Nash estaba en la furgoneta pensando en lo que haría a continuación.
La educación de Nash había sido normal. Sabía que a los psiquiatras les habría gustado poner en duda esta afirmación, y buscar algún abuso sexual o un exceso de conservadurismo religioso. Nash creía que no encontrarían nada. Sus padres y hermanos eran normales. Tal vez, demasiado buenos. Le habían proporcionado todo lo que las familias hacen los unos por los otros. En retrospectiva, algunos podrían considerarlo un error, pero a las familias les cuesta mucho aceptar la realidad.
Nash era inteligente y, por consiguiente, pronto se dio cuenta de que él estaba lo que se podría denominar «tarado». Todos conocen el chiste de que una persona mentalmente inestable no puede saber, debido a su enfermedad, que es inestable. Pero era una tontería. Sí se puede y se puede tener una idea muy clara de la propia falta de cordura. Nash sabía que todos sus cables no estaban conectados o que tenía algún parásito en su sistema. Sabía que era diferente, que se salía de la norma. Esto no le hacía sentir necesariamente inferior, ni superior. Sabía que su cabeza iba a lugares muy oscuros y que se sentía a gusto en ellos. No sentía las cosas como los demás, no simpatizaba con las personas que sufrían de la forma que fingían simpatizar los demás.
Ésta era la palabra clave: «fingían».
Pietra estaba sentada a su lado.
– ¿Por qué el hombre se cree tan especial? -preguntó él.
Ella no le contestó.
– Olvidemos que este planeta… no, este sistema solar, es tan insignificantemente pequeño que ni siquiera alcanzamos a comprenderlo. Intenta imaginar que estás en una gran playa. Imagina que coges un granito de arena. Sólo uno. Entonces miras arriba y abajo de esa playa larga que se extiende en ambas direcciones hasta el horizonte. ¿Crees que nuestro sistema solar es, en comparación con el universo, tan pequeño como ese grano de arena en relación con la playa?
– Ni idea.
– Pues, si lo pensaras, te equivocarías. Es mucho más pequeño. Intenta imaginar que sigues teniendo ese granito de arena en la mano. No sólo la playa donde estás tú, sino todas las playas del planeta, todas ellas, desde la costa de California y la Costa Este de Maine a Florida y en el océano Índico y las costas de África. Imagina toda esa arena, todas esas playas en todo el mundo, y mira el granito de arena que tienes en la mano, y nuestro sistema solar, por no hablar del planeta, sigue siendo mucho más pequeño que él en comparación con el resto del universo. ¿Puedes siquiera imaginar lo insignificantes que somos?
Pietra no dijo nada.
– Pero olvidemos esto un momento -siguió Nash-, porque el hombre ya es insignificante en este planeta. Apliquemos este mismo argumento sólo a la Tierra un momento, ¿de acuerdo?
Ella asintió.
– ¿Eres consciente de que los dinosaurios poblaron la Tierra más tiempo que el hombre?
– Sí.
– Pero eso no es todo. Esto ya sería algo que demostraría que el hombre no es especial, que incluso en este planeta infinitesimalmente pequeño no hemos sido los reyes la mayoría del tiempo. Pero vayamos más lejos: ¿eres consciente de cuánto tiempo más que nosotros poblaron la Tierra los dinosaurios? ¿Dos veces? ¿Cinco veces? ¿Diez veces?
Ella le miró.
– Ni idea.
– Cuarenta y cuatro mil veces más. -Él gesticulaba frenéticamente, perdido en el éxtasis de su argumentación-. Piénsalo. Cuarenta y cuatro mil veces más. Esto es más de ciento veinte años por cada día. ¿Te lo puedes imaginar siquiera? ¿Crees que sobreviviremos cuarenta y cuatro mil veces más de lo que hemos sobrevivido?
– No -dijo ella.
Nash se recostó en el asiento.
– No somos nada. Qué va. Nada. Y aun así nos creemos especiales. Nos consideramos importantes o creemos que Dios nos considera sus favoritos. Es para troncharse.
En la universidad, Nash estudió el estado de la naturaleza de John Locke: la idea de que el mejor gobierno es el que menos gobierna porque, dicho sencillamente, es el más cercano al estado de la naturaleza, o a lo que pretendía Dios. Pero en ese estado, somos animales. Es una tontería pensar que somos algo más. Es tonto creer que el hombre está por encima de esto y que el amor y la amistad son algo más que chaladuras de una mente más inteligente, una mente que puede ver la futilidad y, por lo tanto, debe inventar formas de consuelo y distracción.
¿Era Nash el cuerdo por ver la oscuridad, o la mayoría de la gente sólo se autoengañaba? Pero… Pero, con todo, durante años Nash había anhelado la normalidad.
Veía la despreocupación y la deseaba. Se daba cuenta de que estaba muy por encima de la inteligencia media. Era alumno de sobresalientes y obtuvo notas casi perfectas en el examen de ingreso en la universidad. Se matriculó en el Williams College, donde se graduó en filosofía, siempre intentando mantener a raya la locura. Pero la locura pugnaba por salir.
O sea que ¿por qué no dejarla?
Habitaba en él un instinto primitivo de proteger a sus padres y hermanos, pero el resto de habitantes del mundo no le importaba. Eran un escenario de fondo, atrezo, nada más. La verdad, una verdad que entendió muy pronto, era que experimentaba un intenso placer infligiendo daño a otros. Siempre. No sabía por qué. Algunas personas experimentan placer con una suave brisa o un cálido abrazo o una canasta victoriosa en un partido de baloncesto. Nash lo experimentaba eliminando del planeta a otro de sus habitantes. No era lo que más le apetecía para sí mismo, pero lo tenía y a veces podía dominarlo y otras veces no.
Entonces conoció a Cassandra.
Fue como uno de esos experimentos de ciencias que empiezan con un líquido claro y entonces alguien añade una gotita, un catalizador, y todo cambia. El color cambia, el aspecto cambia y la textura cambia. Por cursi que suene, Cassandra fue ese catalizador.
Él la vio, ella le tocó y lo transformó.
De repente lo entendió. Tenía amor. Tenía esperanza y sueños y la idea de querer despertarse y pasar la vida con otra persona. Se conocieron en su último año en Williams. Cassandra era preciosa, pero había algo más en ella. Todos los chicos estaban locos por ella, aunque no era del tipo fantasía sexual que se asocia habitualmente con la universidad. Con sus torpes andares y su sonrisa maliciosa, Cassandra era la que querías llevarte a casa. Era la que te hacía pensar en comprar una casa y cortar el césped y montar una barbacoa y secarle la frente cuando diera a luz a tu hijo. Te abrumaba su belleza, pero te abrumaba aún más su bondad interior. Era especial y no podía hacer ningún daño, e instintivamente lo sabías.
Nash había visto algo de esto en Reba Cordova, sólo algo, y había sentido una punzada al matarla, no muy fuerte, pero una punzada. Pensó en el marido de Reba y en lo que tendría que sufrir a partir de ahora, porque aunque en realidad no le importara, Nash sabía algo de eso.
Cassandra.
Tenía cinco hermanos y todos la adoraban y sus padres la adoraban, y si pasabas por su lado y ella te sonreía, aunque fueras un desconocido, sentías que te había llegado al alma. Su familia la llamaba Cassie. A Nash no le gustaba. Para él era Cassandra y la amaba. El día que se casó con ella, comprendió a qué se referían los demás cuando decían que eran «dichosos».
Volvieron a Williams para fiestas y reuniones y siempre se alojaban en North Adams, en el Porches Inn. Podía verla allí, en aquella pensión de la casa gris, con la cabeza apoyada en el estómago de él como le recordaba una canción reciente, con los ojos fijos en el techo, acariciándole los cabellos mientras hablaban de todo y de nada, y así era como la veía cuando la recordaba ahora, como era su imagen antes de que se pusiera enferma y le dijeran que era cáncer y abrieran a su hermosa Cassandra y ella muriera, como cualquier otro insignificante organismo de ese diminuto planeta vacío.
Sí, Cassandra murió y entonces fue cuando supo seguro que todo era palabrería y una broma. En cuanto ella murió, Nash ya no tuvo fuerzas para poner freno a la locura. No había ninguna necesidad. Así que dejó libre la locura, toda, con una prisa repentina. Y en cuanto estuvo fuera, no hubo manera de volver a encerrarla.
La familia de ella intentó consolarlo. Tenían «fe» y le explicaban que había tenido suerte de poder tenerla un tiempo y que ella le estaría esperando en algún lugar hermoso para toda la eternidad. Lo necesitaban, se imaginaba Nash. La familia ya había tenido que superar otra tragedia -el hermano mayor, Curtís, había muerto hacía tres años en un desafortunado atraco-, pero al menos, en este caso, Curtís había vivido una mala vida. Cassandra se quedó destrozada al morir su hermano, y había llorado durante días hasta que Nash llegó a desear soltar su locura para encontrar una forma de aliviar su pena, pero al final, los que tenían fe pudieron racionalizar la muerte de Curtís. La fe les permitía explicarla como parte de un plan más importante.
Pero ¿cómo explicas perder a alguien tan cariñoso y bueno como Cassandra? No puedes. Así que los padres de Cassandra hablaban del más allá, pero no lo creían en realidad. Nadie lo creía. ¿Para qué llorar ante la muerte si crees que te espera una felicidad eterna? ¿Para qué llorar la pérdida de alguien cuando esa persona está en un lugar mejor? ¿No sería espantosamente egoísta por tu parte impedir que alguien esté en un lugar mejor? Y si de verdad creyeras que pasarás la eternidad en un paraíso con la persona amada, no habría nada que temer, la vida no es ni un soplo en comparación con la eternidad.
Lloramos y nos afligimos, y Nash sabía que era porque, en el fondo, sabemos que todo es palabrería.
Cassandra no estaba con su hermano Curtís, bañándose en luz blanca. Lo que quedaba de ella, lo que no se había llevado el cáncer y la quimio, se estaba pudriendo bajo tierra.
En el funeral, su familia habló del destino y los planes divinos y todas las demás tonterías. Que ése había sido el destino de su amada hija: vivir brevemente, mejorar a todos los que la veían, darle a él una inmensa felicidad y dejarle caer con un buen batacazo. Ése había sido el destino de Nash. Reflexionó sobre esto. Incluso cuando estaba con ella, había momentos en que dominar su auténtico carácter -su verdadera naturaleza endiosada era difícil. ¿Había conseguido mantener la paz interior? ¿O desde el del primer día estuvo predestinado a volver a un lugar oscuro y causar destrucción, aunque Cassandra hubiese sobrevivido?
Era imposible saberlo. Pero de todos modos éste era su destino.
– Ella no habría dicho nada -dijo Pietra.
Nash sabía que se refería a Reba.
– No lo sabemos.
Pietra miró por la ventana.
– Tarde o temprano la policía identificará a Marianne -dijo él-. O alguien se dará cuenta de que ha desaparecido. La policía lo investigará. Hablará con sus amigos. Entonces Reba se lo habría dicho.
– Estás sacrificando muchas vidas.
– Por ahora dos.
– Y los supervivientes. Sus vidas también han cambiado.
– Sí.
– ¿Por qué?
– Ya sabes por qué.
– ¿Sigues creyendo que Marianne lo empezó?
– Empezar no es la palabra correcta. Cambió la dinámica.
– ¿Y por eso tuvo que morir?
– Tomó una decisión que alteró y pudo destruir muchas vidas.
– ¿Y por eso tuvo que morir? -repitió Pietra.
– Todas nuestras decisiones tienen consecuencias, Pietra. Todos jugamos a ser Dios alguna vez. Cuando una mujer compra un par de zapatos caros, podría haber dedicado ese dinero a alimentar a algún hambriento. En cierto sentido, esos zapatos significan más para ella que una vida. Todos matamos para que nuestra vida sea más cómoda. No lo expresamos así, pero es lo que hacemos.
Pietra no se lo discutió.
– ¿Qué sucede, Pietra?
– Nada. Olvídalo.
– Se lo prometí a Cassandra.
– Sí. Es lo que dijiste.
– Necesitamos controlar este asunto, Pietra.
– ¿Crees que podremos?
– Sí.
– ¿A cuántos más mataremos?
La pregunta lo desconcertó.
– ¿Realmente te importa? ¿Ya tienes bastante?
– Sólo te lo pregunto. Hoy. Con esto. ¿A cuántos más mataremos?
Nash se lo pensó. Se daba cuenta ahora de que quizá Marianne le había dicho la verdad al principio. En tal caso, debía volver a la casilla de salida y extinguir el problema en origen.
– Con un poco de suerte -dijo-, sólo a uno.
– Vaya -exclamó Loren Muse-. ¿Se puede ser más aburrida que esta mujer?
Clarence sonrió. Estaban repasando las facturas de las tarjetas de crédito de Reba Cordova. No había ni una sola sorpresa. Compraba víveres y artículos escolares y ropa infantil. Compró una aspiradora en Sears y la devolvió. Compró un microondas en RC. Richard. Su tarjeta de crédito estaba archivada en un restaurante chino llamado Baumgarts, donde pedía comida para llevar cada martes por la noche.
Sus correos eran igual de aburridos. Escribía a otros padres para que sus hijos quedaran para jugar. Mantenía contacto con la profesora de baile de una de sus hijas y con el entrenador de fútbol de la otra. Recibía correos de la escuela Willard. Hablaba con su grupo de tenis sobre horarios y para comunicarse entre ellas cuando una no podía asistir. Estaba en la lista de noticias de Williams-Sonoma, Pottery Barn y PetSmart. Escribió a su hermana para pedirle el nombre de un especialista en lectura porque una de sus hijas, Sara, tenía dificultades.
– No sabía que existieran realmente esta clase de personas -dijo Muse.
Pero no era verdad. Las veía en Starbucks, eran las mujeres de aspecto acosado y ojos apagados que creían que una cafetería era el lugar perfecto para pasar una hora con la hija, con su Brittany, Madison o Kyle, que no paraba de corretear mientras sus mamás -licenciadas universitarias, antiguas intelectuales- parloteaban sin cesar sobre sus vástagos como si no hubiera existido jamás otro niño. Parloteaban sobre sus cacas -sí, increíble, pero ¡hablaban de sus movimientos intestinales!- y su primera palabra y sus habilidades escolares y sus escuelas Montessori y sus clases de gimnasia y sus DVD de pequeños Einstein, y todas tenían esa sonrisa de descerebradas, como si un marciano les hubiera chupado los sesos, y Muse las menospreciaba a cierto nivel, las compadecía a otro nivel e intentaba con todas sus fuerzas no envidiarlas.
Por supuesto, Loren Muse juraba que nunca sería como aquellas madres si algún día tenía un hijo. Pero ¿quién sabe? Estas afirmaciones fanfarronas le recordaban a las de las personas que juraban que cuando fueran mayores preferirían morir antes que ir a una residencia o ser una carga para sus hijos, y ahora casi todas las personas que conocía tenían padres que estaban en una residencia o eran una carga y ninguna de esas personas tenía ganas de morirse.
Cuando ves las cosas desde fuera, es fácil hacer juicios radicales y poco generosos.
– ¿Qué tal la coartada del marido? -preguntó.
– La policía de Livingston interrogó a Cordova y parece muy consistente.
Muse indicó el papeleo con la mandíbula.
– ¿El marido es tan soso como la mujer?
– Todavía no he terminado con sus correos, llamadas de teléfono y tarjetas de crédito, pero por ahora sí.
– ¿Qué más?
– Bueno, suponiendo que el mismo asesino o asesinos liquidaran a Reba Cordova y la desconocida, tenemos a coches patrulla buscando en lugares conocidos por prostitución, por si aparece otro cadáver.
Loren Muse no creía que esto sucediera, pero merecía la pena asegurarse. Uno de los escenarios posibles era que un asesino en serie, con la ayuda voluntaria o no de una cómplice, secuestrara a mujeres de las afueras, las matara y quisiera hacerlas parecer prostitutas. Estaban revisando las bases de datos por si había otras víctimas en ciudades cercanas que se ajustaran a esa descripción. Por ahora era un callejón sin salida.
De todos modos Muse no creía en esta teoría. Los psicólogos y los criminólogos tendrían casi un orgasmo ante la idea de un asesino en serie que matara a madres de buena familia para hacerlas parecer prostitutas. Pontificarían sobre el evidente vínculo madre-puta, pero Muse no se lo tragaba. Había una pregunta que no encajaba con aquel escenario, una pregunta que la había fastidiado desde que se había convencido de que la desconocida no era una prostituta: ¿por qué nadie había denunciado su desaparición?
Según ella, existían dos razones para esto. Una, nadie sabía que hubiera desaparecido. La desconocida estaba de vacaciones o se suponía que había salido de viaje de negocios o algo parecido. O dos, la había matado alguien que ella conocía. Y ese alguien no pensaba denunciar su desaparición.
– ¿Dónde está ahora el marido?
– ¿Cordova? Sigue con la policía de Livingston. Van a peinar el barrio por si alguien ha visto una furgoneta blanca, lo de siempre.
Muse cogió un lápiz. Se metió el extremo de la goma de borrar en la boca y chupó.
Llamaron a la puerta. Muse levantó la cabeza y vio al casi jubilado Frank Tremont en el umbral.
El tercer día seguido con el mismo traje marrón, pensó Muse. Impresionante.
Él la miró y esperó. Muse no tenía tiempo para él, pero decidió que sería mejor acabar de una vez.
– Clarence, ¿te importa dejarnos solos?
– Claro, jefa.
Al salir, Clarence saludó a Frank Tremont con la cabeza. Tremont no le devolvió el saludo. Cuando Clarence estuvo lejos, meneó la cabeza y dijo:
– ¿De verdad te ha llamado jefa?
– No voy muy bien de tiempo, Frank.
– ¿Has recibido mi carta?
La carta de dimisión.
– Sí.
Silencio.
– Tengo algo para ti -dijo Tremont.
– ¿Disculpa?
– No me voy hasta finales del mes que viene -dijo-. O sea que debo seguir trabajando, ¿no?
– Sí.
– Pues tengo algo.
Ella se echó hacia atrás, esperando que fuera rápido.
– He estado buscando la furgoneta blanca. La de los dos escenarios.
– De acuerdo.
– No creo que fuera robada, a menos que fuera en otra zona. No hay ninguna denuncia que concuerde. Por lo tanto, busqué en las compañías de alquiler, por si alguien había alquilado una furgoneta como la que nos han descrito.
– ¿Y?
– Hay varias, pero la mayoría las localicé rápidamente y eran legales.
– ¿Un callejón sin salida, pues?
Frank Tremont sonrió.
– ¿Puedo sentarme un momento?
Ella indicó una silla.
– He intentado otra cosa -dijo-. Mira, este tío ha sido muy listo. Como dijiste tú. La primera la escenificó para que pareciera una puta. Y aparcó el coche de la segunda víctima frente a un hotel. Cambió las matrículas y todo eso. No lo hace de la forma habitual. Y me puse a pensar. ¿Qué sería mejor y más difícil de rastrear que robar o alquilar un coche?
– Te escucho.
– Comprar uno por Internet. ¿Has visto esas páginas?
– La verdad es que no.
– Venden millones de coches. Yo mismo compré uno el año pasado, en autoused.com. Se encuentran auténticas gangas, y como es de persona a persona, el papeleo es mínimo. Lo que quiero decir es que podemos comprobar los locales de compra-venda, pero ¿cómo vamos a localizar un coche comprado por Internet?
– ¿Y?
– Y he llamado a las dos compañías más grandes en línea. Les he pedido que buscaran y me mandaran todas las furgonetas blancas Chevy vendidas en esta zona el mes pasado. He encontrado seis. He llamado a todos los vendedores. Cuatro las pagaron con cheques y tenían una dirección. Dos se pagaron en efectivo.
Muse se incorporó un poco, todavía con la goma del lápiz en la boca.
– Muy ingenioso. Compras un coche usado. Lo pagas en efectivo. Das un nombre falso si es que lo das. Te dan los papeles, pero tú nunca haces el cambio ni lo aseguras. Robas una matrícula de un modelo idéntico y a correr.
– Sí. -Tremont sonrió-. Si no fuera por una cosita.
– ¿Qué?
– El tipo que les vendió el coche…
– ¿Les?
– Sí. A un hombre y a una mujer. Dice que él tenía treinta y tantos. Va a darme una descripción, pero tiene algo mejor. El tipo que les vendió el coche, Scott Parsons de Kasselton, trabaja en Best Buy. Tienen un sistema de seguridad muy bueno. Todo digital. Y lo archivan todo. Cree que pueden tener una película de ellos. Ha pedido a uno de los técnicos que la busque. Mandaré un coche a recogerlo, le mostraré algunas fotos y le sacaré la mejor identificación posible.
– ¿Tenemos algún dibujante que pueda trabajar con él?
Tremont asintió.
– Ya me he ocupado.
Era una buena pista, la mejor que tenían. Muse no sabía muy bien qué decir.
– ¿Qué más tenemos? -preguntó Tremont.
Muse le puso al día sobre la vacuidad de las facturas de las tarjetas de crédito, las llamadas de teléfono y los correos. Tremont se echó atrás y cruzó las manos sobre el barrigón.
– Cuando he entrado -dijo Tremont-, estabas chupando el lápiz con ganas. ¿En qué estabas pensando?
– La premisa ahora es que se trata de un asesino en serie.
– Pero tú no te lo tragas -dijo él.
– No.
– Yo tampoco -dijo Tremont-. Revisemos lo que tenemos.
Muse se levantó para pasear.
– Dos víctimas. Por ahora, al menos, o al menos en esta zona. Tenemos a personas buscando, pero por ahora presupongamos que no encontramos nada más. Pongamos que éstas son todas. Pongamos que sólo son Reba Cordova, que podría estar viva, que nosotros sepamos, y la desconocida.
– De acuerdo -dijo Tremont.
– Y vayamos un paso más allá. Pongamos que existe una razón para que esas dos mujeres sean las víctimas.
– ¿Cómo qué?
– Todavía no lo sé, pero por ahora sígueme. Si existe un motivo… olvídalo. Aunque no exista un motivo y supongamos que esto no lo ha hecho un asesino en serie, tiene que haber una relación entre nuestras dos víctimas.
Tremont asintió, viendo adonde quería ir a parar.
– Y si existe una relación entre ellas -dijo-, podría ser perfectamente que se conocieran.
Muse se paró de golpe.
– Exactamente.
– Y si Reba Cordova conocía a la desconocida… -Tremont le sonrió.
– Podría ser que Neil Cordova también la conociera. Llama al Departamento de Policía de Livingston. Pídeles que traigan a Cordova. Tal vez él pueda identificarla.
– Voy.
– ¿Frank?
Él se volvió.
– Buen trabajo -dijo Muse…
– Soy un buen policía -dijo él.
Ella no le contestó.
Él la señaló con un dedo.
– Tú también eres buena policía, Muse. Puede que muy buena. Pero no eres una buena jefa. Un buen jefe hace salir lo mejor de los buenos policías. Tú no lo has hecho. Tienes que aprender a mandar.
Muse sacudió la cabeza.
– Sí, Frank, claro. Mi falta de capacidad de mando hizo que metieras la pata y pensaras que la desconocida era una puta. Culpa mía.
Él sonrió.
– Era mi caso -dijo.
– Y metiste la pata.
– Puede que me equivocara al principio, pero sigo aquí. No importa lo que piense de ti. No importa lo que tú pienses de mí. Lo único que importa es que se haga justicia para mi víctima.