39

Nash mantuvo el apretón sobre cada una de las niñas.

No ejercía demasiada fuerza, pero sí sobre puntos muy sensibles. Vio que Yasmin, la que lo había empezado todo portándose mal en la clase de Joe, hacía una mueca. La otra niña -la hija de la mujer que se había presentado sin más ni más- temblaba como una hoja.

– Suéltelas -dijo la mujer.

Nash negó con la cabeza. Ahora se sentía aturdido. La locura le tenía dominado como un cable con corriente. Todas las neuronas estaban en plena marcha. Una de las niñas se echó a llorar. Nash sabía que esto debería haberle hecho efecto, que como ser humano sus lágrimas deberían haberle conmovido.

Pero sólo aumentaron la sensación.

¿Sigue siendo locura cuando tú sabes que es locura?

– Por favor -dijo la mujer-. Sólo son unas niñas.

Pero después calló. Quizá porque lo vio. Vio que sus palabras no hacían ningún efecto en el hombre. Peor aún, parecían producirle placer. Admiró a la mujer. Se preguntó si siempre sería así, valiente y luchadora, o si se había convertido en la madre osa que protegía a su cría.

Primero tendría que matar a la madre.

Sería la más problemática. De eso estaba seguro. Era imposible que se estuviera quieta mientras hacía daño a las niñas.

Pero entonces otro pensamiento le excitó. Si tenía que ser así, si éste sería su acto final, ¿no disfrutaría mucho más obligando a los padres a mirar?

Sabía que era enfermizo, sí. Pero en cuanto la voz penetró en su cerebro, Nash no pudo ahuyentarla. No puedes evitar ser lo que eres. Nash conoció a algunos pedófilos en prisión y siempre intentaban convencerse de que lo que hacían no era depravado. Hablaban de historia, de civilizaciones antiguas y de eras primitivas en que las niñas se casaban a los doce años y Nash siempre se preguntaba por qué se tomaban la molestia. Era mucho más simple. Así es como te pones a cien, como te entra el cosquilleo. Sientes la necesidad de hacer lo que los demás consideran reprobable. Así era como Dios te había hecho. ¿Quién tenía la culpa entonces?

Todos esos chiflados devotos debían entender que, si se paraban a pensarlo, estaban criticando la obra de Dios cuando condenaban a esos hombres. Sí, responderían con que se podía vencer la tentación, pero esto era algo más. Ellos también lo sabían. Porque todo el mundo tenía su cosquilleo. No es la disciplina la que lo mantiene a raya, son las circunstancias. Esto era lo que Pietra no comprendía de los soldados. Las circunstancias no los forzaron a rendirse a la brutalidad.

Les dieron la oportunidad de hacerlo.

Ahora lo sabía. Los mataría a todos. Les robaría los ordenadores y se largaría. Cuando llegara la policía, estaría ocupada con el baño de sangre. Lo atribuirían a un asesino en serie. Nadie pensaría en una cinta grabada por una chantajista para destruir a un buen hombre y buen profesor. Joe podría salir bien parado.

Primero lo primero. Atar a la madre.

– ¿Niñas? -dijo Nash.

Se volvió para que pudieran verlo.

– Si huís, mataré a mamá y a papá. ¿Lo habéis comprendido?

Las dos asintieron. De todos modos, las apartó de la puerta del sótano. Les soltó el cuello, y entonces fue cuando Yasmin soltó el grito más penetrante que hubiera oído jamás. Corrió hacia su padre. Nash se inclinó hacia ellos.

Esto demostraría ser un error.

La otra niña corrió hacia los escalones.

Nash se giró rápidamente para seguirla, pero la niña era rápida.

La mujer gritó:

– ¡Huye, Jill!

Nash subió los escalones saltando, con la mano estirada para cogerle un tobillo. Le rozó la piel, pero ella se apartó. Nash intentó incorporarse, pero sintió un peso repentino encima.

Era la madre.

Le había saltado sobre la espalda y le mordió la pierna con fuerza. Nash aulló y la apartó a patadas.

– ¡Jill! -gritó Nash-. ¡Tu madre está muerta si no bajas inmediatamente!

La mujer se apartó de él rodando.

– ¡Huye! ¡No le hagas caso!

Nash se levantó y sacó el cuchillo. Por primera vez no sabía exactamente qué hacer. La caja del teléfono estaba en el otro extremo de la habitación. Podía arrancarlo, pero la niña seguramente tenía un móvil.

El tiempo apremiaba.

Nash miró a Yasmin. Ella saltó detrás de su padre. El hombre intentó rodar, intentó sentarse, intentó hacer lo que fuera para convertirse en una pared protectora para su hija. El esfuerzo, con las ataduras de la cinta adhesiva, fue casi cómico.

La mujer también se levantó. Fue hacia la niña. Ni siquiera era la suya esta vez. Valiente. Pero ahora los tres estaban juntos. Bien. Podía encargarse de todos rápidamente. No tardaría nada.

– ¡Jill! -gritó Nash otra vez-. ¡Último aviso!

Yasmin volvió a gritar. Nash fue hacia ellas, con el cuchillo levantado, pero una voz le retuvo.

– No le haga daño a mi madre, por favor.

La voz venía de detrás de él. Oía los sollozos.

Jill había vuelto.

Nash miró a la madre y sonrió. La cara de la mujer se contorsionó de angustia.

– ¡No! -gritó la madre-. ¡No, Jill! ¡Corre!

– ¿Mami?

– ¡Corre! ¡Por Dios, cielo, corre, por favor!

Pero Jill no la escuchaba. Bajó la escalera. Nash se volvió hacia ella y entonces se dio cuenta de su error. Se preguntó por un momento si había dejado intencionadamente que Jill llegara a la escalera. Les había soltado el cuello, ¿no? ¿Había sido descuidado o había algo más? Se preguntó si de alguna manera había sido dirigido por alguien, alguien que ya había visto bastante y quería que estuviera en paz.

Creyó verla de pie junto a la niña.

– Cassandra -gritó con fuerza.


Un minuto o dos antes, Jill había sentido la presión de la mano del hombre sobre su cuello.

El hombre era fuerte. No parecía esforzarse en absoluto. Sus dedos habían encontrado un punto y dolía de mala manera. Después vio a su madre y la forma en que estaba atado el señor Novak en el suelo. Jill estaba muy asustada.

– Suéltelas -dijo su madre.

El modo de decirlo tranquilizó un poco a Jill. Era horrible y aterrador, pero su madre estaba allí. Haría lo que fuera para salvar a Jill. Y Jill supo que era el momento de demostrar que ella también haría lo que fuera por su madre.

El apretón del hombre aumentó. Jill jadeó un poco y lo miró a la cara. El hombre parecía contento. Después miró a Yasmin. Estaba mirando directamente a Jill. Consiguió ladear un poco la cabeza. Esto era lo que hacía Yasmin en clase cuando el profesor estaba mirando pero quería mandar un mensaje a Jill.

Jill no lo entendió. Yasmin empezó a mirarse la mano.

Despistada, Jill siguió sus ojos y vio lo que estaba haciendo Yasmin.

Estaba formando una pistola con los dedos índice y pulgar.

– ¿Niñas?

El hombre que las tenía agarradas por el cuello apretó y se volvió un poco para que se vieran obligadas a mirarlo.

– Si huís, mataré a mamá y a papá. ¿Lo habéis comprendido?

Las dos asintieron. Volvieron a mirarse. Yasmin abrió la boca. Jill captó la idea. El hombre las soltó. Jill esperó la distracción. No tardó mucho.

Yasmin gritó y Jill corrió para salvar la vida. No sólo su vida, en realidad. Para salvar la vida a todos.

Sintió los dedos del hombre en su tobillo, pero lo apartó. Le oyó aullar, pero no miró atrás.

– ¡Jill! ¡Tu madre está muerta si no bajas inmediatamente!

No tenía más remedio. Jill subió la escalera corriendo. Pensó en el correo anónimo que había mandado al señor Novak aquel mismo día.


Hazme caso, por favor. Tienes que esconder mejor tu pistola.


Rezó por que no lo hubiera leído o que, de haberlo leído, no hubiera tenido tiempo de hacer nada al respecto. Jill corrió al dormitorio de Novak y abrió el cajón a lo bruto. Tiró el contenido en el suelo.

La pistola no estaba.

Se le encogió el corazón. Oyó gritos procedentes de abajo. El hombre podía estar matándolos a todos. Empezó a tirarlo todo al suelo hasta que su mano tropezó con algo metálico.

La pistola.

– ¡Jill! ¡Último aviso!

¿Cómo se quitaba el seguro? Maldita sea. No tenía ni idea. Pero entonces Jill recordó algo.

Yasmin no había vuelto a ponerlo. Probablemente el seguro estaba quitado.

Yasmin gritó.

Jill se puso de pie. No había bajado aún la escalera cuando gritó con la vocecita más infantil que fue capaz de fingir:

– No le haga daño a mi mamá, por favor.

Corrió a la planta baja. No sabía si sería capaz de apretar el gatillo con la fuerza suficiente para disparar. Pensó que sostendría la pistola con ambas manos y apretaría con dos dedos.

Resultó que eso fue fuerza suficiente.


Nash oyó las sirenas.

Vio la pistola y sonrió. Parte de él quería dar un salto, pero Cassandra meneó la cabeza. Tampoco quería esto. La niña dudó. Él se acercó un poco más a ella y levantó el cuchillo por encima de la cabeza de la niña.

Cuando Nash tenía diez años, preguntó a su padre qué les sucedía a las personas cuando morían. Su padre dijo que quizá Shakespeare lo había descrito mejor que nadie diciendo que la muerte era «la tierra ignota de cuyos confines ningún viajero regresa».

En suma, nadie lo sabe.

La primera bala le dio en pleno pecho.

Vaciló acercándose a Jill, con el cuchillo levantado, esperando.

Nash no sabía dónde le llevaría la segunda bala, pero esperaba que fuera junto a Cassandra.

Загрузка...