12

Nash estaba preparado para actuar.

Esperaba en el aparcamiento del Palisades Mall en Nyack. El centro comercial era una enormidad típica americana. El Mall of America en las afueras de Minneapolis era más grande, tal vez, pero este centro comercial era más nuevo, lleno de gigantescas megatiendas en un megacentro, y no esas tiendecitas elegantes típicas de los ochenta. Tenía outlets, amplias franquicias de librerías, un cine IMAX, quince multicines, un Best Buy de informática, un Staples de electrónica, una noria. Los pasillos eran anchos. Todo era grandioso.

Reba Cordova había entrado en los almacenes Target.

Aparcó su Aberdeen Acura MDX verde lejos de la entrada. Esto ayudaría, pero seguía siendo arriesgado. Aparcaron la furgoneta junto a su Acura, por el lado del conductor. Nash había urdido el plan. Pietra estaba dentro siguiendo a Reba Cordova. Nash también había entrado un momento en el Target para comprar una cosa.

Ahora esperaba el mensaje de Pietra.

Había pensado en ponerse el bigote, pero decidió que no, que allí desentonaría. Nash necesitaba parecer sincero y de fiar. Los bigotes no producían esa impresión. Los bigotes, sobre todo el mostacho poblado que había utilizado con Marianne, se comen la cara. Si pides una descripción, pocos testigos ven más allá del bigote. Era por eso por lo que normalmente eran útiles.

Pero esta vez no.

Nash permaneció en el coche y se preparó. Se arregló los cabellos con el retrovisor y se pasó la máquina de afeitar por la cara.

A Cassandra le gustaba cuando estaba recién afeitado. La barba de Nash tenía tendencia a cerrarse y a las cinco de la tarde a ella ya le rascaba.

– Guapo, aféitate, hazlo por mí -decía Cassandra con aquella mirada de soslayo que a Nash le producía cosquillas en los dedos de los pies-. Después te llenaré la cara de besos.

Pensaba en esto. Pensaba en su voz. Todavía le dolía. Ya hacía tiempo que había asumido que le dolería siempre. Se vive con el dolor. El hueco siempre estaría allí.

Se sentó en el asiento del conductor y observó a la gente que cruzaba el aparcamiento del centro comercial en todas direcciones. Estaban todos vivos y respirando, pero Cassandra estaba muerta. Sin duda su belleza ya se habría descompuesto aunque costara de imaginar.

Su teléfono vibró. Un mensaje de Pietra.


En la caja. Ya sale.


Se frotó los ojos rápidamente con los dedos índice y pulgar y bajó del coche. Abrió la puerta trasera de la furgoneta. Su compra, una sillita de coche plegable Cosco Scenera 5-Point, la más barata de la tienda, a cuarenta dólares, estaba fuera de la caja.

Nash miró detrás de él.

Reba Cordova empujaba un carro de la compra rojo con varias bolsas de plástico dentro. Parecía apresurada y feliz, como tantas almas de los barrios residenciales. Pensó en esto, en su felicidad, en si sería real o autoimpuesta. Tenían todo lo que querían. La casa bonita, dos coches, seguridad económica, hijos. Se preguntó si esto era todo lo que necesitaban las mujeres. Pensó en los hombres que trabajaban en los despachos para ofrecerles esta vida y si también se sentían así.

Detrás de Reba Cordova, podía ver a Pietra. Se mantenía a distancia. Nash echó un vistazo alrededor. Un hombre con sobrepeso y los cabellos hippies, barba desordenada y una camiseta teñida se subió los vaqueros de fontanero y fue hacia la entrada. Asqueroso. Nash le había visto dar vueltas con su Chevy Caprice hecho polvo, demorándose hasta encontrar un espacio más cercano que le ahorrara caminar diez segundos. La América gorda.

Nash había situado la puerta lateral de la furgoneta cerca del lado del conductor del Acura. Se inclinó y se puso a manosear el asiento de coche. El espejo lateral del conductor estaba colocado de modo que pudiera verla acercarse. Reba apretó su control remoto y el maletero se abrió. Él espero a que la mujer se acercara.

– ¡Mierda! -gritó.

Gritó lo bastante fuerte para que Reba le oyera, pero en un tono más divertido que enfadado. Se puso de pie y se rascó la cabeza como si estuviera confundido. Miró a Reba Cordova y sonrió de la forma menos amenazadora posible.

– Una sillita de coche -dijo.

Reba Cordova era una mujer bonita con rasgos pequeños de muñeca. Le miró y le dedicó un gesto comprensivo con la cabeza.

– ¿Quién ha escrito estas instrucciones de instalación? -siguió él-. ¿Unos ingenieros de la NASA?

Reba sonrió, compasivamente.

– Es ridículo, sí.

– Del todo. El otro día estaba montando el parque de Roger. Roger es mi hijo de dos años. ¿Tiene usted uno? Me refiero al parque.

– Por supuesto.

– En teoría era fácil de desmontar y plegar, pero bueno, Cassandra, que es mi esposa, dice que no tengo remedio.

– Mi marido tampoco.

Él rió. Ella rió. Nash pensó que tenía una risa simpática. Se preguntó si el marido de Reba la apreciaba, si era un hombre divertido y le gustaba que su esposa de rasgos de muñeca se riera y si todavía se maravillaba al oírla.

– No querría molestarla -dijo, siguiendo con el papel de buena persona, con las manos a la vista-, pero debo recoger a Roger en la guardería y, bueno, Cassandra y yo somos paranoicos de la seguridad.

– Oh, yo también.

– Yo nunca lo llevaría sin sillita de coche y olvidé cambiar la del otro coche y por eso me he parado aquí a comprar una…, bueno, ya sabe de lo que le hablo.

– Lo sé.

Nash levantó el manual y meneó la cabeza.

– ¿Le importaría echar un vistazo?

Reba dudó. Nash lo vio. Una reacción primitiva, más bien un reflejo. Al fin y al cabo era un desconocido. Tanto la biología como la sociedad nos preparan para temer a los desconocidos. Pero la evolución también nos ha dado sutilezas sociales. Estaban en un aparcamiento público y él parecía un buen hombre, un padre y todo eso, y tenía una sillita y, francamente, sería descortés decir que no.

Estas cavilaciones duraron apenas unos segundos, no más que dos o tres, y al final la educación triunfó sobre la supervivencia.

Sucedía a menudo.

– Claro.

Reba guardó sus bultos en el maletero del coche y se acercó a la furgoneta. Nash metió la cabeza en su propio vehículo.

– Para mí que es esta cinta de aquí…

Reba se acercó más. Nash se apartó para dejarle sitio. Echó un vistazo alrededor. El tipo gordo con la barba de forajido y la camiseta teñida seguía balanceándose hacia la entrada, pero no se enteraría de nada que no incluyera un donut. A veces es mejor esconderse a la vista de todos. No dejarse llevar por el pánico, no apresurarse y no armar jaleo.

Reba Cordova se inclinó hacia el interior del coche y esto la condenó.

Nash miró su nuca desnuda. Tardó unos segundos. Metió la mano y apretó el punto detrás de su lóbulo con una mano, mientras le tapaba la boca con la otra. El gesto le cortó eficazmente el paso de la sangre hacia el cerebro.

Agitó las piernas débilmente, pero sólo unos segundos. Él apretó con más fuerza y Reba Cordova se inmovilizó. La metió dentro, saltó detrás de ella y cerró la puerta. Pietra le siguió. Cerró la puerta del coche de Reba. Nash cogió las llaves de la mano de Reba. Con el mando cerró su coche. Pietra fue al asiento del conductor de la furgoneta.

La puso en marcha.

– Espera -dijo Nash.

Pietra se volvió.

– ¿No deberíamos marcharnos enseguida?

– Calma.

Pensó un momento.

– ¿Qué pasa?

– Yo conduciré la furgoneta -dijo-. Quiero que tú te lleves su vehículo.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Porque si lo dejamos aquí, sabrán que fue aquí donde se la llevaron. Si nos llevamos su coche, podríamos confundirlos.

Le lanzó las llaves. Después utilizó unas bridas de plástico para atar a Reba. Le metió un trapo en la boca. Ella forcejeó.

Él le cogió la delicada cara con ambas manos, casi como si estuviera a punto de besarla.

– Si te escapas -dijo, mirando aquellos ojos de muñeca-, me llevaré a Jamie. Y no te gustará. ¿Me has entendido?

El nombre de su hija hizo que Reba se quedara paralizada.

Nash pasó al asiento delantero. A Pietra le dijo:

– Sígueme y conduce con normalidad. Y se pusieron en camino.


Mike intentaba relajarse con su iPod. Aparte del hockey, no tenía otras vías de escape. No había nada que lo relajara de verdad. Le gustaba la familia, le gustaba el trabajo, le gustaba el hockey. El hockey no le duraría mucho. Los años empezaban a pasar factura. Costaba reconocerlo. Gran parte de su trabajo consistía en estar de pie en un quirófano muchas horas seguidas. Años antes, el hockey le había ayudado a mantenerse en forma. Probablemente todavía era bueno para la salud cardiovascular, pero su cuerpo se resentía. Las articulaciones le dolían. Los tirones musculares y los esguinces menores se producían con más frecuencia y tardaban más en curarse.

Por primera vez Mike sentía que estaba en la bajada de la montaña rusa de la vida, los últimos nueve hoyos de la vida, como lo llamaban sus amigos del golf. Lo sabes, está claro. Cuando cumples treinta y cinco o cuarenta, sabes que en cierto modo ya no eres el espécimen físico que fuiste. Pero la negación es un arma muy poderosa. A la tierna edad de cuarenta y seis años, supo que hiciera lo que hiciera el descenso no sólo continuaría sino que se aceleraría.

Un alegre pensamiento.

Los minutos pasaban lentamente. No se molestó en volver a llamar a Adam. Recibiría los mensajes o no. En su iPod, Mat Kearney formulaba la pregunta musical correcta: «¿Adónde vamos ahora?». Intentó cerrar los ojos, fundirse con la música, pero no había manera. Se puso a caminar. Esto tampoco sirvió. Se planteó buscarlo dando una vuelta en coche, pero le pareció una estupidez. Miró su palo de hockey. Tal vez tirar a la portería de fuera le relajaría.

Sonó su móvil. Lo cogió sin mirar el nombre del identificador.

– ¿Diga?

– ¿Se sabe algo?

Era Mo.

– No.

– Voy para allá.

– Vete al partido.

– No.

– Mo…

– Le daré las entradas a otro amigo.

– No tienes otros amigos.

– Bueno, eso es verdad -dijo Mo.

– Mira, démosle media hora más. Deja las entradas en la taquilla.

Mo no contestó.

– ¿Mo?

– ¿Hasta qué punto quieres encontrarlo?

– ¿A qué te refieres?

– ¿Te acuerdas de cuando te pedí que me dejaras ver tu móvil?

– Sí.

– Tu modelo tiene GPS.

– No sé si te sigo.

– GPS. De Sistema de Posicionamento Global.

– Ya sé lo que significa, Mo. ¿A qué te refieres con mi móvil?

– Muchos móviles nuevos vienen con chips de GPS incorporados.

– ¿Como cuando en la tele hacen triangulaciones con las antenas de las torres?

– No. Eso es para la tele. Además es tecnología obsoleta. Empezó hace unos años con un invento llamado localizador personal SIDSA. Se utilizaba básicamente para pacientes de Alzheimer. Lo metías en el bolsillo del tipo y tenía el tamaño de una baraja de cartas y si la persona en cuestión se perdía, podías localizarla. Después uFindKid lanzó algo parecido con móviles para niños. Y ahora lo incorporan a casi todos los móviles de todas las compañías.

– ¿El móvil de Adam tiene GPS?

– Como el tuyo, sí. Puedo darte la dirección de la página. Entras, pagas la tarifa con tarjeta de crédito, clicas y verás un mapa como en un localizador de GPS, como un callejero, con nombres de calles y todo. Te dirá exactamente dónde está el teléfono.

Mike no dijo nada.

– ¿Has oído lo que te he dicho?

– Sí.

– ¿Y?

– Me pongo manos a la obra.

Mike colgó. Entró en la red y buscó la dirección de su compañía de móvil. Introdujo el número de móvil, y tecleó una contraseña. Encontró el programa de GPS, clicó sobre el hipervínculo y aparecieron un puñado de opciones. Ofrecían un mes de servicio de GPS por 49,99 dólares, seis meses por 129,99 dólares y un año por 199,99 dólares. Mike estaba tan atontado que evaluó las alternativas, calculando automáticamente qué le salía más a cuenta, y después sacudió la cabeza y apretó sobre la opción mensual. No quería pensar que todavía estaría haciendo esto dentro de un año, por mucho que saliera más barato.

Tardó unos minutos más en recibir la aprobación y después apareció otra lista de opciones. Mike clicó sobre el mapa. Todos los Estados Unidos aparecieron con un punto sobre su estado de residencia, Nueva Jersey. Vaya, qué práctico. Clicó sobre el icono de ZOOM, una lupa de aumento, y lentamente y casi teatralmente, el mapa se fue detallando, primero la región, después el estado, después la ciudad y, finalmente, la propia calle.

El localizador de GPS colocó un gran punto rojo justo en una calle no muy alejada de donde estaba Mike. Había un recuadro que decía DIRECCIÓN MÁS CERCANA. Mike clicó encima, pero no era realmente necesario. Ya conocía la dirección.

Adam estaba en casa de los Huff.

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