acaso. Cuando volvió al despacho, recordó unos versos de Wan Changling: «Si mis parientes y amigos preguntan por mí, / diles: un corazón de hielo puro, un florero de cristal». Con eso bastaría, y luego se sentó a trabajar.