21

– Este tal Huff es poli, ¿no? -dijo Mo.

– Sí.

– Por lo tanto, no se dejará intimidar fácilmente.

Ya habían aparcado frente a la casa de Huff, casi exactamente donde Mike estaba la noche anterior antes de que todo explotara encima de él. No escuchó a Mo. Fue hacia la puerta como una tromba. Mo le siguió. Mike llamó y esperó. Llamó al timbre y esperó un momento.

No respondió nadie.

Mike dio la vuelta hacia la parte de atrás. Aporreó también aquella puerta. No hubo respuesta. Miró dentro colocando las manos al lado de la cara. Ningún movimiento. Incluso probó si la puerta estaba abierta. Estaba cerrada.

– ¿Mike?

– Miente, Mo.

Volvieron al coche.

– ¿Adónde? -preguntó Mo.

– Déjame conducir.

– No. ¿Adónde?

– A la comisaría. Al trabajo de Huff.

Era cerca, a menos de un par de kilómetros. Mike pensó en aquella ruta, en el corto trayecto que Daniel Huff recorría casi cada día para ir a trabajar. Qué suerte tener el trabajo tan cerca. Mike pensó en las horas perdidas en el coche para cruzar el puente y después se preguntó por qué pensaba en algo tan idiota y se dio cuenta de que respiraba con dificultad y que Mo lo miraba por el rabillo del ojo.

– ¿Mike?

– ¿Qué?

– Tienes que mantener la cabeza fría.

Mike frunció el ceño.

– Mira quién habla.

– Sí, mira quién habla. Puedes regocijarte con la ironía de que apele a tu sentido común o puedes darte cuenta de que si abogo por la prudencia, tiene que haber una razón poderosa. No puedes entrar en una comisaría para enfrentarte a un agente sin un poco de preparación.

Mike no dijo nada. La comisaría era una antigua biblioteca reformada, en una colina y con un aparcamiento espantoso. Mo se puso a dar vueltas buscando una plaza.

– ¿Me has oído?

– Sí, Mo, te he oído.

Había plazas vacías delante.

– Déjame dar la vuelta hasta el aparcamiento de atrás.

– No tenemos tiempo -dijo Mike-. Yo me encargo de esto.

– Ni hablar.

Mike lo miró.

– Por Dios, Mike, tienes una pinta horrible.

– Si quieres hacerme de chófer, bien. Pero no eres mi canguro, Mo. Déjame aquí. De todos modos necesito hablar a solas con Huff. Tú le pondrías sobre aviso. Sólo puedo enfocarlo como una charla de padre a padre.

Mo paró el coche.

– Recuerda lo que acabas de decir.

– ¿Qué?

– Padre a padre. Él también es padre.

– ¿Y qué?

– Piénsalo.

Al levantarse Mike sintió dolor en las costillas. El dolor físico era algo curioso. Él tenía el umbral del dolor alto, y lo sabía. A veces incluso le parecía un consuelo. Le gustaba sentir dolor después de entrenarse a fondo. Le gustaba conseguir que le dolieran los músculos. Sobre el hielo, los demás intentaban intimidarte con fuertes entradas, pero a él le producían el efecto contrario. Cuando Mike recibía un buen golpe le salía el punto desafiante.

Esperaba que la comisaría estuviera tranquila. Sólo había estado en una ocasión, para pedir permiso para dejar el coche en la calle por la noche. Según las ordenanzas del pueblo era ilegal aparcar el coche en la calle a partir de las dos de la noche, pero estaban asfaltando su entrada y tuvo que ir a pedir permiso para dejar los coches fuera toda una semana. Entonces sólo había un policía en recepción y todas las demás mesas estaban vacías. En cambio ese día había al menos quince policías y todos en plena actividad.

– Buenos días.

El agente uniformado parecía demasiado joven para estar en la recepción. Tal vez éste era otro ejemplo de cómo nos influía la televisión, pero Mike siempre esperaba encontrar a un veterano curtido trabajando de cara al público, como el tipo que siempre decía a los demás «cuidaos ahí fuera» en Hill Street Blues. Ese chico parecía tener doce años. Él también miraba a Mike sin disimular la sorpresa y señalando su cara.

– ¿Está aquí por esas magulladuras?

– No -dijo Mike.

Los demás agentes no paraban. Se pasaban papeles, se llamaban unos a otros y aguantaban teléfonos entre la cara y el cuello.

– He venido a ver al agente Huff.

– ¿Se refiere al capitán Huff?

– Sí.

– ¿Puedo preguntar de qué asunto se trata?

– Dígale que soy Mike Baye.

– Como ve, estamos bastante ocupados ahora mismo.

– Lo veo -dijo Mike-. ¿Ha pasado algo gordo?

El joven policía le miró expresivamente, como diciendo que no le concernía. Mike oyó algún comentario sobre un coche aparcado en un aparcamiento de un hotel Ramada, pero nada más.

– ¿Por qué no se sienta mientras intento localizar al capitán Huff?

– Claro.

Mike se sentó en un banco. A su lado había un hombre trajeado, rellenando un formulario. Uno de los policías gritó:

– Ya hemos interrogado a todo el personal. Nadie recuerda haberla visto.

Mike se preguntó vagamente de qué estarían hablando, pero sólo para intentar calmarse.

Huff había mentido.

Mike no dejó de mirar al joven agente. Cuando el chico colgó, miró a Mike y éste supo que no iba a darle buenas noticias.

– ¿Señor Baye?

– Doctor Baye -corrigió Mike. Esta vez puede que pareciera arrogante, pero a veces la gente trataba de otro modo a los médicos. No siempre. Pero a veces sí.

– Doctor Baye. Lo siento, pero esta mañana estamos muy ocupados. El capitán me ha pedido que le diga que le llamará en cuanto pueda.

– No puede ser -dijo Mike.

– ¿Disculpe?

La comisaría era un espacio bastante abierto. Había una separación de quizá un metro de altura -¿por qué las tienen todas las comisarías? ¿A quién va a detener eso?- con una puertecita oscilante. Hacia el fondo, Mike veía una puerta que decía CAPITÁN en letras grandes. Caminó rápidamente, provocándose toda clase de dolores en sus costillas y su cara. Pasó de largo de la recepción.

– ¿Señor?

– No se moleste, conozco el camino.

Abrió el pestillo y se encaminó apresuradamente hacia el despacho del capitán.

– ¡Deténgase inmediatamente!

Mike no creía que el chico disparara, así que siguió caminando. Estaba frente a la puerta antes de que nadie lo interceptara. Cogió la manilla y la giró. No estaba cerrada. Abrió la puerta.

Huff estaba en su mesa hablando por teléfono.

– ¿Qué coño…?

El agente joven de la recepción le siguió rápidamente, preparado para hacer un placaje, pero Huff le hizo un gesto para que se marchara.

– Tranquilo.

– Lo siento, capitán. Se ha colado.

– No te preocupes. Cierra la puerta, por favor.

El chico no parecía contento, pero obedeció. Una de las paredes era de cristal. Se quedó al otro lado mirando. Mike le miró furiosamente y después volvió su atención a Huff.

– Mentiste -dijo.

– Estoy ocupado, Mike.

– Vi a tu hijo antes de que me agredieran.

– No, no lo viste. Estaba en casa.

– Tonterías.

Huff no se puso de pie. No invitó a Mike a sentarse. Unió las manos detrás de la cabeza y se echó hacia atrás.

– En serio que ahora no tengo tiempo.

– Mi hijo estaba en tu casa. Después se fue al Bronx.

– ¿Cómo lo sabes, Mike?

– El móvil de mi hijo tiene un GPS.

Huff arqueó las cejas.

– Vaya.

Seguramente ya lo sabía. Sus colegas de Nueva York se lo habrían dicho.

– ¿Por qué mientes sobre esto, Huff?

– ¿Qué precisión tiene ese GPS?

– ¿Qué?

– Puede que no estuviera nunca con DJ. Puede que estuviera en casa de un vecino. Los Luberkin viven dos casas más abajo. O quién sabe, puede que estuviera en casa antes de que llegara yo. O quizá estaba por allí cerca y pensaba entrar, pero cambió de idea.

– ¿Hablas en serio?

Llamaron a la puerta. Otro policía asomó la cabeza.

– Ha llegado el señor Cordova.

– Llévalo a la sala A -dijo Huff-. Iré enseguida.

El policía asintió y cerró la puerta. Huff se levantó. Era alto, y llevaba los cabellos peinados hacia atrás. Normalmente tenía la actitud calmosa típica de los policías, como cuando se habían encontrado frente a su casa la noche anterior. Todavía la tenía, pero el esfuerzo de mantenerla parecía estarlo consumiendo. Miró a Mike a los ojos. Mike no apartó la mirada.

– Mi hijo estuvo en casa toda la noche.

– Es mentira.

– Ahora debo irme. No pienso volver a hablar de esto contigo.

Se dirigió a la puerta, pero Mike se puso en medio.

– Necesito hablar con tu hijo.

– Apártate de mi camino, Mike.

– No.

– Tu cara.

– ¿Qué pasa?

– Diría que ya te han cascado bastante -dijo Huff.

– ¿Quieres ponerme a prueba?

Huff no dijo nada.

– Vamos, Huff. Ya estoy machacado. ¿Quieres volver a probar?

– ¿Volver?

– Quizá estabas allí.

– ¿Qué?

– Tu hijo estaba. Eso lo sé. Hagámoslo. Pero esta vez cara a cara. Uno contra uno. No un grupo de tíos agrediéndome cuando no me lo espero. Venga. Deja el arma y cierra la puerta de tu despacho. Di a tus colegas que nos dejen tranquilos. Veamos si eres tan duro como finges ser.

Huff sonrió a medias.

– ¿Crees que eso te ayudará a encontrar a tu hijo?

Y entonces fue cuando Mike lo entendió, lo que le había dicho Mo. Él había hablado de pelear cara a cara y uno contra uno, pero lo que habría debido decir era lo que Mo había dicho: de padre a padre. Aunque recordarle esto a Huff no serviría de nada. Más bien al contrario. Mike intentaba salvar a su hijo y Huff hacía exactamente lo mismo. A Mike no le importaba nada DJ Huff y a Huff no le importaba nada Adam Baye.

Los dos estaban decididos a proteger a sus hijos. Huff pelearía para defenderlo. Ganara o perdiera, Huff no abandonaría a su hijo. Lo mismo que los demás padres -los de Clark o los de Olivia o cualquier otro- y éste había sido el error de Mike. Él y Tia estaban hablando con adultos que lanzarían una granada para proteger a su carnada. Lo que necesitaban hacer era esquivar a los centinelas paternos.

– Adam ha desaparecido -dijo Mike.

– Lo comprendo.

– He hablado de esto con la policía de Nueva York. Pero ¿con quién hablo aquí para que me ayude a encontrar a mi hijo?

– Dile a Cassandra que la echo de menos -susurró Nash.

Y entonces, por fin, se acabó para Reba Cordova.

Nash fue a las unidades de almacenaje de U-Store-it de la Ruta 15, en el condado de Sussex.

Colocó la furgoneta con la parte trasera frente a la puerta del pequeño almacén tipo garaje. Había oscurecido. No había nadie a la vista y tampoco había nadie mirando. Nash había metido el cuerpo en un cubo de basura en previsión de la remota posibilidad de que alguien estuviera observando. Los almacenes eran estupendos para estas cosas. Recordaba haber leído sobre un secuestro en que los raptores habían tenido a su víctima encerrada en una de estas unidades. La víctima murió ahogada accidentalmente. Pero Nash conocía también otras historias, y algunas de ellas ponían los pelos de punta. Ves los pósteres de los desaparecidos, te preguntas qué habrá sido de ellos, de esos niños en los cartones de leche, de las mujeres que salieron un día de su casa tan contentas, y a veces, más a menudo de lo que te gustaría, están atados y amordazados e incluso con vida en lugares como éste.

Nash sabía que los policías creían que los delincuentes seguían una pauta concreta. Era posible -la mayoría de criminales eran idiotas-, pero Nash hacía todo lo contrario. Había pegado a Marianne para que no la reconocieran, pero esta vez no había tocado la cara de Reba. En parte fue por pura logística. Sabía que podía ocultar la identidad de Marianne. Pero no la de Reba. Para entonces su marido seguramente había denunciado la desaparición. Si hallaban un nuevo cadáver, aunque estuviera ensangrentado y machacado, la policía se daría cuenta de que las probabilidades de que fuera el de Reba Cordova eran elevadas.

Así que cambiaría la manera de actuar: no permitiría que encontraran el cadáver.

Ésta era la clave. Nash había abandonado el cadáver de Marianne donde pudieran encontrarlo, pero el de Reba sencillamente no aparecería. Nash había dejado el coche de la mujer en el aparcamiento del hotel. La policía creería que había ido para tener una aventura ilícita. Se centrarían en esto, lo investigarían y estudiarían su entorno para encontrar a un amante. A lo mejor Nash tenía un golpe de suerte. A lo mejor Reba sí tenía uno. Sin duda la policía se echaría encima de él. De todos modos, si no se hallaba el cadáver, no tendrían nada y probablemente darían por bueno que se había fugado. No hallarían la relación entre Reba y Marianne.

Así que la guardaría aquí. Al menos por el momento.

Pietra tenía otra vez una expresión vacua en los ojos. Hacía años había sido una joven y preciosa actriz en el país que antes se denominaba Yugoslavia. Hubo una limpieza étnica. Mataron a su marido y a su hijo ante sus ojos de la forma más horrible que pueda imaginarse. Pietra no fue tan afortunada: sobrevivió. Nash trabajaba de mercenario para los militares en aquella época. La rescató. O rescató lo que quedaba de ella. Desde entonces Pietra sólo volvía a la vida cuando tenía que actuar, como en el bar, cuando se llevó a Marianne. El resto del tiempo estaba vacía. Aquellos soldados serbios se lo habían llevado todo.

– Se lo prometí a Cassandra -dijo él-. Me comprendes, ¿no?

Pietra apartó la cabeza. Él le miró el perfil.

– Te sientes mal por ésta, ¿verdad?

Pietra no dijo nada. Metieron el cadáver de Reba en una mezcla de astillas de madera y estiércol. Serviría durante un tiempo. Nash no quería arriesgarse a robar otra matrícula. Sacó la cinta eléctrica negra y cambió la F por una E. Esto debería bastar. En un rincón del almacén tenía un montón de «disfraces» para la furgoneta. Un rótulo magnético anunciando Pinturas Tremesis. Otro que decía Cambridge Institute. Esta vez decidió poner una pegatina que había comprado en una reunión religiosa llamada El amor de Dios, en octubre pasado. La pegatina decía:


DIOS NO CREE EN ATEOS


Nash sonrió. Qué sentimiento tan bueno y devoto. Pero la clave era que te fijabas en ella. La pegó con cinta de dos caras para poder arrancarla fácilmente si lo deseaba. La gente leería la pegatina y se ofendería o se divertiría. De un modo u otro, se fijarían. Y cuando te fijas en esta clase de cosas, no te fijas en el número de la matrícula.

Subieron al coche.

Hasta que conoció a Pietra, Nash nunca se había tragado que los ojos fueran el espejo del alma. Pero en este caso saltaba a la vista. Tenía unos ojos preciosos, azules con chispas amarillas, y aun así podías ver que no había nada dentro de ellos, que algo había apagado la vela y que nunca volvería a encenderse.

– Debe hacerse, Pietra. Tú lo sabes.

Por fin ella habló.

– Tú disfrutas.

No era un tono sentencioso. Hacía demasiado que conocía a Nash para que éste le mintiera.

– ¿Y qué?

Ella miró a otro lado.

– ¿Qué sucede, Pietra?

– Sabes lo que le pasó a mi familia -dijo.

Nash no dijo nada.

– Vi cómo mi hijo y mi marido sufrían de una forma horrible. Y ellos me vieron sufrir a mí. Ésa fue su última visión antes de morir: yo sufriendo con ellos.

– Lo sé -dijo Nash-. Y dices que yo disfruto con esto. Pero normalmente tú también, ¿no?

Ella respondió sin vacilar.

– Sí.

La gente suele pensar que la víctima de actos de horrible violencia sentirá una repulsión natural ante futuros derramamientos de sangre, cuando es todo lo contrario. La verdad es que el mundo no funciona así. La violencia engendra violencia, pero no sólo en la forma evidente de la venganza. Al crecer, el niño que ha sufrido abusos puede que abuse de niños. El hijo traumatizado por el padre por maltratar a su madre es más que probable que un día pegue a su propia mujer.

¿Por qué? ¿Por qué los seres humanos no aprendemos las lecciones que deberíamos aprender? ¿De qué estamos hechos que hace que nos sintamos atraídos por lo que debería repugnarnos?

Después de que Nash la salvara, Pietra había clamado venganza. Era en lo único en lo que pensó durante su recuperación. Tres semanas después de que le dieran de alta en el hospital, Nash y Pietra localizaron a uno de los soldados que había torturado a su familia. Lo agredieron cuando estaba solo. Nash lo ató y lo amordazó. Dio a Pietra unas tijeras de podar y la dejó sola con él. El soldado tardó tres días en morir. Al final del primer día, el soldado suplicaba a Pietra que lo matara. Pero no le mató.

Disfrutó de cada momento.

Al final, las personas suelen encontrar poca recompensa en la venganza. Se sienten vacías después de hacer algo tan horrible a otro ser humano, aunque crean que se lo merece. Pietra no. La experiencia sólo le hizo desear más. Y por eso en gran parte ahora estaba con él.

– ¿Qué es diferente esta vez? -preguntó Nash.

Esperó. Ella se tomó su tiempo, pero finalmente lo dijo.

– La ignorancia -dijo Pietra en tono bajo-. No saber nunca. Infligir dolor… lo hacemos y no tengo problema. -Volvió a mirar el almacén-. Pero que un hombre tenga que pasar el resto de su vida preguntándose qué le pasó a la mujer que amaba. -Sacudió la cabeza-. Eso me parece peor.

Nash le puso una mano en el hombro.

– Ahora no se puede evitar. Lo comprendes, ¿no?

Ella asintió mirando fijamente delante.

– Pero ¿algún día?

– Sí, Pietra. Algún día. Cuando acabemos, le haremos saber la verdad.

Загрузка...