Muse interrogó a la hija de Marianne Gillespie cuidadosamente, pero Yasmin no sabía nada.
Yasmin no había visto a su madre. Ni siquiera sabía que estuviera en la ciudad.
– Creía que estaba en Los Ángeles -dijo Yasmin.
– ¿Te lo dijo ella? -preguntó Muse.
– Sí. -Luego-: Bueno, me mandó un correo.
Muse recordó que Guy Novak le había dicho lo mismo.
– ¿Todavía lo tienes?
– Puedo mirar. ¿Marianne está bien?
– ¿Llamas a tu madre por su nombre?
Yasmin se encogió de hombros.
– No deseaba realmente ser madre. O sea que ¿para qué recordárselo? Y la llamo Marianne.
«Crecen rápido», pensó Muse. Volvió a preguntar:
– ¿Todavía tienes el mensaje?
– Supongo que sí. Seguramente está en el ordenador.
– Me gustaría que me lo imprimieras.
Yasmin arrugó la frente.
– Pero no piensa decirme de qué va esto. -No era una pregunta.
– No es nada por lo que debas preocuparte todavía.
– Ya. No quiere preocupar a la niña. Si fuera su madre y usted tuviera mi edad, ¿no querría saberlo?
– Tienes razón. Pero te repito que todavía no sabemos nada. Tu padre volverá pronto. Me gustaría mucho ver ese correo.
Yasmin subió la escalera. Su amiga se quedó en la habitación. Normalmente Muse habría preferido interrogar a Yasmin a solas, pero la amiga parecía tranquilizarla.
– ¿Cómo has dicho que te llamabas? -preguntó Muse.
– Jill Baye.
– Jill, ¿has conocido a la madre de Yasmin?
– Sí, la he visto un par de veces.
– Pareces preocupada.
Jill hizo una mueca.
– Usted es policía y hace preguntas sobre la madre de mi amiga. ¿No debería estarlo?
Niños.
Yasmin bajó la escalera saltando con un papel en la mano.
– Tenga.
Muse leyó:
¡Hola! Me voy a Los Ángeles unas semanas. Te llamaré cuando vuelva.
Esto explicaba muchas cosas. Muse se había preguntado por qué nadie había denunciado la desaparición de la desconocida. Simple. Vivía sola en Florida. Entre su estilo de vida y este mensaje, bueno, podrían haber pasado meses, si no más tiempo, antes de que alguien sospechara que podía haberle ocurrido algo.
– ¿Le sirve de algo? -preguntó Yasmin.
– Sí, gracias.
A Yasmin se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Sigue siendo mi madre.
– Lo sé.
– Me quiere. -Yasmin se echó a llorar. Muse fue hacia ella, pero la niña levantó la mano para detenerla-. Aunque no sepa cómo ser madre. Lo intenta. Pero no sabe.
– No pasa nada. No la estoy juzgando, ni mucho menos.
– Entonces cuénteme qué sucede. Por favor.
– No puedo -dijo Muse.
– Pero es algo malo, ¿no? Puede decirme al menos eso. ¿Es algo malo?
Muse deseaba ser sincera con la chica, pero no era ni el momento ni el lugar.
– Tu padre volverá pronto. Debo irme a trabajar.
– Cálmate -dijo Nash.
Joe Lewiston se levantó del suelo con un movimiento ágil. Nash se imaginó que los profesores se acostumbraban a ese movimiento.
– Lo siento. No debería haberte metido en esto.
– Hiciste lo que debías llamándome.
Nash miró a su antiguo cuñado. Se dice «antiguo» porque «ex» implica divorcio. Cassandra Lewiston, su querida esposa, tenía cinco hermanos. Joe Lewiston era el más joven y el preferido de ella. Cuando el hermano mayor, Curtís, fue asesinado hacía poco más de diez años, Cassandra se lo había tomado muy mal. Se había pasado días llorando y no quería levantarse de la cama y, a veces, aunque supiera que era irracional tener esos pensamientos, Nash se preguntaba si aquella angustia la había hecho ponerse enferma. Había sufrido tanto por su hermano que quizá su sistema inmunitario se había debilitado. Quizá el cáncer está dentro de todos nosotros, esas células malignas, y quizá esperan el momento en que las defensas están bajas para entrar en acción.
– Te prometo que descubriré quién ha matado a Curtís -dijo Nash a su amada.
Pero no había cumplido su promesa, aunque esto no había importado mucho a Cassandra. No era vengativa. Sólo echaba de menos a su hermano mayor. Y entonces se lo había jurado. Le había jurado que no permitiría que volviera a sentir ese dolor. Protegería a los que ella amaba. Los protegería siempre.
Se lo había vuelto a prometer en su lecho de muerte.
Pareció que eso la reconfortaba.
– ¿Estarás a su lado? -había preguntado Cassandra.
– Sí.
– Y ellos también estarán a tu lado.
Él no había respondido a esto.
Joe fue hacia él. Nash echó un vistazo al aula. En muchos sentidos no habían cambiado nada desde que él era un alumno. Todavía estaban las normas escritas a mano y el alfabeto en cursiva en letras mayúsculas y minúsculas. Había toques de color por todas partes. Las obras de arte más recientes se secaban sobre un trapo.
– Ha sucedido algo más -dijo Joe.
– Cuenta.
– Guy Novak no deja de pasar frente a mi casa con el coche. Reduce la velocidad y mira. Creo que está asustando a Dolly y a Allie.
– ¿Desde cuándo?
– Hace una semana que lo hace.
– ¿Por qué no me lo habías dicho antes?
– No creí que tuviera importancia. Pensé que dejaría de hacerlo.
Nash cerró los ojos.
– ¿Y por qué crees que ahora es importante?
– Porque Dolly se puso muy nerviosa esta mañana cuando lo hizo.
– ¿Guy Novak ha pasado por tu casa esta mañana?
– Sí.
– ¿Y crees que está intentando acosarte?
– ¿Qué, si no?
Nash sacudió la cabeza.
– Lo hemos interpretado mal desde el principio.
– ¿A qué te refieres?
Pero no había razón para explicarse. Dolly Lewiston todavía recibía mensajes. Esto sólo significaba una cosa. Marianne no los había mandado, a pesar de que, después de sufrir tanto, hubiera admitido haberlo hecho.
Los había mandado Guy Novak.
Pensó en Cassandra y en la promesa que él le había hecho. Ahora sabía qué debía hacer para resolver aquella situación.
– Soy un idiota -dijo Joe Lewiston.
– Escúchame, Joe.
Parecía tan asustado que Nash se alegró de que Cassandra no pudiera ver nunca así a su hermano. Pensó en cómo estaba Cassandra hacia el final. Había perdido el pelo, la piel se le había vuelto amarillenta, tenía heridas abiertas en el cráneo y en la cara, había perdido el control de los intestinos. Había momentos en que el dolor parecía insoportable, pero ella le había hecho prometer no interferir. Apretaba los labios y los ojos le sobresalían y era como si unas garras de acero la estuvieran desgarrando por dentro. Hacia el final tenía la boca llena de llagas de modo que ni siquiera podía hablar. Nash se sentaba a su lado y la observaba y se volvía loco de rabia.
– Todo se arreglará, Joe.
– ¿Qué vas a hacer?
– Tú no te preocupes, ¿de acuerdo? Todo se arreglará, te lo prometo.
Betsy Hill esperaba a Adam en el pequeño claro del bosque detrás de la casa.
Aquella zona llena de maleza estaba dentro de su propiedad, pero nunca se habían tomado la molestia de desbrozarla. Ella y Ron habían hablado hacía años de limpiarla y construir una piscina, pero el gasto era desmesurado y los gemelos eran demasiado pequeños. Nunca se decidieron a hacerlo. Ron había construido allí un fuerte cuando Spencer tenía nueve años. Los niños jugaban en él. También había un viejo columpio, comprado en Sears. Ambos estaban abandonados desde hacía años, pero mirando con atención, Betsy todavía pudo ver clavos tirados y tubos oxidados.
Pasaron los años y entonces Spencer empezó a pasar el rato allí con sus amigos. En una ocasión Betsy había encontrado botellas de cerveza. Quiso hablar de ello con Spencer, pero siempre que intentaba sacar el tema, él se retraía aún más. Era un adolescente que tomaba una cerveza. ¿Tan grave era?
– ¿Señora Hill?
Se volvió y vio a Adam detrás de ella. Había venido por el otro lado, por el patio de los Kadison.
– Dios santo -exclamó-, ¿qué te ha ocurrido?
Adam tenía la cara sucia e hinchada. En el brazo llevaba un aparatoso vendaje. Tenía la camisa rasgada.
– Estoy bien.
Betsy le hizo caso y no avisó a sus padres. Temía echar a perder esta oportunidad. Quizá era un error, pero había tomado tantas decisiones equivocadas en los últimos meses, que una más parecía poco importante.
Aun así, lo siguiente que le dijo fue:
– Tus padres están muy preocupados.
– Lo sé.
– ¿Qué ha pasado, Adam? ¿Dónde has estado?
Él meneó la cabeza, de una forma que a Betsy le recordó al padre de Adam. Cuando los niños se hacen mayores, ves como cada vez se parecen más sus padres, no sólo físicamente, sino que se les pegan sus gestos. Adam ya era mayor, más alto que su padre y casi un hombre.
– Supongo que esa foto hace tiempo que está puesta en la página conmemorativa -dijo Adam-. Nunca entro en ella.
– ¿No?
– No.
– ¿Puedo preguntar por qué?
– Para mí no es Spencer, ¿sabe? Ni siquiera conozco a las chicas que la abrieron. Ya tengo bastantes recuerdos. Así que no la miro.
– ¿Sabes quién sacó la foto?
– Creo que DJ Huff. Bueno, no puedo estar seguro porque yo estoy en el fondo. Estoy mirando a otro lado. Pero DJ descargó muchas fotos en aquella página. Probablemente las descargó todas y ni siquiera se dio cuenta de que eran de aquella noche.
– ¿Qué ocurrió, Adam?
Adam se echó a llorar. Betsy había estado pensando hacía sólo unos segundos que Adam parecía casi un hombre. Ahora el hombre se había esfumado y había vuelto el niño.
– Nos peleamos.
Betsy se quedó quieta. Quizá a dos metros de distancia, pero sentía cómo a Adam le hervía la sangre.
– Así se hizo aquella magulladura de la cara -dijo Adam.
– ¿Le pegaste?
Adam asintió.
– Eras su amigo -dijo Betsy-. ¿Por qué os peleasteis?
– Estábamos bebiendo y colocándonos. Fue por una chica. La cosa se nos fue de las manos. Nos empujamos y él me dio un puñetazo. Lo esquivé y después le pegué en la cara.
– ¿Por una chica?
Adam bajó los ojos.
– ¿Quién más estaba allí? -preguntó.
Adam sacudió la cabeza.
– No importa.
– A mí sí me importa.
– No debería. Es conmigo con quien se peleó.
Betsy intentó imaginarlo. Su hijo. Su precioso hijo y su ultimo día en la Tierra y su mejor amigo le había pegado en la cara. Intentó mantener un tono sereno, pero no lo consiguió.
– No entiendo absolutamente nada. ¿Dónde estabais?
– Teníamos que ir al Bronx. Allí hay un local donde dejan entrar a chicos de nuestra edad.
– ¿En el Bronx?
– Pero antes de ir, Spencer y yo nos peleamos. Le pegué y le insulté de una forma horrible. Estaba furioso. Y entonces él se marchó. Debería haber ido tras él. No fui. Le dejé marchar. Debería haberme imaginado lo que haría.
Betsy Hill se quedó quieta, atontada. Recordó lo que había dicho Ron, que nadie había obligado a su hijo a robar vodka y pastillas de casa.
– ¿Quién mató a mi hijo? -preguntó.
Pero ya lo sabía.
Lo había sabido desde el principio. Había buscado explicaciones para lo inexplicable y tal vez llegara a encontrar una, pero el comportamiento humano normalmente era mucho más complejo. Tienes a dos hermanos criados exactamente de la misma manera y uno acaba siendo un encanto y el otro, un asesino. Algunas personas lo atribuían a un «cruce de cables», a la superioridad de la naturaleza sobre la educación, pero a veces ni siquiera se trata de eso: es sólo un suceso azaroso que altera las vidas, algo en el viento que se mezcla con su particular química cerebral, nada en realidad y, después de la tragedia, buscas explicaciones y quizá encuentras alguna, pero sólo estás haciendo teorías a posteriori.
– Cuéntame lo que pasó, Adam.
– Más tarde intentó llamarme -dijo Adam-. Por eso tenía esas llamadas. Vi que era él. Y no respondí. Dejé que saltara el buzón de voz. Ya estaba muy colocado. Él estaba deprimido y triste y yo debería haberlo visto. Debería haberle perdonado. Pero no lo perdoné. Éste fue el último mensaje que me mandó. Decía que lo sentía y que sabía cómo acabar. Ya había pensado antes en el suicidio. Todos hablamos de ello. Pero en su caso era diferente. Era más serio. Y yo me peleé con él. Lo insulté y le dije que nunca lo perdonaría.
Betsy Hill sacudió la cabeza.
– Era un buen chico, señora Hill.
– Él fue el que se llevó los medicamentos de casa, de nuestro botiquín… -dijo ella, más para sí misma que para él.
– Lo sé. Lo hacíamos todos.
Las palabras del chico la machacaban y no la dejaban pensar.
– ¿Una chica? ¿Os peleasteis por una chica?
– Fue culpa mía -dijo Adam-. Perdí el control. No le busqué. Escuché los mensajes demasiado tarde. Fui a la azotea en cuanto pude. Pero estaba muerto.
– ¿Le encontraste?
Adam asintió.
– ¿Y no dijiste nada?
– Fui un cobarde. Pero ya no lo soy. Se acabó.
– ¿Qué se acabó?
– Lo siento mucho, señora Hill. No pude salvarlo.
– Yo tampoco, Adam -dijo Betsy.
Dio un paso hacia él, pero Adam sacudió la cabeza.
– Se acabó -repitió.
Después retrocedió dos pasos, se volvió y huyó.