A las siete de la tarde, el inspector jefe Chen estaba a punto de salir del despacho. El portero, el camarada Liang, se asomó por la ventana del cubículo junto a la entrada.
– Espere un momento, camarada inspector jefe Chen, tengo algo para usted.
Era un sobre grande de correo urgente que habían depositado en el estante más alto.
– Llegó hace dos días -dijo Liang a modo de disculpa-, pero no sabía dónde encontrarlo.
Correo urgente de Beijing. Podía ser algo decisivo. El camarada Liang tendría que haberle avisado. No había mensajes en su despacho, pues Chen revisaba su buzón de voz todos los días. Quizá el viejo Liang se había enterado, como los demás, de que Chen había irritado a alguien muy importante. Si al inspector jefe iban a darlo de baja pronto, ¿para qué molestarse? Firmó el resguardo sin decir palabra.
– Camarada inspector jefe -murmuró el camarada Liang-, algunos han estado hurgando en el correo ajeno, así que quise darle esto personalmente.
– Entiendo. Se lo agradezco.
Chen cogió el sobre, pero no lo abrió. Volvió a su despacho y cerró la puerta. Había reconocido la letra. Dentro del sobre de correo urgente había otro, sellado, con el membrete del Comité Central del Partido Comunista Chino. Era la misma letra. Sacó la carta y la levó.
«Querido Chen Cao:
Me alegro de que me hayas escrito. Al recibir tu carta, acudí a ver al camarada Wen Jiezi, director del Ministerio de Seguridad Interior. Estaba al tanto de tu investigación. Dijo que confiaba plenamente en ti, aunque hubiera personas de las altas esferas, y no sólo las que has visto en Shanghai, muy preocupadas por este caso. Wen prometió que haría todo lo posible para que no te perjudicaran. Éstas son sus palabras: «No sigan con la investigación hasta "nuevo aviso". Les aseguro que habrá un desenlace inminente».
Creo que tiene razón. El tiempo es fundamental, y el tiempo vuela. ¿ Recuerdas aquella tarde, cuando nos encontramos en el parque del Mar del Norte, con la Pagoda blanca que brillaba contra el cielo despejado en el agua verde y el libro de poesía que se te mojó? Parece que fue hace siglos.
Yo sigo siendo la misma. Ocupada, siempre ocupada con las tareas de la biblioteca. Ahora trabajo en el Departamento de Relaciones Exteriores. Creo que te lo he contado, pero en junio habrá una posibilidad de acompañar a una delegación de bibliotecarios de Estados Unidos a las provincias del sur. Puede que volvamos a vernos.
Tengo un teléfono nuevo en casa, una línea directa con mi padre. Si tuvieras una emergencia, puedes llamar a este número: 987-5324.Besos, Ling»
P.D. Le he contado al ministro Wen que fui novia tuya, porque me preguntó sobre nuestra relación. Sabrás por qué he tenido que contárselo.
Chen devolvió la carta al sobre y la metió en su maletín. Se levantó y se quedó mirando el tráfico en la calle Fuzhou. A lo lejos, vio las luces de neón de la Volkswagen brillando en la noche con un halo color violeta.«La hora violeta», había leído la frase en alguna parte. Era la hora en que la gente volvía deprisa a casa, mientras los taxis esperaban en la calle con el motor encendido y la ciudad se cubría de una aureola de irrealidad.
Sacó la carpeta de Guan y empezó a escribir un informe más detallado, en el que recopilaba toda la información. Quería confirmar el paso que estaba a punto de dar. No entregaría el informe. Era un compromiso consigo mismo. Pasaron varias horas antes de que saliera del edificio. El camarada Liang se había marchado y la puerta de entrada parecía extrañamente desierta. Era demasiado tarde para que Chen tomara el último autobús. Aún había luces encendidas en el garaje, pero no le parecía bien pedir que un coche lo llevara a casa ahora que estaba suspendido de manera oficiosa. Sintió la brisa fresca de la noche de verano en su cara. Una hoja larga, en forma de corazón, cayó a sus pies. Su forma le recordó una papeleta de la suerte que había caído de un contenedor de bambú, hacía años, en el templo de Xuanmiao, en Suzhou. El mensaje escrito era enigmático. Aunque sentía una cierta curiosidad, se había negado a pagar diez yuanes para que el adivino taoista lo interpretara. No había forma de predecir el futuro de esa manera. No sabía qué pasaría con el caso, ni tampoco cómo acabaría él. Sin embargo, tenía claro que nunca podría saldar su deuda con Ling. Le había escrito pidiendo ayuda, pero no esperaba que se la prestara de esa manera. Se dio cuenta de que volvía a caminar en dirección al Bund, que incluso a esa hora estaba lleno de parejas de jóvenes que se murmuraban cosas al oído. Pensó en escribirle una carta, y de nuevo sonó el carillón de las torres de la Aduana con una melodía diferente. "Mientras pensamos en el presente, éste se está convirtiendo en pasado", meditó.
Aquella tarde en el parque del Mar del Norte… «¿Recuerdas aquella tarde, con la Pagoda Blanca brillando contra el cielo despejado en el agua verde y el libro de poesía que se te mojó?» Chen se acordaba perfectamente, desde luego, aunque desde aquel día deseaba no hacerlo. El parque del Mar del Norte… era el lugar donde se citó con Ling por primera vez, cerca de la Biblioteca de Beijing, y donde se habían separado.
No sabía de su familia cuando se conocieron en la Biblio teca de Beijing. A comienzos del verano de 1981, Chen acabó su tercer año en el Instituto de Lenguas Extranjeras. Decidió quedarse en la ciudad ese verano, porque en el ático de Shanghai le costaba concentrarse. Había comenzado a redactar su tesis sobre T. S. Eliot, por eso iba a la biblioteca todos los días. En su origen, el edificio de la biblioteca era una de las numerosas salas imperiales de la Ciudad Prohibida. Después de 1949, la convirtieron en la Biblioteca de Beijing. En el Diario del pueblo se publicó la noticia de que la Ciudad Prohibida había dejado de existir. A partir de ese momento, la gente normal y corriente podía pasar el día leyendo en los salones imperiales. Como biblioteca, su ubicación era excelente, junto al parque del Mar del Norte, con la Pagoda Blanca brillando bajo el sol, y cerca del conjunto del Mar del Sur, frente al puente de Piedra Blanca. Sin embargo, como biblioteca no era demasiado cómoda. Por las ventanas de celosía de madera, con sus nuevos vidrios tintados, apenas entraba luz. Por eso, cada asiento tenía su propia lámpara. Tampoco existía un sistema de consulta abierto al público. Los lectores tenían que escribir las referencias en unas fichas y las bibliotecarias buscaban los libros en el sótano.
Ling era una de las bibliotecarias, la encargada de la sección de lenguas extranjeras. Junto a sus compañeras, trabajaba en un rincón, al lado de una ventana salediza, separado del resto de la sala por un largo mostrador de forma curva. Se turnaban para susurrar las normas a los nuevos lectores, les traían libros y, mientras tanto, redactaban informes. Chen le entregaba su lista por la mañana. Mientras Ling se ocupaba de sus pedidos, empezó a fijarse cada vez más en ella. Una chica atractiva de poco más de veinte años, de aspecto saludable, que se movía con agilidad a pesar de sus tacones altos. La blusa blanca que vestía era sencilla, pero parecía cara. Llevaba un amuleto de plata prendido de un hilo de seda roja. Por algún motivo, Chen se fijo en numerosos detalles, aunque la mayor parte del tiempo ella estaba sentada de espaldas a él, hablando en voz baja con las otras bibliotecarias o leyendo sus propios libros. Cuando le hablaba sonriente, sus ojos grandes eran tan claros que le recordaban el cielo sin nubes del otoño en Beijing.
Quizá ella también se fijara en él. Sus listas de libros eran una curiosa mezcla: filosofía, poesía, psicología, sociología y novelas policiales. Su tesis era una cuestión complicada. Las novelas policiales las leía para darse un respiro. En varias ocasiones, ella le había reservado libros sin que él los pidiera, entre ellos, una novela de P. D. James. Ling había llegado a un acuerdo tácito con él. Chen se dio cuenta de que en las fichas de consulta que él le entregaba, colocadas entre las páginas de los libros, su nombre estaba subrayado.
Era agradable pasar el día entero en la biblioteca. Estudiar a la luz de las lámparas de pantalla verde debajo de los vidrios tintados, pasear por el viejo patio flanqueado por las grullas de bronce que miraban a los visitantes, cavilar mientras iba y venía a lo largo de la galería, observar los dragones amarillos de las baldosas entrelazados con nubes blancas…, o simplemente esperar contemplando a la bella bibliotecaria. Ella también leía completamente absorta, con la cabeza apenas inclinada hacia el hombro derecho. De vez en cuando se detenía a pensar, miraba el chopo por la ventana, apoyaba una mejilla en la mano y luego reanudaba su lectura.
Unas veces intercambiaban palabras amables, y otras, miradas igualmente amables. Una mañana Chen la vio acercarse, vestida con una blusa de color rosa y una falda blanca, cargando en sus brazos desnudos el montón de libros que él había reservado. Le vino a la mente la imagen de los melocotones en flor cuando brotan de un abanico de papel blanco. Incluso empezó a escribir los primeros versos, aunque le interrumpió la llegada de un grupo de ruidosos adolescentes. A la semana siguiente, una revista de renombre publicó uno de sus poemas, y entonces, junto con la lista de sus pedidos, Chen le entregó un ejemplar. Ella se sonrojó y le agradeció efusivamente su regalo, que al parecer, le gustó mucho. Cuando él devolvió los libros al final de la tarde, le contó lo del poema inconcluso como si fuera una broma, y ella volvió a sonrojarse.
Otro inconveniente era que la cantina en el edificio contiguo estaba abierta sólo al personal de la biblioteca. En aquella época aún no existían los cómodos restaurantes o puestos, pequeños y baratos, de propiedad privada, así que recurrió a la treta de entrar con unos bollos al vapor escondidos en su mochila. Una tarde estaba sentado en el patio comiendo un bollo frío cuando ella pasó en bicicleta, pero a continuación, por la mañana, Ling le entregó los libros que le había pedido y le hizo una propuesta: lo invitaba a la cantina del personal, donde podría comer en su compañía. Aceptó. La comida era bastante más sabrosa, y además, le ahorraba tiempo. En varias ocasiones, después de haber tenido que asistir a reuniones en algún otro sitio, Ling se las arreglaba para traerle comida en su propia fiambrera. Al parecer, gozaba de no pocos privilegios. Nadie decía nada a propósito de todo aquello.
En una ocasión incluso lo dejó entrar en la sección de libros antiguos, que permanecía cerrada por las labores de restauración. En aquella sala todo estaba cubierto de un manto de polvo, pero había libros maravillosos. Algunos se guardaban en exquisitas cajas forradas de tela y databan de las dinastías Ming y Qing. Chen empezó a hojearlos y ella se quedó. Él pensó que aquello correspondía a una norma de la biblioteca. No había aire acondicionado en la sala. Ling se quitó los zapatos y Chen sintió unas ganas furiosas de verla bailar un bolero sobre el suelo viejo cubierto por una pátina de polvo. Tuvo que resistirse a la tentación de mirarla por encima de los libros que leía. A pesar de su esfuerzo por concentrarse girando la silla hacia un lado, sus pensamientos iban por otros derroteros. Al percatarse de ello, se sintió turbado.
La mayoría de las veces se quedaba leyendo hasta bastante tarde. Al cabo de un tiempo, empezó a salir de la biblioteca a la misma hora que ella. Las primeras veces parecía una coincidencia, hasta que un día Chen la vio junto a su bicicleta, bajo el antiguo arco de la puerta, esperándolo. Solían recorrer juntos el laberinto de pintorescos pasajes al atardecer. Dejaban atrás las viejas casas blancas y negras de estilo sihe, al anciano que vendía molinos de viento fabricados con papeles de color, el sonido de los timbres de las bicicletas llenando el aire quieto y los gritos de las palomas flotando en lo alto de los cielos de Beijing, rumbo a la esquina de Xisi, donde ella aparcaba su bicicleta y enlazaba con el metro. La veía girarse en la entrada del metro para hacerle una seña. Vivía bastante lejos.
Una mañana temprano, cuando se dirigía a la Biblioteca, se detuvo en la estación. Sabía que ella saldría por allí para recuperar su bicicleta. Compró un billete y bajó al andén. Había mucha gente por todas partes. Se quedó esperando, y de pronto, se perdió en la contemplación de una pintura mural que retrataba a una joven uighr sosteniendo racimos de uva en sus brazos desnudos. Daba la impresión de que la mujer caminaba hacia él, con su brazalete tintineando en el tobillo, dando pasos muy ligeros, moviéndose…, y entonces la vio acercarse entre la multitud del tren, a la que pronto dejó atrás.
Pasaban largas horas conversando. Hablaban de política o de poesía y descubrieron coincidencias notables en sus puntos de vista, aunque ella parecía un poco más pesimista a propósito del futuro de China. Él atribuía esa diferencia a las largas jornadas de trabajo en la Biblioteca que formaba parte del conjunto del viejo palacio. Y llegó aquel día, un sábado por la tarde. La Biblioteca cerraba temprano. En lugar de volver a casa, decidieron visitar el parque del Mar del Norte en la Ciudad
Prohibida. Allí alquilaron un sampán y remaron por el lago. No había mucha gente en los alrededores. Ella le contó que viajaría a Australia. Acababan de darle la noticia. Era un acuerdo especial entre la Biblioteca de Beijing y la de Canberra. Ling se iba para trabajar como bibliotecaria invitada durante seis meses, una oportunidad única en aquellos años.
– No nos veremos durante seis meses -dejó el remo-.
– El tiempo vuela -dijo él-. Son sólo seis meses.
– Me temo que el tiempo pueda cambiarlo todo.
– No, no necesariamente. ¿Has leído El puente de las urracas, de Qin Shaoyou? Está basado en la leyenda de la tejedora y el pastor.
– Me suena esa leyenda, pero fue hace mucho tiempo.
– La tejedora, una deidad, y el pastor, una criatura mortal, se enamoraron. Aquello iba en contra de las leyes divinas, que prohibían la unión de lo celestial y lo terrenal. Como castigo, se les permitió reunirse sólo una vez al año, el séptimo día del séptimo mes. Para ello, debían cruzar por un puente hecho de urracas que se compadecían de ellos y les dejaban atravesar el río de la Vía Láctea. El poema trata de su encuentro esa noche.
– Recítamelo, por favor.
Y eso fue lo que Chen hizo, mientras se miraba en sus ojos.
«Las formas cambiantes de las nubes,
el mensaje ausente de las estrellas,
el viaje silencioso a través de la Via Láctea…
En el viento dorado del otoño y el rocío de jade,
su encuentro eclipsa
las incontables reuniones del mundo terrenal.
El sentimiento, suave como el agua.
El tiempo, insustancial como un sueño.
¿Cómo se puede tener el coraje para volver
sobre el puente de urracas
si dos corazones están unidos para siempre?
¿Qué importa la separación
día tras día, noche tras noche?»
– ¡Magnífico! Gracias por recitármelo -dijo Ling-.
No tenían que seguir hablando. Había entre ellos una gran sintonía. La Pagoda Blanca se reflejaba, brillante, en el agua.
– Hay algo más que tengo que decirte -vaciló-.
– ¿Qué es?
– Es acerca de mi familia…
Resultó que su padre era miembro del Comité Central del Partido, un hombre en pleno ascenso fulgurante. Por un momento, Chen no supo qué decir. No era lo que esperaba. Después de obtener su título universitario, T. S. Eliot podría haber llevado una vida fácil y haber conseguido un empleo gracias a las relaciones de su familia, o de los parientes de Vivien, su mujer. Sin embargo, había decidido no hacerlo, y eligió un camino diferente. Mediante La tierra baldía, con su propio esfuerzo, se dio a conocer como poeta innovador.
Por encima del hombro de Ling, Chen divisó los muros rojos de la Ciudad Prohibida, resplandecientes bajo la luz de la tarde. Al otro lado del Puente de Piedra Blanca, se extendía el enorme conjunto central del Mar del Sur, donde vivía parte de los miembros del Comité. Ella le comentó que su padre no tardaría en mudarse allí. Su familia era mucho más poderosa que la de Vivien. En China, una familia como ésa podía inclinar notablemente la balanza. ¿Qué podía ofrecerle él? Unos cuantos poemas. Lo bastante romántico para pasar una tarde de sábado, pero no lo suficiente para la hija de un miembro del Comité Central. Chen, en esos instantes que ambos disfrutaban en el Lago del Mar del Norte, llegó a la conclusión de que, independientemente de lo que Ling hubiese descubierto en él, nunca sería el hombre de su vida.
– Antes de que me vaya -prosiguió Ling-, ¿podemos hablar de nuestros planes para el futuro?
– No lo sé… Quizá… Cuando vuelvas dentro de seis meses, podremos volver a vernos… Si todavía estoy en Beijing.
Ella no contestó.
– Lo siento, no sabía lo de tu familia.
Nada de planes para el futuro. No lo dijo abiertamente, pero ella entendió. Le prometió que se mantendría en contacto, aunque aquello no era más que una manera de disimular su ruptura. Ella aceptó su decisión sin protestar, como si estuviese esperándola. La Pagoda Blanca lanzó un destello bajo la luz del atardecer e iluminó sus ojos. Ella también era orgullosa. Después, Chen tuvo momentos de duda, aunque no tardó en desecharlos. No era culpa de nadie. Era la política en China. Era la decisión que tenía que tomar.
Cuando lo destinaron a Shanghai, se convenció de que había sido la decisión correcta. La estancia de Ling en Australia se prolongó seis meses más. Una tarde, en el casillero del correo del Departamento, encontró dos cartas. Una contenía un recorte de un periódico australiano con una foto de ella y la otra era de una revista local anunciándole que no publicarían sus poemas. Su nombre no era más que uno más entre muchos, un "poli" raso. Tampoco tenía grandes esperanzas de éxito en China con su estilo moderno.
El segundo año recibió una tarjeta postal de año nuevo desde Beijing, con lo cual supo que Ling había regresado de Australia. No habían vuelto a verse desde esa tarde en el parque del Mar del Norte. ¿Se habían separado realmente? ¿Por eso no se dijeron nada? Ella nunca lo había dejado, ni él la había olvidado. ¿Tal vez por ello Chen le escribió esa noche cuando se sentía totalmente derrotado? Pedir ayuda era lo último que quería hacer. En la Oficina de Correos no había dejado de decirse que escribía la carta en nombre de la justicia. Ella tenía que haberse dado cuenta de lo desesperado de su situación, y había hecho lo imposible, sirviéndose del peso de su familia, para apoyarlo. Se presentó ante el ministro Wen diciendo que era su novia, y ahora la influencia de su familia se hacía notar en la balanza de poder. Un HCS contra una HCS. Es lo que pensaría el ministro, y el mundo. Pero ¿qué significaría eso para ella? Un compromiso. La noticia de que un "poli" era su amante se difundiría rápidamente por los círculos que Ling frecuentaba. Ling le había dado mucho, y había pagado un alto precio. Aun así, le había dicho al ministro que era su novia, cuando en verdad, seguía soltera. Seguro que habría muchos jóvenes revoloteando a su alrededor, ya fuera por su familia o por ella misma. No había manera de saberlo.
De pronto recordó una imagen, la de una dama vestida a la antigua en una postal de la Fiesta de las Linternas que Ling le había mandado y que él conservó durante años. En los primeros momentos la asociaba a ella, pero luego se confundieron. Era la imagen de una mujer solitaria a la sombra de un sauce llorón, con un poema de Zhu Shuzheng, una brillante poetisa de la dinastía Song:
«En la Fiesta de las Linternas este año,
las linternas y la luna son las mismas de siempre.
¿Dónde está el hombre que conocí el año pasado?
Mis mangas de primavera están empapadas de lágrimas.»
Ling había escogido una tarjeta de papel de arroz de la Fiesta de las Linternas, con el cuadro delicadamente reimpreso y el poema escrito con elegante caligrafía. Ni una palabra de su puño y letra. Simplemente escribió su dirección y la firmó en la parte inferior. Chen decidió no seguir por ese camino. Aun sin saber el giro que los acontecimientos pudiesen haber cobrado, o los que todavía tomarían, estaba decidido a seguir con el caso hasta el final.
Cuando por fin llegó a la altura de su casa, el edificio ya estaba muy oscuro, un sello negro en el sobre estrellado de la noche. Apenas había cruzado alguna palabra con sus vecinos, pero sabía que todos los pisos del edificio estaban ocupados. Abrió la puerta en silencio. Se tendió en la cama y se quedó mirando el techo. Imágenes familiares y a la vez extrañas desfilaron por su cabeza. Algunas ya habían encontrado el camino entre los fragmentos de su poesía. Otras, todavía no.
«Ella se encuentra en la entrada del metro y lleva unos jacintos en los brazos, el mural de la joven uigur a sus espaldas caminando hacia él: movimiento inmóvil, infinito, ligero como el verano en lágrimas agradecidas. En su pelo flota el aroma del jazmín y luego en su taza de té, mientras una rueda naranja gira en la ventana de papel. Sostiene su fiambrera bajo los antiguos tejados contra el cielo claro de Beijing. Despliega un manuscrito Tang en la sección de libros raros e interpreta su emoción como una especie de simpatía por los pececillos de plata que escapan de los ojos somnolientos de los tiempos. Sus pies descalzos bailan un bolero sobre el viejo suelo cubierto de polvo. El sol de la tarde dibuja su figura en el sampán. Viene hacia él a través de un laberinto de pasajes en una bicicleta que chirría bajo el peso de los libros que le trae. El grito de una paloma contra un cielo que se espesa…»
Se quedó dormido en medio de su ensueño.