Mike estaba en la sala de interrogatorios intentando mantener la calma. En la pared de enfrente, había un gran espejo rectangular que Mike dio por hecho que era falso. Las otras paredes estaban pintadas de un color verde de baño de escuela. El suelo era de linóleo gris.
En la habitación había dos hombres con él. Uno en un rincón, casi como un niño castigado. Tenía un bolígrafo y una carpeta y la cabeza gacha. El otro -el agente que les había mostrado la placa y el arma frente al Club Jaguar- era negro y llevaba un pendiente de diamante en la oreja izquierda. Paseaba arriba y abajo, y llevaba un cigarrillo apagado en la mano.
– Soy el agente especial Darryl LeCrue -dijo el paseante-. Él es Scott Duncan, el enlace entre la DEA y la oficina del fiscal de los Estados Unidos. ¿Le han leído sus derechos?
– Sí.
LeCrue asintió.
– ¿Está dispuesto a hablar con nosotros?
– Lo estoy.
– Firme la renuncia que está encima de la mesa, por favor.
Mike la firmó. En circunstancias normales no la habría firmado. Sabía que no le convenía. Mo llamaría a Tia. Ella vendría en calidad de abogado o le conseguiría a otro. Debería estar callado hasta que llegara. Pero todo aquello le importaba un comino en ese momento.
LeCrue siguió paseando.
– ¿Sabe de qué va esto? -preguntó.
– No -dijo Mike.
– ¿No tiene ni idea?
– Ni idea.
– ¿Qué estaba haciendo hoy en el Club Jaguar?
– ¿Por qué me seguían?
– ¿Doctor Baye?
– Sí.
– Fumo. ¿Lo sabía?
La pregunta desconcertó a Mike.
– Veo el cigarrillo.
– ¿Está encendido?
– No.
– ¿Cree que eso me complace?
– No sabría decirle.
– A eso me refería. Yo solía fumar en esta sala. No porque quisiera intimidar a los sospechosos o lanzarles el humo a la cara, aunque a veces lo hiciera. No, la razón de que fumara era que me gustaba. Me relajaba. Ahora que han aprobado todas esas leyes nuevas, no se me permite fumar. ¿Entiende lo que le digo?
– Supongo.
– En resumidas cuentas, la ley no permite que me relaje. Eso me fastidia. Necesito fumar. Así que, aquí dentro, estoy crispado. Sujeto este cigarrillo y me muero de ganas de fumarlo. Pero no puedo. Es como acompañar un caballo al agua y no permitirle beber. No quiero que me compadezca, pero necesito que comprenda qué me pasa porque ya me está cabreando. -Golpeó la mesa con la mano abierta, pero mantuvo un tono controlado-. No responderé a sus preguntas. Usted responderá a las mías. ¿Estamos?
– Quizá debería esperar a mi abogada -dijo Mike.
– Estupendo. -Se volvió a mirar al rincón de Duncan-. Scott, ¿tenemos suficiente para arrestarlo?
– Sí.
– Excelente. Arrestémosle. Fíchalo este fin de semana. ¿Cuándo crees que tendrá la vista de la fianza?
Duncan se encogió de hombros.
– Pasarán horas. Puede que deba esperar hasta mañana.
Mike intentó que no se le reflejara el pánico en la cara.
– ¿De qué se me acusa?
LeCrue se encogió de hombros.
– Ya se nos ocurrirá algo, ¿no, Scott?
– Sin duda.
– Usted decide, doctor Baye. Antes parecía tener prisa por salir. Por qué no empezamos de nuevo a ver si lo hacemos mejor. ¿Qué estaba haciendo en el Club Jaguar?
Mike podía seguir discutiendo, pero le pareció poco conveniente. Como esperar a Tia. Quería salir de allí. Tenía que encontrar a Adam.
– Estaba buscando a mi hijo.
Esperaba que LeCrue siguiera a partir de aquí, pero sólo asintió con la cabeza y dijo:
– Estaba a punto de liarse a puñetazos, ¿no?
– Sí.
– ¿Le iba a ayudar eso a encontrar a su hijo?
– Yo esperaba que sí.
– Explíquese.
– Anoche estuve en el barrio -empezó Mike.
– Sí, lo sabemos.
Mike paró.
– ¿Ya me seguían entonces?
LeCrue sonrió, levantó el cigarrillo a modo de recordatorio y arqueó una ceja.
– Háblenos de su hijo -dijo LeCrue.
Se encendieron todas las alarmas. A Mike no le gustó aquello. No le gustaron las amenazas, ni que le siguieran, ni nada de nada, pero no le gustó especialmente que LeCrue le preguntara por su hijo. Y una vez más, ¿qué alternativa tenía?
– Ha desaparecido. Creí que podía estar en el Club Jaguar.
– ¿Y por eso estaba allí anoche?
– Sí.
– ¿Creía que él podía estar allí?
– Sí.
Mike les contó más o menos todo. No tenía motivos para no hacerlo, ya lo había contado a la policía en el hospital y en la comisaría.
– ¿Por qué estaba tan preocupado por él?
– Anoche debíamos ir a un partido de los Rangers.
– ¿El equipo de hockey?
– Sí.
– Perdieron. ¿Lo sabía?
– No.
– Pero fue un buen partido. Con muchas peleas. -LeCrue sonrió de nuevo-. Soy de los pocos negros que siguen el hockey. Antes me gustaba el baloncesto, pero ahora la NBA me aburre. Demasiadas idioteces, no sé si me entiende.
Mike imaginó que se trataba de una técnica de distracción y dijo:
– Mmm…
– Bueno, ¿en vista de que su hijo no aparecía, se fue a buscarlo al Bronx?
– Sí.
– Y le agredieron.
– Sí. -Y añadió-: Ya que me estaban vigilando, ¿por qué no me ayudaron?
Él se encogió de hombros.
– ¿Quién ha dicho que estuviéramos vigilando?
Entonces Scott Duncan levantó la cabeza y añadió:
– ¿Quién dice que no ayudáramos?
Silencio.
– ¿Había estado antes en ese sitio?
– ¿En el Club Jaguar? No.
– ¿Nunca?
– Nunca.
– Sólo para que nos aclaremos: ¿está diciendo que, antes de anoche, nunca había estado en el Club Jaguar?
– Ni siquiera anoche.
– ¿Disculpe?
– No llegué a ir anoche. Me agredieron antes de que pudiera.
– ¿Cómo acabó en aquel callejón?
– Estaba siguiendo a alguien.
– ¿A quién?
– Se llama DJ Huff. Es un compañero de clase de mi hijo.
– ¿Así que nos está diciendo que antes de hoy nunca había estado dentro del Club Jaguar?
Mike intentó contener la exasperación de su voz.
– Así es. Oiga, agente LeCrue, ¿no podríamos acelerar esto? Mi hijo ha desaparecido. Estoy preocupado por él.
– Por supuesto. Sigamos, pues, ¿no le parece? ¿Qué me dice de Rosemary McDevitt, la presidenta y fundadora del Club Jaguar?
– ¿Qué?
– ¿Cuándo fue la primera vez que la vio?
– Hoy.
LeCrue miró a Duncan.
– ¿Tú te lo tragas, Scott?
Scott Duncan levantó la mano, con la palma hacia abajo y la ladeó.
– Ésta tampoco sé si creérmela.
– Escúchenme, por favor -dijo Mike, intentando no ser suplicante-. Tengo que salir de aquí y encontrar a mi hijo.
– ¿No confía en las fuerzas del orden?
– Sí, confío en ellas, pero no creo que mi hijo sea una prioridad.
– Es normal. Permita que le pregunte esto: ¿sabe qué es una fiesta farm? Farm, de farmacia.
Mike reflexionó.
– Me suena, pero no estoy seguro.
– A ver si puedo ayudarle, doctor Baye. Porque usted es doctor en medicina, ¿verdad?
– Sí.
– Entonces me parece bien llamarle doctor. No soporto llamar doctor a cualquier imbécil con un diploma, ya sea licenciado, quiropráctico o el que me vende las lentes de contacto en la óptica. Me entiende, ¿no?
Mike intentó que no se desviara del tema.
– ¿Me ha preguntado por fiestas farm?
– Sí, señor. Y usted tiene prisa y yo aquí, parloteando. Al grano. Usted es médico y, por lo tanto, comprende los costes astronómicos de los fármacos, ¿eh?
– Sí.
– Le explicaré lo que es una fiesta farm. Dicho simplemente: los adolescentes abren los botiquines de sus padres y roban sus medicamentos. Hoy todas las familias tienen algún medicamento en casa: Vicodín, Adderall, Ritalín, Xanaz, Prozac, OxyContín, Percocet, Demerol, Valium, de todo. Vamos, que lo que hacen los chicos es robarlos, juntarse y ponerlos en un cuenco o en una bandeja, mezclados o como sea. Es el plato de chuches. Y se ponen ciegos.
LeCrue paró. Por primera vez cogió una silla, la giró y se sentó a caballo con el respaldo delante. Miró intensamente a Mike. Mike no parpadeó.
Al cabo de un rato, Mike dijo:
– Bueno, ya sé lo que es una fiesta farm.
– Ya lo sabe. En fin, así es como empieza la cosa. Un grupito de chicos se junta y piensa: éstas son drogas legales, no es hierba ni cocaína. A lo mejor el hermano pequeño toma Ritalín porque es hiperactivo. El padre toma OxyContín para aliviar el dolor de una operación de rodilla. Lo que sea. No pueden ser muy malas.
– Entiendo.
– ¿Sí?
– Sí.
– ¿Se da cuenta de lo fácil que es? ¿Tiene algún medicamento con receta en casa?
Mike pensó en su rodilla y en la receta de Percocet y en cómo se había esforzado por no tomar demasiadas. Las guardaba en su botiquín. ¿Se daría cuenta de si faltaban algunas? ¿Y los padres que no entendían nada de fármacos? ¿Se alarmarían por unas pocas pastillas extraviadas?
– Como ha dicho, las hay en todas las casas.
– Sí, y sígame escuchando un momento. Usted sabe lo que valen las pastillas. Sabe que se celebran esas fiestas. Pongamos que usted es emprendedor. ¿Qué hace? Pasa al siguiente nivel. Intenta sacar beneficio. Pongamos que usted pone la casa y se queda con parte de los beneficios. Quizá anima a los chicos a robar más medicinas de los botiquines. Incluso puede conseguir pastillas de sustitución.
– ¿Pastillas de sustitución?
– Claro. Si las píldoras son blancas, puede poner aspirinas genéricas. ¿Quién se va a dar cuenta? Puede conseguir píldoras de azúcar que básicamente parecen iguales a cualquier otra píldora. ¿Lo ve? ¿Quién se daría cuenta? Hay un enorme mercado negro para los medicamentos con receta. Se puede ganar una fortuna. Pero sigamos pensando como un emprendedor. No quiere una fiestecita de nada con ocho chicos. Quiere algo grande. Quiere atraer a cientos de chicos, si no a miles. Como en un club nocturno, digamos.
Mike empezaba a entenderlo.
– Creen que esto es lo que hacen en el Club Jaguar.
De repente Mike recordó que Spencer Hill se había suicidado con medicamentos que había cogido de su casa. Al menos era el rumor que corría. Robó medicinas del botiquín de sus padres para tomar una sobredosis.
LeCrue asintió, y siguió:
– Si realmente fuera emprendedor podría pasar a otro nivel. Todos los fármacos tienen un valor en el mercado negro. Aquella Amoxicilina que no se acabó. O su abuelo tiene Viagra en casa. Nadie está pendiente de ellas, no, ¿doctor?
– Normalmente no.
– Sí, y si faltan algunas le echas la culpa a la farmacia, que te las ha timado, o tú que has olvidado la fecha de compra o quizá te tomaste una de más. Es casi imposible pensar que tu hijo te las ha robado. ¿Se da cuenta de lo bueno que es este negocio?
Mike quería preguntar qué tenía eso que ver con él o con Adam, pero se contuvo.
LeCrue se inclinó y susurró:
– ¿Verdad, doctor?
Mike esperó.
– ¿Sabe cuál sería el siguiente escalón que subiría el emprendedor?
– ¿LeCrue? -Era Duncan.
LeCrue miró hacia atrás.
– ¿Qué pasa, Scott?
– Veo que te gusta esa palabra: emprendedor.
– Me gusta mucho. -Se volvió a mirar a Mike-. ¿Le gusta la palabra, doctor?
– Es fantástica.
LeCrue soltó una risita, como si fueran viejos amigos.
– En fin, un chico emprendedor y listo puede inventarse formas de conseguir más fármacos de su casa. ¿Cómo? Pide la siguiente receta antes de tiempo. Si ambos padres trabajan y tienen servicio de entrega a domicilio, él está en casa antes de que lleguen ellos. Y si el padre pide la nueva receta y se la niegan, bueno, piensa que es un error o que se ha hecho un lío. Ya ve, en cuanto se coge este camino, existen muchas maneras de ganarse un buen dinero. Es casi imposible meter la pata.
La pregunta evidente resonaba en la cabeza de Mike: ¿podría haber hecho Adam algo así?
– ¿A quién van a trincar? ¿A quién? Todos son niños ricos, menores, todos pueden permitirse grandes abogados, ¿y qué han hecho exactamente? Robar fármacos recetados legalmente a sus padres. ¿A quién le importa? ¿Se da cuenta de lo fácil que es ganar este dinero?
– Supongo.
– ¿Supone, doctor Baye? Vamos, esto no es broma. No supone nada. Lo sabe. Es casi perfecto. Ya sabemos cómo funciona. No queremos trincar a un puñado de adolescentes que quieren colocarse. Queremos al pez gordo. Pero si el pez gordo fuera listo, ella, pongamos que es ella, para que no nos acusen de sexismo, ¿de acuerdo?, dejaría que los menores manejaran las drogas en su nombre. Chiquillos góticos bobos, que tendrían que avanzar un paso en la cadena alimentaria para ser considerados perdedores, por ejemplo. Se sentirían importantes, si ella fuera una delincuente superguapa, seguramente podría hacerles hacer lo que quisiera, me entiende, ¿verdad?
– Claro -dijo Mike-. Usted cree que esto es lo que está haciendo Rosemary McDevitt en el Club Jaguar. Tiene su club y a todos esos menores que van allí legalmente. A cierto nivel, tiene sentido.
– ¿Y a otro nivel?
– ¿Una mujer cuyo propio hermano murió por sobredosis de drogas está traficando con pastillas?
LeCrue sonrió divertido.
– Veo que le ha contado esa historia lacrimógena. La del hermano que no tenía vía de escape y salía demasiado de marcha y murió.
– ¿No es cierta?
– Un invento absoluto, que nosotros sepamos. Dice que es de un lugar llamado Breman, en Indiana, pero hemos echado un vistazo. En aquella zona no ha habido ningún caso como el que ella describe.
Mike no dijo nada.
Scott Duncan levantó la mirada de sus notas.
– Pero está como un tren.
– Eso sin duda -convino LeCrue-. Una auténtica preciosidad.
– Los hombres se ponen tontos con una mujer tan espectacular.
– Ya lo creo, Scott. Así es como ella actúa. A los tíos los pilla por el lado sexual. Aunque no me importaría ser ese tío una temporadita, ¿verdad, doctor?
– Lo siento, yo no.
– ¿Es gay?
Mike intentó no poner cara de desesperación.
– Sí, eso, soy gay. ¿Podemos seguir?
– Utiliza a los hombres, doctor. No sólo a chicos bobos. A hombres hechos y derechos. A hombres mayores.
Paró y esperó. Mike miró a Duncan y después otra vez a LeCrue.
– ¿Ésta es la parte en que me quedo sin aliento y de repente me doy cuenta de que están hablando de mí?
– ¿Por qué habríamos de pensar algo así?
– Seguro que está a punto de decírmelo.
– Al fin y al cabo… -LeCrue abrió las manos como un estudiante de teatro de primer curso- acaba de decir que no la había visto nunca hasta hoy. ¿Me equivoco?
– No se equivoca.
– Y le creemos. Le preguntaré otra cosa. ¿Cómo le va el trabajo? En el hospital, me refiero.
Mike suspiró.
– Finjamos que me descoloca su súbito cambio de tema. Mire, no sé qué cree que he hecho. Doy por hecho que tiene algo que ver con ese Club Jaguar, no porque haya hecho algo, sino porque tendría que ser idiota para no pensarlo. Normalmente, esperaría a que llegara mi abogado o al menos mi esposa, que es abogada. Pero como he repetido varias veces, mi hijo ha desaparecido. Así que dejémonos de tonterías. Díganme qué quieren saber para que pueda seguir buscándolo.
LeCrue arqueó una ceja.
– Me conmueve cuando un sospechoso se pone tan honorable. ¿Te conmueve, Scott?
– Los pezones -dijo Scott con un asentimiento de cabeza-. Se me están poniendo duros.
– Antes de que nos pongamos empalagosos, tengo que hacerle unas preguntas más y acabamos. ¿Tiene algún paciente llamado William Brannum?
Mike se preguntó de nuevo qué debía hacer y de nuevo se decidió por colaborar.
– Que yo recuerde, no.
– ¿No recuerda el nombre de todos sus pacientes?
– Ese nombre no me suena, pero puede que lo trate mi colega o algo así.
– ¿Se refiere a Ilene Goldfarb?
Lo sabían todo, pensó Mike.
– Sí, a ella.
– Le hemos preguntado. No lo recuerda.
Mike no soltó la interrogación obvia: «¿Han hablado con ella?». Intentó mantener la calma. Ya habían hablado con Ilene. ¿Qué cono estaba pasando?
LeCrue volvió a sonreír.
– ¿Está a punto para pasar al siguiente paso del emprendedor, doctor Baye?
– Claro.
– Bien. Le enseñaré algo.
Se volvió hacia Duncan, quien le entregó un sobre. LeCrue se metió el cigarrillo apagado en la boca, y cogió el sobre con unos dedos manchados de nicotina. Sacó una hoja de papel y la deslizó sobre la mesa hacia Mike.
– ¿Le suena?
Mike miró la hoja de papel. Era una fotocopia de una receta. Arriba estaba impreso su nombre y el de Ilene. Tenía su dirección del New York Presbyterian y su número de colegiado. Una receta de OxyContín expedida para William Brannum.
Estaba firmada por el doctor Michael Baye.
– ¿Le suena?
Mike se obligó a seguir callado.
– Porque la doctora Goldfarb dice que no es suya y que no conoce al paciente.
Sacó otra hoja. Otra receta. Esta vez de Xanax. También firmada por el doctor Michael Baye. Y otra.
– ¿Alguno de estos nombres le suenan?
Mike no dijo nada.
– Ah, ésta es interesante. ¿Quiere saber por qué?
Mike le miró.
– Porque está a nombre de Carson Bledsoe. ¿Sabe quién es?
Mike pensó que quizá sí, pero dijo:
– ¿Debería saberlo?
– Es el nombre del chico de la nariz rota al que estaba empujando cuando le hemos recogido.
El siguiente paso del emprendedor, pensó Mike. Poner las garras sobre el hijo de un médico. Robar recetarios y extender tú mismo las recetas.
– En el mejor de los casos, si todo está a su favor y los dioses le sonríen, sólo perderá la licencia y no volverá a ejercer. Es su mejor escenario. No volverá a trabajar de médico.
Mike supo que debía callar.
– Mire, llevamos mucho tiempo trabajando en este caso. Hemos vigilado el Club Jaguar. Sabemos lo que pasa. Podríamos arrestar a un puñado de niños ricos, pero si no cortamos la cabeza, ¿de qué nos sirve? Anoche nos dieron un soplo de una gran reunión. Es el problema de este paso concreto del emprendedor: necesitas intermediarios. El crimen organizado empieza a meter las narices en serio en este mercado. Pueden sacar tanto con el OxyContín como con la cocaína, quizá más. Y nosotros vigilamos. Entonces, anoche, las cosas se empezaron a torcer. Nuestro médico fichado, usted, se presenta. Le agreden. Y hoy vuelve a presentarse y monta un escándalo. Nuestro temor, de la DEA y de la oficina del fiscal, es que el montaje del Club Jaguar arríe velas y nos quedemos sin nada. Así que necesitamos actuar ahora.
– No tengo nada que decir.
– Por supuesto que sí.
– Esperaré a mi abogado.
– No quiere hacerlo así porque nosotros no creemos que haya extendido usted las recetas. Mire, también tenemos algunas recetas de las que ha extendido legalmente. Hemos comparado la letra. No es suya. Esto significa que o bien le dio el talonario de recetas a otro, un delito grave, o bien que alguien se lo robó.
– No tengo nada que decir.
– No puede protegerlo. Todos creen que pueden. Los padres siempre lo intentan. Pero no funciona. Todos los médicos que conozco tienen talonarios de recetas en casa. Por si necesitan extender alguna cuando están allí. Es fácil robar medicamentos del botiquín. Más fácil aún debe de ser robar talonarios.
Mike se puso de pie.
– Me marcho.
– Ni hablar. Su hijo es uno de esos niños ricos de los que hablábamos, pero esto le cualifica para una gran condena. Se le puede acusar de conspiración y distribución de narcóticos de categoría dos. Es una condena larga, un máximo de veinte años en una cárcel federal. Pero no queremos a su hijo. Queremos a Rosemary McDevitt. Podemos hacer un trato.
– Esperaré a mi abogado -dijo Mike.
– Perfecto -dijo LeCrue-, porque su encantadora abogada acaba de llegar.