Mo condujo hasta el Bronx y aparcó en la dirección que Anthony les había dado.
– No te lo vas a creer -dijo Mo.
– ¿Qué?
– Nos siguen.
Mike sabía que no debía volverse y levantar sospechas. Así que esperó.
– Un Chevy azul cuatro puertas aparcado en doble fila al final de esta manzana. Dos tíos, los dos con gorras de los Yankees y gafas de sol.
La noche anterior aquella calle estaba a rebosar de gente. Ahora no había prácticamente nadie. Los que estaban o bien dormían en un escalón o bien se movían con asombrosa letárgia, con las piernas solidificadas y los brazos pegados a los lados. Mike casi se esperaba ver un chamizo rodando en medio de la calle, como en las películas del Oeste.
– Entra tú -dijo Mo-. Tengo un amigo. Le daré la matrícula del coche a ver qué encuentra.
Mike asintió. Bajó del coche, intentando mirar disimuladamente hacia el otro coche. Apenas lo vio, pero no quiso arriesgarse a volver a mirar. Fue hacia la puerta. Era de metal gris, de tipo industrial, con las palabras CLUB JAGUAR escritas encima. Mike apretó el timbre. Se oyó un zumbido y la puerta se abrió al empujarla.
Las paredes estaban pintadas del amarillo brillante que normalmente se asocia con un McDonald's o con el ala infantil de un hospital con buenas intenciones. A la derecha había un tablón tapizado de anuncios de asesorías, clases de música, grupos de lectura, grupos de terapia para adictos a drogas, alcohólicos y víctimas de maltratos físicos o mentales. Varios anuncios buscaban a alguien para compartir piso y se podía arrancar una pestaña con el teléfono en la parte de abajo. Alguien vendía un sofá por cien dólares. Otra persona quería deshacerse de unos amplificadores de guitarra.
Mike pasó junto al tablón dirigiéndose a la recepción. Una jovencita con un aro en la nariz lo miró y dijo:
– Buenos días.
Mike tenía la fotografía de Adam en la mano.
– ¿Ha visto a este chico? -Dejó la foto delante de ella.
– Sólo soy la recepcionista -dijo ella.
– Las recepcionistas tienen ojos. Le he preguntado si lo había visto.
– No se me permite hablar de nuestros clientes.
– No le pido que me hable de ellos. Le pregunto si le ha visto.
La chica apretó los labios. Mike vio que también llevaba piercings cerca de la boca. Se quedó quieta mirándolo. Mike vio que no irían a ninguna parte.
– ¿Puedo hablar con el encargado?
– La encargada es Rosemary.
– Bien. ¿Puedo hablar con ella?
La recepcionista perforada cogió un teléfono. Tapó el receptor y murmuró algo. Diez segundos después sonrió a Mike y dijo:
– La señorita McDevitt le recibirá enseguida. La tercera puerta a la derecha.
Mike no sabía qué esperar, pero Rosemary McDevitt fue una sorpresa. Era joven, menuda y desprendía una especie de sensualidad natural que recordaba a un puma. Tenía una tira morada en los cabellos oscuros y un tatuaje que serpenteaba en su hombro y hacia su cuello. Su camiseta era de piel y sin mangas. Sus brazos eran musculosos y llevaba algo parecido a unas bandas de piel en los bíceps.
La chica se levantó y sonrió ofreciéndole la mano.
– Bienvenido.
Mike le estrechó la mano.
– ¿En qué puedo ayudarle?
– Me llamo Mike Baye.
– Hola, Mike.
– Sí, hola. Estoy buscando a mi hijo.
Se mantuvo cerca de ella. Mike medía metro ochenta y le llevaba más de quince centímetros a aquella mujer. Rosemary McDevitt miró la fotografía de Adam. Su expresión no delató nada.
– ¿Le conoce? -preguntó Mike.
– Sabe que no puedo responderle a eso.
Intentó devolverle la foto, pero Mike no la cogió. Las tácticas agresivas no le habían servido de mucho, o sea que se contuvo y respiró hondo.
– No le estoy pidiendo que traicione la confianza de nadie.
– Bueno, Mike, sí me lo está pidiendo. -Le sonrió amablemente-. Esto es precisamente lo que me está pidiendo.
– Sólo intento encontrar a mi hijo. Nada más.
Ella abrió los brazos.
– ¿Esto le parece una oficina de objetos perdidos?
– Ha desaparecido.
– Este local es un santuario, Mike, ¿me comprende? Los chicos vienen aquí para escapar de sus padres.
– Me preocupa que esté en peligro. Se marchó sin decir nada a nadie. Vino aquí anoche.
– Vale, vale… -Levantó una mano para indicarle que parara.
– ¿Qué?
– Vino aquí anoche. ¿Es esto lo que dice, Mike?
– Sí.
La mujer entornó los ojos.
– ¿Cómo lo sabe, Mike?
El uso constante de su nombre era irritante.
– ¿Disculpe?
– ¿Cómo sabe que su hijo vino aquí?
– Esto no es importante.
Ella sonrió y retrocedió un paso.
– Por supuesto que sí.
Mike necesitaba cambiar de tema. Echó un vistazo a la habitación.
– ¿Qué se hace en este local?
– Somos una especie de híbrido. -Rosemary le miró como dando a entender que sabía qué intentaba con aquella pregunta-. Un centro para adolescentes pero con un toque moderno.
– ¿En qué sentido?
– ¿Recuerda aquellos programas de baloncesto de medianoche?
– ¿Los de los noventa? ¿Para apartar a los chicos de la calle por la noche?
– Ésos. No me meteré en si funcionaron o no, pero la cuestión es que los programas estaban dirigidos a los pobres, a los chicos de la ciudad, y para algunos tenían una orientación claramente racista. ¿Baloncesto y en plena ciudad?
– ¿Y ustedes son diferentes?
– En primer lugar, no nos dirigimos estrictamente a los chicos pobres. Esto puede sonar a derecha, pero no creo que nosotros seamos los mejores para ayudar a adolescentes afroamericanos o de ciudad. Deben hacerlo dentro de sus comunidades. Y, a la larga, no creo que se puedan eliminar las tentaciones con estas cosas. Ellos deben ver que su salida no está en las armas o en las drogas y dudo que un partido de baloncesto sirva para eso.
Entró un grupo de chicos-hombres, todos ataviados con accesorios negros góticos y artículos de la familia de las cadenas y tachuelas. De los pantalones colgaban enormes esposas y los zapatos no estaban a la vista.
– Eh, Rosemary.
– Ey, chicos.
Siguieron caminando. Rosemary volvió a mirar a Mike.
– ¿Dónde vive?
– En Nueva Jersey.
– En un barrio residencial, ¿no?
– Sí.
– ¿Los adolescentes de su pueblo cómo se meten en líos?
– No lo sé. Con drogas, alcohol.
– Así es. Quieren marcha. Creen que están aburridos, y quizá lo están, ¿quién sabe? Y quieren salir y colocarse e ir a clubes y flirtear y todo ese rollo. No quieren jugar a baloncesto. Y esto es lo que hacemos aquí.
– ¿Colocarlos?
– No como usted cree. Venga, se lo enseñaré.
La chica se puso a caminar por el brillante pasillo amarillo. Mike caminó a su lado. Ella mantenía los hombros hacia atrás y la cabeza alta. Tenía la llave en la mano. Abrió una puerta y bajó una escalera. Mike la siguió.
Era un club nocturno o una disco o como se le llame hoy a ese lugar. Tenía bancos con cojines y mesas redondas con luz debajo y taburetes bajos. Había un cubículo para el DJ y el suelo era de madera, no había bola de espejitos, pero sí un montón de luces de colores que giraban siguiendo una pauta. Las palabras club jaguar estaban pintadas al estilo grafiti en la pared del fondo.
– Esto es lo que quieren los adolescentes -dijo Rosemary McDevitt-. Un lugar donde desmadrarse. Para estar con los amigos y pasarlo bien. No servimos alcohol, pero servimos copas que parecen de alcohol. Tenemos camareros y camareras guapos. Hacemos lo que hacen los mejores clubes. Pero la clave es que los mantenemos a salvo. ¿Lo comprende? Chicos como su hijo intentan conseguir carnés falsos. Quieren comprar drogas o buscan maneras de conseguir alcohol aunque sean menores. Nosotros intentamos impedirlo canalizando su energía de forma más saludable.
– ¿Con este sitio?
– En parte. También ofrecemos asesoramiento, si lo necesitan. Ofrecemos clubes de lectura y grupos de terapia y tenemos una sala con Xbox y PlayStation 3 y todas las cosas que usted asociaría a un centro para adolescentes. Pero este lugar es la clave. Este lugar es lo que nos hace enrollados, y perdone la jerga adolescente.
– Se rumorea que sirven alcohol.
– Se equivocan. Los rumores suele propagarlos la competencia porque pierde clientes por culpa nuestra.
Mike no dijo nada.
– Mire, pongamos que su hijo vino a la ciudad de marcha. Podía ir a la Tercera Avenida y comprar cocaína en un callejón. El tío que está sentado en el escalón a cincuenta metros de aquí vende heroína. Sea lo que sea, los chicos lo compran. O se cuelan en un club donde acaban colocados o peor. Aquí los protegemos. Pueden desmadrarse de forma segura.
– ¿También dejan entrar a chicos de la calle?
– No los rechazaríamos, pero existen otras organizaciones mejor preparadas para ellos. No intentamos cambiar la vida de nadie porque sinceramente no creo que sea posible. Un chico de una familia rota desviado del buen camino necesita algo más de lo que nosotros ofrecemos. Nuestro objetivo es impedir que chicos básicamente buenos se desvíen del buen camino. Es casi el problema contrario: hoy los padres están demasiado encima de sus hijos. Están encima de ellos las veinticuatro horas. Los chicos no tienen espacio para rebelarse.
Era un argumento que él había planteado muchas veces a Tia. Estamos demasiado encima de ellos. Mike solía caminar solo por la calle. Los sábados jugaba en el parque Branch Crook todo el día y no volvía a casa hasta tarde. Sus hijos no podían cruzar la calle sin que él o Tia vigilaran atentamente, temerosos de… ¿exactamente de qué?
– ¿Y les dan ese espacio?
– Así es.
Mike asintió.
– ¿Quién dirige esto?
– Yo. Lo creé yo hace tres años después de que mi hermano muriera por sobredosis. Greg era un buen chaval. Tenía dieciséis años. No practicaba deportes y, por lo tanto, no era muy popular. Nuestros padres y la sociedad en general fueron demasiado consoladores. Quizá era la segunda vez que consumía.
– Lo lamento.
Ella se encogió de hombros y fue hacia la escalera. Él la siguió en silencio.
– ¿Señora McDevitt?
– Rosemary -dijo ella.
– Rosemary. No quiero que mi hijo se convierta en otra estadística. Anoche vino aquí. Ahora no sé dónde está.
– No puedo ayudarle.
– ¿Le ha visto otras veces?
Seguía dándole la espalda.
– Tengo una misión mayor aquí, Mike.
– ¿Y mi hijo es prescindible?
– No es lo que he dicho. Pero no hablamos con los padres. Jamás. Este lugar es para adolescentes. Si se supiera…
– No se lo diré a nadie.
– Forma parte de nuestra declaración de principios.
– ¿Y si Adam estuviera en peligro?
– Entonces le ayudaría en todo lo que pudiera. Pero no es éste el caso.
Mike estaba a punto de discutir, pero vislumbró a un puñado de góticos en el pasillo.
– ¿Ésos son clientes suyos? -preguntó, entrando en el despacho de la mujer.
– Clientes y orientadores.
– ¿Orientadores?
– Hacen de todo. Ayudan a limpiar. Por la noche se divierten. Y vigilan el club.
– ¿Como gorilas?
Ella ladeó la cabeza adelante y atrás.
– Creo que es un nombre un poco fuerte. Ayudan a los recién llegados a adaptarse. Ayudan a mantener el control. Vigilan el local, están atentos para que no se fume ni se consuma en los servicios, cosas así.
Mike hizo una mueca.
– Los internos que controlan la cárcel.
– Son buenos chicos.
Mike los observó. Después miró a Rosemary. La observó un momento. Era bastante espectacular a la vista. Tenía una cara de modelo, con unos pómulos altos que podrían servir de abrecartas. Volvió a mirar a los góticos. Eran cuatro, quizá cinco, todos en una bruma de negro y plata. Intentaban parecer duros y fracasaban estrepitosamente.
– ¿Rosemary?
– Sí.
– Algo de su discurso no me cuadra -dijo Mike.
– ¿Mi discurso?
– La forma en que me ha vendido este lugar. A cierto nivel lodo es muy lógico.
– ¿Y a otro nivel?
Se volvió y la miró directamente a los ojos.
– Creo que no dice más que tonterías. ¿Dónde está mi hijo?
– Debería marcharse.
– Si le está ocultando, le desmontaré el local piedra a piedra.
– Está en propiedad privada, doctor Baye. -Miró por el pasillo al grupo de góticos y les hizo una señal con la cabeza. Ellos se acercaron a Mike y le rodearon-. Márchese, por favor.
– ¿Va a hacer que sus… -dibujó unas comillas con los dedos- «orientadores» me echen?
El gótico más alto sonrió con malicia y dijo:
– Parece que ya le han vapuleado.
Los otros góticos rieron. Eran una mezcla light de negro, blanco, máscara y metal. Se morían por parecer duros y no lo eran, y tal vez esto los hacía mucho más temibles. Su desesperación. Ese deseo de ser algo que no eres. Mike sopesó lo que podía hacer. El gótico alto probablemente tenía veinte y pocos años, y era desgarbado y tenía una gran nuez de Adán. Una parte de Mike deseaba pegarle un puñetazo a traición, derribar a aquel bobo, dejar sin líder al grupo, mostrarles que no era un panoli. Una parte de él deseaba lanzar un golpe con el antebrazo contra aquella garganta protuberante, y dejar al gótico con las cuerdas vocales doloridas durante dos semanas. Pero entonces seguramente los demás se le echarían encima. Quizá podría con dos o tres, o quizá no tantos.
Todavía se lo estaba pensando cuando algo le llamó la atención. La puerta de metal se abrió con un zumbido. Entró otro gótico. No fue la ropa negra lo que puso en guardia a Mike.
Fueron los ojos morados.
El nuevo gótico también llevaba la nariz vendada.
«Acaba de romperse la nariz», pensó Mike.
Algunos de los góticos se acercaron al chico de la nariz rota y chocaron las manos con él. Se movían lentamente. Sus voces también eran lentas, letárgicas, como si tomaran Prozac.
– Eh, Carson -logró pronunciar uno.
– Carson, tío -graznó otro.
Levantaron las manos para darle una palmadita en la espalda, como si les costara un gran esfuerzo. Carson aceptó las atenciones como si estuviera acostumbrado y fuera su deber.
– ¿Rosemary? -dijo Mike.
– Sí.
– No sólo conoce a mi hijo, me conoce a mí.
– ¿Ah, sí?
– Me ha llamado doctor Baye. -Mantuvo los ojos fijos en el gótico de la nariz rota-. ¿Cómo sabía que era médico?
No esperó que le respondiera. No importaba. Fue rápidamente hacia la puerta, golpeando al gótico alto al pasar. El de la nariz rota, Carson, lo vio venir. Se le abrieron mucho los ojos morados y salió a la calle. Mike se movió más rápido y cogió la manilla de metal antes de que la puerta se cerrara, y salió.
Carson, el de la nariz rota, ya estaba a unos tres metros.
– ¡Eh, tú! -gritó Mike.
El gamberro se volvió. Los cabellos negrísimos le caían sobre un ojo como una oscura cortina.
– ¿Qué le ha pasado a tu nariz?
Carson intentó reírse.
– ¿Qué le ha pasado a tu cara?
Mike corrió hacia él. Los otros góticos habían salido a la calle. Eran seis contra uno. Por el rabillo del ojo Mike vio que Mo bajaba del coche y se acercaba a ellos. Seis contra dos, pero Mo era uno de los dos. Mike aceptaba esta proporción.
Se acercó más, frente a la nariz rota de Carson, y dijo:
– Un puñado de cobardes pichaflojas me agredieron cuando no me lo esperaba. Eso es lo que le ha pasado a mi cara.
Carson intentó mantener el tono fanfarrón.
– Qué pena.
– Bueno, gracias, pero lo curioso del caso es esto: ¿te imaginas ser tan colgado como para ser uno de los cobardes que me agredieron, y acabar con una nariz rota?
Carson se encogió de hombros.
– Todo el mundo puede tener un golpe de suerte.
– Eso es verdad. Así que el colgado pichafloja puede que quiera otra oportunidad. De hombre a hombre. Cara a cara.
El líder gótico echó un vistazo para asegurarse de que tenía los refuerzos cerca. Los otros góticos respondieron, se ajustaron los brazaletes de metal, flexionaron los dedos e hicieron lo que pudieron para parecer preparados. Mo se acercó al gótico alto y lo cogió por el cuello antes de que nadie pudiera moverse. El gótico intentó emitir un sonido, pero el apretón de Mo se lo impedía.
– Si alguien da un paso -dijo Mo-, te vas a enterar tú. No el que dé un paso. Ni el tipo que interfiera. Tú. Te voy a hacer mucho daño, ¿entiendes?
El gótico alto intentó asentir con la cabeza.
Mike miró otra vez a Carson.
– ¿Estás a punto?
– Oye, no tengo nada contra ti.
– Yo sí.
Mike le empujó estilo patio de escuela. Provocando. Los otros góticos parecían desorientados, como si no supieran qué hacer. Mike empujó a Carson otra vez.
– ¡Eh!
– ¿Qué le habéis hecho a mi hijo?
– ¿Qué? ¿A quién?
– A mi hijo, Adam Baye. ¿Dónde está?
– ¿Crees que lo sé?
– Anoche me agrediste, ¿no? Si no quieres que te dé la paliza del siglo, más vale que hables.
Entonces se oyó otra voz, diciendo:
– ¡Todos quietos! ¡FBI!
Mike levantó la cabeza. Eran los dos hombres de las gorras de béisbol, los que les seguían. Tenían armas en una mano y placas en la otra.
– ¿Michael Baye? -dijo uno de los agentes.
– ¿Sí?
– Darryl LeCrue, FBI. Tenemos que pedirle que venga con nosotros.