Mike estaba en la misma sala de interrogatorios que antes. Esta vez estaba con su hijo.
El agente especial Darryl LeCrue y el ayudante del fiscal Scott Duncan habían intentado encajar las piezas del caso. Mike sabía que todos estaban allí: Rosemary, Carson, DJ Huff y probablemente su padre, y los demás góticos. Los habían separado, esperando hacer tratos y presentar cargos.
Llevaban cuatro horas allí. Mike y Adam todavía no habían respondido una sola pregunta. Hester Crimstein, su abogada, se negaba a dejarlos hablar. En ese momento Mike y Adam estaban solos en la sala de interrogatorio.
Mike miró a su hijo y se le rompió el corazón.
– Todo se arreglará -dijo, quizá por quinta o sexta vez.
Adam no reaccionaba. Seguramente por el shock. Por supuesto, había una fina línea entre el shock y el resentimiento adolescente. Hester estaba en modo enloquecido y la cosa iba a peor. Se notaba. No paraba de entrar y salir y de hacer preguntas. Adam se limitaba a sacudir la cabeza cuando ella le pedía detalles.
Hizo su última visita hacía media hora y acabó diciendo tres palabras a Mike:
– No va bien.
La puerta se abrió de golpe otra vez. Hester entró, cogió una silla y la acercó a Adam. Se sentó y situó la cara a dos centímetros de la del chico. Él se apartó. Ella le cogió la cara entre las manos, le obligó a mirarla y dijo:
– Mírame, Adam.
Él la miró de muy mala gana.
– Éste es el problema que tienes. Rosemary y Carson te echan la culpa a ti. Dicen que fue idea tuya robar los talonarios de recetas de tu padre y llevar el negocio al siguiente nivel. Dicen que tú los buscaste a ellos. Dependiendo de su estado de ánimo, también aseguran que tu padre estaba en el ajo. Aquí tu padre estaba buscando la manera de sacarse un dinerillo extra. Los agentes de la DEA que están aquí se llevaron muchos honores por arrestar a un médico en Bloomfield por lo mismo: suministrar recetas ilegales para el mercado negro. Así que les gusta este enfoque, Adam. Quieren al médico y a su hijo en una conspiración porque atrae la atención de los medios y significa promociones para ellos. ¿Entiendes lo que te digo?
Adam asintió.
– Entonces, ¿por qué no me dices la verdad?
– No importa -dijo Adam.
Ella hizo un gesto de desesperación.
– ¿Qué significa esto?
Adam sacudió la cabeza.
– Es mi palabra contra la suya.
– De acuerdo, pero mira: tenemos dos problemas. Primero, no están sólo ellos. Un par de colegas de Carson respaldan su versión. Evidentemente, esos colegas respaldarían la versión de que hiciste exploraciones anales en una nave espacial si Carson y Rosemary se lo pidieran. Así que ése no es nuestro mayor problema.
– ¿Cuál es entonces? -preguntó Mike.
– La prueba más sólida que tienen son los talonarios de recetas. No se pueden relacionar directamente con Rosemary y Carson. La cosa no queda atada y bien atada. En cambio, pueden relacionarlos directamente con usted, doctor Baye. Evidentemente, son suyos. También pueden relacionar bastante bien cómo fueron del punto A: usted, doctor Baye, al punto B: el mercado ilegal. A través de su hijo.
Adam cerró los ojos y sacudió la cabeza.
– ¿Qué? -preguntó Hester.
– No va a creerme.
– Cariño, escúchame. Mi trabajo no es creerte. Mi trabajo es defenderte. Preocúpate porque tu madre te crea, ¿de acuerdo? Yo no soy tu madre, soy tu abogada y, ahora mismo, te convengo mucho más.
Adam miró a su padre.
– Yo te creeré -dijo Mike.
– Pero no confiaste en mí.
Mike no sabía qué responder a esto.
– Pusiste esa cosa en mi ordenador. Leíste mis conversaciones privadas.
– Estábamos preocupados por ti.
– Podíais haber preguntado.
– Lo hicimos, Adam. Te pregunté mil veces. Me dijiste que te dejara en paz. Me dijiste que saliera de tu habitación.
– Eh, chicos. -Era Hester-. Disfruto con esta escena padre e hijo tan conmovedora, es una maravilla, tengo ganas de llorar, pero os cobro por horas y soy francamente cara, así que ¿podemos volver al caso?
Llamaron con fuerza a la puerta. Se abrió y entraron el agente especial Darryl LeCrue y el ayudante del fiscal Scott Duncan.
– Salgan. Ésta es una reunión privada -dijo Hester.
– Hay alguien que quiere ver a sus clientes -dijo LeCrue.
– Ni que sea Jessica Alba enseñando el ombligo…
– ¿Hester?
Era LeCrue.
– Confíe en mí. Esto es importante.
Se apartaron a un lado. Mike los miró. No estaba seguro de qué podía esperar, pero sin duda, esto no. Adam se echó a llorar en cuanto los vio.
Betsy y Ron Hill entraron en la sala.
– ¿Quién cono son ésos? -preguntó Hester.
– Los padres de Spencer -dijo Mike.
– Uau, ¿qué clase de truco emocional es éste? Los quiero fuera, los quiero fuera ya.
– Calle. Escuche. No hable. Escuche -dijo LeCrue.
Hester miró a Adam. Le puso una mano en el brazo.
– No digas ni una palabra. ¿Me has oído? Ni una palabra.
Adam siguió llorando.
Betsy Hill se sentó frente a él. También tenía lágrimas en los ojos. Ron se quedó de pie detrás de ella. Cruzó los brazos y miró al techo. Mike podía ver que le temblaban los labios. LeCrue se quedó de pie en un rincón y Duncan en otro.
– Señora Hill, ¿puede decirles lo que acaba de contarnos? -dijo LeCrue.
Hester Crimstein todavía tenía una mano sobre el brazo de Adam, preparada para hacerlo callar. Betsy Hill sólo miraba a Adam. Finalmente, el chico levantó la cabeza y la miró a los ojos.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Mike.
– Me mentiste, Adam -dijo finalmente Betsy Hill.
– Uau, uau -dijo Hester-. Si va a empezar a lanzar acusaciones sobre engaños, vamos a parar esto aquí y ahora.
Betsy siguió mirando a Adam, ignorando aquel estallido.
– Tú y Spencer no os peleasteis por una chica, ¿no?
Adam no dijo nada.
– ¿No?
– No contestes -dijo Hester, apretándole el brazo-. No tenemos nada que decir sobre una presunta pelea…
Adam apartó el brazo.
– Señora Hill…
– Tienes miedo de que no te crean -dijo Betsy-. Y tienes miedo de hacer daño a tu amigo. Pero ya no puedes hacer daño a Spencer. Está muerto, Adam. Y no es culpa tuya.
Las lágrimas seguían resbalando por la cara de Adam.
– ¿Me has oído? No es culpa tuya. Tenías razones para enfadarte con él. Su padre y yo pasamos por alto tantas cosas. Tendremos que vivir con esta pena el resto de nuestra vida. Quizá podríamos haberlo detenido de haber estado más atentos, o quizá no había forma de salvarlo. Ahora mismo ya no lo sé. Pero sí sé una cosa: no es culpa tuya y no puedes cargar con la culpa de esto. Está muerto, Adam. Nadie puede hacerle daño.
Hester abrió la boca, pero no salió nada. Se detuvo, se apartó y observó. Mike tampoco entendía absolutamente nada.
– Cuéntales la verdad -dijo Betsy.
– No importa.
– Sí, sí importa, Adam.
– Nadie va a creerme.
– Nosotros te creemos -dijo Betsy.
– Rosemary y Carson dirán que fuimos mi padre y yo. Ya lo están diciendo. ¿Para qué ensuciar el nombre de otro?
– Por eso intentaste ponerle fin anoche -dijo LeCrue-. Con ese equipo de escucha del que nos has hablado. Rosemary y Carson te hacían chantaje, ¿no? Te dijeron que si hablabas, te cargarían las culpas a ti. Dirían que tú robaste los talonarios de recetas. Que es lo que están haciendo ahora. Y encima tenías que preocuparte por tus amigos. Todos podían meterse en un buen lío. ¿Qué alternativa tenías? Les seguiste la corriente.
– No estaba preocupado por mis amigos -dijo Adam-. Pero querían echarle la culpa a mi padre. Perdería la licencia, eso seguro.
Mike sintió que le costaba respirar.
– Adam.
El chico se volvió a mirar a su padre.
– Cuéntales la verdad. No te preocupes por mí.
Adam negó con la cabeza.
Betsy alargó una mano y tocó la de Adam.
– Tenemos pruebas.
Adam parecía confundido.
Ron Hill intervino.
– Cuando Spencer murió estuve mirando sus cosas. Encontré… -se calló, tragó saliva, miró otra vez al techo-. No quería decírselo a Betsy. Ya lo estaba pasando muy mal y pensé que no serviría para nada. Estaba muerto. ¿Para qué hacerla sufrir más? Tú pensabas más o menos lo mismo, ¿no, Adam?
Adam no dijo nada.
– Y por eso no dije nada. Pero la noche que murió… estuve en su habitación. Debajo de la cama encontré ocho mil dólares en efectivo… y esto.
Ron lanzó un talonario de recetas sobre la mesa. Por un momento, todos lo miraron.
– Tú no robaste los talonarios de tu padre -dijo Betsy-. Los robó Spencer. Los robó de tu casa, ¿no?
Adam tenía la cabeza baja.
– Y la noche que se suicidó, tú lo descubriste. Te enfrentaste a él. Estabas furioso. Os peleasteis. Fue cuando lo golpeaste. Cuando te llamó, no quisiste escuchar sus disculpas. Había ido demasiado lejos esta vez. Y dejaste que saltara el buzón de voz.
Adam apretó los ojos cerrados.
– Debí responder. Le pegué. Le insulté y dije que no volvería a hablarle jamás. Después lo dejé solo y cuando llamó pidiendo ayuda…
Entonces la sala prácticamente explotó. Hubo lágrimas, por supuesto. Abrazos. Disculpas. Las heridas se abrieron y se cerraron. Hester se puso manos a la obra. Se llevó a LeCrue y a Duncan. Todos habían visto lo que había pasado. Nadie quería presentar cargos contra los Baye. Adam colaboraría y ayudaría a mandar a la cárcel a Rosemary y a Carson.
Pero eso sería otro día.
Aquella noche, más tarde, después de que Adam llegara a casa y recuperara su móvil, se presentó Betsy.
– Quiero oírlo -le dijo.
Y juntos escucharon el último mensaje de Spencer antes de que pusiera fin a su vida:
«Esto no es por ti, Adam. ¿Lo entiendes, no? Intenta entenderlo. No es por nadie. Es todo demasiado difícil. Siempre ha sido demasiado difícil…».
Una semana después, Susan Loriman llamó a la puerta de la casa de Joe Lewiston.
– ¿Quién es?
– ¿Señor Lewiston? Soy Susan Loriman.
– Estoy ocupado.
– Abra, por favor. Es muy importante.
Hubo unos momentos de silencio antes de que Joe Lewiston hiciera lo que le pedía. Iba sin afeitar y con una camiseta gris. Sus cabellos apuntaban en distintas direcciones y sus ojos todavía estaban cargados de sueño.
– Señora Loriman, de verdad que no es un buen momento.
– Para mí tampoco es un buen momento.
– Me han despedido.
– Lo sé y lo siento mucho.
– De modo que si se trata de la campaña de donaciones para su hijo…
– Sí.
– Ya no pensará que soy el indicado para dirigirla.
– En eso se equivoca. Sí lo pienso.
– Señora Loriman…
– ¿Se le ha muerto alguna persona cercana?
– Sí.
– ¿Le importaría decirme quién?
La pregunta era extraña. Lewiston suspiró y miró a Susan Loriman a los ojos. Su hijo se estaba muriendo y por alguna razón esta pregunta era importante para ella.
– Mi hermana, Cassie. Era un ángel. Nunca creímos que pudiera ocurrirle nada malo.
Susan lo sabía, evidentemente. Las noticias habían estado llenas de reportajes sobre el viudo de Cassandra Lewiston y los asesinatos.
– ¿Alguien más?
– Mi hermano Curtís.
– ¿También era un ángel?
– No. Precisamente todo lo contrario. Yo me parezco a él. Dicen que somos clavados. Pero él fue problemático toda su vida.
– ¿Cómo murió?
– Asesinado. Probablemente durante un robo.
– Tengo aquí a la enfermera de donaciones. -Susan miró detrás de ella. Una mujer bajó del coche y fue hacia ellos-. Puede tomarle una muestra de sangre ahora mismo.
– No entiendo por qué.
– No hizo nada tan terrible, señor Lewiston. Incluso llamó a la policía cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo su cuñado. Debe empezar a pensar en reconstruir su vida. Y esto, su disposición a ayudar, a intentar salvar a mi hijo aunque en su vida estén pasando cosas tan malas, creo que será importante para la gente. Por favor, señor Lewiston. ¿Intentará ayudar a mi hijo?
Por un momento pareció que iba a protestar. Susan esperó que no lo hiciera. Pero estaba preparada si lo hacía. Estaba dispuesta a decirle que su hijo Lucas tenía diez años. Estaba dispuesta a recordarle que su hermano Curtís había muerto hacía once años, o nueve meses antes del nacimiento de Lucas. Diría a Joe Lewiston que la mejor vía para encontrar un buen donante ahora era la de un tío genético. Susan esperaba no tener que llegar a tanto. Pero estaba dispuesta a hacerlo. No tenía más remedio.
– Por favor -repitió.
La enfermera seguía acercándose. Lewiston miró la cara de Susan otra vez y debió de ver en ella la desesperación.
– Por supuesto -dijo-. Pasen para que podamos hacerlo.
A Tia le asombró lo rápidamente que la vida volvió a la normalidad.
Hester había sido fiel a su palabra. No hubo segunda oportunidad profesionalmente hablando. Así que Tia presentó su dimisión y estaba buscando otro empleo. Mike e Ilene Goldfarb estaban libres de cualquier acusación relacionada con las recetas. La junta médica estaba realizando una investigación de cara a la galería, pero, mientras tanto, su consulta continuaba como siempre. Circulaban rumores de que habían encontrado un buen donante para Lucas Loriman, pero Mike no quería hablar de ello y ella no insistió.
Durante esos primeros días llenos de emociones, Tia se imaginó que Adam volvería atrás y sería de nuevo el chico amable y simpático de antes…, bueno, el que nunca había sido. Pero un chico no funciona con un interruptor. Adam estaba mejor, eso estaba claro. Ahora mismo estaba fuera haciendo de portero mientras su padre le lanzaba discos. Cuando Mike le metía un gol, gritaba: «¡Gol!» y se ponía a cantar el himno de los Rangers. El sonido era reconfortante y familiar, pero en los viejos tiempos también habría oído a Adam. Hoy no, de él no salía ningún sonido. Jugaba en silencio, y en la voz de Mike había algo raro, una mezcla de alegría y desesperación.
Mike todavía deseaba que volviera aquel niño. Pero aquel niño probablemente ya se había ido. Quizá eso no era malo.
Mo paró en la entrada. Los llevaba a un partido de los Rangers contra los Devils en Newark. Anthony, que junto con Mo les había salvado la vida, también iría. Mike creía que Anthony le había salvado la vida la primera vez, en aquel callejón, pero había sido Adam quien los había retrasado y para demostrarlo tenía la cicatriz de la navaja. Era embriagador para un padre darse cuenta de esto: del hijo que salva al padre. Mike se ponía lloroso y quería decir algo, pero Adam no quería hablar de ello. Aquel chico era un valiente silencioso.
Como su padre.
Tia miró por la ventana. Sus dos hombres-chicos fueron a la puerta a despedirse. Ella les despidió con la mano y les mandó un beso. Ellos le respondieron con un saludo. Vio cómo subían al coche de Mo. No dejó de mirarlos hasta que el coche desapareció calle abajo.
– ¿Jill? -gritó.
– ¡Estoy arriba, mamá!
Habían retirado el programa espía del ordenador de Adam. Lo puedes defender de mil modos diferentes. Quizá si Ron y Betsy hubieran vigilado más a Spencer, podría haberle salvado. O quizá no. En el universo existe un componente de destino y de azar. En este caso Mike y Tia estaban tan preocupados por su hijo y al final fue Jill la que estuvo a punto de morir. Fue Jill la que sufrió el trauma de tener que disparar y matar a otro ser humano. ¿Por qué?
El azar. Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.
Puedes espiar, pero no predecir. Adam podía haber encontrado la manera de salir de esto solo. Podría haber hecho la grabación y no hubieran agredido y casi asesinado a Mike. El loco de Carson no los habría apuntado con una pistola. Adam no seguiría preguntándose si sus padres realmente confiaban en él.
La confianza es así. La puedes romper por un buen motivo, pero permanece rota.
¿Qué había aprendido Tia, la madre, de esto? Haces lo que puedes. Ni más ni menos. Intervienes con la mejor intención, les haces saber que los amas, pero la vida es demasiado azarosa para hacer mucho más. No puedes controlarlo todo. Mike tenía un amigo, una ex estrella del baloncesto, que era aficionado a citar expresiones judeoalemanas. Su preferida era «El hombre hace planes y Dios se ríe». Tia nunca lo había llegado a entender. Ella pensaba que era una excusa para no esforzarte al máximo porque al fin y al cabo Dios va a estropearlo todo. Pero no se trataba de eso. Se trataba más de entender que podías darlo todo, procurarles las mejores oportunidades, pero el control es una ilusión.
¿O era incluso más complejo que esto?
Se podía argumentar todo lo contrario, que el fisgoneo los había salvado. Por ejemplo, espiando habían comprendido que Adam estaba fatal.
Pero más aún, si Jill y Yasmin no hubieran fisgoneado y supieran que Guy Novak tenía un arma, estarían todos muertos.
Menuda ironía. Guy Novak guarda un arma cargada en casa y, en lugar de provocar un desastre, los salva a todos.
Tia sacudió la cabeza sólo de pensarlo y abrió la puerta de la nevera. Estaban mal de provisiones.
– ¿Jill?
– ¿Qué?
Tia cogió las llaves y el monedero. Buscó el móvil.
Su hija se había recuperado del tiroteo con sorprendente facilidad. Los médicos la habían advertido de que podía tratarse de una reacción retrasada o quizá de que era consciente de que lo que había hecho era correcto y necesario e incluso heroico. Jill ya no era una niña.
¿Dónde había puesto Tia el móvil?
Estaba segura de haberlo dejado en la cocina. Allí mismo. No hacía más de diez minutos.
Y fue este simple pensamiento lo que le dio la vuelta a todo.
Tia sintió que el cuerpo se le ponía rígido. Con el alivio de sobrevivir, habían obviado muchas cosas. Pero, de repente, mientras miraba el lugar donde estaba segura de haber dejado el móvil, pensó en esas preguntas sin respuesta.
El primer correo electrónico, el que lo había empezado todo, sobre ir a una fiesta en casa de DJ Huff. No había tal fiesta. Adam no lo había llegado a leer.
¿Quién lo había mandado entonces?
No…
Todavía buscando el móvil, Tia cogió el teléfono fijo, lo descolgó y marcó. Guy Novak contestó al tercer timbre.
– Hola, Tia, ¿cómo estás?
– Le dijiste a la policía que habías mandado aquel vídeo.
– ¿Qué?
– El de Marianne en la cama con el señor Lewiston. Dijiste que lo habías mandado tú. Para vengarte.
– ¿Y qué?
– No tenías ni idea de que existía, ¿verdad, Guy?
Silencio.
– ¿Guy?
– Déjalo estar, Tia.
Colgó.
Subió la escalera en silencio. Jill estaba en su habitación. Tia no quería que la oyera. Todo empezaba a cobrar sentido. Tia se había preocupado por esto, que esas dos cosas horribles hubieran ocurrido a la vez: Nash comportándose como un loco y la desaparición de Adam. Alguien había bromeado diciendo que las cosas malas vienen de tres en tres y que no bajara la guardia. Pero Tia no creía en eso.
El mensaje sobre la fiesta en casa de Huff.
La pistola en el cajón de Guy Novak.
Aquel vídeo tan explícito que mandaron a la dirección de Dolly Lewiston.
¿Cuál era la relación entre todo ello?
Tia dobló la esquina y dijo:
– ¿Qué haces?
Jill se sobresaltó al oír la voz de su madre.
– Ah, hola. Jugando a BrickBreaker.
– No.
– ¿Qué?
Ella y Mike bromeaban con ello. Jill metía la nariz en todo. Jill era su Harriet la Espía.
– Estoy jugando.
Pero no estaba jugando. Ahora Tia lo sabía. Jill no le quitaba el móvil a todas horas para jugar. Lo hacía para mirar los mensajes de Tia. Jill no utilizaba el ordenador de la habitación de sus padres porque fuera más nuevo y funcionara mejor. Lo hacía para enterarse de lo que pasaba. Jill no soportaba que la trataran como a una niña. Así que fisgaba. Ella y su amiga Yasmin.
Cosas inocentes de niños, ¿eh?
– Sabías que estábamos vigilando el ordenador de Adam, ¿no?
– ¿Qué?
– Brett dijo que el que mandó el mensaje lo hizo desde esta casa. Lo mandaron, entraron en el correo de Adam antes de que volviera a casa, y lo borraron. No era capaz de pensar quién podía o querría hacer algo así. Pero fuiste tú, Jill. ¿Por qué?
Jill negó con la cabeza. Pero hay cosas que una madre sabe.
– Jill-Yo no quería que pasara esto.
– Lo sé. Cuéntame.
– Destruíais los informes, pero yo no entendía por qué de repente teníais una destructora en el dormitorio. Os oí cuchichear una noche. Y tú incluso tenías la página de E-SpyRight en tus favoritos.
– Así que supiste que estábamos espiando.
– Claro.
– ¿Y por qué mandaste aquel mensaje?
– Porque sabía que lo veríais.
– No lo comprendo. ¿Para qué querías que viéramos una convocatoria a una fiesta que no iba a celebrarse?
– Sabía lo que iba a hacer Adam. Creía que era demasiado peligroso. Quería detenerlo, pero no podía deciros la verdad sobre el Club Jaguar y todo el resto. No quería que tuviera problemas.
Tia asintió.
– Y te inventaste lo de la fiesta.
– Sí. Dije que habría alcohol y drogas.
– Pensaste que le obligaríamos a quedarse en casa.
– Sí. Para que estuviera a salvo. Pero Adam se escapó. No pensé que lo hiciera. Lo he estropeado todo. En serio. Todo es culpa mía.
– No es culpa tuya.
Jill se echó a llorar.
– Yasmin y yo. Todos nos tratan como si fuéramos bebés. Así que espiamos. Es como un juego. Los adultos ocultan cosas, y nosotras las descubrimos. Entonces el señor Lewiston dijo aquella cosa horrible sobre Yasmin. Eso lo cambió todo. Los otros niños eran tan mezquinos… Al principio Yasmin se puso muy triste, pero después fue como si se hubiera vuelto loca de rabia. Su madre siempre había sido una calamidad y supongo que, no sé, debió de ver en esto una oportunidad para ayudar a Yasmin.
– Y… le tendió una trampa al señor Lewiston. ¿Os lo contó Marianne?
– No. Pero Yasmin también la espió a ella. Vimos el vídeo en su móvil. Yasmin le preguntó a Marianne, pero ella dijo que se había acabado y que el señor Lewiston también estaba sufriendo.
– O sea que tú y Yasmin…
– No queríamos perjudicar a nadie. Pero Yasmin estaba harta. Todos los adultos nos decían lo que era mejor. Todos los niños de la escuela se metían con ella, con las dos, en realidad. Así que lo hicimos aquel mismo día. No fuimos a su casa después de la escuela. Primero vinimos aquí. Yo mandé el mensaje sobre la fiesta para que intervinierais y después Yasmin mandó el vídeo para hacer que el señor Lewiston pagara por lo que le había hecho.
Tia se puso de pie y esperó que se le ocurriera algo. Los niños no hacen lo que sus padres dicen, hacen lo que ven que hacen sus padres. ¿Quién tenía la culpa de esto? Tia no estaba segura.
– Sólo hicimos eso -dijo Jill-. Sólo mandamos un par de mensajes. Nada más.
Y era cierto.
– Todo se arreglará -dijo Tia, haciéndose eco de las palabras que su marido había repetido a su hijo en la sala de interrogatorios.
Se arrodilló y abrazó a su hija. Las lágrimas que su hija había retenido salieron. Se apoyó en su madre y lloró. Tia le acarició la cabeza y la arrulló y dejó que llorara.
Haces lo que puedes, se recordó Tia. Los amas tan bien como puedes.
– Todo se arreglará -dijo una vez más.
Esta vez casi se lo creyó.
Una fría mañana de sábado -precisamente el día en que el fiscal del condado de Essex, Paul Copeland, iba a casarse por segunda vez- Cope estaba frente a una unidad de almacenaje en la Ruta 15.
Loren Muse estaba junto a él.
– No tienes por qué estar aquí.
– La boda no es hasta dentro de seis horas -dijo Cope.
– Pero Lucy…
– Lucy lo entiende.
Cope miró por encima del hombro donde Neil Cordova esperaba en el coche. Pietra había roto su silencio hacía unas horas. Después de callar como una muerta, a Cope se le ocurrió la simple idea de permitir que Neil Cordova hablara con ella. Dos minutos después, con su novio muerto y un trato firmado con su abogado, Pietra se ablandó y les contó dónde encontrarían el cadáver de Reba Cordova.
– Quiero estar aquí -dijo Cope.
Muse siguió su mirada.
– No deberías haberle permitido venir.
– Se lo prometí.
Cope y Neil Cordova habían hablado mucho desde la desaparición de Reba. En pocos minutos, si Pietra decía la verdad, tendrían algo horrible en común: la esposa muerta. Curiosamente, cuando investigaron los antecedentes del asesino, él también compartía con ellos este horrible atributo.
Como si leyera sus pensamientos, Muse preguntó:
– ¿Crees que hay alguna posibilidad de que Pietra mienta?
– No lo creo. ¿Y tú?
– Yo tampoco -dijo Muse-. Así que Nash mató a estas dos mujeres para ayudar a su cuñado. Para encontrar y destruir esa cinta con la infidelidad de Lewiston.
– Eso parece. Pero Nash tenía antecedentes. Seguro que si nos remontamos a su pasado, encontraremos muchas cosas malas. Creo que probablemente esto fue ante todo una excusa para hacer daño. Pero ni sé ni me importa la psicología. La psicología no se puede juzgar.
– Las torturó.
– Sí. En teoría para saber quién más sabía lo de la cinta.
– Como Reba Cordova.
– Así es.
Muse sacudió la cabeza.
– ¿Y el cuñado? ¿El profesor?
– ¿Lewiston? ¿Qué pasa con él?
– ¿Vas a presentar cargos contra él?
Cope se encogió de hombros.
– Afirma que se lo contó a Nash en confianza y que no tenía ni idea de que se volvería tan loco.
– ¿Y tú te lo tragas?
– Pietra lo respalda, pero no tengo pruebas suficientes en un sentido u otro todavía. -La miró-. Ahí es donde entran mis detectives.
El supervisor del almacén encontró la llave y la metió en la cerradura. Se abrió la puerta y los detectives entraron.
– Tanto horror -dijo Muse-, y Marianne Gillespie no mandó la grabación.
– Parece que no. Sólo amenazó con hacerlo. Lo comprobamos. Guy Novak afirma que Marianne le contó lo del vídeo. Ella quería dejarlo, pensaba que la amenaza era suficiente castigo. Guy no. Así que mandó la grabación a la esposa de Lewiston.
Muse frunció el ceño.
– ¿Qué? -preguntó Cope.
– Nada. ¿Vas a presentar cargos contra Guy?
– ¿Por qué? Mandó un correo electrónico. No es ilegal.
Dos de los agentes salieron de la unidad de almacenaje. Con demasiada parsimonia. Cope sabía lo que eso significaba. Uno de los agentes miró a Cope y asintió con la cabeza.
– Mierda -dijo Muse.
Cope se volvió y fue hacia Neil Cordova. Éste lo vio acercarse. Cope le sostuvo la mirada e intentó no vacilar. Neil se puso a agitar la cabeza en cuanto vio moverse a Cope. Cada vez la sacudía con más fuerza, como si con ese simple gesto pudiera negar la realidad. Cope mantuvo el paso. Neil se había preparado para esto, sabía lo que le esperaba, pero esto nunca amortigua golpes como ése. No tienes alternativa. Ya no puedes esquivarlo o luchar contra él. Tienes que dejar que te aplaste y basta.
Así que cuando Cope llegó a su lado, Neil Cordova dejó de sacudir la cabeza y se derrumbó sobre el pecho de Cope. Sollozó pronunciando el nombre de Reba una y otra vez, diciendo que no era cierto, que no podía ser cierto, suplicando a un poder más alto que le devolviera a su amada. Cope lo sostuvo. Pasaron los minutos. No se sabe cuántos. Cope lo sostuvo y no dijo nada.
Una hora después Cope se fue a casa en coche. Se duchó, se puso el esmoquin y se fue con los padrinos. Cara, su hija de siete años, recibió gritos de admiración al recorrer el pasillo. El propio gobernador presidió las nupcias. Celebraron una gran fiesta con una orquesta y toda la parafernalia. Muse era una de las damas de honor, vestida de gala, elegante y preciosa. Le felicitó con un beso en la mejilla. Cope le dio las gracias. Ésta fue toda la conversación de boda que mantuvieron.
La velada fue un remolino pintoresco, pero en un determinado momento Cope se quedó un par de minutos a solas. Se aflojó la corbata y se desabrochó el botón de arriba de la camisa. En un día había recorrido todo el ciclo, empezando por la muerte y terminando con algo tan alegre como la unión de dos personas. Habría quienes encontraran algo profundo en esto. Cope no. Se quedó escuchando el estruendo de la orquesta que interpretaba una pieza enérgica de Justin Timberlake y contempló a sus invitados intentando bailarla. Por un momento se dejó llevar hacia la oscuridad. Pensó en Neil Cordova, en el golpe desgarrador que había recibido, en lo que estarían pasando ahora él y sus dos hijas.
– ¿Papi?
Se volvió. Era Cara. Su hija le cogió la mano y le miró, con toda la seriedad de sus siete años. Lo sabía.
– ¿Bailas conmigo? -preguntó Cara.
– Creía que no te gustaba bailar.
– Me encanta esta canción. Por favor.
Cope se levantó y fue a la pista de baile. La canción repitió su tonto estribillo sobre volver a ser sexi. Cope empezó a moverse. Cara apartó a la novia de algunos invitados y la arrastró también a la pista de baile. Lucy, Cara y Cope, la nueva familia, bailaron. La música parecía aún más fuerte. Los amigos y la familia aplaudieron dando ánimos. Cope bailó fatal pero con entusiasmo. Las dos mujeres de su vida disimularon la risa.
Cuando las oyó reír, Paul Copeland bailó con más entusiasmo aún, agitando los brazos, meneando las caderas, sudando, girando, hasta que en el mundo no hubo nada más que aquellas dos caras preciosas y el maravilloso sonido de su risa.