10

Cuando Mike llegó a casa, echó un vistazo a la de los Loriman. Ningún movimiento. Sabía que le tocaba dar el siguiente paso.

Primero, no hacer daño. Ése era el credo.

¿Y segundo?

Esto era más peliagudo.

Tiró las llaves y la cartera en la bandejita que Tia había colocado porque Mike siempre perdía las llaves y la cartera. Funcionaba. Tia había llamado tras aterrizar en Boston. Ahora estaba enfrascada con el trabajo preparatorio y por la mañana tomaría declaración al testigo. Tardaría un poco, pero cogería el primer avión que pudiera. «No te apresures», le había dicho él.

– ¡Hola, papá!

Jill dio la vuelta a la esquina. Cuando Mike vio su sonrisa, se esfumaron alegre y felizmente los Loriman y todo lo demás.

– Hola, cielo. ¿Está Adam en su habitación?

– No -dijo Jill.

Se acabó la felicidad.

– ¿Dónde está?

– No lo sé. Creía que estaba aquí.

Lo llamaron. Sin éxito.

– Tu hermano debía vigilarte -dijo Mike.

– Estaba aquí hace diez minutos -dijo la niña.

– ¿Y ahora?

Jill frunció el ceño. Cuando fruncía el ceño, todo el cuerpo parecía seguirlo.

– Creía que esta noche iríais al partido de hockey.

– Y vamos.

Jill parecía agitada.

– ¿Qué pasa, cariño?

– Nada.

– ¿Cuándo has visto a tu hermano por última vez?

– No lo sé. Hace unos minutos. -Empezó a morderse una uña-. ¿No debería estar contigo?

– Seguro que volverá enseguida -dijo Mike.

Jill parecía insegura. Mike se sentía igual.

– ¿Vas a acompañarme a casa de Yasmin de todos modos? -preguntó ella.

– Por supuesto.

– Espera que recoja la bolsa, ¿vale?

– Claro.

Jill subió la escalera. Mike miró su reloj. Él y Adam habían hecho planes; debían salir de casa en media hora, dejar a Jill en casa de su amiga y acercarse a Manhattan para ver el partido de los Rangers.

Adam debería estar en casa. Debería estar vigilando a su hermana.

Mike respiró hondo. Bueno, mejor no ser presa del pánico todavía. Decidió conceder diez minutos más a Adam. Revisó el correo y volvió a pensar en los Loriman. No valía la pena retrasarlo. Él e Ilene habían tomado una decisión. Era hora de poner manos a la obra.

Encendió el ordenador, buscó su agenda de direcciones, clicó sobre la información de contacto de los Loriman. El móvil de Susan Loriman estaba en la lista. Él y Tia no la habían llamado nunca, pero era algo normal entre vecinos: tenías los números por si había alguna urgencia.

Esto lo era.

Marcó el número. Susan contestó al segundo timbre.

– ¿Diga?

Tenía una voz cálida y amable, casi susurrante. Mike se aclaró la garganta.

– Soy Mike Baye -dijo.

– ¿Pasa algo?

– Sí. Bueno, nada nuevo. ¿Estás sola ahora mismo?

Silencio.

– Ya hemos devuelto el devedé -dijo Susan.

Mike oyó otra voz, que parecía la de Dante y preguntaba:

– ¿Quién es?

– Blockbuster -dijo ella.

Bueno, pensó Mike, no está sola.

– ¿Tienes mi teléfono?

– Muy pronto. Gracias.

Clic.

Mike se frotó la cara con ambas manos. Qué bien. Muy pero que muy bien.

– ¡Jill!

La niña se asomó al rellano.

– ¿Qué?

– ¿Adam ha dicho algo al llegar a casa?

– Sólo ha dicho «Hola, petarda».

Sonrió al decirlo.

Fue como si Mike oyera la voz de su hijo. Adam quería a su hermana, y ella le quería a él. Los hermanos suelen pelearse, pero estos dos casi nunca lo hacían. Quizá sus diferencias los salvaban de las peleas. Por muy frío o taciturno que se hubiera vuelto Adam, nunca la tomaba con su hermanita.

– ¿Tienes alguna idea de adonde puede haber ido?

Jill negó con la cabeza.

– ¿Está bien?

– Está perfectamente, no te preocupes. Te llevaré a casa de Yasmin en un momento, ¿de acuerdo?

Mike subió los escalones de dos en dos. Sintió una punzada en la rodilla, una antigua lesión de su época de jugador de hockey. Se la había hecho operar hacía unos meses por un amigo, un cirujano ortopédico llamado David Gold. Mike le dijo a David que no quería dejar el hockey y le preguntó si el juego le había causado un daño a largo plazo. David le dio una receta de Percocet y contestó:

– No me llegan muchos ex jugadores de ajedrez, como puedes suponer.

Abrió la puerta de la habitación de Adam. El cuarto estaba vacío. Mike buscó pistas para averiguar adonde podría haber ido su hijo. No encontró ninguna.

– Oh, no habrá… -dijo Mike en voz alta.

Miró el reloj. Adam ya debería estar en casa… no debería haberse marchado en ningún momento. ¿Cómo podía haber dejado sola a su hermana? Sabía que no debía hacerlo. Mike sacó el móvil y apretó la tecla de marcado rápido. Lo oyó sonar y después la voz de Adam que le pedía que dejara un mensaje.

– ¿Dónde estás? Tenemos que marcharnos pronto al partido. ¿Has dejado sola a tu hermana? Llámame inmediatamente.

Apretó la tecla de FIN.

Pasaron diez minutos. No llegó nada de Adam. Mike volvió a llamar. Dejó otro mensaje con los dientes apretados.

– ¿Papá? -dijo Jill.

– Sí, mi vida.

– ¿Dónde está Adam?

– Seguro que vuelve a casa enseguida. Mira, te dejaré en casa de Yasmin y volveré a por tu hermano, ¿de acuerdo?

Mike llamó y dejó un tercer mensaje en el móvil de Adam explicando que volvería enseguida. Volvió mentalmente a la última vez que había hecho esto -dejar mensajes repetidos en buzones de voz-, cuando Adam huyó y no supieron nada de él en dos días. Mike y Tia se habían vuelto locos intentando localizarlo y al final no había sido nada.

Esperaba que no estuviera jugando a esto otra vez, pensó Mike. Y entonces, en ese mismo momento, pensó: «Dios, espero que esté jugando a eso otra vez».

Mike buscó una hoja de papel, escribió una nota y la dejó sobre la mesa de la cocina.


ADAM:

HE IDO A ACOMPAÑAR A JILL, CUANDO VUELVA NOS VAMOS ENSEGUIDA.


La mochila de Jill tenía una insignia de los New York Rangers detrás. No le gustaba mucho el hockey, pero la mochila había sido de su hermano. A Jill le encantaba heredar cosas de Adam. Últimamente le había dado por ponerse un anorak verde demasiado grande para ella de la época en que Adam jugaba al hockey de alevines. El nombre de Adam estaba bordado en el lado derecho delantero.

– ¿Papá?

– ¿Qué, cielo?

– Estoy preocupada por Adam.

No lo dijo como una niña jugando a comportarse como una adulta. Lo dijo como una niña demasiado lista para su edad.

– ¿Por qué lo dices?

Ella se encogió de hombros.

– ¿Te ha dicho algo?

– No.

Mike entró en la calle de Yasmin, esperando que Jill dijera algo más. Pero no dijo nada.

En los viejos tiempos, cuando Mike era un niño, dejabas a los niños y te marchabas o quizá esperabas en el coche hasta que se abría la puerta. Ahora acompañabas a tus hijos hasta la puerta.

Normalmente esto fastidiaba un poco a Mike, pero cuando se trataba de pasar la noche, sobre todo a aquella edad tan temprana, Mike prefería asegurarse de que llegara sana y salva a su destino. Llamó a la puerta y abrió Guy Novak, el padre de Yasmin.

– Hola, Mike.

– Hola, Guy.

Guy todavía llevaba el traje del trabajo, aunque se había aflojado la corbata. Llevaba gafas de pasta de montura muy a la moda y los cabellos parecían estratégicamente despeinados. Guy era otro de los padres del pueblo que trabajaba en Wall Street, aunque Mike nunca había logrado tener la menor idea de qué hacía exactamente ninguno de ellos. Fondos de protección, fideicomisos, servicios de crédito u ofertas públicas de venta de acciones o trabajar en el parqué o en seguros o vender bonos, cualquier cosa, para Mike todo era una gran masa difuminada de cuestiones económicas.

Guy llevaba años divorciado y, según los partes que le daba su hija de once años, salía con muchas mujeres.

– Todas sus novias hacen la pelota a Yasmin -le había dicho Jill-. Es muy divertido.

Jill se adelantó.

– Adiós, papá.

– Adiós, preciosa.

Mike esperó un segundo, viéndola marcharse, y después se volvió a mirar a Guy Novak. Era sexista, pero Mike prefería dejar a su hija con una madre sola. Que su hija preadolescente pasara la noche en una casa con sólo un adulto varón… no debería importarle. Él también cuidaba a las niñas a veces sin Tia. Y aun así…

No sabían qué decirse. Mike rompió el silencio.

– Bueno -dijo-, ¿qué planes tienes para esta noche?

– Podría llevarlas al cine -dijo Guy-. Y a tomar un helado en Cold Stone Creamery. Espero que no te importe, pero he invitado a una amiga. Vendrá con nosotros.

– Por mí bien -dijo Mike, pensando: «Mejor aún».

Guy miró hacia atrás. Cuando vio que las niñas habían desaparecido, volvió a mirar a Mike.

– ¿Tienes un momento? -preguntó.

– Claro, ¿qué sucede?

Guy salió afuera. Cerró la puerta. Miró hacia la calle y hundió las manos en los bolsillos. Mike lo miraba de perfil.

– ¿Va todo bien? -preguntó Mike.

– Jill se ha portado muy bien -dijo Guy.

Mike no sabía bien cómo reaccionar y permaneció en silencio.

– No sé qué debo hacer. Cuando eres padre, haces lo que puedes, ¿no? Lo haces lo mejor que sabes para criar a tus hijos, alimentarlos, educarlos. Yasmin ya tuvo que pasar por un divorcio cuando era muy pequeña. Pero se adaptó. Era feliz, extrovertida y tenía amigos. Y entonces va y sucede una cosa así.

– ¿Te refieres a lo del señor Lewiston?

Guy asintió. Se mordió el labio y la mandíbula le tembló.

– Habrás visto cómo ha cambiado Yasmin.

Mike optó por la verdad.

– Parece más retraída.

– ¿Sabes lo que le dijo Lewiston?

– La verdad es que no.

Él cerró los ojos, respiró hondo y volvió a abrirlos.

– Supongo que Yasmin se estaba portando mal, no prestaba atención, lo que sea. No lo sé. Cuando hablé con Lewiston, me dijo que la había advertido dos veces. La cuestión es que Yasmin tiene un poco de vello facial. No mucho, pero bueno, un poco de bigote. No es algo en lo que un padre vaya a fijarse, y su madre no está por aquí, así que nunca pensé en hacerle electrólisis ni nada. El caso es que él estaba explicando los cromosomas y ella no paraba de susurrar en el fondo de la clase, así que Lewiston finalmente estalló. Dijo: «Algunas mujeres desarrollan rasgos masculinos como el vello facial. Yasmin, ¿estás escuchando?». Algo así.

– Qué horror -dijo Mike.

– Es inexcusable, ¿no? No se disculpó enseguida porque, según él, no quería llamar más la atención sobre lo que había dicho. Para entonces todos los niños de la clase habían empezado a hacer bromas. Yasmin estaba muerta de vergüenza. Empezaron a llamarla Mujer Barbuda y XY, por el cromosoma masculino. Al día siguiente el profesor se disculpó, imploró a los niños que dejaran de burlarse de ella, yo me presenté, me cabreé con el director, pero para entonces era como pretender que no hubiera sonado el timbre, ya me comprendes.

– Sí.

– Niños.

– Sí.

– Jill no ha abandonado a Yasmin, y es la única. Es algo increíble en una niña de once años. Sé que seguramente le toca cargar con algunas pullas por esto.

– Puede soportarlo -dijo Mike.

– Es una buena niña.

– Igual que Yasmin.

– Deberías estar orgulloso de ella. Es lo que quería decirte.

– Gracias -dijo Mike-. Pasará, Guy. Dale tiempo.

Guy miró a lo lejos.

– Cuando estaba en tercer curso, había un niño llamado Eric Hellinger. Eric siempre tenía una gran sonrisa estampada en la cara. Se vestía como un auténtico hortera, pero por lo visto le daba igual. Él siempre sonreía. Un día vomitó en plena clase. Fue asqueroso. Olía tan mal que tuvimos que salir del aula. En fin, después de esto, los niños empezaron a burlarse de él. Le llamaban Pestellinger. No se acabó nunca. La vida de Eric cambió. La sonrisa desapareció y, para serte sincero, cuando le veía solo en los pasillos después en el instituto, tenía la sensación de que no volvería a sonreír.

Mike no dijo nada, pero conocía una historia parecida. Todas las infancias tienen una, su propio Eric Hellinger o Yasmin Novak.

– La cosa no mejora, Mike. Así que he puesto la casa a la venta. No quiero mudarme. Pero no sé qué más hacer.

– Si Tia o yo podemos ayudar… -empezó Mike.

– Os lo agradezco. Y os agradezco que dejéis que Jill pase la noche aquí. Es muy importante para Yasmin. Y para mí. Así que gracias.

– Encantados.

– Jill dijo que esta noche llevabas a Adam al partido de hockey.

– Ése es el plan.

– Entonces no te entretendré. Gracias por escucharme.

– De nada. ¿Tienes mi móvil?

Guy asintió. Mike dio una palmadita en el hombro a Guy y volvió al coche.

Así era la vida, un maestro pierde los nervios diez segundos y lo cambia todo para una niña. Es una locura cuando lo piensas. También hizo que Mike pensara en Adam.

¿Le habría ocurrido algo parecido a su hijo? ¿Un único incidente, quizá algo muy ínfimo, había desviado a Adam del camino?

Mike pensó en aquellas películas en que los protagonistas viajan a través del tiempo, en las que vuelven atrás y cambian una cosa y entonces todo lo demás cambia también, como un efecto dominó. Si Guy pudiera volver atrás en el tiempo y no dejar ir a la escuela a Yasmin aquel día, ¿sería todo igual? ¿Sería más feliz Yasmin, o al obligarla a mudarse y quizá aprender una lección sobre lo crueles que pueden ser las personas, acabaría siendo mejor al final?

¿Quién demonios podía saberlo?

La casa seguía vacía cuando Mike llegó. No había rastro de Adam. Ni había llegado ningún mensaje de él.

Pensando todavía en Yasmin, Mike fue a la cocina. La nota que había dejado seguía sobre la mesa, intacta. Había docenas de fotografías en la nevera, casi todas en marcos de imán. Mike encontró una de Adam y de él del año anterior, cuando fueron al parque de Six Flags Great Adventure. A Mike le aterraban las grandes atracciones, pero su hijo le había convencido para que subiera a algo acertadamente bautizado como Hielasangre. Mike se lo pasó en grande.

Cuando bajaron, padre e hijo posaron para una foto tonta con un tipo disfrazado de Batman. Los dos tenían el pelo revuelto por la velocidad, un brazo en el hombro de Batman y una sonrisa boba en la cara.

Todo eso había ocurrido tan sólo unos meses atrás, el verano anterior.

Mike recordó cuando estaba sentado en la atracción, esperando a que se pusiera en marcha, con el corazón acelerado. Miró a Adam, que le sonrió maliciosamente y dijo: «Agárrate fuerte» y entonces, justo entonces, retrocedió un poco más de una década, cuando Adam tenía cuatro años y estaban en el mismo parque y había una multitud entrando en el espectáculo del especialista, una auténtica multitud, y Mike tenía a su hijo cogido de la mano y le dijo «no te sueltes», y sintió que la manita apretaba su mano, pero la multitud era cada vez mayor y la manita resbaló y Mike sintió aquel pánico terrible, como si una ola le hubiera golpeado en la playa y se estuviera llevando a su hijo con la marea. La separación duró sólo unos segundos, diez como mucho, pero Mike nunca olvidaría cómo le había hervido la sangre y el terror que experimentó en aquel breve momento.

Mike la miró un minuto largo. Después cogió el teléfono y volvió a llamar al móvil de Adam.

– Por favor, hijo, llámame a casa. Estoy preocupado por ti. Estoy contigo, siempre, pase lo que pase. Te quiero. Llámame, ¿de acuerdo?

Colgó y esperó.


Adam escuchó el último mensaje de su padre y casi se echó a llorar.

Pensó en llamarle. Pensó en marcar el número de su padre y pedirle que fuera a buscarlo y después podrían ir al partido de los Rangers con el tío Mo y quizá Adam se lo contaría todo. Tenía el móvil en la mano. El número de su padre estaba en la tecla rápida uno. Su dedo planeó sobre la tecla. Sólo tenía que apretarla.

Detrás de él se oyó una voz:

– ¿Adam?

Apartó el dedo.

– Vamos.

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