37

Pietra oyó cómo paraban los coches. Miró por la ventana y vio a una mujer menuda que se dirigía con paso decidido a la puerta de su finca. Pietra miró por la ventana a la derecha y vio cuatro coches patrulla y lo supo.

No dudó. Cogió el móvil. Sólo tenía un número en marcado rápido. Apretó y lo oyó sonar dos veces.

– ¿Qué pasa? -preguntó Nash.

– La policía está aquí.


Cuando Joe Lewiston bajó la escalera, Dolly le miró y dijo:

– ¿Qué ha ocurrido?

– Nada -dijo él, sintiendo los labios entumecidos.

– Pareces acalorado.

– No me pasa nada.

Pero Dolly conocía a su marido. No se lo tragaba. Se levantó y fue hacia él. Él casi retrocedió y salió corriendo.

– ¿Qué te pasa?

– Nada, te lo prometo.

Dolly estaba frente a él.

– ¿Ha sido Guy Novak? -preguntó-. ¿Te ha hecho algo más? Porque si lo ha hecho…

Joe puso las manos sobre los hombros de su esposa. Los ojos de ella estudiaron su cara. Siempre sabía si le sucedía algo. Ése era el problema. Le conocía demasiado bien. Tenían muy pocos secretos. Pero éste era uno de ellos.

Marianne Gillespie.

Ella había pedido una reunión con el profesor, fingiendo ser una madre preocupada. Marianne se había enterado del horrible suceso que pasó entre Joe y su hija, Yasmin, pero se mostró comprensiva. «La gente habla demasiado», dijo por teléfono. La gente comete errores. Su ex marido estaba loco de rabia, sí, pero Marianne le aseguró que ella no. Quería hablar con Joe y escuchar su versión.

Quizá, había sugerido Marianne, había una forma de mejorar las cosas.

Joe se sintió muy aliviado.

Quedaron y hablaron. Marianne se mostró solidaria. Le tocó el brazo. Le encantó su filosofía de la enseñanza. Le miró con anhelo y llevaba un vestido corto y ajustado. Cuando se abrazaron al final de la reunión, ella alargó demasiado ese momento. Mantuvo los labios junto a su cuello. Respiraba de un modo curioso. Y él también.

¿Cómo había podido ser tan estúpido?

– ¿Joe? -Dolly retrocedió un paso-. ¿Qué pasa?

Marianne tenía planeada la venganza de seducción desde el principio. ¿Cómo es posible que no lo hubiera visto? Y en cuanto Marianne obtuvo lo que quería, pocas horas después de que él saliera de su habitación de hotel, empezaron las llamadas:

«Lo tengo todo grabado, cabrón…».

Marianne había escondido una cámara en la habitación de hotel y lo amenazaba con mandar la cinta primero a Dolly, después a la junta escolar y después a todas las direcciones de correo electrónico que pudiera encontrar en el directorio de la escuela. Le había amenazado durante tres días. Joe no podía dormir, no podía comer. Adelgazó. Le suplicó que no lo hiciera. De repente Marianne perdió interés, como si sus deseos de venganza la hubieran agotado. Le llamó y le dijo que no estaba segura de si lo mandaría o no.

Quería que sufriera, él había sufrido y quizá esto sería suficiente para ella.

Al día siguiente, Marianne mandó un mensaje a la dirección de correo del trabajo de su mujer.

Puta mentirosa.

Por suerte, Dolly no era muy aficionada al correo electrónico. Joe tenía su código de acceso. Cuando vio el correo con el vídeo adjunto, se volvió completamente loco. Lo borró y cambió la contraseña de Dolly, para que no pudiera ver sus propios mensajes.

Pero ¿hasta cuándo podría seguir con esto?

No sabía qué hacer. No podía hablar de esto con nadie, nadie que lo comprendiera y estuviera incondicionalmente a su lado.

Y entonces pensó en Nash.

– Dios mío, Dolly…

– ¿Qué?

Tenía que poner fin a todo aquello. Nash había matado a alguien. Había matado a Marianne Gillespie. Y la señora Cordova había desaparecido. Joe intentó entenderlo. Quizá Marianne había entregado una copia de la cinta a Reba Cordova. Esto tendría sentido.

– Joe, habla conmigo.

Lo que había hecho Joe estaba mal, pero implicando a Nash había multiplicado su delito por mil. Quería contárselo todo a Dolly. Sabía que era la única salida.

Dolly le miró a los ojos y asintió.

– Está bien -dijo-. Cuéntamelo.

Pero entonces a Joe Lewiston le ocurrió algo curioso. Se le despertó el instinto de supervivencia. Sí, lo que había hecho Nash era horrible, pero ¿por qué complicarlo más cometiendo suicidio conyugal? ¿Para qué empeorarlo destruyendo a Dolly y quizá a su familia? Al fin y al cabo esto lo había hecho Nash. Joe no le había pedido que fuera tan lejos, ¡jamás le había pedido que matara a alguien! Creyó que quizá Nash se ofrecería a comprar la cinta de Marianne, o haría un trato con ella o, en el peor de los casos, la asustaría. A Joe siempre le había parecido que Nash jugaba al límite, pero ni en un millón de años habría soñado que hiciera algo así.

¿Qué sacaría ahora denunciándolo?

Nash, que había intentado ayudarlo, acabaría en la cárcel. ¿Y quién había sido el que había pedido ayuda a Nash?

Joe.

¿Creería la policía que Joe no sabía lo que estaba haciendo Nash? Pensándolo bien, Nash podría considerarse el sicario, pero ¿la policía no prefería siempre atrapar al hombre que lo había contratado?

Éste también sería Joe.

Existía todavía la posibilidad, por débil que fuera, de que todo acabara bien. No atrapan a Nash. La cinta nunca sale a la luz. Marianne acaba muerta, sí, pero sobre esto ya no se podía hacer nada, ¿y no estaba pidiendo a gritos que la mataran? ¿No había llegado demasiado lejos con su plan de venganza? Joe había cometido un error garrafal sin querer, pero ¿Marianne no había hecho todos los esfuerzos posibles para acosar y destruir a su familia?

Excepto una cosa.

Hoy había llegado un mensaje. Marianne estaba muerta. Esto significaba que por mucho daño que hubiera hecho Nash, no había tapado todas las filtraciones.

Guy Novak.

Él era el último hueco que faltaba por tapar. Allí era donde iría Nash. Nash no había contestado al teléfono ni había respondido a los mensajes de Joe porque estaba cumpliendo su misión para terminar el trabajo.

Y Joe lo vio con claridad.

Podía esperar que las cosas evolucionaran de forma favorable para él. Pero esto representaba que Guy Novak acabara muerto.

Lo que podría representar el fin de sus problemas.

– ¿Joe? -dijo Dolly-. Joe, cuéntamelo.

Joe no sabía qué hacer. Pero no se lo contaría a Dolly. Tenían una hija pequeña, estaban formando una familia. Con eso no se juega.

Pero tampoco permites que muera un hombre.

– Debo irme -dijo, y corrió hacia la puerta.


Nash susurró al oído de Guy Novak:

– Grita a las chicas que vas a bajar al sótano y no quieres que te molesten. ¿Entendido?

Guy asintió. Fue al pie de la escalera. Nash apretó el cuchillo contra su espalda, cerca del riñón. Nash había aprendido que la mejor técnica era pasarse un poco con la presión. Que sientan suficiente dolor para saber que vas en serio.

– ¡Niñas! Voy a bajar un rato al sótano. Quedaos arriba, ¿de acuerdo? No quiero que me molesten.

Una vocecita gritó:

– De acuerdo.

Guy se volvió hacia Nash. Éste dejó deslizar el cuchillo por su cintura hasta el vientre. Guy no pestañeó ni retrocedió.

– ¿Ha matado a mi esposa?

Nash sonrió.

– Creía que era tu ex.

– ¿Qué quiere?

– ¿Dónde están sus ordenadores?

– Mi portátil está en una bolsa junto al sillón. El de sobremesa está en la cocina.

– ¿Tienes más?

– No. Cójalos y márchese.

– Primero tenemos que hablar, Guy.

– Le diré lo que quiera saber. También tengo dinero. Es suyo. Pero no haga daño a las niñas.

Nash miró al hombre. Tenía que saber que tenía muchas posibilidades de morir. En su vida nada sugería heroísmo, pero ahora era como si estuviera harto y realizara una especie de actuación final.

– No les tocaré un pelo si colaboras -dijo Nash.

Guy miró a Nash a los ojos como si buscara una mentira. Nash abrió la puerta del sótano. Bajaron. Nash cerró la puerta y encendió la luz. El sótano no estaba terminado. El suelo era de frío cemento. En las tuberías se oía correr el agua. Apoyada en un armario había una acuarela. Había sombreros viejos, pósteres y cajas de cartón por todas partes.

Nash tenía todo lo que necesitaba en una bolsa de gimnasia que llevaba colgada del hombro. Fue a coger la cinta, y Guy cometió un gran error.

Lanzó un puñetazo y gritó:

– ¡Niñas, corred!

Nash lanzó su codo con fuerza contra el cuello de Guy, ahogando sus palabras. A continuación le dio un golpe con la palma de la mano en la frente. Guy cayó al suelo, agarrándose el cuello.

– Si te atreves a respirar -dijo Nash-, bajaré aquí a tu hija y te haré mirar. ¿Está claro?

Guy se quedó inmóvil. La paternidad podía convertir a un gusano cobarde como Guy Novak en un valiente. Nash se preguntó si él y Cassandra ya habrían tenido hijos. Prácticamente seguro. Cassandra venía de una gran familia. Quería tener muchos hijos. Él no estaba tan seguro -su visión del mundo era bastante más tenebrosa que la de ella-, pero nunca le habría negado nada.

Nash miró a Novak en el suelo. Pensó en pincharle en una pierna o en cortarle un dedo, pero no sería necesario. Guy había hecho su intentona y había aprendido la lección. No se repetiría.

– Ponte boca abajo y cógete las manos a la espalda.

Guy colaboró. Nash enrolló la cinta alrededor de las muñecas y antebrazos de Novak. Después hizo lo mismo con sus piernas.

Ató las muñecas a los tobillos, tirando de los brazos hacia atrás y doblando las piernas por las rodillas. La clásica atadura del cerdo. Lo último que hizo fue tapar la boca de Guy rodeándole la cabeza con cinta varias veces.

Una vez terminado esto Nash fue a la puerta del sótano.

Guy forcejeó, pero no era necesario. Nash sólo quería asegurarse de que las niñas no habían oído nada. De arriba venía el sonido de la televisión. Las niñas no estaban a la vista. Cerró la puerta y volvió a bajar.

– Su ex esposa grabó un vídeo. Quiero que me diga dónde está.

La boca de Guy seguía tapada con cinta. La expresión de desconcierto de su rostro era evidente: ¿cómo quería que contestara una pregunta si tenía la boca tapada? Nash le sonrió y le mostró la hoja.

– Me lo dirás dentro de unos minutos, ¿de acuerdo?

El móvil de Nash volvió a vibrar. Se imaginó que sería Lewiston, pero cuando miró el identificador, supo que no podían ser buenas noticias.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– La policía está aquí -dijo Pietra.

Nash no se sorprendió. Cae una pieza y todo comienza a derrumbarse. El tiempo apremiaba. No podía quedarse y hacer daño a Guy a gusto. Necesitaba actuar con rapidez.

¿Qué haría que Guy hablara rápidamente?

Nash meneó la cabeza. Lo que nos hace valientes, aquello por lo que vale la pena morir, también nos hace débiles.

– Voy a hacer una visita a tu hija -dijo a Guy-. Y después hablarás, ¿entendido?

A Guy se le salieron los ojos de las órbitas. Todavía atado como un cerdo forcejeó e intentó comunicar a Nash lo que ya sabía. Hablaría. Le diría todo lo que quería saber si dejaba en paz a su hija. Pero Nash sabía que sería más fácil obtener la información con su hija delante. Algunos dirían que la mera amenaza era suficiente. Quizá tenían razón.

Pero Nash quería a la hija abajo por otras razones.

Respiró hondo. Estaba llegando al final. Lo veía. Sí, quería sobrevivir y largarse, pero la locura no sólo se había infiltrado, sino que lo había dominado. La locura le animaba las venas, le hacía sentir vivo, con un hormigueo por todo el cuerpo.

Empezó a subir la escalera del sótano. Detrás de él oía a Guy volviéndose loco tras sus ataduras. Por un momento la locura le abandonó y Nash pensó en volver atrás. Guy se lo diría todo ahora. Pero podía ser que no. Entonces quizá sólo parecería una amenaza.

No, tenía que hacerlo hasta el final.

Abrió la puerta del sótano y entró en el vestíbulo. Miró la escalera. Todavía se oía la tele. Dio un paso más.

Se detuvo cuando oyó sonar el timbre.


Tia detuvo el coche en la entrada de los Novak. Dejó el teléfono y el bolso en el coche y corrió hacia la puerta. Intentaba digerir lo que le había dicho Betsy Hill. Su hijo estaba bien. Eso era lo más importante. Tenía algunas heridas menores, pero estaba vivo y podía caminar e incluso salir corriendo. Había otras cosas que Adam había contado a Betsy, que se sentía culpable por la muerte de Spencer, cosas así. Pero esto podía arreglarse. Lo primero es sobrevivir. Después hacer que volviera a casa. A continuación, puedes ocuparte de lo demás.

Todavía perdida en sus pensamientos, Tia apretó el timbre de los Novak.

Tragó saliva y recordó que esta familia acababa de sufrir una espantosa pérdida. Era importante echar una mano, o eso se imaginaba, pero lo único que deseaba era llevarse a su hija, encontrar a su hijo y a su marido, llevarlos a casa y cerrar la puerta para siempre.

Nadie abrió la puerta.

Tia intentó mirar por la ventanita, pero había demasiados reflejos. Hizo visera con las manos y miró dentro del vestíbulo. Le pareció que una figura saltaba hacia atrás. Podría haber sido sólo una sombra. Volvió a llamar al timbre. Esta vez hubo mucho ruido. Las niñas armaron un buen jaleo bajando la escalera en estampida.

Corrieron a la puerta. Yasmin abrió y Jill se quedó unos pasos detrás.

– Hola, señora Baye.

– Hola, Yasmin.

Por la cara de la niña comprendió que Guy no se lo había dicho, pero no le sorprendió. Guy estaba esperando a que Jill se fuera para estar a solas con Yasmin.

– ¿Dónde está tu padre?

Yasmin se encogió de hombros.

– Creo que ha dicho que bajaría al sótano.

Por un momento se quedaron las tres allí. La casa estaba silenciosa como una tumba. Esperaron un par de segundos, un ruido o una señal. No oyeron nada.

Probablemente Guy estaba abajo llorando, se imaginó Tia. Debería llevarse a Jill a casa. No se movieron. De repente Tia se sintió mal. Lo normal era actuar así cuando dejabas a tu hijo en casa de alguien: acompañar al niño a la puerta y comprobar que dentro había un padre o un canguro.

Se sintió como si estuviera dejando sola a Yasmin.

– ¿Guy? -gritó Tia.

– No pasa nada, señora Baye. Ya soy mayor para quedarme sola.

Eso era cuestionable. Estaban en una edad incierta. Seguramente estaban a salvo solos, con los móviles y todo. Jill empezaba a desear más independencia. Decía que había demostrado ser responsable. Adam se quedaba solo cuando tenía la edad de Jill, lo que al final no parecía haber sido una gran idea.

Pero no era esto lo que inquietaba a Tia ahora mismo. No era por dejar a Yasmin sola. El coche de su padre estaba en la entrada. Se suponía que estaba en la casa. Se suponía que debía decirle a Yasmin que su madre había muerto.

– ¿Guy?

Ninguna respuesta.

Las chicas se miraron. Una expresión cruzó sus caras.

– ¿Dónde habéis dicho que creíais que estaba? -preguntó Tia.

– En el sótano.

– ¿Qué hay abajo?

– En realidad nada. Cajas viejas y trastos. Es bastante asqueroso.

¿Para qué habría decidido Guy bajar ahora?

La respuesta obvia era para estar solo. Yasmin había dicho que tenían cajas viejas. Quizá Guy había embalado algunos recuerdos de Marianne y ahora estaba sentado en el suelo mirando fotos viejas. O algo parecido. Y quizá con la puerta del sótano cerrada no la había oído.

Era lo que tenía más sentido.

Tia recordó la figura fugaz que había visto al mirar por la ventanita. ¿Podría haber sido Guy? ¿Se estaría escondiendo de ella? Esto también tenía sentido. Puede que no se viera con ánimos de hablar con ella ahora mismo. Puede que no quisiera ninguna compañía. Podría ser.

Bien, pero a Tia seguía sin gustarle la idea de dejar sola a Yasmin así.

– ¿Guy?

Ahora gritó más fuerte.

Todavía nada.

Se acercó a la puerta del sótano. Lo sentía si deseaba estar solo. Sólo tenía que gritar «estoy aquí». Llamó. No respondió nadie. Cogió la manilla y la giró. Empujó un poco la puerta.

La luz estaba apagada.

Se volvió a mirar a las niñas.

– Cielo, ¿estás segura de que ha dicho que bajaría al sótano?

– Es lo que ha dicho.

Tia miró a Jill, quien asintió. El miedo empezaba a filtrarse insidiosamente. Guy parecía tan deprimido por teléfono y después se había ido solo a un sótano oscuro…

No, nunca. No le haría una cosa así a Yasmin.

Entonces Tia oyó un ruido. Algo sofocado. Algo que rascaba y forcejeaba. Una rata o algo así.

Lo oyó otra vez. No era una rata. Parecía algo más grande.

¿Qué estaba…?

Miró a las dos niñas con seriedad.

– Quiero que os quedéis aquí. ¿Me habéis oído? No bajéis a menos que os llame.

La mano de Tia buscó el interruptor en la pared. Lo encontró y lo apretó. Sus piernas ya la estaban llevando abajo. Y cuando llegó, cuando miró al otro extremo de la habitación y vio a Guy Novak atado y amordazado, reaccionó sin pensarlo dos veces.

Se volvió y corrió hacia arriba.

– ¡Niñas, corred! Salid de la casa…

Las palabras murieron en su garganta. La puerta del sótano ya se cerraba delante de ella.

Un hombre entró en la habitación. Llevaba a Yasmin agarrada del cuello con la mano derecha. En la izquierda tenía a Jill.

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