Aquel sábado de finales de mayo volvía a ser claro y agradable. Los Yu habían ido a visitar los jardines de Qingpu cerca de Shanghai. Peiqin se encontraba en su elemento, con un ejemplar de Sueño en el pabellón rojo en las manos. Para ella era un sueño convertido en realidad.
– Mira, es el bosquecillo de bambúes donde Xiangyuan se queda dormida sobre el banco de piedra mientras Baoyu la contempla -dijo buscando el pasaje en el libro-.
Qinqin también estaba de muy buen humor. Corría de un lado a otro divirtiéndose y perdiéndose en el laberinto del jardín.
– Hazme una foto cerca del pabellón rojo -pidió Peiqin-.
Yu estaba deprimido, pero tenía el detalle galante de disimularlo. Cogió la cámara sabiendo lo importante que era el jardín para Peiqin. Un grupo de turistas se detuvo delante del pabellón y el guía comenzó a desgranar sus explicaciones sobre aquella maravilla arquitectónica. Peiqin escuchó atentamente, y por un momento, se olvidó de Yu, quien, mezclado con el grupo, asentía con la cabeza, aunque seguía ensimismado. Había estado bajo presión en la oficina. Trabajar con el comisario Zhang era algo insoportable, sobre todo después de la última reunión. El inspector jefe Chen se podía aguantar, pero no cabía duda de que ocultaba algo. El Secretario del Partido se mostraba amable con Chen y con Zhang, haciendo recaer toda la presión sobre él, que ni siquiera estaba al mando de la investigación. Y para colmo, él era el que realmente cargaba con la responsabilidad de los otros casos de la brigada.
Sus investigaciones renovadas en la central de taxis y en las agencias de viaje no habían llevado a ninguna parte. Tampoco había resultado la recompensa ofrecida por la información sobre cualquier taxista que hubiera sido visto aquella noche cerca del canal. Como era de esperar, nadie había llamado. Chen tampoco parecía haber progresado en lo relativo a su teoría sobre el caviar.
– El jardín es una construcción del siglo XX de la idea arquetípica que expone Sueño en el pabellón rojo, la novela china clásica más celebrada desde mediados del siglo XIX -el guía se desenvolvía con toda naturalidad y sostenía un cigarrillo de filtro largo mientras hablaba-. Todo se ha reproducido con la mayor exactitud, no sólo las celosías, las puertas o los pilares de madera, sino también los muebles, que reflejan las convenciones de la época. Mirad el puente de bambú o la gruta de helechos, es como si estuviéramos dentro de la obra misma.
En realidad, el jardín era toda una atracción para los apasionados de la novela. Peiqin había hablado de visitarlo unas cinco o seis veces. Habría sido imposible aplazar aquella visita.
Un sendero serpenteante cubierto de musgo conducía a un salón espacioso con ventanas rectangulares de vidrios tintados a través de las que se veía el «jardín interior», fresco y acogedor, pero Yu no tenía ánimos para seguir el paseo. Junto a Peiqin, en medio del gentío, se sentía estúpido, fuera de lugar, aunque fingía estar interesado como todos los demás. Algunas personas tomaban fotos. Junto a una gruta de formas caprichosas se había improvisado un puesto donde los turistas podían retratarse con trajes y joyas de imitación de la dinastía Ming. Una chica joven posaba con un peinado dorado, antiguo y pesado, mientras su novio se probaba una túnica de seda con un dragón bordado. Peiqin también parecía transformada por el esplendor del jardín, afanada en comparar las cámaras, los pabellones de piedra y las puertas de media luna con las imágenes que recordaba. Mientras la observaba, Yu casi podía creer que formaba parte del lugar, esperando a que Baoyu, el joven héroe de la novela, surgiese de un momento a otro del bosquecillo de bambúes. Peiqin también aprovechó la oportunidad para compartir sus conocimientos sobre la cultura china clásica con Qinqin.
– Cuando Baoyu tenía tu edad, ya había memorizado los cuatro clásicos de Confucio.
– ¿Los cuatro clásicos de Confucio? -preguntó Qinqin-. Nunca me han hablado de ellos en el colegio.
Al no obtener de su hijo la respuesta que esperaba, Peiqin se volvió hacia su marido.
– Mira, éste debe ser el arroyo donde Daiyu entierra la flor caída -exclamó-.
– ¿Daiyu entierra su flor? -preguntó Yu con gesto ausente-.
– Recuerdas ese poema de Daiyu… «Hoy enterraré la flor, pero ¿quién me enterrará a mí mañana?»
– ¡Oh!, ese poema sentimental.
– Guangming -dijo ella-, tus pensamientos no están en el jardín.
– No, si estoy disfrutando mucho -le aseguró él-, pero hace tanto tiempo que leí la novela… Todavía estábamos en Yunan, acuérdate.
– ¿Dónde iremos ahora?
– Para serte sincero, estoy un poco cansado -dijo él-. ¿Por qué no sigues tú con Qinqin al jardín interior? Yo me quedaré un rato sentado aquí, acabaré el cigarrillo y luego me reuniré con vosotros.
– De acuerdo, pero no fumes demasiado.
Vio cómo Peiqin se llevaba a Qinqin al pintoresco jardín interior por la puerta con forma de calabaza con la mayor naturalidad, como si entrase en su propia casa. Pero él no era
Baoyu, ni tenía intención de serlo. Era hijo de un policía, y policía él mismo. Apagó el cigarrillo aplastándolo con el pie. Intensaba ser un buen "poli", aunque le resultaba cada día más difícil. Peiqin era diferente, no se quejaba. En realidad, estaba contenta. Como contable del restaurante, ganaba un sueldo decente, unos quinientos yuanes al mes, además de disfrutar de ciertas ventajas. Instalada en un puesto muy cómodo, no estaba obligada a trabajar de cara al público, y en casa, a pesar de la estrechez, a menudo se mostraba satisfecha y decía que todo iba bien. Sin embargo, él sabía que la vida de Peiqin podría haber sido diferente, como la vida de una Daiyu o una Baochai, una de esas chicas bellas y llenas de talento de la novela romántica.
Al principio de Sueño en el pabellón rojo, doce chicas encantadoras vivían su karma amoroso como estaba escrito en el registro celeste del Destino. Según el autor, los amantes que tienen una relación amorosa después de pasearse bajo la luna en el Jardín de la Gran Visión cumplen con algo predestinado. Desde luego, era pura ficción, aunque en la vida real, las cosas podían ser todavía más extrañas.
Quiso fumar otro cigarrillo, pero el paquete estaba vacío, un paquete arrugado de Peonía. Los cupones mensuales de racionamiento le daban derecho a cinco paquetes de marcas como Peonía o Gran Muralla, y ya los había consumido. Buscó en el bolsillo de su chaqueta la pitillera metálica donde guardaba los que él mismo se liaba sin que lo supiera Peiqin, preocupada por su consumo exagerado de tabaco.
Se conocían desde la más temprana infancia. «Compañeros de juego en los rígidos caballitos de bambú / persiguiéndose el uno al otro, cogiendo flores del ciruelo verde.» El doctor Xia había copiado ese dístico de La canción de Zhanggan de Li Bai en dos banderolas de seda roja para la boda de Yu y Peiqin. Con todo, no habían disfrutado de una infancia romántica e inocente como aquélla. Simplemente, la familia de Peiqin se había instalado en el mismo barrio a principios de los años sesenta. Los dos fueron compañeros en la escuela primaria, y después en el instituto. Pero en lugar de buscar la mutua compañía, habían guardado sus distancias. Aquellos años revolucionarios eran tiempos de gran puritanismo. Era inconcebible que niños y niñas se mezclaran en el colegio.
Además, había que tener en cuenta el origen burgués de la familia de Peiqin. Su padre, propietario de una empresa de perfumes antes de 1949, fue condenado a trabajos forzados a finales de los años sesenta por motivos no explicados. Ahí murió. Su familia, expulsada de su casa del barrio de Jingan, se vio obligada a mudarse a una buhardilla en el barrio de Yu. Peiqin era una chica delgada, de rostro pálido y con una pequeña coleta recogida con una goma elástica, en absoluto una princesa altiva. Aunque estaba entre las mejores alumnas de la clase, solía ser víctima de otras chicas de familias obreras. En una ocasión, varios pequeños guardias rojos habían intentado cortarle la coleta. Cuando aquello fue demasiado lejos, Yu intervino para detenerlos. Como hijo de un agente de policía, tenía cierta autoridad sobre el resto de los chicos del barrio.
Pero fue en el último año del instituto cuando ocurrió algo que los unió. A principios de los años setenta se produjo un giro radical en la Revolución Cultural cuando el Presidente Mao llegó a considerar a los guardias rojos, que antes veía como sus apasionados seguidores, un obstáculo para sus designios de consolidación del poder. Mao dijo que era necesario que los guardias rojos, por entonces llamados "jóvenes instruidos", viajaran al campo para ser «reeducados por los campesinos pobres y de clase media baja», de modo que los jóvenes se alejaran de la ciudad y no crearan problemas. Se llevó a cabo una campaña nacional anunciada a bombo y platillo en todas partes. En su ingenua respuesta a los dictados de Mao, millones de jóvenes se desplazaron a las provincias de Anhui, Jiangxi y Helongjiang, al interior de Mongolia, a la frontera norte y sur…
Yu Guangming y Ping Peiqin, aunque demasiado jóvenes para ser guardias rojos, fueron catalogados como "jóvenes instruidos", pese a su escasa educación basada en del Libro rojo como único libro de texto. Tuvieron que dejar Shanghai para «recibir una educación en el campo». Fueron destinados a una granja del ejército en la provincia de Yunan, en la frontera sur de China con Birmania.
El día antes de que Peiqin dejara su hogar, su madre fue a ver a los padres de Yu. Esa noche las dos familias tuvieron una larga conversación. A la mañana siguiente, Peiqin fue a casa de Yu, y su hermano, por aquel entonces conductor de camiones en la Fundición Número Uno de Shanghai, los llevó a los dos a la estación de tren del Norte. Sentados uno frente al otro en el camión, aferrados a sus maletas, sus únicas posesiones, miraban a la muchedumbre alborozada y cantaban unas citas del Presidente Mao: «Vamos al campo, vamos a la frontera, vamos donde nuestra patria más nos necesita…»
Yu supuso que era una especie de matrimonio concertado, pero lo aceptó sin pensar demasiado en ello. Los padres querían que aquellos dos jóvenes de dieciséis años, enviados a miles de kilómetros de distancia, cuidaran el uno del otro, y Peiqin se había convertido en una chica bella y delgada, casi tan alta como él. Se sentaron tímidamente uno junto al otro en el tren, y se cuidaron mutuamente. No tenían otra alternativa.
La granja del ejército estaba situada en una región lejana llamada Jinghong Xishuangbanna, en lo más profundo de la provincia de Yunan. La mayoría de los campesinos pobres y de clase media baja pertenecían a la minoría thai. Hablaban su propia lengua y mantenían sus propias tradiciones culturales. Para evitar el contacto con la tierra fría y húmeda, resultado de las frecuentes lluvias tropicales, los thai vivían en refugios de bambú construidos a cierta altura del suelo sobre sólidos pilotes, y encerraban a los cerdos y aves de corral en la parte inferior. Los jóvenes instruidos, en cambio, se alojaban en los barracones húmedos y mal ventilados del ejército. Era imposible que fueran reeducados por los thai. Aprendieron unas cuantas cosas, aunque no las que hubiera deseado el Presidente Mao, como la tradición thai del amor romántico. El día quince del cuarto mes del calendario lunar chino se celebraba la Fiesta del Agua, que supuestamente borraba la suciedad, la muerte y los demonios del año anterior, pero también era el día en que las chicas thai declaraban su afecto vertiendo agua sobre su elegido. Después, por la noche, el elegido iba a cantar y a bailar bajo su ventana. Si ella abría la puerta, él sería su compañero en la cama esa noche.
Al llegar Yu y Peiqin se sintieron escandalizados, pero aprendieron rápido. No había otra elección, y durante esos años se necesitaron mutuamente. No había películas, ni biblioteca, ni restaurantes. Ningún tipo de distracción. Al final de las largas jornadas de trabajo, sólo se tenían el uno al otro, y las noches eran igualmente largas. Como muchos jóvenes instruidos, comenzaron a vivir juntos. No se casaron, no porque no se hubieran cobrado mutuo afecto, sino porque mientras fueran solteros, todavía existía la posibilidad de que los trasladasen a Shanghai. Según las directrices del gobierno, los jóvenes instruidos, una vez casados, tenían que establecerse en el campo. Echaban de menos Shanghai.
El final de la Revolución Cultural volvió a cambiarlo todo y pudieron regresar a sus hogares. El movimiento de los jóvenes instruidos enviados al campo se interrumpió, sin que fuera oficialmente censurado. Al volver a Shanghai, se casaron. Tras la jubilación temprana de su padre, Yu "heredó" el empleo de policía, y a Peiqin le asignaron el empleo de contable en el restaurante. No era lo que ella quería, pero resultó ser un trabajo bastante lucrativo. Un año después del nacimiento de su hijo Qinqin, su matrimonio se había convertido en una rutina sin sobresaltos. Yu no podía quejarse, pero a veces no podía evitar la añoranza de aquellos años en
Yunan. Los sueños de volver a Shanghai, conseguir un empleo en una empresa estatal, empezar una carrera nueva, tener una familia…, llevar una vida diferente. Ahora había llegado a una edad en la que ya no podía darse el lujo de tener sueños poco prácticos. Era probable que siguiera siendo un agente toda la vida, y aunque no quería renunciar a nada, cada vez era más realista.
El hecho era que, con su educación limitada y sus escasas relaciones, el inspector Yu no estaba en condiciones de soñar con un futuro prometedor en el cuerpo de policía. Su padre había servido veintiséis años, pero había acabado como agente. Seguramente, era la suerte que le esperaba a él. En sus días, el Viejo cazador al menos había participado del orgullo de pertenecer a la "dictadura del proletariado". En los años noventa aquella expresión había desaparecido de la prensa. Yu no era más que un "poli" del montón que ganaba un sueldo mínimo y apenas se lo tenía en cuenta en el Departamento. Aquel caso sólo servía para poner de relieve su insignificancia.
– Guangming.
Despertó de su ensoñación. Era Peiqin, que había vuelto sola.
– ¿Dónde está Qinqin?
– Se está divirtiendo en la sala de juegos electrónicos. No vendrá a buscarnos hasta que se haya gastado todas sus monedas.
– Mejor para él -respondió-. No hay de qué preocuparse.
– Algo te está dando vueltas por la cabeza -se sentó en la saliente de una roca a su lado-.
– No, no es nada. Sólo pensaba en los años que vivimos en Yunan.
– ¿A causa del jardín?
– Sí -dijo él-. ¿Recuerdas que a Xishuangbanna también le llamaban jardín?
– Sí, pero eso no tienes por qué recordármelo, Guangming. He sido tu mujer todos estos años. Hay algo en el trabajo que va mal, ¿no? -inquirió Peiqin-. No debería haberte pedido que vinieras aquí.
– No tiene importancia -le acarició el pelo-.
Ella guardó silencio un momento.
– ¿Tienes algún problema?
– Un caso difícil, no es nada -la tranquilizó-. Tan sólo estoy preocupado.
– Eres muy hábil cuando se trata de solucionar casos difíciles. Todos lo dicen.
– No lo sé.
Peiqin le cubrió la mano con las suyas.
– Ya sé que no debería decir esto, pero me da igual. Si no estás contento haciendo lo que haces, ¿por qué no renuncias?
Él se quedó mirándola con cara de sorpresa. Ella no desvió la mirada.
– Sí, pero… -Yu no sabía qué decir-.
Sin embargo, presentía que sus palabras darían para largas reflexiones.
– ¿No habéis avanzado con el caso? -preguntó ella para cambiar de tema-.
– No demasiado.
Yu le había hablado del caso Guan, aunque rara vez comentaba su trabajo en casa. Perseguir a delincuentes podía ser difícil y peligroso. No tenía sentido tratar esos asuntos en familia. Además, Chen había insistido en lo delicado del caso. No era una cuestión de confianza sino de profesionalidad, pero él se sentía demasiado frustrado.
– Háblame, Guangming. Como suele decir tu padre policía -le recordó-, hablar siempre ayuda.
Y entonces él empezó a resumir sus quebraderos de cabeza, centrándose en su infructuosa búsqueda de detalles sobre la vida personal de Guan.
– Era como un cangrejo ermitaño. Se había hecho un caparazón con la política.
– No sé nada de investigación criminal, pero no me digas que una mujer atractiva, de treinta o treinta y un años…, ¿eso has dicho?…, pueda haber vivido así.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Nunca tuvo aventuras?
– Estaba demasiado ocupada con las actividades y reuniones del Partido. Era demasiado difícil en una posición como la suya conocer a alguien, y tampoco era fácil que alguien la conociese.
– Te reirás de mí, Guangming, pero como mujer no puedo creerlo. Quiero decir…, lo que pasa entre un hombre y una mujer. Estamos en los años noventa.
– Algo de razón tienes -aceptó-, pero he vuelto a hablar con la mayoría de las compañeras de Guan después de que Chen mencionara el asunto del caviar, y sólo han confirmado la información que dieron al principio. Dicen que no salía con nadie y que, por lo que recordaban, nunca había tenido novio. Ellas se habrían enterado.
– Pero eso va contra la naturaleza humana, como Miaoyu en Sueño en el pabellón rojo.
– ¿Quién es Miaoyu? -preguntó él-.
– Miaoyu, una bella y joven novicia que lleva una vida dedicada al ideal abstracto del budismo. Orgullosa de su vocación religiosa, se consideraba por encima de los enredos amorosos del polvo rojo.
– Perdona que te interrumpa de nuevo, pero ¿qué es el polvo rojo?
– Es el mundo frívolo en el que vive la gente normal y corriente como nosotros.
– Entonces no está tan mal.
– Hacia el final de la novela, una noche Miaoyu está meditando y sucumbe a sus propias fantasías sexuales. Ni siquiera es capaz de hablar en medio de su arrebato de pasión, se convierte en presa fácil de una pandilla de malhechores y es atacada por ellos. Cuando muere, ya no es virgen. Según los críticos literarios, se trata de una metáfora: sólo el demonio en su corazón podía atraer al demonio a su cuerpo, coinvirtiéndose en víctima de su larga represión sexual.
– ¿Y qué tiene que ver eso?
– ¿Pueden ser suficientes los ideales para sostener a un ser humano, sobre todo a una mujer, hasta el final? En sus últimos momentos, creo, Miaoyu debe estar muy arrepentida por haber desperdiciado su vida. Debería haberla dedicado a limpiar su casa, acostarse con su marido, preparar la comida de sus hijos para el colegio.
– Pero Miaoyu no es más que un personaje de una novela.
– Pero es muy auténtica. La novela desvela con gran perspicacia el fondo de la naturaleza humana. Lo que es verdad para Miaoyu debería ser verdad también para Guan.
– Ya entiendo. Tú también eres muy perspicaz.
En realidad, la política parecía ser el elemento que llenaba la vida de Guan. Pero, ¿acaso le bastaba? Las cosas que leía en el Diario del Pueblo no le daban amor.
– Así que no me puedo imaginar -concluyó Peiqin- que Guan haya vivido sólo para la política, a menos que haya sufrido alguna experiencia traumática temprana en su vida.
– Es posible, pero ninguna de sus compañeras la ha mencionado.
– Tampoco han trabajado demasiados años con ella. ¿No me habías dicho eso?
– Sí, también es verdad.
Guan había trabajado once años en los grandes almacenes, pero ninguna de las compañeras que Yu había interrogado llevaba tanto tiempo ahí. Al director general Xiao lo habían trasladado desde otra empresa hacía sólo unos años.
– A las mujeres no les gusta hablar de su pasado, sobre todo a una mujer soltera con mujeres más jóvenes.
– Desde luego, tienes razón, Peiqin. También debería haber interrogado a alguna empleada que se hubiera jubilado.
– Por cierto, ¿qué hay de tu inspector jefe?
– Él tiene sus propias ideas -dijo Yu-, pero tampoco ha encontrado nada nuevo.
– No, quiero decir…, de su vida personal.
– No sé nada al respecto.
– Tiene unos treinta y cinco años, ¿no? A su edad, un inspector jefe debe de ser un soltero muy cotizado.
– Sí, hay quien dice que se ve con una mujer, una reportera del Wenhui. Según él, es por un artículo que ella publicó.
– ¿Crees que se lo contaría a otras personas si se tratara de otra cosa?
– Bueno, él es alguien importante en la oficina. Todos lo observan. Desde luego que no diría nada.
– Igual que Guan -dijo ella-.
– Puede que haya una diferencia.
– ¿Cuál?
– Ella era más conocida.
– Razón de más para no contarle nada a los demás.
– Peiqin, eres una mujer extraordinaria.
– No, soy una chica normal y corriente. Lo que pasa es que estoy casada con un hombre extraordinario.
Había comenzado a soplar una ligera brisa.
– Claro -dijo él con cara triste-. Un hombre extraordinario.
– ¡Ay, Guangming!, todavía recuerdo tan bien aquellos días en Xishuangbanna… Cuando estaba acostada sola por la noche, pensaba en ti rescatándome en la escuela, y casi no podía soportarlo. Ya te lo he contado ¿no?
– Nunca dejas de asombrarme -y le apretó la mano-.
– Tu mano en mi mano -sus ojos brillaban, es lo único que pido en el Jardín de la Gran Visión. Me siento tan feliz sentada aquí contigo pensando en esas pobres chicas de la novela.
Una niebla suave se alejaba de la antigua cámara.
– Mira ese dístico en la puerta con forma de media luna -dijo Peiqin-.
«De colina en colina, el camino se pierde.
Sauces y flores, aparece otro pueblo.»