El inspector jefe Chen también había tenido una mañana ajetreada. A las siete se había reunido con el comisario Zhang en el despacho.
– Es un caso difícil -asintió éste meneando la cabeza después de que Chen lo puso al tanto de sus gestiones-, pero no debemos temer ni a las dificultades, ni a la muerte.
«No debes temer ni a las dificultades, ni a la muerte», una de las citas del camarada Mao durante la Revolución Cultu ral, que ahora únicamente le recordaba a Chen un cartel descolorido arrancado del muro de un edificio abandonado. Tantos años como comisario habían convertido a Zhang en algo parecido a una pianola, un viejo político que había perdido el contacto con los nuevos tiempos. Sin embargo, el comisario era cualquier cosa menos tonto. Se decía que había sido uno de los alumnos más brillantes de la Universidad Unificada del Suroeste en los años cuarenta.
– Sí, tiene razón -dijo Chen-. Esta mañana iré a la habitación de Guan.
– Muy bien. Quizá encuentre alguna prueba -dijo el comisario Zhang-. No deje de mantenerme informado.
– Eso haré.
– Y dígale al inspector Yu que se ponga en contacto conmigo.
– Se lo diré.
– Pero mientras tanto, yo… ¿qué hago? -preguntó Zhang-. También necesito hacer algo. No puedo limitarme a ser un mero espectador que da consejos.
– En este momento tenemos cubiertos todos los frentes de la investigación. El inspector Yu está interrogando a las compañeras de Guan y yo voy a registrar su cuarto y a hablar con sus vecinos. Después, si tengo tiempo, visitaré a su madre en la residencia de ancianos.
– Entonces iré yo a verla. Ella también es vieja. Puede que tengamos cosas de que hablar entre los dos.
– En realidad no tiene que hacer nada. No está bien que un veterano como usted se encargue de tareas rutinarias.
– No me diga eso, camarada inspector jefe -dijo Zhang y se levantó con el ceño fruncido-. Vaya a la habitación de Guan.
Guan vivía en la calle Hubei, en una vivienda comunitaria que compartían varias unidades laborales, entre ellas la de los grandes almacenes Número Uno que disponía de unas cuantas habitaciones para sus empleados. Pensó Chen que, por su estatus político de trabajadora modelo, podría haber conseguido algo mejor, un piso normal como el suyo, pero quizá fuera eso lo que hacía de ella una trabajadora modelo.
Hubei era una callecita enclavada entre las calles Zhejiang y Fujian. Por el norte estaba relativamente cerca de la calle Fuzhou, una vía de animada vida cultural y con varias librerías muy conocidas. La ubicación era conveniente. El autobús 71, en la calle Yanan, sólo quedaba a diez minutos a pie y paraba frente a Número Uno.
Chen se bajó en la calle Zhejiang, ya que dar una vuelta por el barrio le diría mucho de la vida de sus habitantes, como en las novelas de Balzac, aunque recordó que en Shanghai no eran las personas quienes decidían dónde querían vivir, sino sus unidades laborales. Aun así, decidió pasear por las inmediaciones mientras seguía cavilando.
La calle Hubei era una de las pocas que todavía estaban adoquinadas. La bordeaba una sucesión de callejones y pasajes de mala muerte. Los niños corrían de un lado a otro como trozos de papel arremolinados por el viento.
Chen sacó su libreta de notas. La dirección de Guan era pasaje 235, número 18, calle Hubei, si bien no conseguía dar con el pasaje.
Preguntó a varias personas mostrándoles la dirección. Nadie había oído hablar del lugar. La calle Hubei no era larga. En menos de quince minutos la recorrió sin éxito de arriba abajo. Entró en un pequeño colmado en una esquina, pero el viejo tendero también negó con la cabeza. Cinco o seis jóvenes matones desarrapados, con bigotes ralos y pendientes brillantes, lo miraban con aire desafiante.
Hacía calor y no corría ni una gota de aire. Chen pensó que quizá había cometido un error al apuntar la dirección. De todos modos, una llamada al comisario Zhang le confirmó que era la correcta. Marcó el número del camarada Xu Kexin, un viejo bibliotecario del Departamento, más conocido por el mote de Señor enciclopedia andante, con más de treinta años de experiencia y un conocimiento impresionante de la historia de la ciudad.
– Tengo que pedirle un favor -dijo Chen-. En este momento estoy en la calle Hubei, entre Zhejiang y Fujian, buscando el pasaje 235. La dirección es la correcta, pero no encuentro el pasaje.
– Hmm, la calle Hubei -dijo Xu-. Antes de 1949 era conocida por tratarse de un barrio de mala fama.
– ¿Qué? -preguntó Chen oyendo cómo Xu pasaba las páginas-. Barrio… ¿Qué quiere decir?
– ¡Ah, sí! Un barrio de burdeles.
– ¿Qué tiene que ver eso con el pasaje que no puedo encontrar?
– Mucho -dijo Xu-. Estos pasajes solían tener denominaciones diferentes…, por cierto, de sobra conocidas. Después de la liberación, en 1949, el gobierno puso fin a la prostitución y cambió los nombres de los pasajes. Sin embargo, es posible que por cuestiones prácticas la gente siga usando los antiguos. Sí, el pasaje 235, aquí lo tengo. Se llamaba pasaje
Qinghe, uno de los de peor reputación en los años veinte o treinta, o incluso antes. Era donde se reunían las prostitutas de segunda clase.
– ¿El pasaje Qinghe? Curioso, el nombre no suena tan raro.
– Lo mencionaba Tang Ren en su famosa biografía de Chiang Kai-shek, aunque lo que cuenta quizá sea más ficticio que real. En aquella época la calle Fuzhou, que todavía se llamaba Cuarta Avenida, era un barrio de burdeles, y la calle Hubei formaba parte de él. Según ciertas estadísticas, había más de setenta mil prostitutas en Shanghai. Además de las que tenían permiso del gobierno, muchas chicas de alterne, azafatas, masajistas y guías también se dedicaban a la prostitución clandestina u ocasional.
– Sí, he leído esa biografía -dijo Chen pensando que ya era hora de cerrar la "enciclopedia"-.
– Todos los burdeles fueron clausurados en la campaña de 1951 -siguió el Señor enciclopedia con tono monocorde-. La prostitución no existe bajo el sol de China, al menos oficialmente. Las mujeres que se negaron a cambiar fueron enviadas a campos de reeducación. La mayoría de ellas hizo borrón y cuenta nueva. Dudo que alguna haya decidido quedarse en el mismo barrio.
– Yo también lo dudo.
– ¿Es un delito sexual lo que está investigando en ese pasaje?
– No, sólo busco a alguien que vive ahí -dijo Chen-. Muchas gracias por la información.
Al final, el pasaje Qinghe quedaba justo al lado del colmado. Era un callejón de aspecto decadente y sombrío. Una caseta con fachada de vidrio y cemento, adosada al primer edificio, hacía aún más estrecha la entrada. Algunas gotas caían de la ropa que colgaba de un entramado de palos de bambú, dando, con la luz de mayo, un aire impresionista a la escena. Se decía que caminar por debajo de la lencería de encaje femenino que colgaba de los palos traía mala suerte a lo largo del día, aunque pensando en la historia del pasaje, el inspector jefe Chen no dejaba de encontrarlo nostálgico.
La mayoría de las casas databa de los años veinte, o incluso de antes. El número 18 correspondía al primer edificio con la caseta adosada. Tenía un patio interior, con tejados y grandes vigas talladas. La ropa tendida en los balcones goteaba sobre los montones de verduras y de piezas usadas de bicicleta, y en la puerta de la caseta rezaba la leyenda «servicio de teléfono público» con grandes caracteres en un cartel de plástico rojo. En el interior, Chen vio a un viejo sentado, rodeado de varios aparatos y listines. Seguramente, alternaba su trabajo de telefonista con el de portero.
– 'Nos días -dijo el anciano-.
– 'Nos días -contestó Chen-.
La casa parecía haber sido compartimentada, incluso antes de la revolución, para acomodar al mayor número posible de mujeres. Cada habitación constaría de una cama y poca cosa más, con pequeñas alcobas al lado para las criadas o los chulos. Probablemente, ésa era la razón de por qué la casa se había reconvertido en una vivienda comunitaria después de 1949. Ahora, en cada habitación, vivía una familia entera. Lo que debió de ser originalmente un amplio comedor donde los clientes celebraban banquetes para complacer a las prostitutas, también había sido parcelado. Una mirada más atenta revelaba numerosas señales de un descuido característico de aquellas viviendas: ventanas torcidas, grietas en el piso de cemento, pintura cuarteada. El olor de los baños colectivos impregnaba el pasillo. Al parecer, había un solo baño por planta, en uno de cuyos lados se habían improvisado unos tabiques de plástico para instalar la ducha.
A Chen no le era desconocido este tipo de viviendas comunitarias. Las de Shanghai se dividían en dos categorías. En las más convencionales las habitaciones sólo tenían camas o literas, unas seis u ocho, destinadas a cada uno de los residentes. Para ellos, en su mayoría hombres o mujeres solteras a la espera de que sus unidades laborales les asignasen una habitación para que pudieran casarse, el dormitorio no era más que una solución pasajera. Justo antes de ser nombrado inspector jefe, Chen había sopesado la idea de conseguir una litera en uno de esos dormitorios, pensando que su gesto quizá serviría para presionar al Comité de Vivienda. Incluso llegó a apuntarse, pero ante la promesa del Secretario del Partido Li, se había echado atrás. El segundo tipo era una ampliación de la primera categoría. Los problemas de vivienda eran tan graves que las personas que estaban en la lista de espera podían alcanzar a cumplir los treinta años o más sin todavía tener esperanzas de que les otorgaran un piso. A modo de solución de compromiso, se asignaba entonces una habitación, en lugar de una litera, a quienes ya no podían aguantar más. En teoría, mantenían su antigüedad en la lista de espera, pero sus posibilidades de acceder a una vivienda disminuían sustancialmente.
La habitación de Guan, al parecer del segundo tipo, quedaba en la segunda planta, la última al final del pasillo, y frente al baño común. No era el lugar más deseable, aunque también se podía pensar que la cercanía con los aseos era una ventaja. Guan tenía que compartirlos con otras familias de la misma planta, once en total. El pasillo estaba lleno de montones de carbón, coles, ollas y sartenes, además de los fogones colocados junto a cada puerta.
En una de las puertas aparecía pegado un trozo de cartón con el carácter «Guan» escrito. Un pequeño fogón cubierto de polvo se encontraba al lado de la entrada junto a un montón de cilindros de carbón prensado. Chen abrió la puerta con una llave maestra. Sobre la alfombrilla vio una pila de cartas, periódicos de hacía más de una semana, una postal de Beijing firmada por un tal Zhang Yonghua y una factura de la luz que, irónicamente, llevaba la dirección anterior a 1949: a saber, pasaje Qinghe. Era una habitación minúscula. La cama estaba hecha, el cenicero vacío y la ventana cerrada. Nada invitaba a pensar que Guan había recibido a alguien antes de su muerte. Tampoco daba la impresión de que ahí dentro se hubiera asesinado a nadie. Todo parecía demasiado ordenado, demasiado limpio. Los muebles, viejos y pesados, serían de sus padres, aunque todavía estaban en buenas condiciones. Había una cama individual, una cómoda, un armario grande, una pequeña estantería, un sofá cubierto con una tela roja desteñida y un taburete que quizá sirviera de mesilla de noche. Sobre el armario descansaba un televisor portátil. En la estantería se alineaban unos diccionarios, un ejemplar de las Obras selectas de Mao Zedong, otro de las Obras selectas de Deng Xiaoping y una serie de panfletos y revistas políticas. La cama no sólo era vieja, sino estrecha y destartalada. Chen la tocó. No escuchó chirriar los resortes, y no había ningún colchón bajo la sábana, sólo una tabla de madera aglomerada. Un par de zapatillas rojas asomaba desde debajo de la cama, testigos silenciosos del vacío de la habitación.
Por encima de la cabecera de la cama, una foto enmarcada mostraba a Guan en una intervención durante la Tercera Conferencia de Trabajadores Modelo de Rango Nacional en el Gran Salón de Conferencias del Pueblo. En segundo plano se destacaba entre el público al Primer Secretario del Comité Central del Partido Comunista Chino aplaudiendo junto a otros cuadros superiores. En la pared opuesta, se veía, justo por encima del sofá, un retrato enorme del camarada Deng Xiaoping.
En la papelera sólo había unos cuantos pañuelos de papel arrugados. Sobre la cómoda, un frasco de vitaminas con la tapa aún sellada, varias barras de labios, frascos de perfumes de importación y un pequeño espejo con marco de plástico. Chen echó una mirada en los cajones. El primero contenía recibos de pagos en efectivo de diversas tiendas, unos cuantos sobres blancos sin usar y una revista de cine. En el segundo encontró varios álbumes de fotos. El contenido del tercero era muy variado: una cajita de cuero sintético con piezas de bisutería, lociones y perfumes más caros, quizá muestras de la tienda, y también una gargantilla dorada con un colgante en forma de media luna, un reloj Citizen con incrustaciones de pedrería y un collar hecho con los huesos de algún animal exótico.
En un aparador atornillado a la pared vio varios vasos y tazones, pero un solo par de cuencos negros con un puñado de palillos de bambú. "Comprensible. Aquél no era precisamente un lugar para invitar a gente. Como mucho, podría haber ofrecido una taza de té", pensó Chen
Abrió la puerta del armario de vestuario y descubrió varias estanterías de ropa plegada y apretada, entre ellas un abrigo de invierno de color marrón oscuro, varias blusas blancas, jerséis de lana y, en un rincón, tres pares de pantalones colgados, todos recatados y de colores más bien apagados. No eran necesariamente baratos, pero sí parecían algo conservadores para una mujer joven. Más abajo, en el suelo, había un par de zapatos negros de tacón alto, otro con tacón de goma y un par de chanclas.
Sin embargo, al abrir la otra puerta, se encontró con una sorpresa: en el estante de arriba había ropa nueva, de mejor calidad y de corte más moderno. El inspector jefe Chen no era experto en materia del mundo de la moda, pero no era difícil ver que era ropa cara por las etiquetas de marcas o tiendas conocidas que aún estaban prendidas. Debajo de ésta encontró una amplia colección de lencería que, probablemente, las revistas femeninas definirían como "romántica", e inclusive "erótica". Allí Chen contempló algunas de las prendas más sensuales que jamás hubiese imaginado, en las que el encaje era el material predominante y no un mero adorno. Chen era incapaz de reconciliar el asombroso contraste entre los dos lados del armario. Guan era una mujer soltera que no salía con nadie en el momento de su muerte.
Chen volvió a la cómoda y sacó los álbumes de fotos del segundo cajón. Los colocó sobre la mesa, al lado de un vaso alto que contenía un ramo de flores marchitas, un portaplumas, un pequeño paquete de pimienta negra y una botella de agua Cristal. Al parecer, el mueble había servido a la vez como mesa, escritorio y banco de cocina.
Había cuatro álbumes. En el primero, la mayor parte de las fotografías era en blanco y negro. En unas cuantas aparecía una chica regordeta con una cola de caballo, una chica de siete u ocho años que sonreía a la cámara o soplaba las velas de una tarta. En una de ellas, salía entre un hombre y una mujer en el Bund. El rostro del primero estaba desenfocado, pero el de la mujer, bastante nítido. Con toda probabilidad, se trataría de sus padres. Cuatro o cinco páginas después, Guan comenzaba a llevar un pañuelo rojo, una joven pionera que saludaba el izado de la bandera de cinco estrellas en el colegio. La colocación seguía un orden cronológico.
Se detuvo de inmediato en una pequeña fotografía de la primera página del segundo álbum, que debía de datar de principios de los años setenta. Sentada en una roca al borde de un estanque, con un pie jugando en el agua y el otro por encima de la rodilla, Guan se reventaba las ampollas de la planta del pie con una aguja. En segundo plano se distinguía a varios jóvenes sosteniendo una pancarta con la inscripción «larga marcha». Caminaban orgullosamente hacia la pagoda de Yanan, que aparecía en lontananza. Era el periodo de la Gran Reunión de la Revolución Cultural, cuando los Guardias Rojos recorrían todo el país divulgando las ideas del camarada Mao sobre la «continuación de la Revolución bajo la dictadura del proletariado». La región de Yanan, donde Mao había permanecido antes de 1949, se había convertido en un lugar sagrado al que los Guardias Rojos acudían en peregrinación. Guan sería entonces una niña, recién reclutada, pero ahí estaba, con su brazalete rojo y los pies llenos de ampollas, ansiosa de integrarse.
A mitad del segundo álbum, Guan ya era una jovencita, con facciones finas y atractivas, grandes ojos almendrados y largas pestañas. Se parecía más a la imagen de la trabajadora modelo de rango nacional que Chen había visto en los periódicos.
Las fotografías del tercer álbum correspondían a su etapa de militancia política. Un número considerable de ellas la mostraba en una u otra conferencia junto a diversos dirigentes del Partido. De manera irónica, estas fotografías habrían podido retratar la cronología de los drásticos cambios ocurridos en la política china: algunos líderes desaparecían y otros pasaban a primer plano, pero Guan, inmutable, mantenía su pose habitual, ya familiarizada con los focos.
Quedaba el último álbum, el más grueso, el de las fotografías de la vida personal de Guan. Eran tantas y tan diferentes, tomadas desde diversos ángulos, con distintas ropas y una variedad de segundos planos, que Chen estaba impresionado: Guan reclinada en una canoa al atardecer, vestida con una camiseta a rayas y una falda ceñida, el rostro sereno y relajado; bajo el sol, de puntillas junto a una limusina importada; de rodillas sobre los tablones llenos de lodo de un pequeño puente, rascándose el tobillo desnudo, inclinada sobre la barandilla con todo el peso del cuerpo apoyado sobre el pie derecho; mirando hacia un horizonte brumoso a través de una ventana con el rostro enmarcado por el pelo despeinado y, a lo lejos, una nube de cañas aterciopeladas y borrosas en un campo; en las escalinatas de un templo antiguo con un impermeable de plástico transparente sobre los hombros y un pañuelo de seda en la cabeza, la boca semiabierta, como si estuviera a punto de decir algo…
No era sólo el contraste sorprendente que aquellas fotos ofrecían con la imagen de "trabajadora modelo" del álbum anterior, sino también que en ellas Chen descubría a una Guan más bella y más viva, radiante, como iluminada desde dentro. Parecía que esas imágenes encerraban un mensaje, Pero ¿cuál? Chen era incapaz de descifrarlo.
Algunas fotografías eran primeros planos turbadores. En uno, Guan aparecía tendida en un canapé, con los hombros de suaves curvas tapados sólo por una toalla blanca. En otro, sentada sobre una mesa de mármol, envuelta en un albornoz, balanceando sus piernas desnudas. En la tercera, se la veía arrodillada en traje de baño, con los tirantes sueltos, el pelo enmarañado, como si estuviera sin aliento.
El inspector jefe Chen parpadeó como si quisiera romper el embrujo pasajero de aquellas imágenes. ¿Quién habría tomado esas fotografías? ¿ Dónde se habían revelado, y en particular los primeros planos? Ningún laboratorio del Estado habría aceptado el pedido, dado que algunas podrían ser tildadas de "burguesas y decadentes". Asimismo, Guan habría corrido un grave riesgo al entregarlas a un laboratorio privado, cuyo dueño, sin escrúpulos, no hubiera dudado en hacer negocios con ellas. Habría sido políticamente desastroso para ella que reconocieran a la trabajadora modelo nacional.
Una página del álbum era lo bastante grande para cuatro fotografías de tamaño normal, pero en varias páginas sólo había una o dos. Las últimas páginas estaban en blanco.
Era ya casi mediodía cuando Chen devolvió los álbumes al cajón. No tenía hambre. A través de la ventana creyó oír el ruido procedente de una apisonadora de una obra distante.
El inspector jefe Chen decidió que hablaría con los vecinos. Primero se dirigió a la puerta contigua a la de Guan, que todavía estaba decorada con un papel rojo desteñido en el que se podían leer unos versos que celebraban la Fiesta de la Pri mavera. Un símbolo de plástico del yin-yang también colgaba a modo de adorno.
Una mujer pequeña y atractiva abrió la puerta. Vestía pantalones y una camiseta de algodón, y un delantal blanco le ceñía la cintura. Debía de estar cocinando, ya que se limpió una mano en el delantal mientras mantenía la puerta abierta con la otra. Chen calculó que tendría unos treinta y cinco años. Unas arrugas diminutas nacían de las comisuras de sus labios. Chen se presentó y le enseñó su tarjeta de visita.
– Entre -dijo ella-. Me llamo Yuan Peiyu.
Otra habitación aprovechada al máximo. Era idéntica en tamaño y forma a la de Guan, aunque parecía más pequeña a causa de la ropa y otros objetos desperdigados por todas partes. Sobre una mesa redonda, en medio de la habitación, se alineaban varias hileras de empanadillas recién hechas, junto a una pila de obleas y un cuenco de carne de cerdo para el relleno. Un niño vestido con un disfraz militar salió de debajo de la mesa y miró a Chen mientras masticaba un bollo que tenía a medias. El pequeño soldado levantó un puño pringoso e hizo un gesto como si fuera a lanzarle el bollo convertido en una granada.
– ¡Pum!
– ¡Para! ¿No ves que es un agente de policía?
– No se preocupe -repuso Chen-. Siento molestarla, camarada Yuan. Habrá sabido lo de la muerte de su vecina. Sólo quiero hacerle unas cuantas preguntas.
– Lo siento -se excusó-, no puedo ayudarle. No sé nada de ella.
– Han sido vecinas durante muchos años.
– Sí, unos cinco.
– Entonces debe haber tenido algún contacto con ella. Imagino que habrán cocinado juntas en el pasillo o lavado ropa en el fregadero colectivo.
– Bueno, le diré algo. Ella salía de casa a las siete de la mañana y volvía a la siete de la tarde, a veces incluso de noche. Nada más llegar, cerraba la puerta. Nunca nos invitó a entrar, ni tampoco nos visitó. Lavaba su ropa en la sección de electrodomésticos de su establecimiento, en una de esas máquinas que tienen en exposición. ¡Gratis!, y a lo mejor hasta le regalaban el detergente. Comía en la cantina de los grandes almacenes. Sólo una o dos veces al mes cocinaba en su casa un paquete de fideos rápidos o algo por el estilo, aunque siempre dejaba su hornillo fuera a resultas de declaración expresa de su derecho sagrado al espacio público.
– ¿Entonces usted nunca hablaba con ella?
– Cuando nos encontrábamos, me saludaba con un cabeceo. Eso era todo -prosiguió Yuan-. Como era una celebridad, no alternaba con nosotros. ¿De qué habría servido hacerle la rosca?
– Quizá estaba demasiado ocupada.
– Ella era alguien; nosotros, en cambio, no somos nadie. Ella hacía grandes donativos al Partido, pero nosotros casi no llegamos a fin de mes.
Chen quedó impresionado por el resentimiento que manifestaba la vecina de Guan.
– Da igual cuál sea nuestro puesto -sentenció-. Todos trabajamos para nuestra China socialista.
– ¿Para la China socialista?-chilló-. El mes pasado me despidieron de la fábrica del Estado. Tengo que alimentar sola a mi hijo. Su padre murió hace años, así que hago empanadillas todo el día, de sol a sol, y a las seis de la mañana voy a venderlas en el mercado. Si a eso le quiere llamar «trabajar para la China socialista», allá usted.
– Lamento lo que me cuenta, camarada Yuan -se disculpó Chen-. En este momento China está viviendo un periodo de transición, pero las cosas mejorarán.
– No es culpa suya. ¿Por qué tendría que lamentarlo? Pero ahórrese el discurso. La camarada Guan Hongying no quería relacionarse con nosotros, y ya está.
– Habrá tenido amigos que venían a visitarla, ¿no?
– Puede que sí, puede que no, pero eso es asunto suyo, no mío.
– Le entiendo, camarada Yuan -insistió él-, pero aun así quisiera hacerle algunas preguntas. ¿Notó usted algo fuera de lo normal en Guan durante los últimos meses?
– Yo no soy policía. Consecuentemente, no sé distinguir qué es normal y qué no.
– Una última pregunta -dijo Chen-. ¿La vio usted la noche del 10 de mayo?
– El 10 de mayo… Deje que piense -contestó-. No recuerdo haberla visto en todo el día. Aquella noche estuve en una reunión en el colegio de mi hijo, y después nos acostamos temprano. Como ya le he dicho, tengo que madrugar para ir a vender las empanadillas.
– Quizá quiera pensárselo un poco. Puede ponerse en contacto conmigo si se acuerda de algo -repuso Chen-. Y, una vez más, siento lo que pasó en su fábrica, pero esperemos lo mejor.
– Gracias -respondió como si también quisiera disculparse-. Ahora que lo pienso… Puede que haya una cosa… En los dos últimos meses volvía, a veces, bastante tarde, a las doce o incluso más. Desde que me despidieron tengo tantos problemas que me cuesta dormirme, así que en una o dos ocasiones la oí llegar a esas horas. Pero, claro, quizá estaba realmente muy atareada, siendo una trabajadora modelo de rango nacional y todo eso.
– Sí, es posible -convino él-, pero lo averiguaremos.
– Es lo único que sé -concluyó-.
El inspector jefe Chen le dio las gracias y se despidió. Se dirigió a la puerta de la vecina de enfrente en el mismo pasillo, al lado del baño colectivo. Iba a tocar el diminuto timbre cuando la puerta se abrió de golpe. Una chica salió corriendo hacia la escalera y una mujer de edad mediana se quedó mirándola desde la puerta, enfurecida y con los brazos en jarra:
– ¿También tienes que venir tú a mangonearme? ¡Putilla! ¡Mala puñalada te den!
Al ver a Chen, sus ojos desorbitados le lanzaron una mirada rabiosa. Él adoptó de inmediato la postura de un oficial de policía que no tenía tiempo que perder. Sacó su placa y se la enseñó con un gesto que había visto a menudo en la televisión. Tuvo un efecto calmante instantáneo.
– Tengo que hacerle unas cuantas preguntas acerca de su vecina, la camarada Guan Hongying.
– Ha muerto, lo sé. Me llamo Su Nanhua. Siento que haya presenciado esta escena. Mi hija está saliendo con un joven delincuente y no quiere hacerme caso. Me está volviendo loca.
Tras quince minutos de conversación, lo poco que Chen había sacado en claro se parecía mucho a la versión de Yuan, si bien la opinión de Su era todavía más parcial. Según ella, Guan se había mostrado muy reservada durante aquellos años, lo cual habría parecido raro en cualquier otra mujer, pero no en alguien como ella, una celebridad.
– ¿Quiere decir que vivió aquí todos aquellos años y nunca tuvo la oportunidad de conocerla?
– Parece absurdo, ¿verdad? Pero eso fue lo que pasó.
– ¿Y ella nunca le hablaba?
– Sí y no. «Hoy hace buen tiempo», «¿Ya ha cenado?» y otras cosas por el estilo. Frases que no significan nada.
– ¿Y recuerda algo de la noche del 10 de mayo, camarada Su? -inquirió Chen-. ¿La vio usted o habló con ella esa noche?
– Esa noche sí es verdad que noté algo. Estaba leyendo el último número de Familia, y ya era tarde. No me habría dado cuenta de que ella salía de la habitación si no fuera por que escuché algo pesado junto a mi puerta. Entonces me asomé a la puerta y la vi. Se dirigía hacia la escalera, de espaldas a mí, así que no distinguí qué había dejado caer. Llevaba una maleta pesada en una mano, tal vez fuera eso. Bajaba por la escalera. Era tarde. Me picó la curiosidad y miré por la ventana, pero no divisé ningún taxi esperando en la calle.
– ¿Usted pensó que se iba de viaje?
– Eso mismo.
– ¿Qué hora era?
– Las diez y media, más o menos.
– ¿Cómo lo sabe?
– Esa noche vi Esperanza en la tele. De hecho, la veo todos los jueves por la noche, acaba a las diez y media, y luego me puse a leer la revista. No llevaba mucho tiempo leyendo cuando oí el ruido.
– ¿Le había hablado del viaje que iba a hacer?
– No, a mí no.
– ¿Recuerda alguna otra cosa de esa noche?
– No, nada más.
– Póngase en contacto conmigo si se acuerda de algo -dijo Chen mientras se levantaba-. En la tarjeta está mi número.
Subió a la tercera planta, a la habitación que quedaba exactamente encima de la de Guan. Le abrió un hombre de pelo canoso, de unos sesenta y cinco años. Tenía un rostro inteligente, ojos agudos y unas arrugas muy profundas en la comisura de la boca. Miró la tarjeta que le pasó Chen.
– Entre, camarada inspector jefe. Me llamo Qian Yizhi.
La puerta daba primero a un pasillo estrecho donde sólo cabían una cocina a gas y una fregadera de cemento, y luego a otra puerta interior. Comparado con los pisos de sus vecinas, todo un lujo. Al entrar en la sala, Chen vio un impresionante despliegue de fotografías de cantantes pop de Hong Kong y Taiwán, como Liu Dehua, Zhang Xueyou y Wang Fei, en las paredes.
– Son las imágenes favoritas de mi nuera -aclaró Qian mientras quitaba un montón de periódicos de encima de un sillón, bastante potable-.Por favor, siéntese.
– Estoy investigando el caso de Guan Hongying-anunció Chen-. Le agradecería cualquier información que pueda darme sobre ella.
– Me temo que casi nada -repuso Qian-. Como vecina, apenas me dirigía la palabra.
– Sí, acabo de hablar con sus vecinas de abajo y también la veían como alguien demasiado importante para conversar con ellas.
– Algunos vecinos pensaban que se daba aires, como si hubiese querido destacar por encima de los demás, pero no creo que eso fuera verdad.
– ¿Por qué?
– Pues verá, yo ya estoy jubilado, pero también fui un profesor modelo durante más de veinte años. Desde luego, yo sólo era un modelo de rango regional, de ninguna manera tan importante como ella, pero sé cómo es -explicó Qian acariciándole la barbilla bien afeitada-. Cuando uno es un modelo, actúa como un modelo.
– Una observación muy interesante -resaltó Chen-.
– Por ejemplo, hubo quien dijo que yo fui muy paciente con mis alumnos, pero no fue así…, al menos no siempre. Ahora bien, cuando te conviertes en un profesor modelo, tienes que serlo.
– O sea, que es como una máscara mágica. Cuando uno se pone la máscara, se convierte en la máscara.
– Exactamente -dijo Qian-, aunque no sea necesariamente mágica.
– A pesar de ello, se suponía que era una vecina modelo en la vivienda, ¿no?
– Sí, pero puede ser muy agotador vivir todo el tiempo con la máscara puesta. Nadie es capaz de llevarla todo el rato. Uno tiene ganas de descansar. Una vez en su habitación, ¿por qué habría de seguir interpretando su papel y atender a sus vecinos como atendía a sus clientes? Simplemente, creo que ella estaba demasiado cansada para alternar con sus vecinos. Tal vez eso la hizo impopular.
– Es una observación muy perspicaz -dijo Chen-. Me preguntaba por qué sus vecinas de abajo se han mostrado tan enrabietadas en contra de ella.
– En realidad, no tienen nada en contra, sólo que no están de buen humor. Y hay otra cuestión importante: Guan tenía una habitación para su disfrute personal, mientras que estas mujeres deben compartirla con toda la familia.
– Sí, tiene razón -convino Chen-, pero usted también tiene una habitación exclusiva.
– Bueno, en realidad, no -contestó Qian-. Mi nuera vive con sus padres, pero le tiene el ojo echado a esta habitación. Ése es el motivo por el que ha colgado todas estas fotos de las estrellas de Hong Kong.
– Entiendo.
– Para la gente que vive en las viviendas comunitarias las cosas son diferentes. En teoría, sólo estamos aquí durante un periodo de transición, por eso no acaban de interesarnos las relaciones con los vecinos. A esto no se le puede llamar "hogar".
– Sí, todo debe de ser muy diferente cuando se vive en una vivienda comunitaria.
– Por ejemplo, el baño común. Cada planta comparte uno, pero si la gente cree que se mudará mañana, ¿quién lo limpiará?
– Ahora entiendo mucho mejor lo que me explica, camarada Qian.
– No ha sido fácil para Guan -sentenció-. Una mujer joven y soltera…, reuniones y conferencias todo el día…, y luego volver a casa sola por la noche…, pero no a un lugar donde se podía sentir en su casa.
– ¿Puede ser más preciso? -preguntó Chen-. ¿Ha notado algo especial?
– Fue hace varios meses. Aquella noche no podía dormir, así que me levanté a practicar un poco de caligrafía durante un par de horas. Continuaba desvelado. Estaba tendido en la cama y oí un ruido raro que venía de abajo. Este edificio tiene las paredes de papel y se oye todo. Agudicé el oído. Era Guan que sollozaba. Eran las tres de la madrugada, y a mí se me partió el corazón. Lloraba desconsoladamente y estaba sola.
– ¿Sola?
– Eso pensé yo -contestó Qian-. No oí ninguna otra voz. Lloró durante más de media hora.
– ¿Observó alguna otra cosa?
– No que recuerde, salvo que pensé que probablemente era como yo, y no dormí demasiado bien. A menudo me fijaba en la luz que se colaba por las hendiduras del suelo.
– Una de sus vecinas me ha comentado que de noche ella volvía a casa muy tarde -dijo Chen-. ¿Podría tener alguna relación con lo que observó?
– No lo creo. A veces oía pasos a altas horas de la noche, pero yo casi no tenía contacto con ella -prosiguió Quian tras tomar un sorbo de su té frío-. Le sugiero que hable con Zuo Qing. Aunque es una oficial retirada, se mantiene ocupada llevando las cuentas del edificio. También es miembro del Comité de Seguridad Vecinal o algo así. Quizá ella pueda contarle algo más. Vive en la planta de Guan, justo al otro lado del pasillo, cerca de la escalera.
El inspector jefe Chen volvió a bajar. Una mujer mayor con gafas de montura dorada abrió la puerta de par en par.
– ¿Qué desea?
– Siento molestarla, camarada Zuo, pero estoy investigando la muerte de Guan Hongying.
– Sí, me he enterado de que ha muerto -repuso ella-. Será mejor que entre. Tengo algo en el fuego.
– Gracias -respondió Chen-.
Antes de entrar, lanzó una mirada al fogón en el pasillo, y no había nada en el fuego. Una vez en el interior de la vivienda, ella cerró la puerta a sus espaldas. Su pregunta encontró una respuesta inmediata: dentro había un hornillo a gas con una sartén, y olía muy bien. Zuo vestía una falda negra y una blusa de seda gris con el botón superior abierto. Sus zapatos de tacón alto también eran grises. Con un gesto, le indicó que se sentara cerca de la ventana en un sofá mullido de color rojo y siguió cocinando.
– No es fácil conseguir bombonas de gas -aclaró-, y es peligroso ponerlas junto a los fuegos de carbón de los demás vecinos.
– Entiendo. Camarada Zuo, me han contado que usted ha hecho mucho por la comunidad.
– Hago trabajo benévolo para el vecindario. Alguien tiene que hacerlo.
– Entonces, habrá tenido cierto trato con Guan Hongying.
– No, no mucho. Era una celebridad en su establecimiento, pero aquí no.
– ¿Por qué?
– Demasiado ocupada, diría yo. Las únicas ocasiones en que conversábamos de algo era cuando pagaba sus gastos comunes el primer día del mes -comentó mientras daba vuelta a un huevo en la sartén-. Me entregaba el dinero en un sobre blanco y decía alguna frase amable a la vez que yo le extendía el recibo.
– ¿Nunca hablaron de otra cosa?
– En cierta ocasión mencionó que ya que no cocinaba mucho en el edificio, los gastos comunes que ella pagaba no eran justos. No lo hizo con ánimo de discutir, y nunca volvió a mencionarlo. No sé en qué pensaría, pero se lo guardó para ella.
– Parecía una mujer muy misteriosa.
– Oiga, no pienso hablar mal de ella.
– La comprendo, camarada Zuo -dijo Chen-. En la noche del 10 de mayo, la noche en que la asesinaron, según una de sus vecinas, Guan salió del edificio alrededor de las diez y media. ¿Recuerda usted algo?
– Esa noche -afirmó-no creo haberla visto, ni oído salir. Suelo acostarme a las diez.
– Usted también es miembro del Comité de Seguridad del barrio, camarada Zuo. ¿Notó algo sospechoso en el edificio o en el pasaje durante los últimos días de vida de Guan?
La mujer se quitó las gafas, las miró, las limpió con el delantal, volvió a ponérselas y sacudió la cabeza.
– No lo creo, pero sí hay una cosa -aseveró-. No sé si se podría llamar algo sospechoso.
– ¿Qué era? -inquirió Chen sacando su libreta-.
– Hace más o menos una semana estaba viendo Historias de oficina. Todos lo miramos, es divertidísimo. Pero la tele se estropeó, y se me ocurrió ir a casa de Xiangxiang. Cuando abrí la puerta, vi a un desconocido que salía de una habitación al otro lado del pasillo.
– ¿De la habitación de Guan?
– No estoy segura. Sólo hay tres habitaciones al final del pasillo, contando la de Guan. La familia Su había salido de la ciudad esa noche, eso lo sé. Desde luego, el desconocido podría haber sido un amigo de Yuan, pero como hay una sola luz muy tenue en el rellano, y además todo está apilado en desorden a lo largo del pasillo, no es tan fácil encontrar la salida para alguien que no es de la casa. Normalmente, los vecinos acompañan a sus huéspedes hasta la escalera.
– Hace una semana…, así que fue después de la muerte de Guan, ¿correcto?
– Sí, yo ni siquiera sabía que había muerto.
– Pero podría ser una pista importante si el hombre salía de la habitación de Guan, camarada Zuo -advirtió Chen y anotó algo en su libreta-.
– Gracias, camarada inspector jefe -contestó halagada por su atención-. Yo misma lo investigué. En ese momento no lo relacioné con lo que le pasó a Guan, tan sólo pensé que era un poco sospechoso, ya que eran más de las once. No dudé en preguntarle a Yuan al día siguiente, y ella me dijo que esa noche no había tenido invitados.
– ¿Y el baño al final del pasillo? -preguntó Chen-. ¿No podría haber salido de ahí?
– Es poco probable -respondió-. Si era una visita, lo habrían acompañado hasta allí o no hubiese podido encontrarlo.
– Sí, es cierto. ¿Qué aspecto tenía ese hombre?
– Alto…, parecía un hombre decente, pero la luz es tan mala que no pude verlo con claridad.
– ¿Qué edad diría que tenía?
– Pues, unos treinta y cinco, quizá cuarenta. Es difícil precisarlo.
– ¿Algún otro detalle sobre su aspecto?
– Iba muy bien vestido. Me parece que ya lo he dicho.
– ¿De modo que piensa que quizá salía de la habitación de Guan?
– Sí, pero no estoy segura.
– Gracias, camarada Zuo. Lo investigaremos. Si se le ocurre alguna otra cosa, no repare en llamarme.
– Sí, eso haré, camarada inspector jefe -dijo ella-. Avísenos cuando resuelva el caso.
– De acuerdo. Hasta luego.
Mientras bajaba la escalera, Chen se encogió de hombros ligeramente. Él había visitado el aseo común sin que nadie lo acompañase.
Esperó un buen rato en la parada de autobús de la calle Zhejiang. Intentó aclarar lo que había averiguado durante el día. En verdad, poca cosa. Nada de lo que había encontrado hasta el momento podía considerarse una pista. Lo único inesperado había sido la ropa elegante y las fotos íntimas de Guan, aunque tampoco era para tanto. Una mujer joven y atractiva, por mucho que fuese una trabajadora modelo, tenía derecho a ciertos placeres femeninos… en su vida privada.
En cuanto a la escasa simpatía de Guan entre sus vecinas, no era tan sorprendente. En los años noventa, que una trabajadora modelo de rango nacional no gozara de gran popularidad era ante todo un fenómeno sociológico. Y lo mismo sucedía en la vivienda. Habría sido demasiado difícil ser también una vecina modelo, o ser apreciada por el vecindario. Su vida no era como la de las demás, ella no pertenecía a su círculo, y tampoco le importaba.
Sólo se había confirmado una cosa: en la noche del 10 de mayo Guan Hongying salió de su habitación antes de las once, llevaba una maleta pesada y se dirigía a alguna parte.
Había otra cosa, aunque no confirmada, una simple hipótesis: no habría podido tener una relación sentimental en casa en el momento de su muerte. En este tipo de vivienda, la privacidad era imposible, y no había manera alguna de verse con alguien en secreto. Si hubiera sucedido algo detrás de su puerta cerrada, sus vecinas lo habrían sabido, y en menos de cinco minutos la noticia habría volado de boca en boca. Por otra parte, el hombre que viniera a verla debería de ser muy valiente, y más con una cama sin colchón.
El autobús aún no había llegado. A esa hora podía tardar una eternidad. Chen cruzó hasta el pequeño restaurante al otro lado del pasaje. No era muy vistoso, pero había muchos clientes tanto adentro como afuera. Un hombre gordo con traje de pana marrón se levantó de una de las mesas instaladas en la acera. El inspector jefe Chen se sentó y pidió una ración de empanadillas fritas. Era el lugar perfecto para esperar el autobús y, de paso, para observar la entrada del pasaje. Transcurrieron varios minutos antes de que le trajeran las empanadillas. Estaban deliciosas, pero tan calientes que tuvo que dejar los palillos y ponerse a soplarlas. En ese momento llegó el autobús. Cruzó la calle corriendo y subió con la última empanadilla en la mano. Pensó que debería haber preguntado en el restaurante. Quizá Guan se había sentado alguna vez a comer con alguien.
– No me toque con sus manos aceitosas -le soltó indignada una mujer que tenía al lado-.
– Algunas personas pueden ser muy maleducadas -comentó otra pasajera-, a pesar de llevar unos uniformes impresionantes.
Lo siento -dijo él, que no era consciente de la animosidad que despertaba su uniforme-.
No tenía sentido ponerse a discutir. Tuvo que reconocer que subir a un autobús abarrotado con una empanadilla de carne de cerdo no era una gran idea. Bajó en la parada siguiente. No le importaba caminar un poco, al menos no tendría que escuchar los comentarios desagradables de los demás pasajeros. No había manera de impedir las críticas que la gente hacía sobre uno. Guan, una trabajadora modelo de rango nacional, no era una excepción, sobre todo a juzgar por lo que decían sus vecinas.
«¿Quién puede asegurarse de lo que dirán cuando muramos?
Todo el pueblo vibra con la historia de amor del General Caí.»
En aquel poema de Lu You, la "historia de amor" aludía al romance ficticio entre el general Cai y Zhao Wuniang en las postrimerías de la dinastía Han. A la gente de la aldea, sin que le importara su autenticidad histórica, le habría fascinado escuchar el relato. "Nada se puede contra lo que diga la gente", pensó el inspector jefe Chen.