Cuando Guy Novak paró el coche en la entrada de su casa, tenía las manos a las dos y diez. Apretaba el volante con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Se quedó un rato así, con el pie en el freno, esperando sentir algo que no fuera su tremenda impotencia.
Miró su reflejo en el espejo retrovisor. Sus cabellos empezaban a clarear y había empezado a dejar que los que le quedaban le cayeran hacia la oreja. Todavía no era una forma descarada de taparse la calva, pero ¿no es esto lo que piensan todos? Esa parte va bajando tan lentamente que no te percatas de cuánto de un día para otro o de una semana para otra y, sin que te des cuenta, un día la gente empieza a burlarse de ti a tus espaldas.
Guy miró al hombre del espejo y no podía creer que fuera él. Sin embargo, los cabellos seguirían cayendo. Esto no tenía vuelta de hoja. Y eran mejor cuatro pelos que una calva reluciente.
Apartó una mano del volante, puso punto muerto y cerró el contacto. Echó otra mirada al hombre del retrovisor.
Lastimoso.
Aquello ni siquiera era un hombre. Pasar frente a una casa con el coche y reducir la velocidad, vaya, qué miedo. Échale huevos, Guy, ¿o tienes demasiado miedo de hacerle algo a ese cabronazo que ha destrozado la vida de tu hija?
¿Qué clase de padre eres? ¿Qué clase de hombre?
Un padre penoso.
Sí, claro, Guy protestó ante el director como un chiquillo chivato. El director se había mostrado muy solidario, pero no hizo nada. Lewiston seguía dando clase. Lewiston seguía volviendo a casa cada noche, donde besaba a su bonita esposa y probablemente levantaba a su hija en brazos y escuchaba sus risas. La esposa de Guy, la madre de Yasmin, se había marchado cuando la niña tenía menos de dos años. Casi todo el mundo culpaba a su ex por abandonar a su familia, pero la verdad era que Guy no era suficientemente hombre. Así que su ex había empezado a ligar y al cabo de un tiempo dejó de importarle que él lo supiera.
Ésa había sido su esposa. Él no había sido bastante fuerte para retenerla. Bueno, eso era una cosa.
Pero ahora estaban hablando de su hija.
Yasmin. Su preciosa hija. La única cosa viril que había hecho en toda su vida. Tener una hija. Educarla. Ser su cuidador principal.
¿Protegerla no era su obligación principal?
Buen trabajo, Guy.
Y ahora no era bastante hombre para luchar por ella. ¿Qué habría dicho el padre de Guy de haberlo sabido? Se habría reído y le habría mirado con una expresión que le habría hecho sentirse inútil. Le habría llamado miedica porque si le hubieran hecho algo así a alguien del entorno del viejo, George Novak le habría partido la cara.
Esto era lo que Guy deseaba hacer fervientemente.
Bajó del coche y subió por el paseo. Llevaba doce años viviendo allí. Recordaba cuando llevó a su ex de la mano al acercarse a la casa por primera vez, y la manera en que ella le sonreía. ¿Entonces ya se estaba acostando con otros sin que él lo supiera? Probablemente. Después de que se marchara, Guy se pasó años preguntándose si Yasmin sería realmente su hija. Intentaba apartar ese pensamiento, intentaba convencerse de que no importaba, intentaba ignorar la duda que lo consumía. Pero al final no pudo soportarlo más. Dos años atrás, Guy solicitó una prueba de paternidad con discreción. Tardó tres espantosas semanas en tener los resultados, pero al final valió la pena.
Yasmin era su hija.
Esto también podía sonar penoso, pero saber la verdad le hizo mejor padre. Se aseguró de que fuera feliz. Puso las necesidades de su hija por encima de las suyas. Amaba a Yasmin y la cuidaba y nunca la despreciaba como había hecho su padre con él.
Pero no la había protegido.
Se paró a mirar su casa. Si iba a ponerla en venta, no le iría mal una mano de pintura. También sería necesario recortar los setos.
– ¡Hola!
La voz de la mujer era desconocida. Guy se volvió y entornó los ojos, deslumbrado. Se quedó de piedra al ver a la esposa de Lewiston bajando de un coche. La mujer tenía la cara contorsionada de rabia. Se dirigió hacia él.
Guy se quedó quieto.
– ¿Qué cree que está haciendo -dijo ella-, pasando frente a mi casa?
Guy, que nunca había sido bueno con las respuestas ingeniosas, contestó:
– Estamos en un país libre.
Dolly Lewiston no se detuvo. Se lanzó sobre él con tal rapidez que Guy temió que fuera a pegarle. De hecho, levantó las manos y retrocedió un paso. El enclenque patético de siempre. Atemorizado no sólo por defender a su hija, sino también por la esposa de su torturador.
La mujer se paró y agitó un dedo ante su cara.
– No se acerque a mi familia, ¿entendido?
Guy tardó un momento en reaccionar.
– ¿Sabe lo que le hizo su marido a mi hija?
– Cometió un error.
– Se burló de una niña de once años.
– Sé lo que hizo. Fue una estupidez. Lo siente mucho. No tiene idea de cuánto.
– Ha hecho de la vida de mi hija un infierno.
– ¿Y qué quiere? ¿Hacer lo mismo con la nuestra?
– Su marido debería dimitir -dijo Guy.
– ¿Por una metedura de pata?
– Le ha robado la infancia a Yasmin.
– Se está poniendo melodramático.
– ¿De verdad no se acuerda de lo que era ser el niño del que todos se burlan cada día? Mi hija era feliz. No perfecta, eso no. Pero era feliz. Y ahora…
– Mire, lo siento, de verdad. Pero quiero que no se acerque a mi familia.
– Si le hubiera pegado, si la hubiera abofeteado o algo así, se habría marchado, ¿no? Lo que le hizo a Yasmin fue peor.
Dolly Lewiston hizo una mueca.
– ¿Habla en serio?
– No pienso olvidarlo.
Ella dio un paso más. Esta vez Guy no retrocedió. Sus caras estaban quizá a un palmo y medio de distancia, no más. La voz de ella se convirtió en un susurro.
– ¿De verdad cree que un insulto es lo peor que le puede pasar?
Él abrió la boca pero no le salió nada.
– Está acosando a mi familia, señor Novak. A mi familia. A las personas que amo. Mi marido cometió un error. Se disculpó. Pero usted sigue queriendo atacarnos. Y si es así, nos defenderemos.
– Si se refiere a una demanda…
Ella soltó una risita.
– Oh, no -dijo ella, todavía en un susurro-. No hablo de juicios.
– ¿De qué entonces?
Dolly Lewiston ladeó la cabeza a la derecha.
– ¿Alguna vez le han agredido físicamente, señor Novak?
– ¿Es una amenaza?
– Es una pregunta. Ha dicho que lo que hizo mi marido era peor que una agresión física. Se lo aseguro, señor Novak. No lo es. Conozco a gente. Si hablo con ellos, si menciono que alguien intenta hacerme daño, vendrán aquí una noche mientras duerme. Mientras su hija duerme.
A Guy se le secó la boca. Intentó impedir que las rodillas se le volvieran de goma.
– Esto sí suena a amenaza, señora Lewiston.
– No lo es. Es un hecho. Si quiere atacarnos, no nos quedaremos de brazos cruzados. Iré a por usted con todas mis armas. ¿Me comprende?
Él no contestó.
– Hágase un favor, señor Novak. Preocúpese de cuidar a su hija, y deje en paz a mi marido. Olvídelo.
– No lo haré.
– Entonces el sufrimiento apenas ha empezado.
Dolly Lewiston se volvió y se marchó sin decir nada más. Guy Novak sintió que le fallaban las piernas. Se quedó quieto viendo cómo ella subía al coche y se marchaba. Ella no miró atrás, pero él podía ver que sonreía.
«Está loca», pensó Guy.
Pero ¿significaba esto que debía olvidarlo? ¿No lo había hecho toda su vida? ¿No era éste el problema desde el principio: que era un hombre que se dejaba avasallar?
Abrió la puerta de la casa y entró.
– ¿Va todo bien?
Era Beth, su última novia. Se esforzaba demasiado para agradar. Todas lo hacían. Había tal escasez de hombres en su franja de edad que todas se esforzaban mucho por agradar y no parecer desesperadas y ninguna de ellas conseguía disimularlo del todo. Era lo que tenía la desesperación. Podías intentar disimularla, pero su olor lo impregnaba todo.
Guy deseaba poder pasar de esto. Deseaba que las mujeres también pudieran pasar de esto, y que llegaran a verle. Pero las cosas estaban así y todas sus relaciones se quedaban a un nivel superficial. Las mujeres deseaban más. Intentaban no ser insistentes y sólo esto ya parecía insistente. Las mujeres eran cuidadoras. Querían acercarse. Él no. Pero de todos modos aguantaban hasta que él rompía con ellas.
– Todo va bien -dijo Guy-. Siento haber tardado tanto.
– No te preocupes.
– ¿Las niñas están bien?
– Sí. La madre de Jill ha venido a recogerla. Yasmin está en su habitación.
– De acuerdo. Bien.
– ¿Tienes hambre, Guy? ¿Quieres que te prepare algo de comer?
– Sólo si tú también comes.
Beth se animó un poco y por algún motivo esto le hizo sentir culpable. Las mujeres con las que salía le hacían sentir al mismo tiempo inútil y superior. De nuevo, lo consumieron los sentimientos de auto odio.
Ella se acercó y le besó en la mejilla.
– Ve a descansar y yo prepararé algo.
– Perfecto, sólo tengo que echar un vistazo a mi correo.
Pero cuando Guy encendió el ordenador sólo tenía un mensaje nuevo. Venía de una cuenta anónima de Hotmail y el breve mensaje le heló la sangre en las venas.
Hazme caso, por favor. Tienes que esconder mejor tu pistola.
Tia casi deseaba haber aceptado la oferta de Hester Crimstein. Estaba en casa preguntándose si alguna vez se había sentido más inútil en toda su vida. Llamó a los amigos de Adam, pero nadie sabía nada. El miedo la volvía loca. Jill, que no era tonta cuando se trataba de sus padres, sabía que pasaba algo muy malo.
– ¿Dónde está Adam, mamá?
– No lo sabemos, cielo.
– He llamado a su móvil -dijo Jill-. Pero no contesta.
– Lo sé. Le estamos buscando.
Miró a su hija a los ojos. Era tan madura. El segundo hijo crece de una forma muy diferente al primero. Se protege exageradamente al primero. Vigilas todos sus pasos. Crees que cada una de sus respiraciones forma parte de un plan divino. La tierra, la luna, las estrellas, el sol, todo gira en torno a tu primogénito.
Tia pensó en secretos, en pensamientos y miedos íntimos, y en cómo había intentado descubrir los de sus hijos. Se preguntó si la desaparición confirmaría que había estado en lo cierto o se equivocaba. Todos tenemos problemas, lo sabía. Tia tenía problemas de ansiedad. Obligaba a los niños a ponerse casco cuando practicaban cualquier deporte y gafas también, si hacía falta. Esperaba en la parada de autobús hasta que habían subido, incluso ahora que Adam era demasiado mayor para tratarlo así y no se lo habría permitido, así que se escondía y observaba. No le gustaba que cruzaran calles con mucho tráfico o fueran al centro de la ciudad con la bici. No le gustaba dejar que otros los acompañaran a la escuela porque las otras madres podían no ser conductoras tan prudentes como ella. Escuchaba todas las historias de tragedias infantiles: accidentes de coche, ahogamientos en piscinas, secuestros, accidentes aéreos, todo. Escuchaba y después se iba a casa y lo buscaba en la red y leía todos los artículos que encontraba y, aunque Mike suspirara e intentara tranquilizarla hablando de probabilidades para demostrarle que su ansiedad no tenía fundamento, no le servía de nada.
Las probabilidades escasas seguían afectando a alguien. Y ahora le estaba sucediendo a ella.
¿Realmente tenía un problema de ansiedad o Tia estaba en lo cierto desde el comienzo?
De nuevo sonó el teléfono de Tia y ella lo cogió rápidamente, esperando con todas sus fuerzas que fuera Adam. No era él. El número estaba oculto.
– ¿Diga?
– ¿Señora Baye? Soy la detective Schlich.
La policía alta del hospital. Otra vez la asaltó el miedo. Crees que dejarás de sentir más dolor, pero las puñaladas nunca te aturden del todo.
– Sí.
– Han encontrado el teléfono de su hijo en un contenedor, no muy lejos de donde atacaron a su marido.
– Entonces ¿estuvo allí?
– Bueno, sí, ya es lo que creíamos.
– Y alguien le robó el teléfono.
– Ésta es otra cuestión. La razón más plausible para tirar el móvil es que alguien, probablemente su hijo, vio a su marido allí y se dio cuenta de que le habían seguido.
– Pero no lo puede saber.
– No, señora Baye. No lo puedo saber.
– ¿Esto hará que se tomen más en serio el caso?
– Siempre lo hemos tomado en serio -dijo Schlich.
– Ya sabe a qué me refiero.
– Sí. Mire, a esa calle la llamamos Callejón del Vampiro porque no hay nadie durante el día. Nadie. Así que esta noche, cuando abran los clubes y los bares, iremos y haremos algunas preguntas.
Faltaban horas para la noche.
– Si surge algo más, se lo comunicaremos.
– Gracias.
Tia estaba colgando el teléfono cuando vio el coche que paraba en su entrada. Se acercó a la ventana y vio a Betsy Hill, la madre de Spencer, bajando del vehículo y dirigiéndose a la puerta.
Ilene Goldfarb se despertó temprano aquella mañana y encendió la cafetera. Se puso la bata y las zapatillas y salió fuera a recoger el periódico. Su marido, Herschel, seguía durmiendo. Su hijo, Hal, había llegado tarde como corresponde a un adolescente en el último año de instituto. Hal ya había sido aceptado en Princeton, su alma máter. Había trabajado mucho para entrar allí. Ahora se divertía y a ella le parecía estupendo.
El sol de la mañana calentaba la cocina. Ilene se sentó en su silla favorita y recogió las piernas bajo el cuerpo. Apartó las revistas médicas. Las había a montones. No sólo era una cirujana de trasplantes famosa, sino que su marido era considerado el primer cardiólogo del norte de Nueva Jersey, y ejercía en el Valley Hospital de Ridgewood.
Ilene se tomó el café y leyó el periódico. Pensó en los placeres sencillos de la vida y en las pocas veces que se los permitía. Pensó en Herschel, arriba, en lo guapo que era cuando se conocieron en la facultad, cómo habían sobrevivido a los horarios inhumanos y a los rigores de la facultad, el internado, la residencia, la especialidad, el trabajo. Pensó en sus sentimientos hacia él, y en cómo se habían serenado con los años en algo que para ella era reconfortante, en que Herschel había querido hablar con ella hacía poco para insinuar una «separación de prueba» ahora que Hal estaba a punto de abandonar el nido.
– ¿Qué nos queda? -Había preguntado Herschel, abriendo expresivamente las manos-. ¿Cuando piensas en nosotros como pareja, qué nos queda, Ilene?
Sola en la cocina, a pocos metros de donde su esposo desde hacía veinticuatro años le había hecho la pregunta, todavía sentía resonar sus palabras.
Ilene se había esforzado mucho y había trabajado como una loca, había ido a por todas, y lo había conseguido: una carrera increíble, una familia maravillosa, una casa grande, el respeto de colegas y amigos. Ahora su marido se preguntaba qué les quedaba.
¿Qué? El descenso había sido tan suave, tan gradual, que ella no había llegado a verlo. O no había querido verlo. O simplemente no había deseado más. ¿Cómo saberlo?
Miró hacia la escalera. Se sintió tentada de subir en ese preciso momento, meterse en la cama con Herschel y hacer el amor durante horas, como solían hacer hacía muchos años, y eliminar ese «qué nos queda» de su cabeza. Pero no logró levantarse. No podía. Así que leyó el periódico, tomó café y se secó los ojos.
– Hola, mamá.
Hal abrió la nevera y bebió directamente del envase de zumo de naranja. En otro momento Ilene le habría reprendido -lo había intentado durante años-, pero la verdad era que Hal era el único que bebía zumo de naranja y que se desperdiciaba demasiado tiempo en esta clase de cosas. Ahora se marchaba a la universidad. El tiempo que pasarían juntos acababa. ¿Para qué llenarlo de tonterías como ésa?
– Hola, mi vida. ¿Llegaste tarde?
Él bebió un poco más, y se encogió de hombros. Llevaba pantalones cortos y una camiseta gris. Tenía una pelota de baloncesto bajo el brazo.
– ¿Vas a jugar al gimnasio del instituto? -preguntó ella.
– No, al Heritage. -Tomó otro trago y preguntó-: ¿Te encuentras bien?
– ¿Yo? Sí, claro. ¿Por qué lo dices?
– Tienes los ojos rojos.
– Estoy bien.
– Y vi llegar a esos tipos.
Se refería a los agentes del FBI. Habían ido a hacerle preguntas sobre la consulta, sobre Mike, y sobre cosas que para ella no tenían ningún sentido. Normalmente habría hablado de ello con Herschel, pero ahora parecía más ocupado preparando el resto de su vida sin ella.
– Creía que estabas fuera -dijo.
– Me paré a recoger a Ricky y pasé por aquí al volver. Parecían polis o algo así.
Ilene Goldfarb no dijo nada.
– ¿Lo eran?
– No tiene importancia. No te preocupes.
Lo dejó correr, botó la pelota y salió. Veinte minutos después, sonó el teléfono. Ilene miró el reloj. Las ocho. A esa hora la llamada tenía que ser del hospital, aunque no estuviera de guardia. Las recepcionistas a menudo cometían errores y mandaban los mensajes al médico equivocado.
Miró el identificador y vio que decía LORIMAN.
Ilene descolgó y contestó.
– Soy Susan Loriman -dijo la voz.
– Sí, buenos días.
– No quiero hablar de esto con Mike… -Susan Loriman calló como si buscara las palabras- de esta situación. De encontrar un donante para Lucas.
– Lo comprendo -dijo ella-. El martes tengo consulta, si le viene…
– ¿Podría recibirme hoy?
Ilene estaba a punto de negarse. Lo último que deseaba ahora era proteger o ayudar a una mujer que se había metido en un lío como ése. Pero no se trataba de Susan Loriman, se recordó a sí misma. Se trataba de su hijo y el paciente de Ilene, Lucas.
– Imagino que sí.