Chen llevaba tres días trabajando como intérprete escolta para la delegación de escritores estadounidenses. Los visitantes formaban parte de un programa de intercambio organizado por el Comité de Académicos Distinguidos China-Estados Unidos. William Rosenthal, profesor, crítico y poeta de renombre, viajaba acompañado de Vicky, su mujer. Su posición como presidente de la asociación estadounidense añadía importancia a la visita. Shanghai era la última parada de su itinerario. La habitación que Chen ocupaba en el hotel jingjiang estaba ubicada en la misma planta que la de los Rosenthal. No era tan lujosa como la suite donde se alojaba la pareja, pero no dejaba de ser elegante, y desde luego, estaba a años luz de su habitación en la Casa de los Escritores de Guangzhou. Una vez en el vestíbulo, acompañó a los invitados mientras compraban recuerdos en la tienda del hotel.
– ¡Me alegro tanto de poder hablar con alguien como usted! De eso trata nuestro intercambio cultural. Vicky, el señor Chen ha traducido a T. S. Eliot al chino -dijo Rosenthal a su mujer, que estaba absorta en la contemplación de un collar de perlas-. La tierra baldía, incluso.
Al parecer, Rosenthal conocía el curriculum literario de Chen, pero ignoraba su actividad como traductor de novelas de intriga y su profesión de policía.
– En Beijing y en Xi'an, los intérpretes también hablaban un buen inglés -comentó Vicky-, pero no sabían casi nada de literatura. Perdían el hilo en cuanto Bill empezaba a citar a alguien.
– Aprendo mucho con el profesor Rosenthal -Chen sacó un programa del bolsillo-. Me temo que ya es hora de dejar el hotel.
El programa era muy apretado. Días antes de su llegada, se había organizado minuciosamente el calendario de las actividades de los Rosenthal, que se había enviado a la Oficina de Relaciones Exteriores de la Asociación de Escritores de Shanghai. El trabajo de Chen consistía en seguir las instrucciones al pie de la letra. Ese día les esperaba, por la mañana, visita del Templo de la Ciudad; al mediodía, comida con escritores locales; por la tarde, un paseo por el río, y luego, de compras por la calle Nanjing; y por la noche, una ópera de Beijing o una fiesta de karaoke. El programa contemplaba un itinerario de lugares políticamente imprescindibles como la Casa de Ladrillo, donde el Partido Comunista Chino había celebrado su primera reunión, o como los restos bien conservados de las chozas del barrio Fangua bajo el régimen nacionalista en comparación con los edificios construidos por el régimen comunista y la nueva zona de desarrollo al este del río Huangpu. Ya los habían visitado todos.
– ¿Adonde vamos?
– Según nuestro programa, al Templo de la Ciudad.
– ¿Un templo? -preguntó Vicky-.
– En realidad, no. Es un mercado que alberga un templo en su centro -explicó Chen-, por eso algunos lo llaman Mercado del Templo del Dios de la Ciudad. Hay bastantes tiendas, incluso dentro del templo, donde se vende todo tipo de productos de artesanía local.
– Estupendo.
Como de costumbre, el mercado estaba repleto de gente. Los Rosenthal apenas se fijaron en el Templo recién restaurado, con sus columnas rojas y su enorme puerta negra, tampoco se interesaron por la exposición de artesanía montada en el interior, ni por el jardín de Yuyuan, que quedaba por detrás del edificio del Templo, con sus dragones amarillos vidriados en lo alto de los muros blancos. Lo que sí les impresionó fue el espectáculo de los numerosos puestos de comida.
– La cocina debe de haber sido una parte integral de la civilización china -comentó Rosenthal-, o no habría tanta variedad.
– Ni toda esa variedad de gente comiendo tan a gusto…-agregó Vicky con voz alegre-.
El programa de la Oficina de Relaciones Exteriores preveía un almuerzo con coca-cola y helado. En la lista de actividades se especificaban también el lugar y una gama de precios. A Chen le reembolsarían el importe cuando entregara los recibos. Los Rosenthal se detuvieron delante del bar Dragón amarillo. Por la ventana se veía a una joven camarera trinchando un pato asado, aún humeante por la parte de la rabadilla cosida, mientras una mosca de tonos atornasolados chupaba la salsa que le había caído en el pie. Era un local sucio y abarrotado, pero conocido por la variedad de sus exquisitas tapas. Por una vez, Chen decidió olvidarse de las reglas y los llevó al interior. Siguiendo su recomendación, los Rosenthal comieron empanadillas de arroz glutinoso con relleno de cerdo y camarones. En sus tiempos de la escuela primaria, una empanadilla costaba seis fengs, pero hora valía cinco veces más. Aun así, podía pagarlo de su propio bolsillo, aunque no se lo reembolsaran. No estaba seguro de si les gustaría la comida a la pareja de estadounidenses, si bien les habría dado a probar un sabor típico de Shanghai.
– Es delicioso -dijo Vicky-. Ha sido muy amable con nosotros.
– Con su dominio del inglés -dijo Rosenthal entre dos bocados-, en Estados Unidos se podría dedicar a muchas cosas.
– Gracias -respondió-.
– Como director del Departamento de Inglés, estaría encantado si pudiéramos organizarle algo en nuestra universidad.
– Gracias.
– Y siempre será bienvenido en nuestra casa de Suffern, en Nueva York -terció Vicky mordisqueando la piel transparente de una empanadilla-. Podrá probar nuestra cocina y escribir sus poemas en inglés.
– Sería maravilloso estudiar en su universidad y visitar su casa -Chen había pensado en cursar una carrera en el extranjero, sobre todo poco después de su ingreso en el cuerpo de policía-, pero aquí quedan muchas cosas por hacer.
– La vida puede ser difícil en China.
– Pero está mejorando, aunque no tan rápido como quisiéramos. Al fin y al cabo, China es un país grande con más de dos mil años de historia. Algunos problemas no pueden solucionarse de la noche a la mañana.
– Sí, hay muchas cosas que usted puede hacer por su país -asintió Rosenthal-. No sólo escribe poemas maravillosos, ya lo sé.
Chen se sintió molesto con su propia respuesta, que le había salido de forma mecánica. Frases hechas, tan sólo frases hechas, como si tuviese una cinta grabada del Diario del pueblo en la cabeza. No le importaba soltar necedades de vez en cuando, pero había llegado a un punto en el que se había convertido en el reproductor de una grabación automática. Y los Rosenthal eran sinceros.
– En realidad, no estoy tan seguro de que pueda hacer muchas cosas -dijo reflexivo-. Lu You, un poeta de la dinastía Song, soñaba con hacer algo grandioso por China, pero acabó siendo un funcionario mediocre. Aunque parezca paradójico, fueron sus sueños los que pusieron vida en su poesía.
– Lo mismo puede decirse de W. B. Yeats -continuó Rosenthal-. No era un hombre de Estado, pero su pasión por el movimiento por la liberación de Irlanda fue la fuente de sus mejores poemas.
– O su pasión por Maud Gonne, la política a la que Yeats amó tan apasionadamente -matizó Vicky-. Conozco bien la teoría favorita de William.
Los tres rieron. Después, Chen vio que había un teléfono de pago junto a la puerta. Se disculpó, fue hasta allí y cogió un listín. Lo hojeó hasta encontrar el restaurante Cuatro mares, y marcó el número de Peiqin.
– Peiqin, soy Chen Cao. Siento llamarla al trabajo, pero no he podido encontrar a Yu.
– No tiene que disculparse conmigo, inspector jefe Chen. Todos estamos preocupados por usted. ¿Cómo le van las cosas?
– Bien. Acompaño a la delegación de Estados Unidos.
– ¿Visitando un lugar tras otro?
– Exactamente, y comiendo en un restaurante tras otro también. ¿Cómo está su marido?
– Tan ocupado como usted. Él también me ha comentado que le ha sido difícil comunicarse con usted.
– Sí, bastante. Si fuera necesario, él… o quizá usted, si es más conveniente, puede ponerse en contacto con un amigo mío. Se llama Lu Tonghao. Es el dueño de un restaurante nuevo, El suburbio de Moscú, en la calle Shanxi.
– Me parece bien. Sé dónde queda. Abrió hace unas semanas y ya ha causado sensación -comentó-. Por cierto, ¿vendrá usted esta noche al Jardín Xishuang?
– Sí, pero ¿cómo…? -calló-.
– Es un lugar fantástico, y creo que usted se merece darse un respiro en una noche de karaoke.
– Gracias.
– Entonces cuídese. Ya nos veremos.
– Lo mismo digo. Adiós.
Algo había alertado a Chen. La manera cómo Peiqin había mencionado la fiesta de karaoke lo inquietaba. Además, ¿por qué tendría tantas ganas de poner fin a la conversación?
¿Le habrían pinchado el teléfono también a ella? Era poco probable, pero el del hotel sí podía estar intervenido, por eso no había llamado desde ahí. Peiqin habría sospechado algo. Debería haber dicho que llamaba desde una cabina en el mercado del Templo de la Ciudad. Luego marcó el número del Chino de ultramar Lu, que había llamado a Chen al despacho después de que éste volvió de Guangzhou, aunque para no involucrarlo en sus problemas, lo había cortado diciéndole que tenía que salir inmediatamente. No era seguro hablar por el teléfono de la oficina.
– Suburbio de Moscú.
– Soy yo, Chen Cao.
– Querido amigo, me tienes realmente preocupado. Ya sé por qué me colgaste el otro día.
– No te preocupes, sigo siendo inspector jefe. No pasa nada.
– ¿Dónde estás ahora? ¿Qué es ese ruido de fondo?
– Estoy llamando desde un teléfono de pago en el mercado del Templo.
– Wang me ha llamado a propósito de tu problema. Me ha dicho que es algo serio.
– ¿Wang te ha llamado? -se extrañó-. No sé qué te habrá dicho, pero no es nada grave. Acabo de salir de un estupendo almuerzo con los estadounidenses, y ahora vamos a darnos un paseo por el río. Cabina de primera clase, desde luego. Sin embargo, tengo que pedirte un favor.
– ¿De qué se trata?
– Puede que alguien, la mujer de mi compañero, que se llama Jin Peiqin, se ponga en contacto contigo. Trabaja en el restaurante Cuatro mares.
– Conozco el lugar. Sus fideos con camarones son excelentes.
– No me llames ni a la oficina ni al hotel. Si hay algo urgente, llámala a ella o ve al restaurante. Podrás probar un plato de fideos, ya que estás.
– No te preocupes, soy un gourmet bastante conocido. Nadie se sorprendería de que comiera fideos ahí cada día.
– No está de más moverse con cuidado.
– Ya te entiendo, pero ¿puedes venir a verme? Tengo que hablar contigo de algo importante.
– ¿De verdad? He estado muy atareado estos días. Miraré mi agenda y veré qué puedo hacer.
El programa de actividades de la tarde incluía un paseo por el río Huangpu.
Chen conocía bien el recorrido, pues había trabajado como intérprete-escolta en numerosas ocasiones. Aunque no le costaba recitar pasajes de las guías oficiales, pues era una buena oportunidad para practicar su inglés, las actividades del programa resultaban cada vez más aburridas por su repetición, si bien dejó de quejarse de su condición de asistente cuando divisó la larga cola de gente que esperaba en la taquilla. Por fortuna, sus billetes reservados se encontraban en otra más pequeña señalada con el letrero «para turistas extranjeros.» Mientras aguardaban en el muelle y respiraban el aire contaminado, Chen oyó que Rosenthal murmuraba algo a Vicky sobre el monóxido de carbono que estaba envenenando la ciudad. "Otro problema grave, aunque Shanghai hace verdaderos esfuerzos por mejorar el medio ambiente", pensó, pero por deferencia a la guía oficial, guardó silencio.
Como de costumbre, una sala especial, con aire acondicionado y televisión por satélite, estaba reservada a los visitantes extranjeros en la cubierta superior del barco. Estaban pasando una película de kung fu, rodada en Hong Kong, con Bruce Lee; otro privilegio, ya que sus películas no se proyectaban en los cines de Shanghai. Los Rosenthal no tenían ganas de ver la película. Chen tardó un buen rato en encontrar el botón para apagar. El camarero y la camarera, siempre sonrientes, no paraban de irrumpir en la habitación, trayendo bebidas, frutas y aperitivos. Algunos turistas que pasaban por su puerta también se detenían a mirar con curiosidad. Chen se sentía como en una jaula de vidrio. No lejos de allí, el Bund era un hormiguero de diversas actividades pintorescas. La ribera este se encontraba en plena expansión, su fisionomía cambiaba a toda velocidad con las nuevas obras que surgían por cualquier parte.
– Estoy pensando en un poema inspirado en un río -comentó Rosenthal-. En East Coker Eliot lo compara con un dios moreno.
– Un antiguo filósofo chino comparó al pueblo con las aguas del río -respondió Chen-. El agua puede transportar una barca, pero también puede hacerla volcar.
– ¿Ha vuelto a perderse en La tierra baldía? -preguntó Vicky con irritación fingida-. Sería una pena no salir a mirar este maravilloso río.
No pudieron seguir conversando durante mucho rato. Se oyó un golpe en la puerta, seguido de otros más insistentes.
– Espectáculo de magia, actuación de primera clase en la primera planta -decía un camarero agitando varias entradas en la mano-.
Al igual que la película, el espectáculo de magia no era más que otra intrusión, aunque desde luego, con buenas intenciones. No sería correcto que se quedaran en el camarote. En la primera planta no había escenario. Sólo un espacio abierto separado por varios montantes conectados por una cuerda de plástico, con un cabo atado a la larga ventana que daba a la cubierta, y el otro, junto a una portezuela por debajo de la escalera. Se había aglomerado un numeroso público. En el centro, un mago agitaba enérgicamente una varita en el aire. Una mujer joven, al parecer la ayudante del mago, salió por la portezuela. Con un toque de la varita mágica en el hombro, quedó congelada bajo la fría luz azul. Cuando el mago se le acercó, ella se derrumbó en sus brazos. Luego, sosteniéndola con un solo brazo, la levantó lentamente. La mujer quedó tendida sobre sus brazos, su largo pelo negro colgaba hasta el suelo, resaltando su cuello delgado, casi tan blanco como una raíz de loto, y tan inerte. El mago cerró los ojos con un gesto concentrado. Al sonar un redoble de tambores, retiró la mano que quedaba por debajo de ella y dejó el cuerpo flotando en el aire durante un segundo. El público aplaudió, entusiasmado.
Así era la hipnosis del amor, una metáfora cautivadora, pero peligrosa a causa de la indefensión que transmitía. ¿Guan Hongying también habría sido así? Ingrávida, sin sustancia, nada más que un accesorio con el que Wu jugaba a sus anchas. Y luego pensó en Wang. Para un amante todo era posible. ¿Tanto se había enamorado él? No podía responder a su propia pregunta.
«El sauce se yergue por encima de la niebla.
Veo mi pelo despeinado, y el broche en forma de cigarra
tendido en la cama.
¿ Qué me importan los días que me esperan
si esta noche gozas de mí hasta la plenitud?»
Otra estrofa de Wei Zhuang. En la crítica literaria tradicional, se le consideraba una analogía política, pero para Chen significaba simplemente el sacrificio de una mujer a la magia de la pasión. Como Wang, que había sido la más valiente, la que más se había sacrificado aquella noche en su piso, y luego, otra vez cuando hablaron por teléfono. Años antes había sido lo mismo para Guan, que se había entregado al ingeniero Lai antes de separarse de él.
Cuando acabó el espectáculo, Chen no encontró a los Rosenthal entre la multitud que se dispersaba. Subió y los descubrió inclinados sobre el parapeto, observando las olas rompiendo contra el barco. No se dieron cuenta de su presencia. "Mejor dejarlos a solas", pensó y bajó a comprar un paquete de cigarrillos. Le sorprendió encontrar a la ayudante del mago sentada en un taburete al pie de la escalera. Ya no vestía su disfraz resplandeciente, y parecía mucho más mayor, con su rostro arrugado y un pelo ya sin brillo. El mago, en quien el cambio era aún más llamativo, se había sentado junto a ella en otro taburete. Sin maquillaje, no era más que un hombre calvo y de mediana edad, con grandes ojeras. Se había aflojado la corbata, tenía la camisa arremangada y los cordones desabrochados. El aura poderosa que lo envolvía en escena se había desvanecido, pero los dos parecían relajados y tranquilos compartiendo un refresco de color rosa. Era probable que fueran pareja. "Tienen que interpretar su papel en cualquier escenario que se les presente", reflexionó Chen encendiendo un cigarrillo. Caído el telón, se apartaban de las candilejas y abandonaban a sus personajes. El mundo es un escenario…, o un sinfín de escenarios. Lo mismo para todos, y también para Guan, quien igualmente tuvo que interpretar su papel en la política, por lo que no era extraño que hubiera decidido encarnar a un personaje diferente en su vida privada. Su cigarrillo se había consumido sin que se diera cuenta.
– ¡Es todo tan maravilloso…! -exclamó Rosenthal cuando volvieron a juntarse en el camarote-.
– ¿Disfrutaba de un momento de privacidad? -preguntó Vicky-.
– «Privacidad» es una palabra muy difícil de traducir al chino.
Se había encontrado con el problema en varias ocasiones, no existía una palabra equivalente en su lengua. Tenía que recurrir a toda suerte de perífrasis para transmitir su significado. De vuelta al hotel, Rosenthal preguntó por el programa de la noche.
– No hay nada especial para la cena -aclaró Chen-. Aquí pone «sin actividad», así que la decisión depende de ustedes. Cerca de las ocho y media iremos al Jardín de Xishuang, en el hotel, para asistir a una fiesta con karaoke.
– ¡Magnífico! -dijo Rosenthal-, entonces podremos invitarlo a cenar. Escoja un buen restaurante chino.
Chen sugirió El suburbio de Moscú, y no sólo porque, después de numerosas invitaciones, había prometido al Chino de ultramar Lu que iría a cenar, sino que quizá también le esperaba un mensaje de Peiqin. El ir acompañado por la pareja de estadounidenses, no resultaría sospechoso a ojos de Seguridad Interior al tiempo que sería un buen negocio para Lu. Después, escribiría un breve artículo sobre «Los Rosenthal en Shanghai», donde mencionaría el establecimiento. El restaurante resultó ser tan espléndido como Lu había prometido. Con su fachada de castillo, su bóveda dorada y sus omnipresentes pinturas de paisajes, el antiguo local se había metamorfoseado como por arte de magia. Una chica rusa, alta y rubia, saludaba a los clientes en la entrada cimbreando su cintura, delgada y flexible como el tierno abedul de una canción popular rusa en los años sesenta.
– Parece verdad que las actuales reformas económicas están transformando China -comentó Rosenthal-.
Chen asintió con la cabeza. Empresarios del género de Lu aparecían por todas partes «como brotes de bambú después de la lluvia», según rezaba el viejo proverbio. Una de las consignas más populares del momento era un juego de palabras basado en la pronunciación china: xiang qian kan, que significaba «¡Mirad el dinero!». En los años setenta, con el carácter qian escrito de manera diferente, la consigna había sido «¡ Mirad hacia el futuro!». Las preciosas chicas rusas vestidas con minifalda se movían por todas partes, y el restaurante hacía una buena caja. Todas las mesas estaban ocupadas. Había varios extranjeros cenando. Los Rosenthal y Chen se sentaron. El mantel relucía con su blanco niveo, las copas centelleaban bajo los candelabros lustrosos y los pesados cubiertos podrían haber pertenecido a los zares del Palacio de Invierno.
– Reservado para clientes especiales -declaró Lu con orgullo y abrió una botella de vodka-.
El vodka tenía un sabor auténtico y el caviar, también. El servicio era impecable y las camareras rusas, las mejores, tan atentas que les llegó a dar vergüenza.
– ¡Maravilloso! -sentenció Vicky-.
– Por las reformas económicas de China -brindó Rosenthal-.
Todos alzaron sus copas. Cuando El chino de ultramar Lu se disculpó, Chen lo siguió hasta el baño.
– ¡Estoy tan contento de que hayas venido esta noche, amigo mío! -dijo Lu con la cara sonrojada por el vodka-. He estado muy preocupado desde que recibí esa llamada de Wang.
– Entonces, ya te has enterado.
– Sí, aunque si es verdad todo lo que me contó Wang, entonces…
– No te preocupes, sigo siendo un miembro fiable del Partido o no estaría aquí esta noche con la pareja de Estados Unidos.
– Sé que no quieres hablar de los detalles conmigo…, cuestiones confidenciales, los intereses del Partido, las responsabilidades de un "poli", toda esa mierda -dijo Lu-, pero ¿harías el favor de prestar atención a lo que te propongo?
– ¿Qué tipo de propuesta?
– Deja tu trabajo y conviértete en mi socio. Lo he hablado con Ruru. ¿Sabes qué me dijo? «No creas que podrás volver a tocarme si antes no ayudas al inspector jefe Chen.» Una mujer fiel, ¿no te parece? No es sólo porque conseguiste mandarnos la limusina Bandera roja cuando nos casamos, ni porque le echaste una mano a ella cuando quiso cambiar de trabajo, sino porque siempre has sido un amigo maravilloso con nosotros, y todo esto sin mencionar el hecho de que nos hiciste el préstamo más importante cuando empezamos con El suburbio de Moscú. Tú has sido parte de nuestro éxito, dice ella.
– Es muy amable de su parte y de la tuya también.
– Mira, estoy pensando en abrir otro restaurante, un local internacional: con hamburguesas americanas, sopa de col rusa, patatas fritas, cerveza alemana…, todo internacional, y tú serás el administrador general. Seremos socios a partes iguales, cincuenta y cincuenta. Tú ya hiciste tu inversión cuando me prestaste el dinero. Si estás de acuerdo, haré que redacten los documentos legales.
– No sé nada de negocios -repuso Chen-. ¿Cómo puedo ser tu socio?
– ¿Por qué no? -insistió Lu-. Tienes buen gusto, el gusto de un gourmet, que es lo más importante en el negocio de la restauración, y además, saber inglés es indudablemente un elemento a tu favor.
– Te agradezco tu generosa oferta, pero hablemos de ello en otro momento. Los americanos me están esperando.
– Piensa en ello, amigo mío. Hazlo por mi bien.
– Lo pensaré -dijo Chen-. Ahora, dime, ¿has podido hablar con Peiqin?
– Sí, después de hablar contigo, fui a verla y a comer un plato de fideos con anguilas fritas. Estaba delicioso.
– ¿Te dijo algo?
– No, parecía más bien estar a la defensiva… como se espera de la mujer de un inspector. Había mucha gente en el restaurante, pero me dijo que esta noche irías a una fiesta de karaoke.
– Ya entiendo. Tengo que llevar a los Rosenthal allí esta noche. ¿Algo más?
– Diría que eso es lo único, pero hay otra cosa: Wang te estima de verdad. Llámala… si crees que está bien hacerlo.
– Desde luego que la llamaré.
– Una chica agradable. Hemos hablado mucho.
– Lo sé.