29

Violada.

Después de que Susan dijera esto, más que el silencio las dos sintieron una especie de viento, la sensación de estar perdiendo presión en la cabina, como si toda la cafetería estuviera descendiendo demasiado rápido y sus oídos estuvieran sufriendo.

Violada.

Ilene Goldfarb no sabía qué decir. Había oído muchas malas noticias y había dado muchas ella misma, pero esto era totalmente inesperado. Finalmente se decidió por el tópico, por el comodín casi exento de significado.

– Lo siento.

Los ojos de Susan Loriman no estaban sólo cerrados, sino apretados como los de un niño. Sus manos todavía se agarraban a la taza, protegiéndola. Ilene estuvo a punto de tocarla, pero decidió no hacerlo. La camarera se acercó a ellas, pero Ilene la despidió con un gesto de la cabeza. Susan seguía con los ojos cerrados.

– No se lo conté a Dante.

Un camarero pasó por su lado con una bandeja repleta de platos. Alguien pidió agua. Una mujer en la mesa de al lado intentaba escuchar su conversación, pero Ilene le lanzó una mirada furiosa que la hizo desistir.

– No se lo dije a nadie. Cuando me quedé embarazada, pensé que sería de Dante. Al menos es lo que esperaba. Y cuando nació Lucas supongo que lo supe. Pero lo bloqueé y seguí adelante. Fue hace mucho tiempo.

– ¿No denunció la violación?

Ella negó con la cabeza.

– No se lo diga a nadie, por favor.

– De acuerdo.

Se quedaron un rato en silencio.

– ¿Susan?

– Sé que fue hace mucho tiempo… -empezó Ilene.

– Once años -dijo Susan.

– Sí. Pero quizá le convendría denunciarlo.

– ¿Qué?

– Si lo arrestan, podemos hacerle una prueba. Puede que esté fichado. Los violadores normalmente son reincidentes.

Susan meneó la cabeza.

– Vamos a organizar la campaña de donantes en la escuela.

– ¿Sabe cuál es la probabilidad de encontrar lo que necesitamos?

– Tiene que funcionar.

– Susan, debería ir a la policía.

– Por favor, no insista.

Y entonces una idea curiosa cruzó la cabeza de Ilene.

– ¿Conoce al violador?

– ¿Qué? No.

– Debería pensar en lo que le he dicho.

– No le arrestarán, ¿entendido? Debo irme. -Susan salió del reservado y se puso de pie junto a Ilene-. Si creyera que existe alguna posibilidad de ayudar a mi hijo, lo haría. Pero no existe. Se lo ruego, doctora Goldfarb. Ayúdenos con la campaña de donantes. Ayúdeme a encontrar otro modo. Ahora sabe la verdad, por favor, debe dejarlo así.


En su aula, Joe Lewiston limpió la pizarra con una esponja. Con los años habían cambiado muchas cosas en la enseñanza, como la sustitución de las pizarras verdes por las nuevas blancas y lavables, pero Joe insistía en mantener aquella reliquia de las generaciones anteriores. Había algo en el polvo, en el chasquido de la tiza cuando escribía, y en limpiarla con una esponja que, de alguna manera, lo vinculaba al pasado y le recordaba quién era y qué hacía.

Joe usó la esponja gigante y estaba demasiado mojada. Resbaló agua por la pizarra y él recogió la cascada con la esponja, siguiendo líneas rectas arriba y abajo. Intentó perderse en aquella simple tarea.

Casi lo consiguió.

A aquella aula la llamaba «Tierra de Lewiston». A los niños les chiflaba, pero en realidad no tanto como a él. Deseaba tanto ser diferente, no sólo hacer discursos y enseñar el material requerido y ser fácil de olvidar. Aquél era su lugar. Los alumnos habían escrito diarios y él también. Él leía los de los niños, y les permitía leer el suyo. Nunca gritaba. Cuando un niño hacía algo bien o digno de destacar, ponía una marca junto a su nombre. Cuando el niño se portaba mal, borraba la marca. Era así de simple. No creía en hacer excepciones con los niños ni en hacerles pasar vergüenza.

Veía cómo los demás profesores envejecían, cómo su entusiasmo disminuía con cada clase. El suyo no. Se vestía de un personaje para dar la clase de historia. Montaba cazas del tesoro en las que era necesario resolver problemas matemáticos para encontrar el siguiente objeto. La clase tenía que realizar su propia película. En aquella sala, en la Tierra de Lewiston pasaban muchas cosas buenas, y sólo había habido aquel mal día en que debería haberse quedado en casa porque todavía tenía el estómago dolorido por la gripe estomacal y el aire acondicionado se había estropeado, se encontraba fatal, le estaba subiendo la fiebre y…

¿Por qué decía estas cosas? Dios, había hecho una cosa horrible a aquella niña.

Encendió el ordenador. Le temblaban las manos. Tecleó la dirección de la página de la escuela de su esposa. La contraseña era ahora JoeamaaDolly.

Al correo no le pasaba nada.

Dolly no entendía mucho de ordenadores ni de Internet. Así que Joe se había adelantado y le había cambiado la contraseña. Era por eso por lo que su correo no «funcionaba» como era debido. Ella tenía otra contraseña, y cuando intentaba entrar, no se lo permitía.

Ahora, en la seguridad de aquella aula que tanto amaba, Joe Lewiston comprobó los correos que había recibido Dolly. Esperaba no ver otra vez la misma dirección de envío.

Pero la vio.

Se mordió el labio para no gritar. Tenía un tiempo limitado hasta que Dolly exigiera saber qué le pasaba a su correo. Tenía un día quizá, no más. Y no creía que un día fuera suficiente.


Tia dejó a Jill otra vez en casa de Yasmin. Si a Guy Novak le molestó o le sorprendió, lo disimuló. Tia tampoco tenía tiempo para planteárselo. Fue a toda velocidad a la central del FBI en el 26 de Federal Plaza. Hester Crimstein llegó casi exactamente al mismo tiempo. Se encontraron en la sala de espera.

– Repasemos el guión -dijo Hester-. A ti te toca hacer el papel de esposa devota. Yo seré la encantadora veterana que hará un carneo como su abogada.

– Lo sé.

– No digas ni una palabra allí dentro. Deja que me encargue yo.

– Por eso te he llamado.

Hester Crimstein fue hacia la puerta. Tia le siguió. Hester abrió la puerta y entró en tromba. Mike estaba sentado a la mesa. Había dos hombres más en la habitación. Uno estaba en un rincón. El otro estaba prácticamente encima de Mike. Este último se incorporó cuando ellas entraron y dijo:

– Hola. Soy el agente especial Darryl LeCrue.

– No me importa -dijo Hester.

– ¿Disculpe?

– No, no le disculpo. ¿Está arrestado mi cliente?

– Tenemos razones para creer…

– No me importa. Es una pregunta de sí o no. ¿Está arrestado mi cliente?

– Esperamos no tener que…

– De nuevo, no me importa. -Hester miró a Mike-. Doctor Baye, levántese por favor y salga inmediatamente de esta habitación. Su esposa le acompañará a la entrada y pueden esperarme allí.

– Espere un momento, señora Crimstein -dijo LeCrue.

– ¿Sabe mi nombre?

Él se encogió de hombros.

– Sí.

– ¿Cómo?

– La he visto en la tele.

– ¿Quiere un autógrafo?

– No.

– ¿Por qué no? Da lo mismo, no se lo voy a dar. Mi cliente ha terminado por ahora. Si hubiera querido arrestarlo, ya lo habría dicho. Así que saldrá de la habitación y usted y yo charlaremos. Si creo que es necesario, lo traeré de vuelta para hablar con usted. ¿Está claro?

LeCrue miró a su compañero del rincón.

– La respuesta correcta es «Clarísimo, señora Crimstein» -dijo Hester. Después, volviendo a mirar a Mike, añadió-: Márchese.

Mike se levantó. Él y Tia salieron. La puerta se cerró detrás de ellos. Lo primero que preguntó Mike fue:

– ¿Dónde está Jill?

– En casa de Novak.

Mike asintió.

– ¿Quieres ponerme al día? -preguntó Tia.

Mike se lo contó todo, su visita al Club Jaguar, su conversación con Rosemary McDevitt, la pelea que estuvo a punto de iniciar, la aparición de los federales, y el interrogatorio y las fiestas farm.

– Club Jaguar -dijo Mike al acabar-. Acuérdate de los mensajes instantáneos.

– De CeJota8115 -dijo Tia.

– Sí. No son las iniciales de una persona. Significa Club Jaguar.

– ¿Y el 8115?

– No lo sé. A lo mejor es que hay muchas personas con esas iniciales.

– ¿Y tú crees que es esa tal Rosemary comosellame?

– Sí.

Tia intentó asumirlo.

– En cierto modo tiene sentido. Spencer Hill robó fármacos del botiquín de su padre. Así es como se suicidó. Quizá lo hizo en alguna de esas fiestas farm. Quizá estaban celebrando una en la azotea.

– ¿Y crees que Adam estaba allí?

– Parece lógico. Estaban celebrando una fiesta farm. Mezclas las pastillas, crees que es seguro…

Los dos callaron.

– Entonces, ¿Spencer se suicidó? -preguntó Mike.

– Mandó aquellos mensajes.

Se quedaron en silencio. No querían llegar a la otra conclusión.

– Tenemos que encontrar a Adam -dijo Mike-. Concentrémonos en esto, ¿de acuerdo?

Tia asintió. Se abrió la puerta de la sala de interrogatorio y salió Hester. Se acercó a ellos y dijo:

– Aquí no. Salgamos a hablar fuera.

Siguió caminando. Mike y Tia la siguieron rápidamente. Subieron al ascensor, pero Hester no dijo nada. Cuando se abrieron las puertas, Hester caminó decidida hacia la puerta giratoria y salió. Mike y Tia la siguieron.

– En mi coche -dijo Hester.

Era una limusina con televisor, copas de cristal y un decantador vacío. Hester les dejó los asientos buenos, de cara al conductor. Ella se sentó enfrente.

– Ya no me fío de los edificios federales, con tanta vigilancia -dijo. Se dirigió a Mike-: Doy por sentado que ha puesto al día a su esposa.

– Sí.

– Ya se imaginarán el trato. Tienen docenas de lo que parecen recetas falsas extendidas por usted. Ese Club Jaguar no es tonto y utilizó distintas farmacias. Las presentaron en el estado, fuera del estado, por Internet, en todas partes. Las de seguimiento también. La teoría de los federales es bastante evidente.

– Creen que Adam las robó -dijo Mike.

– Sí. Y tienen bastantes pruebas.

– ¿Como cuáles?

– Como que saben que su hijo asistió a fiestas farm. Al menos, es lo que dicen. Anoche también estaban frente al Club Jaguar. Vieron entrar a Adam poco después de verle a usted.

– ¿Vieron cómo me agredían?

– Dicen que usted entró en el callejón y no supieron hasta más tarde qué había pasado. Estaban vigilando el club.

– ¿Y Adam estaba dentro?

– Es lo que dicen. Pero no me dirán nada más. Como si le vieron salir. Pero no nos equivoquemos. Quieren encontrar a su hijo. Quieren que les entregue pruebas contra el Club Jaguar o quien sea que lo gestione. Es un chico, dicen. Saldrá con una palmadita en el culo si colabora.

– ¿Qué les has dicho? -preguntó Tia.

– Primero he mareado la perdiz un poco. He negado que vuestro hijo supiera nada de esas fiestas o de los talonarios de recetas. Después he preguntado en qué consistiría su oferta en cuanto a condena y acusaciones. No están preparados para concretar.

– Adam no robaría el talonario de recetas de Mike- dijo Tia-. No es tan tonto.

Hester la miró inexpresivamente y Tia se dio cuenta de lo ingenua que sonaba su defensa.

– Ya saben cómo va -dijo Hester-. No importa lo que piensen o lo que piense yo. Les cuento su teoría. Y tienen un as en la manga. Usted, doctor Baye.

– ¿Cómo?

– Fingen que no están del todo convencidos de que no está metido en esto. Por ejemplo, dicen que anoche iba al Club Jaguar cuando tuvo un violento altercado con varios hombres que corrían por allí. ¿Cómo podía conocer el local, a menos que estuviera implicado? ¿Por qué estaba en el barrio?

– Estaba buscando a mi hijo.

– Y ¿cómo sabía que su hijo estaría allí? No me conteste, nosotros lo sabemos. Pero ya ve a qué me refiero. Pueden acusarlo de estar conchabado con la tal Rosemary McDevitt. Es un adulto y médico. Daría bonitos titulares a la policía y pasaría un buen tiempo en la cárcel. Y, por si es tan bobo para pensar que debe cargar con el muerto por esto en lugar de su hijo, pueden decir que Adam y usted estaban juntos en esto. Adam lo empezó. Fue a las fiestas farm. Él y la mujer del Club Jaguar vieron una forma de sacar más dinero a través de un médico legal. Y le metieron en el ajo.

– Es una locura.

– No, no lo es. Tienen sus recetas. Es una prueba consistente, desde su punto de vista. ¿Sabe de cuánto dinero va esto? El OxyContín vale una fortuna. Se está convirtiendo en un problema epidémico. Y usted, doctor Baye, sería un ejemplo maravilloso. Usted, doctor Baye, sería el chico del póster con sus bonitas recetas. Le podría sacar de ésta, claro. Seguramente le sacaría. Pero ¿a qué precio?

– ¿Qué nos aconseja, entonces?

– Aunque aborrezca colaborar, creo que en este caso es nuestra mejor posibilidad. Pero esto es prematuro. Ahora necesitamos encontrar a Adam. Vamos a sentarnos y a descubrir qué ha pasado aquí exactamente. Después tomaremos una decisión informada.


Loren Muse entregó la fotografía a Neil Cordova.

– Es Reba -dijo.

– Sí, lo sé -dijo Muse-. Es una foto de una cámara de seguridad del Target donde estuvo ella ayer.

El hombre la miró.

– ¿De qué nos sirve?

– ¿Ve a esa mujer de detrás?

Muse la señaló con el dedo índice.

– Sí.

– ¿La conoce?

– No, creo que no. ¿Tiene otro ángulo?

Muse le entregó la segunda fotografía. Neil Cordova se concentró en la imagen, deseando encontrar algo tangible para ayudar. Pero sacudió la cabeza.

– ¿Quién es?

– Un testigo vio a su mujer subir a una furgoneta y a otra mujer que se llevaba el Acura de Reba. Le hemos hecho revisar las cintas de vigilancia y dice que es esta mujer.

Él volvió a mirar.

– No la conozco.

– Entendido, señor Cordova, gracias. Vuelvo enseguida.

– ¿Puedo quedarme la foto? ¿Por si se me ocurre algo?

– Por supuesto.

Él la miró, todavía aturdido por la identificación del cadáver.

Muse salió y bajó por el pasillo. La recepcionista la saludó al pasar. Muse llamó a la puerta de Paul Copeland. Él le gritó que pasara.

Cope estaba sentado ante una mesa con una pantalla de vídeo encima. La oficina del condado no utiliza espejos falsos en las salas de interrogatorio. Utiliza una cámara de televisión. Cope había estado observando. Sus ojos todavía estaban fijos en la pantalla, mirando a Neil Cordova.

– Ha surgido algo -dijo Cope.

– ¿Qué?

– Marianne Gillespie estaba alojada en el Travelodge de Livingston. Debía marcharse esta mañana. También tenemos a un empleado del hotel que vio a Marianne entrando en su habitación con un hombre.

– ¿Cuándo?

– No estaba seguro, pero cree que fue hace cuatro o cinco días, más o menos cuando se registró.

Muse asintió.

– Esto es gordo.

Cope mantuvo los ojos en la pantalla.

– Quizá deberíamos celebrar una rueda de prensa. Ampliar la imagen de la mujer de la foto de vigilancia. A ver si alguien puede identificarla.

– Quizá sí. No me gusta nada hacerlo público si no es realmente necesario.

Cope siguió estudiando al marido en la pantalla. Muse se preguntó qué estaría pensando. Cope había vivido muchas tragedias, incluida la muerte de su primera esposa. Muse echó un vistazo al despacho. Sobre la mesa había cinco iPods nuevos, todavía en sus cajas.

– ¿Esto qué es? -preguntó.

– iPods.

– Eso ya lo veo. ¿Pero para qué son?

La mirada de Paul no se apartaba de Cordova.

– Ojalá fuera él.

– ¿Cordova? No fue él.

– Lo sé. Puede sentirse el dolor que transpira.

Silencio.

– Los iPods son para las damas de honor -dijo Cope.

– Qué bonito.

– Quizá podría hablar con él.

– ¿Con Cordova?

Cope asintió.

– Estaría bien -dijo ella.

– A Lucy le chiflan las canciones tristes -dijo Cope-. Ya lo sabes, ¿no?

Aunque fuera dama de honor, Muse no conocía a Lucy desde hacía mucho ni, en muchos sentidos, la conocía bien. De todos modos asintió, pero Cope seguía mirando la pantalla.

– Cada mes le grabo un CD. Es una cursilada, lo sé. Pero le encanta. Así que cada mes busco las canciones más tristes que existen. Totalmente desgarradoras. Este mes, por ejemplo, tengo Congratulation de Blue October y Seed de Angie Aparo.

– Nunca había oído hablar de ellas.

Cope sonrió.

– Pues las oirás. El regalo es esto. Las tienes todas grabadas en el iPod.

– Una gran idea -dijo ella.

Muse sintió una punzada. Cope grababa CD para la mujer que amaba. ¿Se podía tener más suerte?

– Antes no entendía por qué a Lucy le gustaban tanto esas canciones. ¿Sabes a qué me refiero? Se sienta a oscuras, las escucha y llora. La música le produce este efecto. No lo entendía. El mes pasado, por ejemplo. Le grabé una canción de Missy Higgins. ¿La conoces?

– No.

– Es fantástica. Su música es brutal. En esa canción habla de un ex amante y de que no soporta pensar que otra mano lo toca, aunque sabe que debería.

– Qué triste.

– Exactamente. Y Lucy es feliz ahora, ¿no? Estamos muy bien. Por fin hemos vuelto a encontrarnos y vamos a casarnos. ¿Por qué sigue escuchando canciones desgarradoras?

– ¿Me lo preguntas a mí?

– No, Muse, te lo estoy explicando. No lo entendí durante mucho tiempo. Pero ya lo entiendo. Las canciones tristes son un dolor seguro. Una distracción. Está controlado. Y quizá te ayuda a imaginar que el dolor será así. Pero no lo es. Y Lucy lo sabe, evidentemente. No puedes prepararte para el dolor. No tienes más remedio que dejar que te destroce.

Sonó su teléfono. Por fin Cope apartó la mirada y contestó al teléfono.

– Copeland -dijo. Después miró a Muse-. Han localizado al pariente más próximo de Marianne Gillespie. Ve.

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