15

Al parar en Tower Street, no muy lejos de donde el GPS había dicho que estaba Adam, Mike escrutó la manzana buscando a su hijo o alguna cara o vehículo conocido. ¿Alguno de ellos ya conducía? Creía que Olivia Burchell sí. ¿Ya había cumplido diecisiete? No estaba seguro. Quería mirar el GPS, comprobar si Adam seguía en aquella zona. Aparcó y miró su portátil. No detectó ninguna red.

La multitud que pasaba junto a la ventana de su coche era joven y vestía de negro, con caras pálidas, pintalabios oscuros y máscara de ojos. Llevaban cadenas y tenían raros piercings faciales (y probablemente corporales) y, evidentemente, los consabidos tatuajes, la mejor manera de demostrar que eres independiente y enrollado: haciendo lo mismo que hacen tus amigos. Nadie está cómodo en su propia piel. Los chicos pobres quieren parecer ricos, con zapatillas de deporte caras y joyas y cosas así. Los ricos quieren parecer pobres, pandilleros, disculpándose por su blandura y lo que consideran excesos de sus padres, que, sin ninguna duda, ellos emularán algún día. ¿O lo que sucedía aquí era menos espectacular? ¿Simplemente la hierba era más verde al otro lado? Mike no estaba seguro.

De todos modos se alegraba de que a Adam sólo le hubiera dado por la ropa negra. Por ahora, ni piercings, ni tatuajes ni maquillaje. Por ahora.

Los emos -ya no se llamaban góticos, según Jill, aunque su amiga Yasmin había insistido en que eran dos entidades distintas y esto provocó un acalorado debate- dominaban aquella zona concreta. Pastaban por ahí con la boca abierta, los ojos inexpresivos y malas posturas. Algunos hacían cola frente a un club nocturno en una esquina, otros frecuentaban un bar u otro. Había un lugar que anunciaba «disco 24 horas seguidas» y Mike no pudo evitar preguntarse si sería cierto, si realmente abrirían cada día, incluso a las cuatro de la tarde o a las dos de la madrugada. ¿Y el día de Navidad por la mañana o el 4 de julio? ¿Y quiénes serían los pobres infelices que trabajaban o frecuentaban un local así a esas horas?

¿Podría ser que Adam estuviera dentro?

No había manera de saberlo. En las calles había docenas de locales como ése. Montaban guardia tipos enormes con auriculares a los que normalmente se asocia con el Servicio Secreto o con los empleados de las tiendas Old Navy. Antes sólo algunos clubes tenían gorilas. Ahora parecía que todos los locales tenían al menos dos tíos cachas en la puerta, siempre con una camiseta negra ajustada que dejaba a la vista unos bíceps hinchados, siempre con la cabeza rapada como si los cabellos fueran un signo de debilidad.

Adam tenía dieciséis años. Aquellos locales no debían permitir la entrada a nadie que no tuviera veintiún años. Era poco probable que Adam, ni siquiera con un carné falso, pudiera entrar. Pero ¿quién sabe? Quizá había un club en aquel barrio que era famoso por hacer la vista gorda. Esto explicaría por qué Adam y sus amigos habían ido tan lejos. Satín Dolls, el famoso club para caballeros que se utilizó para el Bada Bing! de Los Soprano, estaba a poca distancia de esta casa. Pero a Adam no le permitirían entrar.

Tenía que ser por eso por lo que había ido hasta tan lejos.

Mike siguió calle abajo con el portátil al lado, en el asiento del pasajero. Se paró en una esquina y apretó redes inalámbricas. Aparecieron dos, pero ambas con sistema de seguridad. No pudo entrar. Mike avanzó cien metros más y lo intentó de nuevo. La tercera vez tuvo suerte. Apareció la red «Netgear» sin ningún sistema de seguridad. Mike apretó rápidamente la tecla de conexión y entró en Internet.

Ya tenía la página del GPS archivada en los favoritos y no le costó abrirla y teclear una contraseña sencilla: Adam. Esperó.

Apareció el mapa. El punto rojo no se había movido. Según la notificación, el GPS sólo daba una localización con un margen de doce metros. De modo que era difícil precisar con exactitud dónde estaba Adam, pero sin duda estaba cerca. Mike cerró el ordenador.

Bueno, ¿ahora qué?

Encontró un hueco delante y aparcó. El barrio podía calificarse compasivamente de mugriento. Había más ventanas tapadas con tablones que con algo parecido a una familia convencional detrás. Todos los ladrillos parecían de un marrón embarrado y en distintos estadios de desintegración o derrumbamiento. El olor a sudor y algo más difícil de definir impregnaban el ambiente. Los escaparates de las tiendas tenían las persianas de metal llenas de sucios grafitis bajadas a modo de protección. Mike sentía el calor de su propia respiración en la garganta. Todos parecían estar sudando.

Las mujeres llevaban camisetas de tirantes y pantalones muy cortos, y a riesgo de parecer un anticuado sin remedio y políticamente incorrecto, no estaba seguro de si eran adolescentes de marcha o profesionales.

Bajó del coche. Una mujer alta y negra se le acercó y dijo:

– Eh, guapo, ¿quieres divertirte con Latisha?

Tenía la voz grave. Las manos grandes. Mike ya no estaba seguro de que fuera una mujer.

– No, gracias.

– ¿Seguro? Te abriría nuevos mundos.

– No tengo ninguna duda, pero mis mundos están ya bastante abiertos.

Unos pósteres de grupos de los que nadie había oído hablar, con nombres como Frotis y Gonorrea Pus, empapelaban todos los huecos. En un escalón, una madre mecía a su bebé en la cadera, con la cara brillante de sudor, y una bombilla solitaria detrás de ella. Mike vio un aparcamiento improvisado en un callejón abandonado. El rótulo decía toda la noche, 10 dólares. Un hombre hispano, con una camiseta de tirantes y pantalones cortados, estaba de pie en la entrada, contando dinero. Vio a Mike y dijo:

– ¿Desea algo?

– Nada.

Mike siguió adelante. Encontró la dirección que le mostraba el GPS. Era una residencia sin ascensor atrapada entre dos ruidosos bares. Miró dentro y vio una docena de timbres. Sin nombres en los timbres, sólo números y letras que indicaban los pisos.

¿Ahora qué?

No tenía ni idea.

Podía esperar aquí a Adam. Pero ¿de qué le serviría? Eran las diez de la noche. Los locales empezaban a llenarse. Si su hijo estaba de fiesta y le había desobedecido descaradamente, podían pasar horas antes de que saliera. ¿Y entonces qué? Mike saltaría frente a Adam y sus amigos y diría: «¡Aja, te pillé!». ¿Serviría de algo? ¿Cómo explicaría Mike su presencia?

¿Qué querían sacar Mike y Tia con aquello?

Éste era otro de los problemas de espiar. Olvidemos por un momento la evidente vulneración de la intimidad. Estaba el tema de la autoridad. ¿Qué haces cuando descubres que ocurre algo? ¿Intervenir y perder la confianza de tu hijo no es tan perjudicial como una noche de desmadre y alcohol?

Depende.

Mike quería asegurarse de que su hijo estaba a salvo. Nada más. Recordó lo que había dicho Tia de que su obligación era conducirlos a salvo hasta la edad adulta. Era cierto en parte. Los años de la adolescencia estaban repletos de angustia, impulsados por las hormonas, rebosantes de emociones. Y un día se acababa y eras un adulto, y todo ocurría con mucha rapidez. No podías decirle esto a un adolescente. Si pudieras transmitir una ínfima parte de sabiduría a un adolescente, sería muy fácil. Esto también pasará, y pasará muy pronto. No te escucharían, por supuesto, porque ésta es la gracia y la miseria de la juventud.

Pensó en los mensajes instantáneos de Adam con Cejota8115. Pensó en la reacción de Tia y su propio instinto. No era una persona religiosa y no creía en poderes psíquicos ni nada por el estilo, pero no le gustaba ir en contra de lo que describiría como ciertas vibraciones, tanto en su vida personal como profesional. Había momentos en que las cosas sencillamente se torcían. Podía tratarse de un diagnóstico médico o de qué ruta seguir en un viaje largo en coche. Era algo en el ambiente, un crujido, un silencio, pero Mike había aprendido que era preferible no ignorarlo.

En ese momento todas las vibraciones estaban gritando que su hijo tenía graves problemas.

Debía encontrarlo.

¿Cómo?

No tenía ni idea. Siguió subiendo por la calle. Varias prostitutas se le ofrecieron. La mayor parte parecían varones. Un tipo con un traje de ejecutivo afirmaba «representar» un surtido de damas «ardientes» y Mike sólo tenía que darle una lista de atributos físicos y deseos y el presunto representante le facilitaría la pareja o parejas adecuadas. De hecho, Mike escuchó el discurso del vendedor antes de rechazarlo.

No dejaba de mirar a todas partes. Algunas chicas jóvenes ponían mala cara cuando sentían su mirada. Mike se dio cuenta de que probablemente era la persona más mayor de aquella calle tan poblada. Notó que todos los clubes hacían esperar a la clientela al menos unos minutos. Uno tenía una lastimosa cuerda de terciopelo de un metro de longitud aproximadamente, y el tipo hacía que todos los que querían entrar esperaran detrás de ella al menos diez segundos antes de abrir la puerta.

Mike estaba doblando a la derecha cuando algo le llamó la atención.

Una chaqueta universitaria.

Dio la vuelta rápidamente y vio al hijo de los Huff caminando en dirección contraria.

O al menos parecía DJ Huff. Llevaba la chaqueta universitaria que el chico no se quitaba nunca. Por lo tanto quizá sí era él. Lo más probable.

No, pensó Mike, estaba seguro. Era DJ Huff.

Había desaparecido por una calle lateral. Mike se ajustó al ritmo del chico y le siguió. Cuando le perdió de vista empezó a trotar.

– ¡Calma, abuelo!

Había tropezado con un chico con la cabeza rapada y una cadena colgando del labio inferior. Sus colegas rieron por lo de abuelo. Mike frunció el ceño y pasó por su lado. La calle estaba llena a reventar, a cada paso parecía haber más gente. Al llegar a la siguiente travesía, los siniestros góticos -perdón, emos- parecieron disminuir en favor de los hispanos. Mike oyó hablar español. La piel blanca de polvos de talco había pasado a tonalidades oliváceas. Los hombres llevaban camisas de vestir desabrochadas hasta la cintura para que se viera la camiseta blanca y brillante de canalé de debajo. Las mujeres eran unas salseras sexis que llamaban «conos» a sus hombres y llevaban trajes tan ceñidos que parecían más bien fundas para salchichas que ropa.

Delante Mike vio a DJ Huff entrando en otra calle. Parecía que llevara un móvil pegado a la oreja. Mike se apresuró para atraparlo… pero ¿qué haría entonces? Otra vez. Detenerlo y decir «¡Aja!». Quizá sí. Quizá sólo le seguiría, vería qué estaba haciendo. Mike no sabía qué estaba ocurriendo, pero no le hacía ninguna gracia. Empezaba a sentir escalofríos de miedo en la nuca.

Dobló a la derecha.

Y el chico de los Huff no se veía por ninguna parte.

Mike se paró. Intentó calcular la velocidad y cuánto tiempo había pasado. Había un local a media manzana de distancia. Era la única puerta visible. A la fuerza DJ Huff tenía que haber entrado allí. La cola era larga, la más larga que había visto Mike. Tenía que haber cientos de chicos. Era una mezcla de emos, hispanos, afroamericanos, incluso un puñado de lo que se solía llamar yupis.

¿Huff no tendría que hacer cola?

Tal vez no. Había un guardaespaldas enorme detrás de una cuerda de terciopelo. Una limusina muy larga paró enfrente. Dos chicas de piernas largas bajaron. Un hombre palmo y medio más bajo que las chicas patilargas se colocó entre ellas como si fueran un derecho adquirido. El guardia armario abrió la cuerda de terciopelo, de unos tres metros, y los dejó entrar.

Mike corrió hacia la entrada. El gorila -un negro grandote con brazos del diámetro de una secuoya mediana- miró a Mike con expresión aburrida, como si fuera un objeto inanimado. Tal vez una silla. Una cuchilla de afeitar desechable.

– Necesito entrar -dijo Mike.

– Nombre.

– No estoy en ninguna lista.

El gorila lo miró un momento más.

– Creo que mi hijo podría estar dentro. Es menor.

El gorila no dijo nada.

– Mire -dijo Mike-. No quiero problemas…

– Entonces póngase a la cola. Aunque no creo que consiga entrar.

– Esto es una emergencia. Su amigo ha entrado hace un par de segundos. Se llama DJ Huff.

El gorila se acercó un paso más. Primero su torso, grande como para utilizarlo de pista de squash, y después el resto.

– Voy a tener que pedirle que se aparte.

– Mi hijo es menor.

– Ya le he oído.

– Tengo que sacarlo o podría haber complicaciones.

El gorila se pasó la mano de guante de béisbol por la calva negra y pulcramente afeitada.

– Complicaciones, dice.

– Sí.

– Vaya, ahora sí que me ha puesto nervioso.

Mike cogió la cartera y sacó un billete.

– No se moleste -dijo el gorila-. No entrará.

– No lo comprende.

El gorila dio otro paso. Su torso estaba casi contra la cara de Mike. Mike cerró los ojos, pero no retrocedió. El entrenamiento de hockey, no retroceder nunca. Abrió los ojos y miró fijamente al hombretón.

– Retroceda -dijo Mike.

– Tendrá que apartarse, ahora.

– He dicho que retroceda.

– No pienso moverme.

– He venido a llevarme a mi hijo.

– Aquí no hay ningún menor.

– Quiero entrar.

– Pues póngase a la cola.

Mike mantuvo los ojos fijos en los del hombretón. Ninguno de los dos se movió. Parecían luchadores, aunque en diferentes clases de peso, que recibieran instrucciones en el centro del ring. Mike sintió un chisporroteo en el ambiente. Sintió un cosquilleo en las extremidades. Sabía pelear. No se llega tan lejos en el hockey sin saber utilizar los puños. Se preguntó si aquel tipo sería de verdad o sólo un despliegue de músculos.

– Voy a entrar -dijo Mike.

– ¿En serio?

– Tengo amigos en el departamento de policía -dijo Mike, un farol-. Harán una redada. Si encuentran menores, los hundirán.

– Vaya, vaya, qué miedo me da.

– Apártese de mi camino.

Mike se movió hacia la derecha. El gran guardaespaldas le siguió, obstruyéndole el paso.

– ¿Se da cuenta -dijo el grandullón- de que estamos a punto de pegarnos?

Mike conocía la norma de oro: nunca demuestres miedo.

– Sí.

– Se hace el duro, ¿eh?

– ¿Preparado?

El gorila sonrió. Tenía unos dientes impresionantes, de un blanco perlado en contraste con la piel negra.

– No. ¿Quiere saber por qué? Porque aunque fuera más duro de lo que yo creo, cosa que dudo, tengo a Reggie y a Tyrone aquí. -Señaló con el pulgar a dos tipos grandotes vestidos de negro-. No nos han puesto aquí para probar nuestra virilidad avasallando a un pobre tonto, de modo que no necesitamos pelear limpio. Si usted y yo nos pegamos -lo dijo imitando burlonamente el tono de Mike-, tomarán parte. Reggie tiene una porra eléctrica de la policía. ¿Me entiende?

El gorila cruzó los brazos, y entonces fue cuando Mike vio los tatuajes.

Tenía una gran letra D en el antebrazo.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Mike.

– ¿Qué?

– Cómo se llama -repitió Mike-. Su nombre.

– Anthony.

– ¿Y su apellido?

– ¿Y a usted qué le importa?

Mike señaló el tatuaje.

– La D tatuada.

– Eso no tiene nada que ver con mi nombre.

– ¿Dartmouth?

Anthony el gorila se le quedó mirando. Después asintió lentamente.

– ¿Y usted?

Vox clamantis in deserto -dijo Mike, repitiendo el lema de la universidad.

Anthony dio la traducción:

– Una voz llorando en el desierto. -Sonrió-. Nunca lo entendí.

– Yo tampoco -dijo Mike-. ¿Juega?

– A fútbol. Universitario. ¿Y usted?

– Hockey.

– ¿Universitario?

– Y mejor jugador aficionado nacional -dijo Mike.

Anthony arqueó una ceja, impresionado.

– ¿Tiene hijos, Anthony?

– Tengo uno de tres años.

– Si supiera que su hijo está en un lío, ¿Reggie, Tyrone y usted mismo le impedirían entrar?

Anthony soltó un gran suspiro.

– ¿Por qué está tan seguro de que su hijo está dentro?

Mike le contó que había visto a DJ Huff con la chaqueta universitaria.

– ¿Ese chaval? -Anthony sacudió la cabeza-. No ha entrado aquí. ¿Se cree que dejaría entrar a un pringado de instituto con una chaqueta universitaria? Ha entrado en el callejón.

Señaló una calle a unos diez metros.

– ¿Sabe adónde va a parar? -preguntó Mike.

– No tiene salida, creo. No he ido nunca. No tengo ninguna razón para ir. Es para yonquis y similares. Oiga, necesito que me haga un favor.

Mike esperó.

– Todos miran cómo nos las tenemos. Si le dejo marchar, pierdo credibilidad y yo vivo de eso. ¿Sabe por dónde voy?

– Sí.

– O sea que voy a cerrar los puños y usted se largará aterrado como una niña. Puede irse corriendo al callejón si quiere. ¿Me ha entendido?

– ¿Puedo pedirle una cosa primero?

– ¿Qué?

Mike sacó la cartera.

– Ya se lo he dicho -dijo Anthony-, no quiero.

Mike le enseñó una foto de Adam.

– ¿Ha visto a este chico?

Anthony tragó saliva con dificultad.

– Es mi hijo. ¿Le ha visto?

– No está aquí.

– No es lo que le he preguntado.

– No le he visto nunca. ¿Y ahora?

Anthony agarró a Mike de la solapa y cerró el puño. Mike se encogió y gritó.

– No, por favor, lo siento, ¡ya me voy!

Se apartó y Anthony lo soltó. Mike echó a correr. Detrás de él oyó que Anthony gritaba:

– Sí, tío, ya puedes correr…

Algunos clientes aplaudieron. Mike corrió toda la manzana y giró en el callejón. Casi tropezó con una hilera de contenedores. Sintió que rompía cristales con los zapatos. Se paró de golpe, miró adelante, y vio a otra prostituta. O al menos se imaginó que era una prostituta. Estaba apoyada en un contenedor marrón como si formara parte de él, como si fuera una extremidad más, como si después de que el contenedor desapareciera ella pudiera caerse para no levantarse más. Su peluca era de un tono púrpura y parecía recién salida de un armario de David Bowie en 1974. O quizá de la basura de Bowie. Parecía poblada de chinches.

La mujer le dedicó una sonrisa desdentada.

– Hola, encanto.

– ¿Has visto pasar a un chico?

– Por aquí pasan muchos chicos, corazón.

Su voz había subido de tono y podía calificarse de lánguida. Era esmirriada y pálida, y aunque no llevaba la palabra «yonqui» tatuada en la frente, podía muy bien serlo.

Mike buscó una salida. No había ninguna. No había salida, ni puertas. Vio varias escaleras de incendios, pero parecían muy oxidadas. Si Huff había entrado aquí, ¿cómo había salido? ¿Adonde había ido? ¿O se había escabullido mientras él discutía con Anthony? ¿O Anthony le había mentido para deshacerse de él?

– ¿Buscas al chico de instituto, cariño?

Mike se paró y se volvió a mirar a la yonqui.

– El chico de instituto. ¿Ese jovencito tan guapo? Vaya, encanto, me excito sólo con hablar de él.

Mike dio un paso vacilante hacia ella, casi temeroso de que un paso mayor pudiera causar una vibración que la hiciera desmoronarse y desaparecer entre los escombros que ya tenía a sus pies.

– Sí.

– Bueno, ven y te diré dónde está.

Otro paso.

– Más cerca, encanto. No muerdo. A menos que sea lo que tú quieres.

Su risa era un cacareo estremecedor. El puente de los dientes frontales le cayó al abrir la boca. Estaba mascando chicle -Mike lo olía-, pero no tapaba del todo el mal aliento de su dentadura podrida.

– ¿Dónde está?

– ¿Tienes dinero?

– Mucho, si me dices dónde está.

– Déjame verlo.

A Mike no le hizo gracia, pero no sabía qué más podía hacer. Sacó un billete de veinte dólares. Ella alargó una mano huesuda. A Mike la mano le recordó un viejo libro de cómics llamado Cuentos desde la cripta, el esqueleto que sacaba la mano del ataúd.

– Habla primero -dijo él.

– ¿No confías en mí?

Mike no tenía tiempo. Rompió el billete y le dio la mitad. Ella lo cogió y suspiró.

– Te daré la otra mitad cuando hables -dijo Mike-. ¿Dónde está?

– Bueno, encanto -dijo ella-, está justo detrás de ti.

Mike se estaba volviendo cuando algo le golpeó en el hígado.

Un buen puñetazo en el hígado puede quitarte toda la fuerza y dejarte temporalmente paralizado. Mike lo sabía. Éste no llegó a tanto, pero estuvo muy cerca. El dolor fue espantoso. Se le abrió la boca, pero no le salió ningún sonido. Cayó sobre una rodilla. Desde un lado llegó un segundo golpe que le dio en la oreja. Algo duro rebotó dentro de su cabeza. Mike intentó razonar, intentó esquivar el ataque, pero otro golpe, esta vez una patada, le dio debajo de las costillas. Mike cayó de espaldas.

El instinto tomó el mando.

«Muévete», pensó.

Mike rodó y sintió que algo afilado se clavaba en su brazo. Seguramente un cristal roto. Intentó apartarse arrastrándose. Pero otro golpe le cayó sobre la cabeza. Casi sintió que el cerebro se le movía hacia la izquierda. Una mano le agarró el tobillo.

Mike pataleó. Su talón tocó algo blando y flexible. Una voz gritó:

– ¡Mierda!

Alguien saltó encima de él. Mike había participado en peleas, pero siempre en el hielo. Aun así había aprendido cuatro cosas. Por ejemplo, no das puñetazos si no es necesario. Los puñetazos destrozan las manos. A distancia sí puedes hacerlo. Pero esta pelea era de cerca. Dobló el brazo y lo balanceó a ciegas. Su antebrazo tocó algo. Se oyó un crujido y un chapoteo y brotó sangre.

Mike comprendió que había acertado una nariz.

Recibió otro golpe e intentó rodar. Pataleó con fuerza. Estaba oscuro, y la noche se llenó de gruñidos de agotamiento. Echó hacia atrás la cabeza, intentó dar un cabezazo.

– ¡Socorro! -gritó Mike-. ¡Socorro! ¡Policía!

Logró ponerse de pie. No veía las caras. Pero había más de una persona. Y más de dos, creía. Todos se le echaron encima a la vez. Mike se estrelló contra los contenedores. Los cuerpos, el suyo incluido, se revolcaron por el suelo. Mike peleó con fuerza, pero los tenía a todos encima. Logró arañar una cara. Se le rasgó la camisa.

Y entonces Mike vio una navaja.

Esto lo dejó helado. No supo durante cuánto tiempo, pero fue suficiente. Vio la hoja y se paralizó, y entonces sintió el golpe sordo en un lado de la cabeza. Cayó hacia atrás, y su cráneo golpeó contra el asfalto. Alguien le inmovilizó los brazos. Otro le cogió las piernas. Sintió un golpe en el pecho. Después los golpes parecieron llegar de todas partes. Mike intentó moverse, intentó protegerse, pero sus brazos y piernas no le obedecían.

Sentía que se estaba deslizando en la inconsciencia. Se rendía.

Los golpes se detuvieron. Mike sintió que el peso sobre su pecho disminuía. Alguien se había levantado o lo habían hecho caer. Tenía las piernas libres.

Mike abrió los ojos, pero sólo vio sombras. Una última patada, con los dedos de los pies, le dio en un lado de la cabeza. Todo fue oscureciéndose hasta que no vio nada en absoluto.

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