En un sueño se oye un pitido y después las palabras: «Lo siento mucho, papá…».
En realidad Mike oía a alguien hablando en español en la oscuridad.
Él sabía bastante español -no puedes trabajar en un hospital en la calle 168 si no hablas al menos un poco de español médico- y por eso reconoció que la mujer rezaba fervorosamente. Mike intentó volver la cabeza, pero no se movió. No importaba. Estaba todo negro. Le retumbaba la cabeza en las sienes mientras la mujer repetía su plegaria una y otra vez.
Mientras tanto, Mike repetía su propio mantra: «Adam. ¿Dónde está Adam?».
Lentamente Mike fue consciente de que tenía los ojos cerrados. Intentó abrirlos. Esto no sucedió inmediatamente. Escuchó un poco más e intentó centrarse en los párpados, en el simple acto de levantarlos. Tardó un poco, pero finalmente logró parpadear. El retumbo en las sienes aumentó a la categoría de martillazos. Alargó una mano y se tocó un lado de la cabeza, intentando contener así el dolor.
Miró la luz fluorescente del techo blanco con los ojos entrecerrados. La oración en español continuó. Un olor familiar empapaba el ambiente, una combinación de limpiadores potentes, funciones corporales, flora marchita y absolutamente ninguna circulación natural de aire. La cabeza de Mike cayó hacia la izquierda. Vio la espalda de una mujer inclinada sobre la cama. Sus dedos se deslizaban sobre las cuentas de un rosario. Su cabeza parecía descansar en el pecho de un hombre. Alternaba los sollozos con la oración, y los mezclaba.
Mike intentó alargar una mano y decirle algo consolador. Era médico a fin de cuentas. Pero tenía una sonda en el brazo y poco a poco tomó conciencia de que era un paciente. Intentó recordar qué había ocurrido, cómo podía haber acabado allí. Tardó un poco. Tenía el cerebro embarrado. Se esforzó por despejarlo.
Se había despertado con una horrible sensación de inquietud. Había intentado apartarla, pero para recordar mejor la dejó volver. Y en cuanto lo hizo, le vino a la cabeza aquel mantra, esta vez con una sola palabra: «Adam».
El resto llegó en una oleada. Había salido a buscar a Adam. Habló con el gorila, Anthony. Entró en el callejón. Allí estaba la mujer horripilante con la peluca espantosa…
Había una navaja.
¿Le habían apuñalado?
No lo creía. Se giró hacia el otro lado. Otro paciente. Un negro con los ojos cerrados. Mike buscó a su familia, pero no había nadie con él. Esto no debería sorprenderlo, seguramente sólo había estado fuera un rato. Tendrían que llamar a Tia. Estaba en Boston. Tardaría en llegar. Jill estaba en casa de Novak. ¿Y Adam…?
En las películas, cuando un paciente se despierta así, es en una habitación privada y el médico y la enfermera ya están allí, como si hubieran estado esperando toda la noche, sonriéndole y dispuestos a dar explicaciones. No había ningún personal sanitario a la vista. Mike conocía el percal. Buscó el timbre para llamar a la enfermera, lo encontró enrollado en la cabecera de la cama y apretó.
La enfermera tardó un buen rato en acudir. Mike no tenía ni idea de cuánto. El tiempo pasaba lentamente. La voz de la mujer que oraba fue desvaneciéndose. Se levantó y se secó los ojos. Mike pudo ver al hombre de la cama. Mucho más joven que la mujer. Madre e hijo, imaginó. Se preguntó qué los había llevado allí.
Miró por la ventana, por detrás de la mujer. Las cortinas estaban abiertas y había luz solar.
Era de día.
Perdió el conocimiento de noche. Hacía horas. O tal vez días. ¿Cómo iba a saberlo? Iba a llamar otra vez cuando pensó que no serviría de nada. Empezó a ser presa del pánico. El dolor de la cabeza iba en aumento, alguien le estaba atizando la sien con un martillo.
– Vaya, vaya.
Se volvió hacia la puerta. Entró la enfermera, una mujer gorda con gafas de leer colgadas sobre los pechos enormes. La chapa con su nombre decía BERTHA BONDY. Miró a Mike y frunció el ceño.
– Bienvenido al mundo libre, dormilón. ¿Cómo se encuentra?
Mike tardó un par de segundos en encontrar la voz.
– Como si me hubiera atropellado un camión.
– Probablemente habría sido mejor que lo que estaba haciendo. ¿Tiene sed?
– Estoy seco.
Bertha asintió y cogió un vaso lleno de hielo. Lo inclinó hacia sus labios. El hielo tenía un sabor medicinal, pero sentaba de maravilla en la boca.
– Está en el Bronx-Lebanon-Hospital -dijo Bertha-. ¿Recuerda lo que ocurrió?
– Alguien me agredió. Unos cuantos, creo.
– Mmm, mmm. ¿Cómo se llama?
– Mike Baye.
– ¿Me deletrea el apellido, por favor?
Se lo deletreó, imaginando que le estaba haciendo una prueba cognitiva, así que dio más información.
– Soy médico -dijo-. Soy cirujano de trasplantes en el New York Presbyterian.
Ella frunció más el ceño, como si le hubiera dado una respuesta equivocada.
– ¿En serio?
– Sí.
Más ceño fruncido.
– ¿He aprobado? -preguntó Mike.
– ¿Aprobado?
– La prueba cognitiva.
– No soy médico. Vendrá dentro de un rato. Le hemos preguntado su nombre porque no sabíamos quién era. Llegó sin cartera, sin móvil, sin llaves, nada. Quien le agredió se lo llevó todo.
Mike estaba a punto de decir algo más, pero una punzada de dolor le atravesó el cráneo. Lo capeó, lo aguantó, contó hasta diez mentalmente. Cuando se le pasó, volvió a hablar.
– ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
– Toda la noche. Seis o siete horas.
– ¿Qué hora es?
– Las ocho de la mañana.
– Así que no se lo han notificado a mi familia.
– Ya se lo he dicho. No sabíamos quién era.
– Necesito un teléfono. Tengo que llamar a mi esposa.
– ¿A su esposa? ¿Está seguro?
Mike tenía la cabeza embotada. Seguramente le habían dado alguna medicación que le impedía comprender por qué la enfermera le había hecho una pregunta tan estúpida.
– Claro que estoy seguro.
Bertha se encogió de hombros.
– Tiene un teléfono junto a la cama, pero tengo que pedir que se lo conecten. Seguramente necesitará ayuda para marcar.
– Imagino que sí.
– Ah, ¿tiene seguro médico? Tenemos que rellenar unos formularios.
Mike casi sonrió. Lo primero es lo primero.
– Sí, tengo seguro.
– Le mandaré a alguien de administración para que pueda tomarle los datos. Pronto vendrá el médico para hablar de sus heridas.
– ¿Son muy graves?
– Le dieron una buena paliza y como ha estado inconsciente tanto tiempo, está claro que tenía conmoción y trauma craneal. Pero dejaré que el doctor le dé los detalles, si no le importa. Miraré si puede venir pronto.
Mike lo entendía: las enfermeras de planta no debían dar el diagnóstico.
– ¿Tiene mucho dolor? -preguntó Bertha.
– Medio.
– Le han puesto analgésicos, o sea que antes de mejorar empeorará. Le pondré una bomba de morfina.
– Gracias.
– Vuelvo enseguida.
Fue hacia la puerta. Mike pensó en otra cosa.
– ¿Enfermera?
Ella se volvió a mirarlo.
– ¿No hay algún policía que quiera hablar conmigo?
– ¿Disculpe?
– Me agredieron y, por lo que me ha dicho, me robaron. ¿No interesa eso a la policía?
Ella cruzó los brazos.
– ¿Y qué se creía? ¿Que estarían aquí esperando a que se despertara?
No le faltaba razón: como el médico de la tele.
Entonces Bertha añadió:
– La mayoría de la gente no quiere denunciar esta clase de cosas.
– ¿Qué clase de cosas?
Ella volvió a fruncir el ceño.
– ¿Quiere que llame a la policía?
– Prefiero llamar a mi esposa primero.
– Sí -dijo ella-. Sí, yo también creo que es mejor.
Mike buscó el mando de la cama. El dolor le atravesó la caja torácica. Se le pararon los pulmones. Manoseó el mando y apretó el botón de arriba. Su cuerpo se curvó con la cama. Intentó incorporarse un poco más. Lentamente buscó el teléfono. Se lo llevó al oído. Todavía no estaba conectado.
Tia estaría aterrada.
¿Habría vuelto Adam ya a casa?
¿Quién le había agredido?
– ¿Señor Baye?
La enfermera Bertha estaba otra vez en la puerta.
– Doctor Baye -corrigió Mike.
– Oh, qué tonta, lo olvidé.
Mike no lo había dicho por pedantería, sino porque creía que hacer saber que eres médico en un hospital tiene que tener ventajas a la fuerza. Si a un policía le paran por exceso de velocidad, siempre le dice al otro policía cómo se gana la vida. Digamos que «daño no puede hacer».
– He encontrado a un agente que está aquí por otro asunto -dijo-. ¿Quiere hablar con él?
– Sí, gracias, pero ¿podría conectar el teléfono?
– Enseguida tendrá línea.
El agente uniformado entró en la habitación. Era un hombre bajito, hispano y con un bigote fino. Mike le echó treinta y pocos años. Se presentó como agente Gutiérrez.
– ¿De verdad quiere presentar una denuncia? -preguntó.
– Por supuesto.
Él también frunció el ceño.
– ¿Qué?
– Soy el agente que le trajo.
– Gracias.
– De nada. ¿Sabe dónde le encontramos?
Mike lo pensó un momento.
– Probablemente en aquel callejón, junto al club. No me acuerdo del nombre de la calle.
– Así es.
Miró a Mike y esperó. Mike por fin lo entendió.
– Sé lo que piensa -dijo Mike.
– ¿Qué pienso?
– Que una puta me la pegó.
– ¿Se la pegó?
Mike intentó encogerse de hombros.
– Veo mucho la tele.
– Bueno, no soy dado a sacar conclusiones, pero esto es lo que sé. Le encontraron en un callejón frecuentado por prostitutas. Tiene veinte o treinta años más que los habituales de los clubes de la zona. Está casado. Le asaltaron, le robaron y le pegaron una paliza, como he visto otras veces cuando a un tipo -dibujó unas comillas con los dedos- se la pega una puta o su chulo.
– No fui buscando prostitutas -dijo Mike.
– No, no, claro, seguro que fue por las vistas. Es un bonito lugar. Y no me haga hablar de las delicias de los aromas. Por mí no hace falta que se explique. Ya imagino el encanto.
– Estaba buscando a mi hijo.
– ¿En aquel callejón?
– Sí. Vi a un amigo suyo… -El dolor volvió. Ya se imaginaba cómo acabaría aquello. Tardaría mucho en explicarse. ¿Y después qué? ¿Qué descubriría aquel policía de todos modos?
Necesitaba hablar con Tia.
– Ahora mismo estoy sufriendo mucho -dijo Mike.
Gutiérrez asintió.
– Lo comprendo. Le dejo mi tarjeta. Llame si quiere seguir hablando o presentar una denuncia, ¿de acuerdo?
Gutiérrez dejó la tarjeta en la mesita y salió de la habitación. Mike no le hizo caso. Aguantó el dolor, cogió el teléfono y marcó el móvil de Tia.