18

Loren Muse miraba la cinta de vigilancia de la calle cercana adonde habían tirado el cadáver de la desconocida. Nada le llamó la atención, pero en realidad ¿qué se esperaba? A aquella hora pasaron varias docenas de vehículos por el aparcamiento. No se podía eliminar ninguna posibilidad. El cuerpo podía estar en el maletero del coche más pequeño.

Aun así siguió mirando y esperando y, cuando la cinta llegó al final, se llevó un gran chasco por las molestias.

Clarence llamó y asomó la cabeza otra vez.

– No te lo vas a creer, jefa.

– Te escucho.

– Primero, olvídate del hombre desaparecido. El tal Baye. ¿Sabes dónde estaba?

– ¿Dónde?

– En el hospital del Bronx. Su esposa estaba fuera por trabajo y él va y se hace atracar por una puta.

Muse hizo una mueca.

– ¿Un tipo de Livingston que busca una puta en aquella zona?

– Qué puedo decir, a algunos les gusta la escoria. Pero ésta no es la gran noticia. -Clarence se sentó sin ser invitado, lo que no era propio de él. Llevaba las mangas de la camisa arremangadas y en su cara carnosa había un indicio de sonrisa-. El Acura MDX de los Cordova sigue en el aparcamiento del hotel. La policía local abrió la puerta. Ella no estaba dentro. Así que retrocedí.

– ¿Retrocediste?

– Al último sitio donde sabemos que estuvo. El Palisades Mall. Es un centro comercial enorme y tienen un buen sistema de seguridad. Así que he llamado.

– ¿Al jefe de seguridad?

– Sí, y escucha esto: ayer, sobre las cinco, un hombre fue a decirles que había visto a una mujer con un Acura MDX ir a su coche, descargar unas compras, y después acercarse a una furgoneta blanca de un hombre, aparcada al lado. Dice que ella entró en la furgoneta, sin que la forzaran ni nada, pero que después se cerró la puerta. El hombre no pensó que pasara nada pero después llegó otra mujer y se metió en el Acura de la mujer. Y los dos coches se marcharon juntos.

Muse se echó hacia atrás.

– ¿La furgoneta y el Acura?

– Así es.

– ¿Y otra mujer conducía el Acura?

– Así es. Pero bueno, el hombre informó a la oficina de seguridad y los guardias no le hicieron mucho caso. ¿Qué iban a hacer, de todos modos? Lo archivaron y basta. Pero cuando llamé yo, se acordaron y sacaron el informe. En primer lugar, todo aquello tuvo lugar frente al Target. El hombre fue a presentar la denuncia a las cinco y cuarto. Sabemos que Reba Cordova pagó las compras en el Target a las cuatro cincuenta y dos. El recibo lleva la hora impresa.

Empezaban a sonar campanas, pero Muse no estaba muy segura de hacia dónde llevaban.

– Llama al Target -dijo-. Seguro que tienen cámaras de vigilancia.

– Ya nos estamos coordinando con la sede de Target. Probablemente tardará un par de horas, no más. Otra cosa. Puede que sea importante y puede que no. Sabemos lo que compró en el Target. Unas películas en DVD, ropa interior de niño, ropa… cosas para críos.

– No la clase de cosas que compras si piensas fugarte con un ligue.

– Exactamente, a menos que te lleves a los niños, que no lo hizo. Y, además, abrimos su Acura en el hotel, y no hay bolsas de Target dentro. El marido registró la casa, por si había pasado por allí. Tampoco encontró nada de Target.

Muse sintió un escalofrío en la nuca.

– ¿Qué? -preguntó él.

– Quiero el informe de la oficina de seguridad. Consigue el teléfono del hombre, del que informó de que la mujer había subido en una furgoneta. A ver qué más recuerda: vehículos, descripciones de los pasajeros, todo. Seguro que el guardia de seguridad no le preguntó nada. Quiero saberlo todo.

– De acuerdo.

Hablaron un par de minutos, pero la cabeza de Muse ya daba vueltas y tenía el pulso acelerado. Cuando Clarence salió, Muse levantó el teléfono y marcó el móvil de su jefe, Paul Copeland.

– Hola.

– ¿Dónde estás? -preguntó Muse.

– Acabo de dejar a Cara.

– Tengo que hablar contigo, Cope.

– ¿Cuándo?

– Cuanto antes mejor.

– He quedado con mi futura esposa en un restaurante para acabar el plano de los asientos de la boda.

– ¿El plano de los asientos?

– Sí, Muse. El plano de los asientos. Es esa cosa que dice a los invitados dónde van a sentarse.

– ¿Y a ti te importa eso?

– Ni por asomo.

– Pues déjaselo a Lucy.

– Claro, como si no lo hiciera de todos modos. Me hace ir a todas partes, pero no me deja hablar. Dice que soy un regalo para la vista.

– Es que lo eres, Cope.

– Sí, pero también tengo cerebro.

– Ésa es precisamente la parte de ti que necesito -dijo Muse.

– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

– Tengo una de mis absurdas corazonadas, y necesito que me digas que he dado con algo o que he metido la pata.

– ¿Es más importante que quién se sienta en la misma mesa que los tíos Carol y Jerry?

– No, sólo es un homicidio.

– Haré un sacrificio. Voy para allá.


El sonido del teléfono despertó a Jill.

Estaba en el dormitorio de Yasmin. Yasmin intentaba por todos los medios llevarse bien con las otras niñas fingiendo que estaba más loca que nadie por los chicos. Tenía un póster de Zac Efron, el guaperas de High School Musical en una pared, y otro de los gemelos Sprouse en The Suite Life. Tenía uno de Miley Cyrus en Hannah Montana, que es una chica, sí, y no un guaperas, pero vaya. Todo parecía más bien desesperado.

La cama de Yasmin estaba cerca de la puerta, mientras que Jill dormía junto a la ventana. Ambas camas estaban cubiertas de peluches. Una vez Yasmin le dijo a Jill que lo mejor del divorcio era la competencia de los padres por mimarla: ambos exageraban con los regalos. Yasmin sólo veía a su madre cuatro o cinco veces al año, pero no paraba de mandarle cosas. Tenía al menos dos docenas de ositos, uno de ellos vestido de animadora y otro, junto a la almohada de Jill, que estaba disfrazado de estrella del pop con pantalones cortos de strass, un top con el ombligo al aire y un auricular alrededor de la cara peluda. Una tonelada de animales, entre ellos tres hipopótamos, estaban tirados en el suelo. Amontonadas sobre la mesita había ejemplares atrasados de J-14, Teen People y Popstar! La alfombra era de lana gruesa, algo que sus padres le habían dicho que había pasado de moda en los setenta pero parecía estar volviendo con fuerza en los dormitorios de los adolescentes. Sobre la mesa tenía un iMac nuevo y reluciente.

Yasmin era buena con los ordenadores. Lo mismo que Jill.

Jill se sentó. Yasmin parpadeó y la miró. A lo lejos, Jill oía una voz hablando por teléfono. El señor Novak. En la mesita había un reloj de Homer Simpson. Eran las siete y cuarto.

Era temprano para llamar, pensó Jill, sobre todo en fin de semana.

Las niñas se habían quedado levantadas hasta tarde la noche anterior. Primero salieron a cenar y a tomar un helado con el señor Novak y la pesada de su nueva novia, Beth, que debía de tener cuarenta años y le reía todas las gracias, como hacían las niñas tontas de la escuela para gustar a los chicos. Antes Jill creía que era algo que se superaba con la edad. Pero al parecer no.

Yasmin tenía un televisor de plasma en su habitación. Su padre les dejó ver todas las películas que quisieron. «Es fin de semana», las dijo Guy Novak con una gran sonrisa. «Disfrutad». Así que prepararon palomitas en el microondas y vieron una película para mayores de trece años y otra para mayores de dieciocho que habría puesto los pelos de punta a los padres de Jill.

Jill saltó de la cama. Tenía que hacer pipí, pero estaba preocupada por lo que había sucedido la noche pasada, por lo que podía haber pasado y por si su padre habría encontrado a Adam. Estaba preocupada. Ella también había llamado a Adam. Que se ocultara de sus padres tenía un pase, pero nunca se le habría ocurrido que no respondiera a las llamadas y mensajes de su hermana. Adam siempre le respondía.

Pero esta vez no.

Y esto todavía preocupaba más a Jill.

Comprobó su móvil.

– ¿Qué haces? -preguntó Yasmin.

– Miraba si Adam me había llamado.

– ¿Te ha llamado?

– No. Nada de nada.

Yasmin calló.

Llamaron suavemente a la puerta y después se abrió. El señor Novak asomó la cabeza y susurró.

– Eh, ¿por qué estáis despiertas, chicas?

– Nos ha despertado el teléfono -dijo Yasmin.

– ¿Quién era? -preguntó Jill.

El señor Novak la miró.

– Era tu madre.

Jill se puso tensa.

– ¿Qué ha pasado?

– No ha pasado nada, cielo -dijo el señor Novak, pero Jill vio que era una gran mentira-. Me ha pedido si podías quedarte hoy. Después podríamos ir al centro comercial o al cine. ¿Qué os parece?

– ¿Por qué quiere que me quede? -preguntó Jill.

– No lo sé. Sólo ha dicho que había surgido algo y me ha pedido este favor. Pero me ha pedido que te diga que te quiere y que no pasa nada.

Jill no dijo nada. Estaba mintiendo. Lo sabía. Yasmin también. Jill miró a Yasmin. No serviría de nada insistir. No les diría nada. Las protegía porque sus cerebros de once años no podían soportar la verdad o cualquier otra tontería que los adultos utilizaran como excusa para mentir.

– Voy a salir un rato -dijo el señor Novak.

– ¿Adónde? -preguntó Yasmin.

– A la oficina. Necesito recoger unas cosas. Pero acaba de llegar Beth. Está abajo viendo la tele, por si necesitáis algo.

Yasmin hizo una mueca burlona.

– ¿Acaba de llegar?

– Sí.

– Como si no hubiera dormido aquí, ¿no? Por Dios, papá, ¿cuántos años crees que tenemos?

Él puso mala cara.

– Ya está bien, señorita.

– Como quieras.

Él cerró la puerta. Jill se sentó en la cama y Yasmin fue a su lado.

– ¿Qué crees que habrá ocurrido? -preguntó Yasmin.

Jill no contestó, pero no le gustaba el derrotero que estaban tomando sus pensamientos.


Cope entró en el despacho de Muse. Ella pensó que estaba bastante de buen ver con su traje nuevo azul marino.

– ¿Tienes rueda de prensa? -preguntó Muse.

– ¿Cómo lo has adivinado?

– Llevas un traje chulo.

– ¿La gente todavía dice «chulo»?

– Deberían.

– Totalmente de acuerdo. Soy la viva imagen de la chulería. Estoy chulísimo. El Hombre Chulo. El Chuletón.

Loren Muse levantó una hoja de papel.

– Mira lo que acaba de llegar a mi despacho.

– Cuenta.

– La carta de dimisión de Frank Tremont. Ha decidido jubilarse.

– Menuda pérdida.

– Sí.

Muse lo miró.

– ¿Qué?

– Tu montaje de ayer con el periodista.

– ¿Qué pasa?

– Fue un pelo condescendiente -dijo Muse-. No necesito que me rescates.

– No te rescataba. Más bien te tendí una trampa.

– ¿Qué quieres decir?

– O bien tenías pelotas para dejar a Tremont a la altura del betún, o no las tenías. Uno de los dos iba a quedar como un imbécil.

– O él o yo, ¿no?

– Exactamente. La verdad es que Tremont es un chivato y una terrible distracción en esta oficina. Quería que se largara por razones egoístas.

– Supongamos que yo no tuviera pelotas.

Cope se encogió de hombros.

– Entonces serías tú la que estaría presentando la carta de dimisión.

– ¿Estabas dispuesto a correr ese riesgo?

– ¿Qué riesgo? Tremont es un gandul idiota. Si él podía contigo, no mereces ser la jefa.

Touchée.

– Basta. No me has llamado para hablar de Frank Tremont. ¿Qué ha ocurrido?

Muse le contó la desaparición de Reba Cordova, el testigo del Target, la furgoneta, el aparcamiento en el Ramada de East Hanover. Cope permaneció en silencio mirándola con sus ojos grises. Tenía unos ojos hermosos, de los que cambian de color con la luz. Loren Muse estaba medio enamorada de Paul Copeland, pero en realidad también había estado medio enamorada de su predecesor, que era bastante mayor y no se parecía en nada a Paul. Tal vez lo suyo eran las figuras autoritarias.

El enamoramiento era inofensivo, más una admiración que un anhelo real. Él no la mantenía despierta por las noches ni la hacía sufrir ni se introducía en sus fantasías sexuales o de cualquier otra clase. Le gustaba el atractivo de Paul Copeland sin codiciarlo para ella. Deseaba estas cualidades en todos los hombres con los que salía, aunque Dios sabe que no las había encontrado nunca.

Muse conocía el pasado de su jefe, el horror que había vivido, el infierno que había experimentado hacía poco por unos recientes descubrimientos. Incluso le había ayudado a discernirlo. Como tantos otros hombres que conocía, Paul Copeland no estaba intacto, pero a él le sentaba bien. En el mundo de la política -porque su cargo era esto, un nombramiento político- hay muchos hombres ambiciosos pero que no han conocido el sufrimiento. Cope sí. Como fiscal, esto le hacía más comprensivo y menos proclive a aceptar las excusas de la defensa.

Muse presentó todos los datos de la desaparición de Reba sin teorías. Él la miró a los ojos y asintió lentamente.

– Déjame adivinar -dijo Cope-. Crees que lo de Reba Cordova está relacionado de alguna manera con tu desconocida.

– Sí.

– ¿En qué piensas? ¿Un asesino en serie?

– Podría ser, aunque normalmente los asesinos en serie trabajan solos. Con este asesino participó una mujer.

– De acuerdo, oigamos por qué crees que están relacionados.

– Primero el modus operandi.

– Dos mujeres blancas de una edad aproximada -dijo Cope-. A una la encontramos vestida como una puta en Newark. La otra todavía no sabemos dónde está.

– Esto es una parte pero hay algo más que me llamó la atención. Que se haya utilizado engaño y distracción.

– No te sigo.

– Tenemos a dos mujeres blancas de clase media de cuarenta y pocos años que desaparecen con…, pongamos, veinticuatro horas de diferencia. Ésta es una semejanza curiosa. Pero más que esto, en el primer caso, con nuestra desconocida, sabemos que el asesino se molestó en montar una escena para despistarnos, ¿no?

– Sí.

– Bien, pues ha hecho lo mismo con Reba Cordova.

– ¿Aparcando su coche en un hotel?

Muse asintió.

– En ambos casos, se esforzó por desviar nuestra atención con falsas pistas. En el caso de la desconocida, lo montó para que pensáramos que era una prostituta. En el caso de Reba Cordova, hizo que pareciera que era una mujer que engañaba a su marido y había huido con su amante.

– Eh -exclamó Cope con una mueca-. Es poca cosa.

– Sí. Pero es algo. No es por ser racista, pero ¿cuántas veces pasa que una mujer guapa y con familia, en un pueblo como Livingston, huya con su amante?

– Sucede a veces.

– Puede ser, pero lo planificaría mejor, ¿no te parece? No iría a un centro comercial cerca de donde su hija está aprendiendo a patinar y compraría ropa interior de niño para entonces tirarla y marcharse con su amante. Además, tenemos al testigo, un tal Stephen Errico, que la vio entrar en una furgoneta en el Target. Y vio marcharse a otra mujer.

– Si esto es realmente lo que sucedió.

– Sucedió.

– De acuerdo, pero aun así. ¿En qué más relacionas a Reba Cordova con nuestra desconocida?

Muse arqueó una ceja.

– He guardado lo mejor para el final.

– Gracias a Dios.

– Volvamos a Stephen Errico.

– ¿El testigo del centro comercial?

– Bien. Errico presenta una denuncia. Por sí misma no culpo a los guardias de seguridad del Palisades, no parece importante. Pero le he investigado en la red. Tiene un blog con su fotografía: es un tipo gordo con barba poblada y camiseta de los Grateful Dead. Cuando hablé con él, me quedó claro que era un pirado de las conspiraciones. A Errico le gusta incluso implicarse en el asunto. Ya sabes, el tío que va al centro comercial con la esperanza de ver a un ladronzuelo.

– Sí.

– Pero esto también representa que es increíblemente concreto. Errico dijo que había visto a una mujer que coincidía con la descripción de Reba Cordova entrando en una furgoneta blanca Chevy. Pero, mejor aún, apuntó la matrícula de la furgoneta.

– ¿Y?

– La he buscado. Pertenece a una mujer llamada Helen Kasner de Scarsdale, Nueva York.

– ¿Tiene una furgoneta blanca?

– Sí, y ayer estaba en el Palisades Mall.

Cope asintió, viendo a dónde quería ir a parar.

– ¿Y tú te imaginas que alguien cambió la matrícula con la señora Kasner?

– Así es. El truco más viejo del mundo, pero sigue siendo efectivo. Robas un coche, cometes un delito, y después cambias las matrículas, por si alguien te ha visto. Más engaño. Pero muchos delincuentes no se dan cuenta de que el método más eficaz para cambiar matrículas es hacerlo con un vehículo de la misma marca que el tuyo. Confunde aún más.

– Y tú piensas que la furgoneta del aparcamiento del Target era robada.

– ¿No estás de acuerdo?

– Supongo que sí -dijo Cope-. Sin duda añade peso a la versión del señor Errico. Entiendo que debamos estar preocupados por Reba Cordova. Pero sigo sin ver cómo se relaciona con nuestra desconocida.

– Echa un vistazo a esto.

Dio la vuelta a la pantalla del ordenador en dirección a él. Cope volvió su atención a la pantalla.

– ¿Qué es?

– Una cinta de seguridad de un edificio cercano al escenario del crimen de la desconocida. Los estaba mirando esta mañana, pensando que era una absoluta pérdida de tiempo. Pero ahora… -Muse tenía la cinta preparada. Apretó la tecla PLAY. Apareció una furgoneta blanca. Apretó PAUSA y la imagen se congeló.

Cope se acercó más.

– Una furgoneta blanca.

– Una furgoneta blanca Chevy, sí.

– Debe de haber millones de furgonetas blancas Chevy matriculadas en Nueva York y Nueva Jersey -dijo Cope-. ¿Se puede ver la matrícula?

– Sí.

– ¿Y puedo suponer que es la de la furgoneta que pertenece a la señora Kasner?

– No.

Cope arrugó los ojos.

– ¿No?

– No. Es un número completamente diferente.

– Entonces ¿qué es tan importante?

Muse señaló la pantalla.

– Esta matrícula, JYL-419, pertenece a un tal señor David Pulkingham de Armonk, Nueva York.

– ¿El señor Pulkingham también es propietario de una furgoneta blanca?

– Sí.

– ¿Podría ser nuestro hombre?

– Tiene setenta y tres años y no tiene antecedentes.

– ¿O sea que supones otro cambio de matrícula?

– Sí.

Clarence Morrow asomó la cabeza en el despacho.

– ¿Jefa?

– Sí.

Vio a Paul Copeland y se puso derecho como si fuera a saludar.

– Buenos días, señor fiscal.

– Hola, Clarence.

Clarence esperó.

– No pasa nada -dijo Muse-. ¿Qué tienes?

– Acabo de hablar con Helen Kasner.

– ¿Y qué?

– La he hecho salir a ver la matrícula. Tenías razón. Le habían cambiado la matrícula, pero ella no lo había notado.

– ¿Algo más?

– Sí, lo mejor. La matrícula que lleva ahora el coche. -Clarence señaló la furgoneta blanca de la pantalla-. Pertenece al señor David Pulkingham.

Muse miró a Cope, sonrió y levantó las manos al cielo.

– ¿Suficiente relación?

– Sí -dijo Cope-. Eso me sirve.

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